“Con la edad, los ojos ven más lejos, no en la distancia, pero sí en el tiempo.” (aausábel, 2017)

“Con la edad, los ojos ven más lejos, no en la distancia, pero sí en el tiempo.” (aausábel, 2017)

En este país...

En este país...

lunes, 17 de diciembre de 2018

Estrenos teatrales noviembre / diciembre de 2018.


Conviene resaltar tres producciones de la cartelera teatral madrileña, dos de ellas suculentas. 
En primer lugar, la reactivación de un texto esencial y magistral del drama contemporáneo: Calígula, de Albert Camus, en montaje de Mario Gas y la compañía Teatre Romea. En el Teatro María Guerrero hasta el 30 de diciembre.
Esta vez la traducción corre a cargo de Borja Sitjà, y el papel principal es interpretado por Pablo Derqui. El vestuario juega al anacronismo, puesto que se lucen trajes blancos en vez de togas. El texto de Camus es una seria advertencia, al presente y al futuro, de que la tiranía es inmortal. Siempre se repetirán los déspotas mientras la Historia continúe. El desgarrador grito final de Calígula tras ser apuñalado así lo concita: “¡Todavía estoy vivo!” Calígula es un emperador que desea lo imposible –quiere poseer la Luna--, puesto que todo lo demás le aburre: el poder en sí, los juegos, las orgías, el sexo, el incesto… Nada hay que el joven Calígula no haya probado todavía. A sus súbditos les preocupa el erario, las finanzas, la Hacienda. En cambio, parecen querer dar poca importancia a todo lo humano: sentimientos, pena, dolor, sufrimiento. Calígula va a llevar la lógica hasta sus últimas y más atroces consecuencias: “Si os preocupa el dinero, es que entonces la vida para vosotros no vale nada. Bien, seamos lógicos, moriréis arbitrariamente.” 
El drama de Camus es de un equilibrio portentoso y ejemplar: no se echa de menos ningún aspecto, ni ningún otro le sobra. Cada frase es oro de veinticuatro quilates. Como para ser esculpida en mármol. Imperecedera su lectura como su puesta en escena. Pablo Derqui borda una interpretación del emperador lógico cuyo listón puso muy alto José María Rodero. Derqui construye y entona su papel en lo que quizá cabría parecer cierto guiño a José Luis Gómez, sobre todo en la voz cálida, redonda y melosa.
Una escenografía muy sobria, sobre un tablero blanco con unos vanos delineados, alguno de los cuales se abre a requerimiento de la acción. El trabajo de todos los actores es más que notable en todo su conjunto, por lo que el resultado global no puede ser sino excelente.
Nadie debería dejar de lado este Calígula de Albert Camus y Mario Gas.
Seguidamente conviene destacar de este mes la poderosa composición que Natalia Dicenta y Ramón Langa hacen del intensísimo drama de Juana Escabias Apología del amor (2011), rebautizado ahora como La puta de las mil noches. En la sala Margarita Xirgu del Teatro Español (Madrid), hasta el 23 de diciembre. La dirección es de Juan Estelrich. Para los amantes de duelos interpretativos, de dramas de solo dos personajes, el uno frente al otro. 
Un millonario inválido decide contratar los servicios de una prostituta madura para toda una noche. No solo la pagará por horas, sino que le dejará llevarse un maletín cargado de dinero si se somete a cuantas ideas y caprichos le vengan en gana. La chica al principio pone sus reparos, su desconfianza, pero al final accede. Poco a poco se abre un juego cruel de sadismo y de vejaciones verbales del cliente hacia la hetaira. El tullido desea que la chica de alterne se desnude ante él –y ante su cámara—no de cuerpo, sino de alma. Está sediento por conocer su pasado como puta hasta el más mínimo detalle: cuándo y cómo empezó, por qué, qué tipo de clientes ha tenido, a quiénes ha sufrido más, qué hará dentro de cinco años, cuando no pueda disimular que su rostro está ajado por la edad. 
El tema de esta obra es fuerte, pero no hiere, no resulta insoportable. Se sigue con interés, por saber si la chica se ganará su fortuna, si el cliente quedará satisfecho, o qué sorpresas pueden deparar a ambos personajes cuando aquel encuentro concertado alcance un desenlace.
 Natalia Dicenta y Ramón Langa nos hacen olvidar que es teatro lo que vemos, puesto que lo vivimos como si estuviéramos en esa casa, en ese salón de amplios ventanales, testigos mudos de lo que acontece a esas dos personas, que son solo actores de enorme talento.
Hay un momento, curioso, en que se desliga la prostituta de su profesión al tachar al cliente de “putero”. Es decir, quien suele ir con rabizas. La hetaira se distancia de lo que ella misma es, hace y practica, y se permite juzgar al individuo por su actitud viciada desde una posición de “decencia” pequeñoburguesa. Si no hubiera necesidad de sexo, no existirían los hombres que contrataran servicios de acompañamiento (ya sea este masculino o femenino), pero tampoco habría razón de ser de la prostitución. Es decir, una inclinación hacia el sexo pagado, sin amor, hace que haya prostitutas, y que estas sean maltratadas y humilladas por una clientela que se satisface con conductas sádicas y destructivas. Como las que afloran a lo largo de la representación. 
Nietzsche nos recordó que el amor, el matrimonio y el sexo son solo herramientas de poder, de dominación del otro; de esclavitud física y moral. Cuando un cliente está dispuesto a pagar mucho, y una prostituta a aceptar demasiado, no existen límites para la transgresión de toda normativa.
Para el ácido, cínico y cáustico escritor norteamericano Ambrose Bierce, incluso el matrimonio bien constituido es un oprobio. Así lo define él en su famoso Diccionario del diablo: Matrimonio, s. Condición o estado de una comunidad formada por un amo, un ama y dos esclavos, todos los cuales suman dos.”
Cervantes, lejos de censurar el puterío, alabó, en el capítulo XXII de la Primera Parte del Quijote, el oficio de alcahuete. O sea, de quien por dineros concierta encuentros amorosos o carnales entre unos y otras: “Por solamente el alcahuete limpio no merecía él ir a bogar en las galeras, sino a mandallas y a ser general dellas. Porque no es así como quiera el oficio de alcahuete, que es oficio de discretos y necesarísimo en la república bien ordenada, y que no le debía ejercer sino gente muy bien nacida…” A don Quijote le parece que para ser mediador en asuntos sentimentales hay que tener madurez y cabeza, no loca juventud e inexperiencia.
Llegamos, por último, al experimento fallido de Juan Mayorga de aunar comedia con simbolismo en su última dramaturgia El Mago. En el Teatro Valle-Inclán (Madrid), hasta el 30 de diciembre. Un reparto de seis actores, encabezados por Clara Sanchís y María Galiana, da vida a la más que confusa experiencia de una madre que acude sola a un espectáculo de magia en el que se practica la hipnosis. Reaparece en casa con la sensación onírica de estar volando sobre los tejados, como Mary Poppins. Su comportamiento es gamberro, infantil, y desconcierta a su marido Víctor (José Luis García-Pérez) y a su hija adolescente Dulce (Julia Piera). Ante la imposibilidad de que vuelva en sí, o de que regrese de escena la verdadera Nadia (Clara Sanchís), padre, hija y abuela se acercan –por separado-- a la representación del hipnotista. Todo lo que los espectadores ven puede estar sucediendo solo en la cabeza de Nadia: su regreso es virtual, no real, y da pie a la obra que se desarrolla en el comedor de aquel piso. O ha vuelto en verdad Nadia, pero aún captada por la voluntad del Mago, quien le hace creer cuanto parece ocurrir. Un juego de metaficción, de metateatro pirandelliano, que cansa por lo insustancial, repetitivo de las gracias (o desgracias) de la protagonista, y que aburre en el transcurso de ochenta y cinco minutos. Idea más fecunda para microteatro que para una pieza extensa, que a su mitad somete al espectador a un examen de desciframiento de claves simbólicas, filosóficas y sicosomáticas. El conflicto se extiende como una goma elástica, hasta perder intensidad y diluirse. El argumento pierde interés rápidamente y el público, si aprecia algo, un matiz, es solo el buen trabajo de los actores, embarcados en un complejo proyecto interpretativo, porque la obra es pero no es comedia, no es pero sí es drama, al mismo tiempo de resultar un híbrido difícil de volver creíble y de digerir.
Menos espesa que la insufrible El cartógrafo, menos interesante que El arte de la entrevista, pero a mucha distancia de las mejores obras del autor: La lengua en pedazos, El chico de la última fila, Himmelweg, Reikiavik.
La dirección de El Mago es del propio Mayorga.
© Antonio Ángel Usábel, diciembre de 2018.

domingo, 11 de noviembre de 2018

El amor tiene un precio.


(A Soraya Fabuel)
Amar a un padre tiene un precio. Eso es lo que demuestra este intenso drama familiar de Arthur Miller (1915-2005) que ahora se representa en el Teatro Pavón Kamikaze de Madrid. Historia de dos hermanos, Víctor y Walter. El primero se sacrificó por un padre que creía que lo amaba a él; el segundo, voló del nido y no quiso saber nada, para labrarse un porvenir como cirujano. Es el tiempo de la Gran Depresión, de la miseria que afecta profundamente a toda la sociedad norteamericana, donde se buscan las sobras de los restaurantes en los cubos de basura. Víctor podría haber sido un químico eminente, pero no poseía los quinientos dólares para continuar sus estudios y hubo de ingresar en el cuerpo de Policía para llevar dinero a casa. A cambio, con los años, es feliz en su matrimonio, mientras que Walter es desdichado y está solo. El odio y el rencor por los malentendidos alimenta esta pieza encomiable y modélica, El precio, todo un clásico moderno junto a otras obras del autor neoyorquino, como Todos eran mis hijos, Las brujas de Salem o Panorama desde el puente.

Silvia Munt realiza un trabajo de adaptación (la versión la firma Cristina Genebat), puesta en escena y dirección realmente sugestivo y brillante, con un elenco de buenos actores, entre los que destaca primeramente Eduardo Blanco, como el nonagenario tasador judío Solomon. Magníficos también están Tristán Ulloa (Víctor) y Elisabet Gelabert (Esther), secundados por el personaje antagonista de Walter, que interpreta con su punto de acierto Gonzalo de Castro. No se usan micrófonos durante la representación, lo cual es de agradecer, porque confiere autenticidad y relieve teatral al acabado. La escenografía, sobria, pero completamente ajustada a lo que necesita la acción, es de Enric Planas. De hecho, el decorado se funde como un personaje más: la buhardilla de la crisis.
El drama de Miller habla de lo generalmente vivido en toda familia: las rencillas entre hermanos a la hora de conseguir la atención y el amor de alguno de los progenitores (o de ambos); el altruismo (tal vez, marca de agua de la ingenuidad) enfrentado al egoísmo (o, si se quiere, la lucha por la supervivencia); el poder del dinero; el éxito matrimonial frente a la deriva amorosa y el naufragio en el islote de las almas solitarias.
Un drama ambientado en la Depresión americana, que habla, sin embargo, a cualquier época, porque aborda problemas y cuestiones humanas neurálgicas. En el aire queda flotando el último parlamento, cual fantasma de verdad lapidaria: “Solo al final [de tu vida] sabes si has tenido suerte o no.”
Cuatro actores de talla, bien escogidos, actualizando esta pieza magistral de Arthur Miller. De nuevo, el mejor teatro en Madrid levantado por compañías y elenco catalanes. Muy recomendable, porque será lo mejor de esta temporada.
© Antonio Ángel Usábel, noviembre de 2018.
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Arthur Miller, nacido en Harlem de inmigrantes vieneses, decidió hacerse escritor cuando leyó Los hermanos Karamazov, de Dostoievsky. Su idea principal para el Teatro es que es posible la Tragedia hoy día, ensayada con seres del común. Miller se casó con Marilyn Monroe, una diva abocada a lo trágico. Para el autor neoyorquino, la falsedad, el fingimiento de valores, el engaño, es lo que conduce a la equivocación y al error, cuando ya no es posible enderezar lo ocurrido. Mienten las acusadoras de Salem; finge Willy Loman, el viajante de comercio, infiel a su mujer; traiciona la moralidad Eddie Carbone, el celoso estibador; comete estafa Joe Keller, fabricante de piezas defectuosas para el Ejército. Estamos rodeados de miseria y de engaño, y pagamos sus efectos.
Arthur Miller fue galardonado con el Premio Príncipe de Asturias de las Letras el 8 de mayo de 2002.

domingo, 4 de noviembre de 2018

Pagar el pato.


Sentimos no haber llamado mucho antes la atención sobre esta estupenda obra titulada 7 años, original de José Cabeza para Netflix, que ha adaptado y dirigido Daniel Veronese. La producción ejecutiva es de Olvido Orovio y Carlos Larrañaga. Cuatro socios de una empresa creada por ellos mismos, se reúnen un fin de semana porque han defraudado a Hacienda y pueden ir a la cárcel. Se les ocurre entonces, como alternativa cruel, que uno de ellos decida asumir todas las responsabilidades y exonere a los demás. El problema es decidir quién. ¿Echarlo a suertes? No parece ser esa la solución. Pero hay la posibilidad de contar con un mediador, un profesional de la conciliación, el sencillo y humilde José (Miguel Rellán). 
José será el encargado de que los cuatro socios se valoren a sí mismos en sus funciones dentro de la firma: ¿quién es más valioso? ¿quién más prescindible? ¿quién tiene familia y no podría separarse de ella? ¿quién asumiría mejor el encierro? Pero el reconocimiento abandona el plano profesional y alcanza el humano, el modo de ser de cada uno, sus secretos a voces, sus rencillas. 
Cuando Verónica, Marcel, Luis y Carlos crearon la empresa de soluciones informáticas estaban unidos. Eran todos para uno, y uno para todos. Necesitaban despegar comercialmente, hacer su cartera de clientes, incluso fuera de España. Tuvieron éxito, por su habilidad, buenas ideas y tesón; crecieron y se consolidaron. Pero un día Verónica notó que apenas disponía de vida privada, de tiempo fuera del trabajo, y que, además, lo que ganaba le parecía no poder compensar esa importante carencia. Y decidió ponerle remedio creando una contabilidad B que rápidamente fue asumida por sus tres socios. El dinero no declarado se iba de viaje a Suiza. 
Ahora, con la Justicia pisándoles los talones, se acuerdan de lo que pone en las cajetillas de tabaco: “Fumar mata”. Advertencias como esa son mil veces leídas y otras tantas ignoradas. Hay gente que, aun conocedora del riesgo fatal, lo asume y franquea la línea roja. Así que, cuando llegan los baches no puede decir que no estaba apercibida.
No obstante, el sistema también es a menudo permeable y pecador, como los seres humanos llevados por sus tentaciones, y reserva sorpresas que aquí no es conveniente contar.
7 años es una obra dinámica y amena, cuya acción no decae ni un momento. Los diálogos son naturales, espontáneos y chispeantes. Y la interpretación coral brillante y excelente. Un perfecto engranaje y acabado de conjunto, con unos estupendos Carmen Ruiz (Verónica), Daniel Pérez Prada (Carlos), Eloy Azorín (Luis), Juan Carlos Vellido (Marcel) y Miguel Rellán (José). Todos implicados en lograr el mejor de los efectos y en que el público lo disfrute y reconozca.
7 años –con una notable acogida-- se merecería más tiempo en cartel. 
© Antonio Ángel Usábel, noviembre de 2018.
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José Calles Vales y Belén Bermejo Meléndez explican, en su Dichos y frases hechas, que "pagar el pato" encubre, en realidad, “pagar el pacto”. ¿Cuál? El de los hebreos con Dios, por su protección como Pueblo Elegido. Yahvé es un dios celoso, que exige fidelidad, amarlo por encima de todo. En compensación, los hebreos se sobrepondrán a cualquier contratiempo histórico. Pero los hebreos fueron los instigadores de la crucifixión de Jesús de Nazaret, y en consecuencia, tras la diáspora por Europa, los judíos padecieron de los cristianos el reproche de aquel crimen. Tenían que pagar elevados impuestos como castigo y compensación por su error. En una novela histórica como Ivanhoe, de Sir Walter Scott, a los judíos se les solicita reunir una importante suma de dinero para liberar al cautivo rey Ricardo, legítimo monarca inglés, y no su hermano Juan. En la obra que nos ocupa, nadie en verdad llegaría a “pagar el pacto” o “pagar el pato”, pues esta expresión conlleva asumir injustamente las culpas de una mala acción y recibir represalia por ella. Los cuatro protagonistas del drama son culpables, por perfectamente responsables, de lo que han hecho. Luego se trata únicamente de pagar el impuesto uno solo, o de purgar todos.

domingo, 14 de octubre de 2018

Alma rebelde.


Jane Eyre (1847), de Charlotte Brontë, ha sido llevada muchas veces al cine. Para el título de mi crónica plagio, sin más, el de una de sus versiones más intensas y celebradas, dirigida en 1943 por Robert Stevenson, y protagonizada por Joan Fontaine y Orson Welles. Los firmantes de aquel guion eran Aldous Huxley, John Houseman, Ketti Frings, Henry Koster, y el propio director.
Ahora, en Madrid, en el Teatro Español, el Teatre Lliure nos trae una nueva versión, para las tablas, dirigida por Carme Portaceli y adaptada por Anna Maria Ricart. Aun quien haya leído la novela original o haya visto las lecturas cinematográficas del texto, puede disfrutar mucho de este montaje.
Conviene partir de unas palabras clave dichas por la protagonista, cuando está siendo regenerada en Lowood, que corresponden al capítulo VI de la novela: “Si todos obedeciéramos y fuéramos amables con los que son crueles e injustos, ellos nunca nos tendrían miedo y serían cada vez más malos […] Tenemos la obligación de devolver el golpe.” Esta forma de pensar, temeraria, pues se aparta de la evangélica de amar al enemigo, sorprende en una autora que era hija y esposa de clérigos. Charlotte combatió el fanatismo religioso, así como la crueldad e hipocresía que anidaban en él. Pero no era ninguna revolucionaria apartada de toda ética. Cuando Jane Eyre (capítulo XXVII) medita sobre la posibilidad de hacer feliz a Rochester, porque ha descubierto que su mujer vive, se impone a sí misma el alejamiento. No puede pertenecer a un hombre casado. Entonces afloran las viejas máximas bíblicas de si tu ojo te escandaliza, etc. Jane se pregunta a quién herirá si permanece junto a Rochester y se hace su amante, y ella misma se contesta: “Me importo a mí. Cuanto más sola y desvalida e indefensa me halle, más me respetaré. Voy a cumplir la ley dada por Dios y aceptada por los hombres.”
Es el individuo puesto entre espada y pared. Entre rebeldía tal vez pagana y sumisión al criterio común. Jane no ha venido a cambiar el mundo; quizá tampoco a aceptarlo. Puede, sí, que a sobrellevarlo del mejor modo posible. No es callada, no se resigna; se alza y se defiende, pero no va ella a dictar unas nuevas normas que no serían comprendidas ni valoradas por su sociedad. La libertad individual depende de los ásperos límites que la civilización establece. No podemos ir por la vida haciendo lo que nos da la gana. Otra heroína, Fortunata, de Pérez Galdós, pagará las consecuencias de querer enmendar la plana a los más básicos requisitos sociales.
La versión que nos ofrece en este montaje Anna Maria Ricart está muy lograda. La primera parte, en el reformatorio de Lowood, es la más endeble. La amistad con Helen, la niña que muere de tuberculosis, no queda suficientemente trenzada. La acción sube muchos enteros desde el momento en que Jane se cruza con Rochester por primera vez. Y se consolida el interés con sobrada firmeza desde la aparición de la loca (espléndida Gabriela Flores). Abel Folk compone un Rochester simpático, mesurado, grato a la vista, nada huraño, frío o distante. La veteranía de este actor lo vuelve en acierto imprescindible para la obra. Pepa López se sobreactúa cuando interpreta a tía Reed, y mejora bastante cuando es el ama de llaves. Joan Negrié gana enteros como Saint John y no tanto en sus otros personajes. Jordi Collet cumple bien como Mason, el cuñado de Rochester. Magda Puig es una maravillosa Diana. Y la protagonista, Jane, bajo responsabilidad de Ariadna Gil, resulta convincente, más en su dicción que en su expresividad. Su talle alto, pero muy delgado, su tez pálida, contribuyen a crear el lado frágil de Jane. Su voz firme, algo aguda, su parte indómita.
La escenografía, amplia pero sobria, sin apenas mobiliario, en un gran salón blanco sobre el que se proyectan árboles y Lunas cuando la acción lo requiere, están a cargo de Anna Alcubierre y Eugenio Szwarcer
De nuevo son compañías catalanas las encargadas de traer a Madrid el teatro de mayor calidad. Se demostró con Panorama desde el puente, de Arthur Miller, en febrero de 2017, dirigida por Georges Lavaudant e interpretada por Eduard Fernández y Mercè Pons (https://www.abc.es/cultura/teatros/abci-panorama-desde-puente-tragedia-sin-destino-dioses-201702100125_noticia.html) O, en esas mismas fechas, Las bodas de Fígaro, complejo, magistral y ejemplar montaje a cargo también de Teatre Lliure, con dirección de Lluís Homar (https://www.abc.es/cultura/teatros/abci-bodas-figaro-beaumarchais-barbero-cuarenton-y-revolucionario-201702040155_noticia.html) Recordemos que fue Adolfo Marsillach quien notó que, terminando la década de 1960, se hacía ya mejor teatro en Barcelona que en Madrid; más progresista, más innovador en su apuesta y planteamientos. No es redundante que recobremos sus palabras: “Barcelona está viviendo un formidable momento teatral […] Paradójicamente, el nivel escénico de Madrid ha descendido muchísimo. Da la impresión de que ambas ciudades han elegido –o se han visto obligadas a elegir—dos caminos diametralmente distintos: más arriesgado y progresista el de Barcelona y más convencional y conservador el de Madrid […] Quizá Madrid necesite llegar al punto cero de su calidad artística –no debe de faltar mucho—para que se produzca la desesperada reacción que hubo en Barcelona. Confiemos.” (Tan lejos, tan cerca. Mi vida). Advertencia salida, no en vano esperemos aún, del fundador del Centro Dramático Nacional y de la Compañía Nacional de Teatro Clásico.
© Antonio Ángel Usábel, octubre de 2018.
"Jane Eyre"_Programa Teatro Español.

miércoles, 22 de agosto de 2018

De migraciones y empalizadas.


La migración, ya sea de animales o de personas, suele conllevar un factor de subsistencia. No se cambia de clima, de región o de área de la Tierra por cansancio o capricho, sino, generalmente, para mejorar las condiciones de vida. Las aves migran en primavera a zonas cálidas para anidar y reproducirse, mientras que se trasladan a otros lugares cuando llega el otoño. Siempre buscando una temperatura templada y huyendo del frío. Los seres humanos imitaron un tiempo a las aves, y también escaparon del frío, y buscaron el calor del fuego. Cuando las grandes civilizaciones se asentaron, sin embargo, los seres humanos migraron por otros motivos: huyeron de las invasiones de pueblos hostiles, del azote de las epidemias, de las hambrunas, de las inundaciones, o bien en busca de trabajo o de vías comerciales. Los hombres se diferencian de los animales en que su ánimo migratorio no sigue una regularidad programada. No responde al tiempo o las estaciones. El hombre sabe cómo guarecerse de las inclemencias, pero no tanto sobre cómo protegerse de sus semejantes, cuando estos se vuelven sus enemigos y amenazan su vida y las de los suyos.

En la actualidad, asistimos a una huida generalizada de grandes masas de personas desde ciertas regiones y países a otros. Huyen de la violencia de la guerra, de las injusticias, del fanatismo e intolerancia religiosos, de la limpieza étnica, de la falta de trabajo, de la miseria y el hambre. El mundo es grande; es de todos; pero la población del globo crece sin cesar y no hay recursos suficientes, o estos están desigualmente repartidos. Esto hace que haya zonas “favoritas” porque son las más favorecidas: hay paz, respeto cultural y confesional, un orden social y ciudadano, una estabilidad. No obstante, tampoco hay empleo a discreción para todos. Gente bien formada debe desplazarse a países vecinos, o incluso atravesar medio mundo hasta encontrar un trabajo prometedor.

Las culturas siempre han levantado muros y empalizadas para defenderse de lo extranjero, para delimitar su espacio vital y cultural, para marcar las fronteras de lo suyo, de su idiosincrasia. Uno de los últimos muros (y de los más vergonzosos), el de Berlín, cuando la Europa comunista apartó a sus ciudadanos de cualquier “contaminación” capitalista. El muro de Berlín fue una cruel e infamante barrera ideológica, que algunos se saltaron y lo pagaron con su vida.

En relación directa con las migraciones humanas y los muros, la UIMP ha presentado en Santander, en agosto de 2018, el montaje escénico Birdie, a cargo de la Agrupación Señor Serrano (fundada en Barcelona en 2006). Se trata de una alternativa muy original e innovadora, que parte de la creación de mensajes visuales filmados y proyectados en directo, a partir de fotografías, recortes de periódico, maquetas, objetos, figuras a escala reducida, música, sonidos y voz en off (en inglés, de Simone Milsdochter, con subtítulos en castellano). El espectador asiste a una coreografía milimétricamente ensayada, que en este caso apunta a las desigualdades territoriales, las vallas fronterizas junto a lujosos campos de golf, y la esperanza de ciudades cosmopolitas, como Melilla, que, a semejanza de la Toledo medieval, acoge a varias religiones (cristiana, islámica y hebrea).

Secuencias y fotogramas de la mítica Los pájaros, de Hitchcock, sirven para establecer un paralelo entre las migraciones de aves y de personas damnificadas, a la vez que la profusión avícola de la película representa los temores invisibles y los miedos compartidos que fustigan a una sociedad que se protege de lo foráneo. Los pájaros son el pánico en el subconsciente colectivo y, al mismo tiempo, la Amenaza de Andrómeda que surge de la valla. Por una parte, el terror no tiene forma; por otra, son esos subsaharianos encaramados a una empalizada, que van a saltar sobre el campo de golf de los sueños avaros. Birdie, en inglés, significa ‘pajarito’, pero también ‘un golpe por debajo del par’ a la hora de meter la pelota en el hoyo. De este modo, se aúnan ambos sentidos: los intrusos y el ocio lujoso.
En sesenta minutos tan solo, Álex Serrano, Pau Palacios, Ferran Dordal y David Muñiz construyen su reflexión sobre las migraciones actuales. Según ellos, carece de sentido (y de utilidad) levantar vallas, porque las corrientes son indómitas y terminan traspasando los obstáculos. Pero, ¿cupieron todos los seres de la Creación en el Arca de Noé? Imaginemos que el mundo es el Titánic, cuya cubierta se divide simétricamente entre una borda favorita y otra odiada. Evidentemente, el impulso de dirigirse todo el pasaje hacia el área favorita, despoblando la repelente, hace zozobrar el buque, que en este caso se escora y hunde no tras chocar contra un iceberg, sino al impactar contra el ansia de bienestar y supervivencia de todos los miembros de la especie humana.

Quizá la mejor solución, la única viable y posible, pase por sanear las zonas peligrosas e indeseadas de la Tierra, volviéndolas más prósperas y seguras, para evitar así las migraciones masivas de personas. Pero habrá que aplicarse e implicarse bien a fondo, pues estamos hablando de países inmersos en eternos conflictos civiles, con facciones a menudo muy fanatizadas, donde reina la corrupción absoluta y no existe ninguna tradición democrática. Un terreno muy difícil de roturar, oxigenar, abonar, cultivar y recolectar en equitativo reparto.

Ni Europa ni el mundo occidental no pueden acoger volúmenes masivos de seres humanos desesperados. ¿Debe implicarse el primer mundo en una lucha armada abierta para domeñar ciertas áreas lejanas conflictivas? ¿A cuánta gente hay que matar en esa suerte de “cruzada” de liberación panafricana con el fin de que prosperen la paz y la estabilidad? No a una docena, ni a cientos, sino tal vez a miles; o incluso a cientos de miles, hasta que cundan la equidad y la justicia social, y estas puedan, más o menos, mantenerse y levantar naciones prósperas, tal y como las hemos conocido. La labor de “depuración” en loor del bien común sería ardua y cruel. Y sin embargo, acaso sea una apuesta inevitable que deba afrontar el primer mundo, haciendo suya la vieja máxima senatorial romana: Si vis pacem, para bellum” (‘Si quieres la paz, prepárate para la guerra’). Pues las guerras traen la paz, o la ilusión de la misma.

¿Podría la diplomacia ganar una batalla? Difícil, en ciertos ámbitos indómitos. ¿Las sanciones económicas? Las termina pagando el que menos culpa lleva. Hay que intervenir, con la fuerza, en esos territorios, al tiempo que se bloquea el tráfico de armas de fuego hacia las zonas hostiles. Solo así, con la ocupación militar temporal, cabría avanzar algo, siempre que se contara con la colaboración mayoritaria, y no tibia, de la población civil. Porque la guerra de guerrillas todavía ningún ocupante invasor la ha ganado. Si acaso Roma en territorio cántabro-astur, después de tener pacificada y sometida toda la Península.

Hasta el momento, la diplomacia y los ejércitos de Occidente solo se han ocupado de derrocar dictaduras, pero sin alcanzar a establecer, en su lugar, alternativas democráticas. Se marcha el dictador de turno, pero ahí queda eso. En parte, también, porque no son sociedades que sean capaces de vivir al modo occidental, y los enfrentamientos y rivalidades étnicas y religiosas conducen a situaciones de inestabilidad permanente. Habría que tutelar, durante muchos años, esas sociedades, e incluso así sería un reto de titanes, con una probabilidad de éxito incierto. El colonialismo fracasó en el siglo XIX. Al final, hubo que irse de allí, aunque entonces el propósito no fue la enseñanza altruista, sino la explotación generalizada de los recursos naturales.
El “buen salvaje” no ha existido nunca. Cada cual llama bárbaro a aquello que no es su propia costumbre. La globalización derriba muchas diferencias, pero no es una panacea. Acerca mentalidades, pero la idiosincrasia cultural va a seguir en activo, y las creencias que se sientan amenazadas serán un amargo acicate contra una manera tolerante de entender y de vivir la realidad.

© Antonio Ángel Usábel, agosto de 2018.
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[Preguntado Alfred Hitchcock sobre el sentido de su largometraje Los pájaros, respondió: “Si lo desea, puede convertirlo en el tema que crea más satisfacción en el mundo: que la gente no es consciente de que la catástrofe nos rodea.”

Por su parte, los críticos Ian Cameron y Richard Jeffrey escribieron: “La ambigüedad del significado de la película es su virtud principal. Si hubiera tenido un determinado significado alegórico, resultaría lo suficientemente relevante para que cada espectador lo tratara después en el ámbito personal. En cambio, su gran ambigüedad permite que la trama llegue a todos los niveles de la conciencia del público.”

jueves, 28 de junio de 2018

Berrio-Otxoa: hasta el último suspiro.


En memoria de Mª del Carmen y Mª Jesús
Capelastegui Cortázar, “las hijas del médico”.
Hai-Duong. Una hora para congraciarse con su Dios. Tres frailes dominicos y un catequista rezan atados a unas estacas clavadas en el suelo. Han llegado hasta allí encerrados en unas jaulas de bambú diminutas, que solo les permitían estar acuclillados. Al pasar por el templo de Buda, los mandarines han pedido permiso para el ritual del sacrificio humano. Es Tonkín, en Indonesia, actual Vietnam del Norte. 1 de noviembre de 1861. Francia y España –desde Manila—intentan extender su área de influencia en Extremo Oriente. Los extranjeros no son bien recibidos, especialmente si son misioneros y quieren propagar el cristianismo. Los caciques locales miran muy recelosamente a los enviados de un mundo distinto, ajeno, y no están dispuestos a ceder ni un mínimo de poder e influencia. Los mandarines decretan la persecución implacable de los cristianos. Los predicadores han de refugiarse en fosos camuflados bajo las chozas de paja. Pasan allí, sin luz ni ventilación, muchas horas, hasta que el peligro ha pasado. A veces, se olvidan de ellos, y tienen que aporrear la trampilla de tablas para que les dejen salir.
Todo esto ya lo sabía Valentín Faustino de Berrio-Otxoa y De Arizti cuando era un adolescente, servía de monaguillo en Elorrio (Vizcaya) y soñaba con convertirse en el primer mártir de la fe vizcaíno. Su madre, doña María Mónica, servía en casa del señor cura, y a diario llevaba al niño Valentín a contemplar la imagen de la Purísima Concepción de la parroquia. El padre de Valentín, don Juan Isidro, tenía una modestísima carpintería, donde ayudaba el chico cuando era menester. Los curas pronto se hicieron cargo de la educación del muchacho, quien tenía, además, un tío sacerdote en Guetaria. Ocurrió un día en que, con mar embravecida, un Valentín de catorce años desapareció entre las pindias olas, para gran temor y sobresalto de su señor tío. Tardó rato en reaparecer en la playa, sano y salvo, como por milagro. El joven confesó que se había visto sumergido y sin poder ver nada entre la arena, que había rezado intensamente a la Virgen Madre, y que de repente había alcanzado la playa. Poco podía sospechar él entonces que el destino le haría llegar como náufrago a una playa por segunda vez, cuando ya hubiera traspasado el umbral de la muerte.
En el convento de las Madres dominicas de Santa Ana había un capellán confesor, el Padre Mendoza, quien es el primero que habla al muchacho de las crueles persecuciones de frailes en Tonkín. Valentín abre sus oídos a estos relatos y se propone ser sacerdote. Siempre fue un alumno aventajado, con facilidad para aprender casi por sí mismo tanto las letras como el arte de la carpintería. Empieza con los latines y hace, con quince años, voto de castidad. En octubre de 1845, parte en diligencia para el seminario de Logroño. Valentín tiene dieciocho años. Se esfuerza mucho en los estudios. Pero el pobre negocio de su padre lo reclama y el joven (ya tonsurado) ha de abandonar el seminario. Malamente resignado, mas siempre obediente, trabaja con Juan Isidro en Elorrio y en Galdácano. Sin recursos económicos, no puede seguir la carrera eclesiástica. Entonces decide marchar a pie a Roma para suplicar al Papa una ayuda. Pero tiene la inesperada suerte de que el recién nombrado obispo de Calahorra, don Miguel de Irigoien, sepa de su caso y le haga director de novicios. El profesor sabe tanto como sus alumnos, pero con empeño supera la prueba y, en 1851, es, por fin, ordenado sacerdote. Se pone tan engolfado de lo divino que en una fonda de Elgueta baila un aurresku. 
Es fama que Valentín se arrebolaba en las homilías, que improvisaba y extendía infinitamente. Pronto se gana aura de santo. Inquieto, tiene una idea fija: hacerse misionero. Para ello, parte a recibir preparación al convento dominico de Ocaña, en la provincia de Toledo. El 12 de noviembre de 1854, hace su voto de servir en misiones hasta la muerte. El 28 de diciembre, día de Inocentes, viaja a Cádiz, desde donde escribe a sus padres antes de embarcar en una fragata hacia Filipinas. Les pone: “Adiós, mis amados padres. Su hijo no va a las Indias en busca del oro y de la plata, sino a conquistar el Cielo para sí y para los demás.” Lleva de capitán a un formal vizcaíno, muy devoto, y de compañeros de travesía a cuarenta monjes franciscanos. Tras cinco meses de mar, alcanzan Manila. Una vez allí, a Berrio-Otxoa se le asigna el Tonkín, a donde llega clandestinamente, sucio, cubierto de barro, hambriento, a la choza de los padres Hermosilla y García San Pedro.
A los dos meses, con sus 31 años, Valentín es ya obispo coadjutor. Se le consagra como en una tarasca barroca, a las dos de la madrugada, con un báculo improvisado con bambú y una mitra de cartón. Tiene la fortuna de poder recibir alguna carta de su señora madre, desde Elorrio, que él contesta con delicadeza y mucho amor: “No pierda Vd. el sueño pensando en su hijo. Solo debe Vd. pedir a Jesús y a María la gracia de que me ayuden siempre y me protejan hasta el último suspiro.” “Lagun egin daistela beti eta zaindu nagiela azken-arnasararte.”
El 28 de julio de 1860, los mandarines se ensañan en el suplicio con monseñor García San Pedro. Las marinas española y francesa intentan desembarcar para proteger a los foráneos. No consiguen sino enfurecer aún más al rey Tu-Duc y la persecución repunta y se recrudece.
Berrio-Otxoa, el P. Hermosilla, el enfermo P. Almató y el catequista José Khang se refugian en un arrozal por consejo de un traidor que los denuncia a los represores. Trescientos esbirros rodean el arrozal y los religiosos son encontrados y detenidos. Es 25 de octubre de 1861.
Al llegar a la ciudad, ven una cruz en el suelo. Se les pide que la pisen. Valentín y sus compañeros se arrodillan y la besan. Después llega un duro interrogatorio. A pesar de que Berrio-Otxoa insiste en que su misión es solo apostólica, no política, los mandarines decretan la pena capital.
El Padre Hermosilla pide las mercedes de una hora de plegaria en silencio, y de que el fiel indonesio sucumba el primero, para ahorrarle el sufrimiento de ver morir a los hermanos. Le son concedidas.
Cuando el ejecutor tolera que un condenado pase una hora de recogimiento en silencio con su dios es que respeta las creencias de aquel. No las comparte, pero intuye que hay algo, un misterio que merece cautela. Que merece un cuidado tal vez supersticioso. No es un loco alucinado el que implora, sino un hombre que se dirige con piedad y fe hacia su dios. “Padre, estoy aquí ante ti, rogando que perdones mis faltas cometidas, que me des fuerzas en esta hora para que no me sienta abandonado por ti. Señor, dime que estás ahí. Dime que te sobrecoge el martirio de tu siervo. Hazlo llegar a mi corazón. Que mi último pensamiento y mi postrer suspiro te pertenezcan. Ha llegado por fin la hora que tanto esperaba. El momento para el que me he estado preparando tantos años, desde niño. Aquí estoy, solo, ante ti, solo contigo. Escucha mi oración, Señor. Que mi brazo sienta tu mano, que mi mejilla una caricia tuya. Hazme sentirme acompañado, y que no flaquee en el instante de mi muerte. Hazme digno de ti y de tu Gloria, Señor. Bendito sea siempre tu nombre. Amén.” Y en rápida sucesión las imágenes de la niñez, de la familia de Elorrio y de Vascongadas. Las pequeñas chanzas, el sonido del txistu y del aurresku, la airada voz del mar en Guetaria, el coro de las monjas, las risas de las mozas, la letanía de las viejas, los cantos y decires, el bote seco de las pelotas de frontón, las travesuras de los chicos en la calle… Los abrazos y besos de una madre que mira con amor y orgullo a su hijo y no desea verlo alejarse. Los ojos centinelas del padre para reprender cuando haga falta. Valentín se despide del mundo. Adiós a la vida.
Pasa la hora y se abre paso el verdugo con el sable. Ejecuta primero al reo indonesio. Después a cada uno de los frailes. Berrio-Otxoa está arrodillado, con las manos fuertemente atadas al poste trasero. Un sicario le ha pasado una soga por la barbilla, que tensa hacia atrás, arqueando la espina dorsal y ofreciendo todo el cuello al sable del verdugo. La hoja silba y mella el aire. Lo demás… es Historia. 
Valentín de Berrio-Otxoa había nacido en Elorrio, el 14 de febrero de 1827. Cuando su vida se extinguió en Tonkín tenía treinta y cuatro años.
El 20 de mayo de 1906, Valentín de Berrio-Otxoa y sus compañeros martirizados con él son beatificados en Roma por el Papa Pío X. 
El 19 de junio de 1988, el Papa Juan Pablo II lo canoniza junto a otros 116 mártires cristianos de Tonkín.
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¿Qué pasó con los restos del santo Berrio-Otxoa? Esa es la segunda parte de su historia, que conviene abordar también. 
Las Vascongadas se movieron muy pronto para conseguir que Berrio-Otxoa fuera declarado venerable y beato. Los apoderados de Elorrio consiguen que se apruebe una moción de las Juntas Generales de Guernica en este sentido, el 15 de julio de 1862. El Ayuntamiento y Cabildo de Elorrio instan a la Diputación Foral de Vizcaya a la recogida y examen de virtudes y de hechos del venerable obispo martirizado, en carta con fecha de 8 de octubre de 1862. El 16 de abril de 1866, la Diputación Foral de Vizcaya escribe al Vicariato de Tonkín sobre la localización de los restos mortales del mártir elorriano y ruega su repatriación a Vizcaya. El 25 de julio de 1867, responde el obispo Fray Bernabé García Cezón, Vicario apostólico del Tonkín central. Ni la autoridad eclesiástica, ni los misioneros dominicos se oponen al traslado a España del cadáver de Berrio-Otxoa, que es exhumado de su lugar secreto de entierro. Fray Bernabé trató en vida al mártir, cuando este se formó en el convento dominico de Ocaña. Ve llegar sus huesos el 2 de mayo de 1867. Ordena en seguida que se busque barco para conducirlos a la madre patria. En junio va a partir un sampán hacia Hong Kong, que es medianamente fiable, dentro de lo que hay. Embarcan los custodios con los restos sellados y lacrados el 17 de junio. Pero en la mañana del 18, una imprevista y terrible tormenta hunde el sampán en el mismo puerto, antes de hacerse a la mar. Perece un niño de pecho, y la madre y demás tripulación y pasaje se suben a una vela y salvan la vida. Las aguas resultan poco profundas en puerto y se retiran con la bajamar, dejando ver el casco de la nave. Los saqueadores se aprestan a recoger cuanto pueden. Alguien da con una caja de maque, la abre, y en un saco de seda ve que hay una osamenta. Los saqueadores, muy supersticiosos, tiran el saco al agua y gritan enfurecidos que aquello fue una maldición de los dioses. Quiso el azar que la marea condujera el saco de seda hasta una playa, y que un vecino lo encontrase y enterrase. Los frailes misioneros dieron con este hombre que, previo pago, los llevó hasta los restos. (Según la segunda versión del Padre Bernabé García, los encontró el catequista Juan Dao en la propia casa del rescatador). Los huesos fueron reconocidos por su sello mayor, el certificado húmedo pero legible, y los tres paños de seda de platina dorada y algodón blanco.
Por segunda vez, siguiendo un insondable destino, Valentín Faustino era rescatado del mar y depositado sobre la arena de una playa. Esta vez cadáver.
Pero, sorprendentemente, faltaba un importante elemento del cuerpo de Berrio-Otxoa: la cabeza. Esto es, al menos, lo que atestigua Fray Bernabé en julio de 1867. Como consecuencia del hundimiento del sampán y de la fuerte tormenta desatada, hubo inundaciones de villas, desbordamiento de ríos y vientos huracanados que barrían las frágiles casas. Las autoridades prohibieron que se volvieran a subir restos humanos a una embarcación y los guardias del puerto tenían orden de registrar cualquier paquete a conciencia. 
Así pues, el traslado de los huesos del mártir hubo de aguardar varios años. En concreto, hasta el 7 de marzo de 1886, fecha en que Fray Wenceslao Oñate, Vicario apostólico de Tonkín central, vuelve a reconocerlos y a certificarlos, con destino a España. 
Sin embargo, hay una porción del esqueleto que se va a quedar en Tonkín, para ser venerada allí; en concreto, los dos húmeros, el maxilar inferior y una rótula.
No se menciona si ha sido hallada la cabeza de Berrio-Otxoa.
De Manila zarpa un vapor, el Isla de Luzón, con los restos del mártir a bordo el 1 de mayo de 1886, y llega a Barcelona el jueves, 3 de junio, cerca de las tres de la tarde. Entre quienes reciben la caja se encuentra el patriarca del nacionalismo vasco, un joven Sabino Arana Goiri. 
El 7 de junio sale la caja desde la Estación del Norte barcelonesa con destino a Vitoria. Allí llega al día siguiente, 8 de junio, a las dos y media de la tarde. El 9 de junio parte en carruaje hacia Elorrio. A las cuatro de la tarde, se detiene un tiempo en Durango. Con la caída de la tarde del 9 de junio, entre cohortes de velas encendidas, entra la caja en Elorrio. Se la recibe con un himno solemne escrito por León Capelastegui y musicado por Pedro Lizarraga, organista. El primero, poeta y erudito, cerraba un breve ensayo sobre el culto a ciertas plantas el 10 de mayo de 1884, que salió en el tomo décimo de Euskal-Erria: revista bascongada (San Sebastián).
El 11 de junio, a las siete de la tarde, y sin haber sido desprecintada, la caja de la osamenta es introducida en otra de cinc, que se asegura con un alambre galvanizado soldado. El bulto se introduce en el mausoleo de mármol de Carrara debido al escultor bilbaíno Vicente Larrea, que estaba ubicado en la Parroquia de la Purísima Concepción de Elorrio, a la derecha del altar, entre el altar de San Miguel y el lado del Evangelio.
Allí permanece intacto hasta 1905. 
Cuando se aproximaba la fecha de su beatificación romana, los restos de Berrio-Otxoa fueron exhumados para recibir un aún mejor enterramiento. 
Y fue entonces cuando quedaron expuestos, para su reconocimiento médico-forense y toma de muestras para relicarios.
El 16 de septiembre de 1905, a media mañana, los médicos Juan Tomás Ibieta Lasaga y Tomás Capelastegui Astarloa (mi bisabuelo) reconocieron la osamenta. Hubo partes pequeñas del esqueleto que se metieron en un ánfora de plata, que debía llevarse a Roma. El resto se devolvió al sepulcro originario.
El 11 de julio de 1906, siendo ya beato Berrio-Otxoa, se volvieron a exhumar sus reliquias para colocarlas en una caja de plata y cristal. Se certifica que estaba el cráneo, que fue metido en un envoltorio de paño blanco de raso de seda con fragmentos óseos; en un segundo paquete iba la columna vertebral con las costillas; y en un tercero, los brazos. Los fémures se inhumaron sueltos esta vez. Se aprovechó la operación para separar pequeños trozos de hueso para atender a diversas peticiones devotas. Esto se hizo bajo control estricto, con el debido certificado reglado para cada reliquia, y so pena de excomunión si alguno de los operarios se hubiera guardado una mínima parte de esqueleto.
El cráneo no se echó en falta en esta exhumación de 1906, y tampoco debió de notarse su ausencia en la apertura de 1905. Esto quiere decir que entre 1867 –fecha de su primer intento de traslado a España—y 1886 –año de su llegada a Barcelona--, hubo un momento en que, en Tonkín, aparecería la calavera supuesta del venerable.
Es conjeturable que, en 1867, alguno o algunos de los padres misioneros dominicos de Tonkín decidieran apartar la cabeza de Berrio-Otxoa, como parte emblemática del cuerpo, y no mandarla a España. Posteriores pesquisas del Vicario darían con ella y se ordenaría, entonces, incluirla en el lote de huesos que viajó en el Isla de Luzón.
O quizá se hallara un cráneo que no fuera el de Berrio-Otxoa, sino el de otro compañero muerto con él. Adjuntar la cabeza daba un mayor “decoro” al conjunto. El aditamento pudo realizarse aun a sabiendas de que esa no era la cabeza del mártir de Elorrio.  Simplemente, con la intención de completar lo incompleto.
También desconocemos cómo se custodiaron e identificaron los restos desde el momento de la ejecución (1 de noviembre de 1861) hasta su exhumación para traslado en 1867. Hay que tener presente que, junto a Berrio-Otxoa, perecieron otras tres personas, dos de ellas frailes como él. Los cadáveres permanecieron en el lugar de la ejecución varias horas, hasta que fueron retirados por seguidores cristianos de un modo totalmente clandestino. ¿Qué se hizo después con ellos? Eso no está bien documentado. Según algunos bocetos, las cabezas de Berrio-Otxoa y de sus compañeros fueron colgadas y exhibidas como escarnio, con lo que es hasta posible que nunca se recuperaran.
En cualquier caso, Valentín de Berrio-Otxoa es un mártir para el recuerdo, un hombre nacido para llevar la doctrina cristiana, como mensaje libertador, a los confines del mundo.
© Antonio Ángel Usábel, junio de 2018.

[Con información procedente de Berrio-Otxoa, por el P. Carlos del Río, Asuncionista, Bilbao, Larrea-tar Koldobika Mirena, 1987; Proceso de beatificación de Valentín Berrio-Otxoa (1862-1906), de Román Berriozábal Azpitarte, Bilbao, Diputación Foral de Bizkaia, 2005]

domingo, 10 de junio de 2018

Divertimento Debussy.


Con motivo del primer centenario de la muerte del compositor francés CLAUDE DEBUSSY (1862-1918), se ha estrenado el montaje teatral Debussy: amor y desamor, por un trío y un actor. El guion corre a cargo del narrador e intérprete Javier González de la Higuera, quien es acompañado por un trío musical que lo componen Pilar de la Casa (violoncello), Pablo Paniagua (violín) y Ramona Vergoti (piano).
El objetivo de la obra es hacer una incursión desenfadada por la ajetreada vida amorosa del músico, por medio de dar voz a dos de sus mujeres, con ironía y comicidad, pero siempre con respeto. Es evidente que se parte del ensayo de Fernando Argenta Los clásicos también pecan (2010), ya de por sí dotado de chispa, y crítico con la faceta íntima del genio galo, como cuando anota: “Su prestigio como compositor subía al mismo tiempo que su prestigio como persona bajaba.” Debussy fue uno de los grandes renovadores del arte sonoro al incorporar todas las notas de la escala (escala de tonos enteros) y saber crear una atmósfera etérea, evanescente, entre la realidad y el sueño. Cuando uno escucha a Debussy, le parece entrar en un mundo de faunos y ninfas, de paraísos bajo el mar o Atlántidas resucitadas. Esto explica que fuera muy utilizado en Hollywood, en aquellas películas de contenido dramático en que pasado y presente se mezclan y la muerte se dulcifica. Es el caso de un gran clásico de William Dieterle, The Portrait of Jennie (El retrato de Jennie, 1948), cuya banda sonora utiliza temas de Debussy. Un pintor (Joseph Cotten) se encuentra con una muchacha misteriosa (Jennifer Jones), a la que va viendo crecer en momentos intermitentes de su vida. La joven es un fantasma que se pierde entre la niebla. El pintor se prenda de ella y realiza un retrato. La historia original se debe a Robert Nathan. Autores de bandas sonoras como Miklós Rózsa (Spellbound) o Franz Waxman seguramente han registrado la influencia en su música de Claude Debussy.
Javier González de la Higuera es un actor de una dúctil versatilidad: su rostro lo mismo causa inquietud y desasosiego, como motiva a risa. En este caso saca su lado más humano y caracteriza de manera muy simpática, pero nada simple, a Gaby y Lilí, dos de las mujeres a quienes el músico frecuentó y que seguramente él amó a ratos. Gaby y Lilí sufrieron ambas un intento de suicidio cuando el músico perdió el interés en ellas. Debussy era un “rompecorazones”, muy dado al galanteo perpetuo. Llegaba a tener relaciones íntimas con señoras de más edad que contrataban sus servicios para dar clases a sus hijos. Por otra parte, el compositor siempre pretendió un “amor intelectual” que nunca llegó a materializarse. Obtuvo cierta estabilidad cuando se unió a Emma Bardac, quien había sido amante antes de Gabriel Fauré. Claude se divorció de Lilí el 2 de agosto de 1905, y el 30 de octubre de ese mismo año nacía su única hija, Claude Emma, apodada “Chouchou”, la gran pasión del músico.
En 1909, Claude Debussy comenzó a sufrir hemorragias intestinales. Fue intervenido el 7 de diciembre de 1915, pero el cáncer estaba ya muy extendido. Murió, entre los bombardeos de París por los alemanes, el 25 de marzo de 1918. Solo un año después, moría también su hija Chouchou, a los trece años, de difteria.
La selección de las piezas musicales de Debussy que acompañan a los soliloquios del narrador es ajustada y precisa: “La terrasse des audiences du clair de lune” (piano), “Beau soir” (violín y piano), “Reverie” (cello y piano), “Trío en sol mayor”. El espectador agradece escuchar la armonía de Debussy en directo. 
Una representación sencilla, pero sugestiva, que se disfruta con mucho gusto, y muy de agradecer para la paz del corazón.
© Antonio Ángel Usábel, junio de 2018.