“Con la edad, los ojos ven más lejos, no en la distancia, pero sí en el tiempo.” (aausábel, 2017)

“Con la edad, los ojos ven más lejos, no en la distancia, pero sí en el tiempo.” (aausábel, 2017)

En este país...

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lunes, 11 de diciembre de 2017

Auschwitz, la fábrica de la muerte.

El topónimo Auschwitz, en Polonia, se ha convertido a nivel mundial en sinónimo de horror. La masacre programada de más de un millón cien mil personas, la mayoría de etnia judía, por parte de las autoridades nazis del Tercer Reich. Frío extremo, hambre, plagas, trabajo a menudo inútil (como trasladar enormes piedras de un lugar a otro sin sentido), experimentos médicos, palizas, torturas, vejaciones continuas, separaciones forzosas, expoliaciones, hacinamientos, todo ello conformaba el paraíso de este campo de exterminio gigantesco, donde el lema principal era “El trabajo libera”. Una vez que Alemania y la URSS se repartieron Polonia, Himmler ordenó aprovechar unos antiguos barracones del ejército polaco para construir un campo de internamiento masivo. Rudolf Höss, el comandante de Auschwitz, fue el encargado de eliminar con prontitud eficiente, casi inusitada, a varios miles de personas al día, que llegaban en largos convoyes de unos cuarenta y siete vagones de ganado. A Höss, quien había visitado Treblinka y sus cámaras de monóxido de carbono, solo aptas para unas doscientas personas, se le ocurrió la idea de utilizar Zyklon-B, un insecticida comercial muy tóxico, aplicado en la desinfección de ropa, para asesinar gente en masa. Lo probó con unos prisioneros rusos, y los cristales funcionaron. Inmediatamente se levantó una cámara de gas, con crematorio aledaño, que después fue trasladada a  la ampliación de Auschwitz: Birkenau. Allí se diseñaron otras cuatro salas de asfixia con sus hornos respectivos. Las chimeneas no paraban de emitir residuos de ceniza al cielo. Noche y día. Sin descanso. La atmósfera era nauseabunda, irrespirable, casi ya en el propio apeadero de tren del campo. Cuando los prisioneros descendían de los vagones, lo primero que notaban era que allí no se podía respirar, por un olor fortísimo y penetrante. De inmediato, los perros azuzando a los recién llegados, los guardias gritando las órdenes, y formando las filas de selección. Los focos deslumbraban. Los niños, los ancianos y los enfermos, directamente al grupo destinado a la cámara de gas. Los jóvenes, los hombres y las mujeres sanas, al corte de pelo, el tatuaje y el barracón correspondiente. Bienvenidos al Infierno.
Hitler odiaba a los judíos. No los consideraba alemanes, ni con derecho a ninguna nacionalidad. Era el pueblo errante, eternamente exiliado. Al no albergar en ellos un claro y profundo sentimiento patriótico, y al distinguirse voluntariamente de la población general, se consideraba que trabajaban únicamente por sus propios intereses, y no por el beneficio común. Los judíos de todos los países se apoyaban mutuamente, para asegurarse el control de las finanzas y de los medios de producción. Movían los capitales y las fuerzas humanas a su antojo. Hacían y deshacían naciones a su capricho. Eran un azote que sometía a todo el mundo. Hitler los llegó a calificar de “virus”. Naturalmente, no hizo sino aprovechar ideas que habían resurgido con mucha intensidad en Alemania a finales del siglo XIX. Tanto Richard Wagner, compositor de óperas, como F. Nietzsche, filósofo, fueron profundamente antisemitas. La crisis económica, abismal y sin solución, que atravesaba la República de Weimar tras la Primera Guerra Mundial, agudizó estos sentimientos de que el extraño, el extranjero, nos viene a quitar lo nuestro. Por otra parte, el ascenso del bolchevismo y de los partidos obreros radicales de izquierda, encrespó aún más los ánimos revanchistas y de ajustes de cuentas con parte de la propia sociedad germana. El dinero en papel no valía nada. Para comprar una sola barra de pan había que acudir con bolsas enormes repletas de cientos de billetes sin apenas valor. La inflación era tremenda; el empleo, volátil o escaseaba. 
Hitler se apoyó en empresarios arios para llevar a cabo sus proyectos y reformas de la sociedad. Su propósito era anular para siempre las castas y las clases sociales, uniformizando Alemania (y de paso, Austria) y obligando a cada ciudadano a participar en una idea común de fortaleza, de superioridad racial, de supremacía y poderío sobre todas las naciones (como reza aún el himno alemán). Una vez emprendida y con el tiempo consolidada la “causa común”, se llegaría a un Reich próspero que duraría, al menos, mil años. Ese era el sueño de Hitler.
Pero la solución al desempleo llegó no solo con la construcción de autopistas, carreteras y complejos residenciales y vacacionales para la clase proletaria, sino, especialmente, con el velado rearme del ejército germano. Las industrias alemanas –saltándose la prohibición—se aplicaron a diseñar y fabricar en serie nuevos cazas y bombarderos, nuevas bombas incendiarias (algunas, probadas en la población vasca de Guernica), nuevos obuses, ametralladoras, tanques, sumergibles y cuanto material bélico cupiera imaginar. La Alemania de Hitler se preparaba para la guerra, aunque el caudillo hablara cínicamente de paz y de concordia. Su propósito era invadir Europa y someterla a la disciplina nacionalsocialista. Y de paso, limpiarla de judíos, de homosexuales, de débiles mentales, de masones, comunistas y rivales políticos. Había que acabar con todos los indeseables y los promotores de un arte y unas costumbres “degeneradas”. La raza aria necesitaba conquistar su espacio vital. Solo el ario perfecto debía permanecer y mandar. La doctrina fascista, brotada de un nacionalismo intolerante, excluyente y acérrimo, pisaba fuerte con su bota en Europa.
De todo esto ofrece testimonio la exposición itinerante que en diciembre se ha inaugurado en Madrid, en el Centro Arte Canal (Plaza de Castilla). Lleva por título “AUSCHWITZ. NO HACE MUCHO. NO MUY LEJOS” y está a cargo de MUSEALIA. Más de seiscientos objetos procedentes directamente del museo de Auschwitz – Birkenau, completados con abundantes vídeos y fotografías. Tres horas largas de recorrido por la más terrible historia de la Alemania nazi. Una visita instructiva, de inmersión en las técnicas delirantes del nacionalismo racista, cuyo mayor mérito estriba en acercarnos la realidad de un campo de exterminio a nuestra ciudad, a nuestras mentes y corazones. Quizá quien haya visitado Auschwitz no necesite acudir a ver esta muestra, porque habrá mascado el horror del exterminio en su origen. Es más bien para los jóvenes que no hayan leído mucho sobre la Shoa (Holocausto) y para cualquier persona sensibilizada con la Historia reciente de Europa. Aunque resulte dura, conviene llevar a los niños mayores de doce o trece años, para que vean con sus ojos lo que ocurrió una vez, y que nunca debe repetirse. O somos conscientes de los errores y fijaciones de nuestro pasado, o los volveremos a reiterar en nuestro futuro. De hecho, ya ha habido después de Auschwitz otras masacres inhumanas: la Camboya de los jemeres rojos y Pol Pot, hutus contra tutsis, los bosnios musulmanes de Srebrenica (julio de 1995). La barbarie étnica y el fanatismo violento continúan; no descansan.
Es por eso que debemos tener muy presente lo ocurrido en Auschwitz y en los demás campos de exterminio nazis. Nadie es un pura sangre. Todos llevamos mezcla de múltiples etnias. El error del nacionalismo racial es ignorar o tratar de solapar este hecho, y alimentar el odio injustificado contra quien, acaso, también es hermano.
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Para aproximarse a lo que fue Auschwitz, con todo su horror, se pueden tan solo visionar los treinta minutos del documental Noche y niebla, de Alain Resnais, filmado en color en 1956. Quien quiera adquirir un conocimiento más amplio, debe ver Shoa, el estremecedor documental de nueve horas, con entrevistas a supervivientes y guardianes, realizado por Claude Lanzmann en 1985. Igualmente, resulta ilustrativa la serie documental Auschwitz, los nazis y la Solución Final (seis episodios más un anexo: La fábrica de la muerte). Para enterarse de quiénes ayudaron a algunos judíos a escapar del Holocausto, es excelente, a modo de ejemplo, el documental La encrucijada de Ángel Sanz-Briz (España, 2017), historia del diplomático español destacado en la embajada de Budapest, quien extendió más de doscientos pasaportes (algunos, familiares) y múltiples salvoconductos a judíos del gueto. Se asegura que su iniciativa particular (ajena al gobierno franquista de entonces) salvó a cerca de 5.500 personas. El número de largometrajes que han abordado el tema de los campos nazis es interminable. Los mejores, la serie de televisión Holocausto (1978, ganadora de dos Globos de Oro), La decisión de Sophie (Alan J. Pakula, 1982, con la excelente interpretación de Meryl Streep), La escapada de Sobibor (Jack Gold, 1987), El triunfo del espíritu (Robert M. Young, 1989), La zona gris (Tim Blake Nelson, 2001, con Harvey Keitel) y, por supuesto, la obra maestra de Steven Spielberg, La lista de Schindler (1993). Sobre la conferencia de Wannsee, del 20 de enero de 1942, puede verse la recreación de la BBC-HBO La solución final (Conspiracy, Frank Pierson, 2001, con Colin Firth y Kenneth Branagh). Acerca del exterminio de personas de etnia zíngara, se ha rodado Y los violines dejaron de sonar (Alexander Ramati, 1988, también novela suya). Indirectamente, han tocado el tema Vencedores o vencidos (Judgement at Nuremberg, Stanley Kramer, 1961) y Nuremberg (2000, con Brian Cox y Alec Baldwin). Sobre la honda crisis alemana durante la República de Weimar es imprescindible El huevo de la serpiente (Ormens ägg/ Das Schlangenei, 1977), maravilloso filme de Ingmar Bergman, con David Carradine y Liv Ullmann. Puede completarse con la revisión, una vez más, de Cabaret (Bob Fosse, 1972), basada en la novela Adiós a Berlín, de Christopher Isherwood, sobre el ascenso del nazismo y sus repercusiones en la sociedad y los espectáculos. Asimismo, para el problema económico de la posguerra alemana, es de oportuna lectura el relato breve de Stefan Zweig La colección invisible (1929), que trata la historia de un coleccionista de grabados notables, víctima de una ceguera espontánea,  cuya familia los sustituye por burdas copias para vender los originales y así poder comer.
En cuanto a bibliografía, esta es muy amplia también. Destacan los dos estudios del escocés Laurence Rees: Auschwitz. Los nazis y la “solución final” (Crítica, 2005) y El Holocausto. Las voces de las víctimas y los verdugos (Crítica, 2017). De Isaac Bensalom, Auschwitz. Los campos de exterminio nazis (Ultramar, 1993). De Ignacio Mata Maeso, Mauthausen. Memorias de un republicano español en el holocausto (Ediciones B, 2007), dedicado a su tío abuelo Alfonso Maeso Huerta, casi cuatro años prisionero en el famoso campo austriaco. A propósito de los verdugos y torturadores, hay un libro, soberbio, de imprescindible lectura: Bestias nazis. Los verdugos de las SS, de Jesús Hernández (Melusina, 2013).
© Antonio Ángel Usábel, diciembre de 2017.

domingo, 12 de noviembre de 2017

Mucha vale mucho.


En el Palacio de Gaviria (C/ Arenal, 9, Madrid) se puede admirar y disfrutar el arte de Alphonse Mucha (pronúnciese “Muja”), un pintor y cartelista checo que impulsó el Art Nouveau. Es una muestra antológica de doscientas obras, dignas de contemplar en el enclave idóneo de este edificio neoclásico, cuyas vidrieras y aseos modernistas entonan adecuadamente con el estilo Mucha.
Mucha (Ivancice, Moravia, 1860 – Praga, 1939) es un nombre apenas celebrado por el gran público. Pero quizá nadie, al menos una vez en su vida, ha dejado de encontrarse con una reproducción de alguna obra suya, bien un cartel, o bien una caja de galletas. Fue el primer artista en democratizar y popularizar su arte por los barrios de París, donde residió. Como el también grande y al mismo tiempo lastimero Toulouse-Lautrec, Mucha se ganó la vida con la publicidad de locales, ampliándola además a ilustraciones para libros, cajas, estuches, perfumes, menús, y todo lo imaginario vendible que pudiera ser decorado con sus lápices y pinceles. Fue un gran publicista, de los primeros que hubo en Europa, y que se dio cuenta de que un producto tiene que entrar, primero, por los ojos. Se codicia lo que se ve. Mucha venía de estudiar en Múnich, y con veintiocho años se plantó junto al Sena, entre ese pueblo parisino abierto al cosmopolitismo que le iba a dar de comer. En la Navidad de 1895, una celebérrima actriz de teatro, Sarah Bernhardt, estaba desesperada porque no encontraba ningún talento que vendiera bien su imagen. Mucha se enteró de los deseos de la divina y diseñó una imagen de ella, de cuerpo entero, sosteniendo una palma en la mano. Era el cartel para Gismonda. Cuando la actriz lo vio, recibió a Alphonse en su camarín privado y, fascinada, lo abrazó y le dijo que la había hecho inmortal. Seguidamente, le extendió un contrato por seis años para realizar toda la cartelería de sus estrenos, así como el diseño del vestuario y de parte de los decorados. El contrato con la Bernhardt catapultó a Alphonse al Olimpo y pronto rebasó fronteras y fue conocido y cotizado internacionalmente.
Para Sarah Bernhardt Mucha ejecutó composiciones de signo andrógino: un Hamlet y un Lorenzaccio (ver) interpretados por una mujer de pelo corto y con facciones masculinizadas. Resulta verdaderamente inquietante y estremecedor su cartel de Medea, con su mirada de febril enloquecimiento, su postura altanera y las muñecas cogidas, mientras su mano derecha declina una larga daga.
Mucha compartió estudio con Paul Gauguin, a quien fotografió tocando el armonio sin pantalones. Diseñó alhajas para el joyero Georges Fouquet. Se casó en 1906 con una alumna suya de dibujo, su compatriota Marie Chytilová (Maruska), más joven que él (25 años ella, y 46 el pintor). A la hija de ambos, Jaroslava (nacida en Nueva York, en marzo de 1909), la retrató varias veces.
El estilo Mucha se caracteriza por la primacía del dibujo sobre la pintura, por el dominio de las curvas, y por su tendencia a ensalzar la elegancia y finura del cuerpo femenino, convirtiendo a cada mujer en una diosa. La cabellera es una parte fundamental del físico: larga, ondulada, rubia, parda o pelirroja. Los hombros, descubiertos, en un grito de sensualidad. Los labios perfectos. El cutis inmaculado, como de sirena en mascarón de proa. La dama enmarcada en un bosque de azucenas, lirios o de camelias. Este recurso de los motivos florales como marco lo pudo tomar Mucha de artistas británicos, como William Morris (1834-1896), socialista utópico como H.G. Wells, quien se especializó en papeles pintados y telas estampadas con temas naturalistas.
Pero Mucha era un patriota eslavo. Aceptó decorar el pabellón bosnio en la Exposición Universal de París de 1900, porque era un encargo importante. De hecho, lo hizo tan bien que fue condecorado por el emperador Francisco José, dueño y señor del imperio austrohúngaro. Cuando marchó a Estados Unidos, no cejó en su empeño de conseguir un mecenas que le financiara su Epopeya Eslava, veinte futuros lienzos enormes, ciclópeos, colosales, donde Mucha iba a desarrollar otras tantas escenas emblemáticas de la Historia y la Cultura de su pueblo. Se trataba de mezclar la verdad con la épica de los mitos y las leyendas medievales, quizá influenciado por lo que pudo ver cerca de Múnich, en Neuschwanstein, el fastuoso castillo de cuento de hadas ideado por Luis II de Baviera. Inclinación bizantina, tonos dorados, en los frescos de Wilhelm Hauschild. Las sagas de las pinturas murales de Tristán e Isolda, Sigurd, Gudrun, Parsifal, Lohengrin o Tannhauser, debieron de inspirar igualmente el futuro trabajo nacionalista de Mucha. Su obra patriótica tuvo que ocultarse durante la ocupación nazi de Checoslovaquia, para que no fuera destruida.
Alphonse Mucha ingresó en la Masonería francesa. Imbuido de la Teosofía, creía y confiaba en la Concordia universal de todas las naciones. La Sabiduría, como buen masón, era para él el principal baluarte del Gran Edificio. Cuando al final de siglo entró en crisis el positivismo, Mucha se dejó seducir por corrientes espiritistas. Su segunda pasión era la fotografía (que, a su parecer, terminaría desplazando a las artes figurativas); en alguno de sus autorretratos practicó la doble exposición de la misma placa, de modo que aparece un cuerpo evanescente al positivar. Como un fantasma. 
En 1936, Alphonse escribió sus memorias, Tres declaraciones sobre mi vida y mi obra. El Museo Jeu de Paume le tributó ese año una exposición junto al también checo Frantisek Kupka (1871-1957). Mucha murió de pulmonía en Praga, tras ser encarcelado e interrogado por la Gestapo. Iba a cumplir entonces setenta y nueve años.
© Antonio Ángel Usábel, noviembre de 2017.
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[El Art Nouveau comprende, en líneas generales, las dos últimas décadas del siglo XIX y las dos primeras del XX. Sus raíces hay que hallarlas en el posromanticismo, el prerrafaelismo británico y el simbolismo francés. Se extendió rápidamente a las artes decorativas: todo objeto de uso corriente es merecedor de una atención artística esmerada. Mucha no fue el único creador del nuevo estilo: en Francia lo impulsan tanto el diseñador Émile Gallé como el arquitecto Héctor Guimard (discípulo, a su vez, del modernista belga Víctor Horta). Guimard fue el diseñador de las mamparas modernistas de acceso al Metro de París.
Se desarrolló un arte pictórico efímero, apto para decorar fachadas y llamar la atención sobre productos y eventos. En esta línea trabajaron Armand Séguin y Louis Anquetin. En escultura se apuntó al movimiento rompedor Georges Lacombe.
En Francia se llevó la decoración modernista al vidrio –con Henry Cros--, la cerámica –Thorvald Bindesboll—y la joyería de René Lalique. La encuadernación de lujo llegó a su maestría con Eugène Grasset. Las paredes interiores de las casas solían entelarse con motivos chinescos u orientales.
En otros países surgieron, igualmente, artistas innovadores: el arquitecto Antonio Gaudí, en España; el vidriero Köpping y el impresor Eckman en Alemania; el pintor y tipógrafo William Morris en Inglaterra, donde también se abrieron las pinturas de Walter Crane.]

lunes, 6 de noviembre de 2017

Pon la megafonía.


No sin verdadera malevolencia se dice a veces que se conservan tantas astillas de la cruz de Cristo como para reconstruir un bosque entero. Y tantas gotas destiladas del pecho de la Virgen como para montar una central lechera.
Con el tercer secreto de Fátima parece querer ocurrir algo parecido. Que se sepa, y hasta la fecha, se han difundido tres versiones totalmente distintas del mismo. Las dos más conocidas y comentadas las incluíamos hace unos días bajo el epígrafe “El tiempo y el momento”. Pero el tercer presunto testimonio es bastante menos conocido, y lo ofrece el periodista José María Zavala en su libro El secreto mejor guardado de Fátima. Una investigación 100 años después (Barcelona, Ed. Planeta, 2017).
Zavala refiere que, en agosto de 2016, le llegó a la carpeta “spam” de su correo un mensaje anónimo que estuvo a punto de borrar. En lugar de liquidarlo, optó por abrirlo, y he aquí que se encontró a la Esclava del Señor. O a su portavoz, porque se trataba de la copia de un texto manuscrito, en portugués, cuya autora debía de ser, nada más y nada menos, que Lucia dos Santos, la vidente de Fátima. Zavala contactó con un traductor nativo y con una perito calígrafo profesional, Dña. Begoña Slocker de Arce. La perito constató y certificó pulcramente que el texto “dubitado” (fechado en Tuy, el 01 de abril de 1944), recién recibido, había sido escrito por la misma persona que la de los textos indubitados de control (es decir, las fotocopias de los secretos anteriores redactados por Lucia dos Santos, en agosto de 1941). Su certificación fue firmada en Madrid, a 08 de diciembre de 2016.
Tenemos, entonces, que considerar que la vidente de Fátima escribió esta tercera versión del tercer misterio. ¿Y qué dice este relato de veinticuatro líneas? Un Santo Padre, con los ojos del mal, entra en un templo gris, a modo de fría fortaleza de cemento, dejando atrás a una muchedumbre que lo alaba. La Señora lo interpretó como la apostasía de la Iglesia. La misma Señora dictó que fuera difundido este secreto antes de 1960. Y añadió que la sede de Pedro, en tiempos de Juan Pablo II, debía abandonar Roma (por no obedecer el dogma de fe) y ser trasladada a Fátima. San Pedro del Vaticano tendría que ser demolido y una nueva catedral habría de levantarse en Fátima. Si después de anunciado este secreto, el Vaticano no lo acatara en un plazo de 69 semanas, Roma sería destruida.
Las sesenta y nueve semanas han pasado, han venido dos Papas desde San Juan Pablo II, y el Vaticano parece seguir en pie y sin intenciones de trasladarse a otro lugar. 
Zavala relaciona este texto de Lucia dos Santos con los peligros del abandono de la ortodoxia, a raíz del Concilio Vaticano II, y la extensión de un confuso y falso ecumenismo. Y menciona, a tal fin, las advertencias de San Escrivá de Balaguer y la visionaria monja agustina Ana Catalina Emmerick (beatificada en 2004). 
Pero, evidentemente, este nuevo mensaje –redactado por Lucia tres años después que los que oficialmente se han dado a conocer—se aparta de lo que hasta ahora se nos ha comunicado. No tiene nada que ver la visión de un Anti-papa o un Pontífice al servicio del diablo, con un Papa y unos obispos martirizados en medio de las ruinas de una ciudad. Lucia dos Santos parecía escribir al dictado; pero ¿al dictado de quién? ¿De la Señora que se le apareció? ¿De su propia conciencia de creyente? ¿O de terceras personas, interesadas en llevarlo todo en la dirección más oportuna? 
Este tipo de serias contradicciones lo único que logra es sembrar la desconfianza y las dudas sobre la autenticidad y legitimidad de los supuestos “mensajes de la Virgen María”. Y, por descontado, causa una preocupación añadida a la Iglesia católica.
© Antonio Ángel Usábel, noviembre de 2017.

sábado, 4 de noviembre de 2017

El tiempo y el momento.


En 2017 se han cumplido cien años de las apariciones de Fátima. El 13 de octubre, un siglo desde la llamada “danza del sol” que muchos testigos dijeron haber contemplado. Coincidiendo con la celebración de estos cien años de los “secretos” anunciados por el alguien del Cielo a tres niños analfabetos de diez (Lucia), nueve (Jacinta) y siete años (Francisco), Goya Producciones ha sacado un documental, de unos 75 minutos de duración, titulado Fátima. El último misterio. En él se presentan los mensajes de la Virgen como profecías que se han ido cumpliendo a lo largo del siglo XX. Además se sostiene la tesis de que la Salvación del mundo depende grandemente de su conversión de una línea pecadora a otra pía. O la Humanidad se convierte de corazón al mensaje de Cristo, haciendo profunda y sincera Penitencia, o será destruida en un mar de catástrofes y sufrimientos horribles. Es decir, se asume una vía o postura chantajista para la Salvación del hombre: o este vuelve al camino de las creencias y del arrepentimiento (en especial, de los “pecados de la carne”, violentísimas afrentas al Inmaculado Corazón de María), o seguirá padeciendo profundos y definitivos males, y podrá ser aniquilado.
Una visión terrible, apocalíptica, no apta –como previenen los productores—para jóvenes menores de dieciséis años. Ahora bien, la ofrecida en el reportaje, ¿es una interpretación legítima, acorde con el mensaje misericordioso del Evangelio? Eso es otra cuestión; algo verdaderamente discutible.
Empecemos por el principio. ¿Fueron reales las apariciones de Fátima? La única catalizadora de cuanto se sabe de ellas fue Lucia dos Santos, quien las reunió por escrito el 25 de julio de 1941, en una carta a su obispo, y en respuesta a una expresa petición de este. Sor María Lucía del Inmaculado Corazón había entrado de novicia a los catorce años (cuatro después de sus visiones), y el 24 de octubre de 1925 profesó de monja. Sus primeras memorias sobre las apariciones en Cova da Iria datan de 1935. Esto es, casi veinte años después de los hechos que le dieron fama. Sor María Lucía –no ya Lucía a secas—era una persona distinta: había recibido una formación teológica –por simple que pudiera ser—que antes no tenía. Luego lo expresado por escrito por ella sobre las visiones pudo venir filtrado e influenciado, perfectamente, por lecturas canónicas de variado tipo. Sor María Lucía era una mujer sencilla, simple, obediente, crédula, y por ello, influenciable desde el sector más estricto y ortodoxo del clero. Esto no quiere decir, en absoluto, que mintiera, que inventara o no dijera la verdad; solo que pudo no contar los sucesos como realmente pasaron, sino como ella llegó a creer de buena fe que acaecieron. Las visiones las tuvo de niña. La recreación de ellas, ya de adulta, con veintiocho años. Cuando cualquiera intenta recordar un hecho concreto que le sucedió en la infancia, lo reproduce aproximadamente, a una escala totalmente distinta. Los lugares y edificios visitados de niños los recordamos con diferentes estructuras y dimensiones que cuando los volvemos a ver de adultos. Todos podemos hacer la prueba. La memoria no es una herramienta precisa, sino solo aproximativa. Sor María Lucía escribió lo que creyó recordar, y de un modo determinado, quizá alentado por ciertas lecturas que le parecieron ajustables y oportunas a aquella vivencia de su niñez. En la aparición de la “chica” o “señora” del 13 de julio de 1917, Lucia escribe que vio literalmente el Infierno: un mar de fuego, como en una caverna debajo de la tierra, donde se conjuntaban, entre gritos y alaridos, las almas de los condenados y los excéntricos demonios. Es un panorama que parece reproducir enteramente la concepción pictórica y canónica del Hades. Un lugar de fuego, de tortura y de espanto irreductible. Pero no podemos estar más de acuerdo con la lectura del periodista J. J. Benítez al respecto: “Para los que nos consideramos hijos de un Padre Universal –que solo sabe del amor—la posibilidad de un «infierno» constituye una de las peores «calumnias» que ha podido levantar el ser humano contra Él.” Por consiguiente, para Benítez, o se confundieron los pastorcillos de Aljustrel, o los confundieron para ajustar lo referido por ellos a un canon preestablecido (v. “El secreto de Lucía”, en Mis enigmas favoritos).
La Iglesia Católica considera, oficialmente, que el depósito de la Revelación de Dios al hombre terminó con Jesucristo. Por eso, no declara dogma de fe las apariciones marianas, que serían así supuestas “revelaciones privadas” de la divinidad a los fieles videntes. Puede haber personas especialmente dotadas y designadas por la Divina Providencia para efectuar una relectura o acomodación del Evangelio a los tiempos. El mismo Dios Creador no actuó siempre de la misma forma. Confió primero en la bondad intrínseca de los hombres, pero fue traicionado por estos al comer del fruto del conocimiento del bien y del mal, y así hubo de expulsarlos del Paraíso, por medio de un ángel con una espada flamígera. Curiosamente, ese personaje de la espada de fuego vuelve a recrearse en la lectura del “tercer secreto” que ofreció la Santa Sede el 13 de mayo de 2000: “Hemos visto al lado izquierdo de Nuestra Señora un poco más en lo alto a un Ángel con una espada de fuego en la mano izquierda; centelleando emitía llamas que parecía iban a incendiar el mundo; pero se apagaban al contacto con el esplendor que Nuestra Señora irradiaba con su mano derecha dirigida hacia él; el Ángel señalando la tierra con su mano derecha, dijo con fuerte voz: ¡Penitencia, Penitencia, Penitencia! La lectura de esto es que Dios, a través del ángel, exige que el mundo se arrepienta de sus pecados, se convierta y haga penitencia. Dios amenaza, si no, con destruir al mundo, pero su Divina Madre, Reina de Misericordia, detiene el efecto del fuego destructor. Por eso, las llamas no incendian la Tierra. Y el tercer misterio continúa: “Y vimos en una inmensa luz que es Dios: « algo semejante a como se ven las personas en un espejo cuando pasan ante él » a un Obispo vestido de Blanco « hemos tenido el presentimiento de que fuera el Santo Padre ». También a otros Obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas subir una montaña empinada, en cuya cumbre había una gran Cruz de maderos toscos como si fueran de alcornoque con la corteza; el Santo Padre, antes de llegar a ella, atravesó una gran ciudad medio en ruinas y medio tembloroso con paso vacilante, apesadumbrado de dolor y pena, rezando por las almas de los cadáveres que encontraba por el camino; llegado a la cima del monte, postrado de rodillas a los pies de la gran Cruz fue muerto por un grupo de soldados que le dispararon varios tiros de arma de fuego y flechas; y del mismo modo murieron unos tras otros los Obispos sacerdotes, religiosos y religiosas y diversas personas seglares, hombres y mujeres de diversas clases y posiciones. Bajo los dos brazos de la Cruz había dos Ángeles cada uno de ellos con una jarra de cristal en la mano, en las cuales recogían la sangre de los Mártires y regaban con ella las almas que se acercaban a Dios.” Este texto de Sor María Lucía está fechado en Tuy, el 03 de enero de 1944. Se ha querido ver en él la profecía del atentado sufrido por San Juan Pablo II en la Plaza de San Pedro, el 13 de mayo de 1981. El propio Pontífice fue el primero que se convenció de que la mano de la Virgen de Fátima había desviado la trayectoria del proyectil fatal disparado por Alí Agca. En agradecimiento, consagró por dos veces el mundo al Inmaculado Corazón de María (tal y como había mandado la Virgen en las visiones de Lucia dos Santos), para impedir así males mayores, y pidió que la bala del atentado quedara engarzada en la corona de la imagen de Fátima.
No obstante, observamos diferencias notables entre lo relatado por Lucia y lo que ocurrió en Roma ese 13 de mayo: el Papa no murió. La ciudad no estaba destruida. Nadie más lo acompañó en el martirio. No hubo ningún riego de sangre. La visión parece exagerada respecto de los hechos reales atribuidos como su proyección. 
En el documental de Goya Producciones, el portavoz del Vaticano en el pontificado de San Juan Pablo II, Joaquín Navarro-Valls (miembro del Opus Dei, fallecido en julio de 2017), certifica que el texto autógrafo presentado ante los medios de comunicación es el original y único redactado por la religiosa vidente. No hay otro, ni se guardan otras partes o versiones diferentes de lo visto por Sor María Lucía. Las especulaciones al respecto son, por tanto, para él, innecesarias e injustificadas. No hay nada más.
Volvamos al tema de la Revelación de Dios en la Historia humana. En el Antiguo Testamento, Dios, distante de los hombres, realiza pactos y alianzas con estos por medio de los profetas. Esos pactos, lamentablemente, se asemejan a las películas de indios: los blancos siempre quebrantan el tratado de paz con los pieles rojas. Los hombres siempre traicionan a Dios, y le vuelven la espalda. Es así que, en un momento dado, Dios varía su estrategia: decide encarnarse, tomar cuerpo y apariencia humana. Llega Jesucristo, Redentor absoluto del mundo. Jesús predica la Buena Noticia: su Amor por los hombres va a quebrar cualquier traba, todo desacuerdo entre una vida de faltas y el Perdón del Padre. Jesús no viene a disculpar a justos, sino a pecadores. Su Amor es infinito e imperecedero. Y nos transmite la Ley del Amor: Ama a tu prójimo como a ti mismo. Pero tampoco descuides el buen amor a Dios Creador. 
No se produce, pues, un viraje del Dios del Antiguo Testamento en la Buena Nueva, sino la solución definitiva. Dios deja al hombre por imposible. Pero no lo abandona ni reniega de él, sino que lo salva por medio del sacrificio de su Hijo Jesucristo.
Jesucristo –como señala San Pablo—vence a la Muerte y con ello al Mal en la Tierra. Jesucristo otorga la Vida Eterna a quienes creen sinceramente en Él y dan testimonio de su Mensaje. Se fue con el Padre, pero nos dejó su aliento: su Espíritu. Eso explica que Jesús sea Emmanuel (o Immanuel), que quiere decir ‘Dios con nosotros’. Porque el Amor y la Bondad habitan entre nosotros, y debemos saber vivificarlos. Dios está a mano. Es el corazón del hombre en paz y alegría en el amor a sus semejantes. 
Siempre habrá creyentes, gente que rece por la Salvación del mundo (que empezó y terminó, en realidad, con Cristo); personas que amen a sus semejantes y obren el bien, con pureza y nobleza de alma. Por tal motivo, las amenazas y visiones apocalípticas ofrecidas en bastantes supuestas apariciones marianas suenan un poco a gratuitas. Lo que sí es importante –desde luego—es que cada uno de nosotros, libremente, sin coacciones de ningún tipo, por fe y esperanza en la Caridad, optemos por Jesucristo. Que seamos los hijos pródigos que volvemos junto a nuestro Padre, avergonzados por nuestros errores y pidiendo perdón. Y nuestro Padre no dejará de recibirnos con los brazos abiertos en sus muchas moradas y de celebrar gran fiesta.
En el reportaje de Goya Producciones, el comunismo es el lobo del rebaño. El azote del mundo, la peste del siglo XX. Ciertamente, el materialismo entronizó al hombre y desbancó a Dios. Y todo lo que se construye en este mundo, desde los paraísos artificiales –como los Jardines Colgantes de Babilonia--, pasando por los mausoleos, hasta los nombres de las calles, resulta caduco, pasajero y perecedero. Solo los buenos valores no perecen, porque pasan de padres a hijos, de una generación a otra. Las revoluciones sociales –a menudo radicales y violentas--nunca han sido una panacea, pero es verdad que algo han servido para cambiar a positivo. La Revolución Francesa de 1789 acabó fagocitándose a sí misma, tal y como escenifica mágicamente Alejo Carpentier en El Siglo de las Luces. Mas sin ella no hubiéramos superado, probablemente, el sistema de gobierno absolutista y autoritario de los reyes, y como sugirió María Antonieta de Habsburgo, en ausencia de pan, soñaríamos con los pasteles. Si la burguesía, aliada de las clases trabajadoras, no hubiera pedido y obtenido cambios, la vida hoy seguiría derroteros aún más injustos. La revolución leninista de 1917 fue sangrienta y trajo muchas consecuencias nefastas, pero hay que reconocer que el zar era un tirano que vivía a costa y a espaldas de su pueblo. Y que esta situación no la podría querer tampoco el Cielo.
Cuando Sor María Lucía redacta sus memorias, tiene presente que el comunismo y su idea materialista de la vida avanza por la faz del Globo. De hecho Portugal, en la época de las visiones de los tres pastorcillos de Fátima, atravesaba ya un periodo laicista y totalmente contrario a la libertad de cultos. Los tres primos –Lucia, Jacinta y Francisco—fueron encarcelados por la autoridad y casi obligados a renegar de las apariciones en Cova da Iria. Había un profundo enfrentamiento entre el poder civil y el religioso. Y esto se fue extendiendo paulatinamente por toda Europa en los años veinte y treinta del pasado siglo. Ahora bien, todo lo malo que parece ser el comunismo, no lo debe de acarrear su “alter ego”, el fascismo. Y en particular, Mussolini y sus Camisas Negras y las Juventudes Hitlerianas y sus camisas pardas. No hay referencias en las visiones a esta amenaza igualmente atea. La Virgen de Fátima censura la actitud de Rusia, pero calla ante la escalada del culto a la personalidad del líder en Italia y en Alemania. ¿Por qué esta diferencia, esta omisión?
Ofrecer el Paraíso en la Tierra conlleva un error y una ignorancia. Por las razones que ya hemos indicado. Ningún Reich dura mil años. Antes o después, cae. Los hombres se dejan llevar por el engaño, por su ambición desmedida, y es imposible que un proyecto social utópico eche buenas raíces. 
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Recuperemos la pregunta del comienzo: ¿existieron de verdad las apariciones de Fátima? Algo hubo. El 13 de octubre de 1917, ante unas setenta mil personas como testigos, el sol atemperó su fulgor. Era posible mirarlo sin incomodidad y sin dañarse la retina. Al mismo tiempo, un matiz primero morado, y luego amarillo, se extendió por todo el lugar. Hasta las sombras de los árboles se tornaron gualdas. Misteriosa y repentinamente, el sol aumentó de tamaño y pareció querer caer sobre la Tierra. En esta declaración coinciden varias personas, quienes observaron el fenómeno a diferentes distancias y en distintos enclaves. Luego algo tuvo que haber. Los observatorios astronómicos, empero, no registraron nada anormal en el cielo ese día.
Según las afirmaciones de Sor María Lucía, en 1915, entre abril y octubre de 1915, en el cerro de Cabeço, ella y otras tres niñas (todavía no sus primos) vieron algo blanco sobre unos árboles. Una figura humana traslúcida, como envuelta en un lienzo. Al parecer de una de las videntes implicadas, era una especie de mujer sin cabeza, privada además de manos y de ojos.
Los primeros documentos que recogieron las manifestaciones de Lucia dos Santos y sus primos, los debidos al reverendo Manuel Nunes Formigao,  presentaron una versión atípica de la figura de la Señora de Fátima. Fueron encontrados y exhumados por los investigadores Fina d’Armada y Joaquim Fernandes en 1978. En ellos la Señora es una chica de unos quince años, de poco más de un metro de estatura, con un sayo blanco y dorado reflectante. La túnica, con costuras, parecía acolchada. No llevaba cinto y sí dos o tres cordones en los puños. Le tapaba los hombros una capa blanca. Una esfera descansaba sobre su pecho. Algo impreciso le ocultaba el cabello y las orejas. Sus ojos eran negros. Era bella y hablaba sin despegar los labios. Se desplazaba por una rampa luminosa y sin separar ni mover los pies. Los niños dijeron que no se parecía a ninguna imagen de la Virgen o de los santos vista con anterioridad. Era algo sorprendente y totalmente nuevo.
Según el testimonio de Sor María Lucía, la aparición predijo, entre otros detalles, la muerte prematura de Jacinta y Francisco Marto. Es más, la monja atestigua que la Señora se iba apareciendo a uno u otro, para ofrecer su consuelo ante el próximo sufrimiento. Jacinta cayó mala –con pleuresía infecciosa—el 23 de diciembre de 1918. Fue trasladada a un hospital de Lisboa, pero no mejoró. Falleció el 20 de febrero de 1920. Su hermano Francisco también murió por la gripe española en 1919. Sepultada en un sarcófago de plomo relleno de cal viva, en el cementerio de Vila Nova de Ourém, en el panteón del barón Alvaizare, Jacinta fue trasladada al camposanto de Fátima en 1935. Entonces se comprobó que su rostro estaba incorrupto. Desde 1951-52, tanto ella como su hermano Francisco reposan en la basílica de Cova da Iria. Ambos niños fueron beatificados el 13 de mayo de 2000 por San Juan Pablo II, y canonizados el 13 de mayo de 2017 por el Papa Francisco. Sor María Lucía dejó este mundo el 13 de febrero de 2005, en Coímbra. Espera sus procesos de beatificación y canonización. 
© Antonio Ángel Usábel, noviembre de 2017.
[Para saber más: Kevin McClure, Evidencias sobre las apariciones de la Virgen, 1991; Carmen Porter, Misterios de la Iglesia, 2002; José María Zavala, El secreto mejor guardado de Fátima. Una investigación 100 años después, 2017]
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Existe la teoría de que Sor Lucía de Coímbra y Lucia dos Santos (la vidente) eran dos personas distintas. Se han comparado fotografías de ambas y hay diferencias muy significativas en el mentón, prominente y más grande en el caso de Sor Lucía de Coímbra, y más pequeño y hundido en la faz de Lucia dos Santos. También se ha alegado que imágenes de los años sesenta presentaban una Lucía más juvenil que las fotografías de Lucia dos Santos a los treinta y ocho años (realizadas en 1945). Si se produjo una suplantación, ¿a qué obedeció?

viernes, 27 de octubre de 2017

Virtuosismo a veinte metros de altura.


“El valor se demuestra a veinte metros de altura”. Este era el lema para su trabajo de María Cristina del Pino Segura Gómez, más conocida en el mundo artístico circense y fuera de él, como Pinito del Oro. La mejor trapecista de todos los tiempos ha fallecido el miércoles, 25 de octubre de 2017, a los ochenta y cinco años, en su ciudad natal de Las Palmas de Gran Canaria. Fue Premio Nacional del Circo en 1990, cuando llevaba veinte años de retiro. Su padre, José Segura Fenollar, era copropietario del Circo Hermanos Segura. Un fatal accidente de tráfico, en el que perdió la vida su hermana Esther, la señaló su destino: subir al alambre para completar un número. María Cristina era la menor de siete hermanos, de un total de diecinueve hijos que alumbró su madre Atilana, doce de ellos muertos por circunstancias diversas. Doña Atilana había sufrido demasiado por las repetidas caídas y descalabros de sus hijos y, en principio, no quería que la pequeña se subiera a las alturas. Pero a la niña siempre la tentaron las piruetas de bailarina sobre el alambre. Las ensayó con éxito bajo la atenta mirada de su padre, y, a las pocas semanas, ya se había subido al trapecio.

Fue en Valencia, durante un número en el Circo de los Hermanos Díaz, cuando un cazatalentos de los Ringling se fijó en ella y le ofreció un contrato para el Ringling Bross. María Cristina tenía dieciocho años. Todavía menor de edad, según la legislación española. Se casó a la carrera, y se marchó a Estados Unidos, al más grande y célebre espectáculo del mundo. Enseñó a su marido a sujetar la escalera en el trapecio y la cuerda por donde ella ascendía y bajaba. Tuvo dos hijos con él, que no siguieron su vida artística; sin embargo, no debió de ser feliz en su matrimonio, que contó con las reticencias de sus padres.
En el Ringling, se subió a una lanzadera cohete, pero se volvió la reina absoluta del trapecio. Maravillosos equilibrios sobre una silla con solo dos de sus patas apoyadas sobre la barra. De cabeza, en vertical, sobre el trapecio. Sin seguridad, sin red. Balanceándose sobre las puntas de los pies a un lado y a otro, con las manos asidas por encima de su cabeza. Siempre en pos del “más difícil todavía”.

Pinito del Oro, como la bautizó su padre, sufrió tres aparatosos accidentes en el trapecio. Uno cada diez años: Huelva (1948), Suecia (1958) y Laredo (1968). De ellos se repuso con valentía, entereza y una fuerza de voluntad inusitada; con el sedal milagroso e invisible que cauteriza las cornadas de un diestro.
En Huelva, en el Circo Calatrava de los Hermanos Segura, y luego en el Ringling Bross, coincidió Pinito con otra María del Pino, de apellido Papadopoulos, una gaditana solo dos años más joven que ella: Miss Mara. Otra gigante del trapecio. Hermana de Los Tonitos, excelentes alambristas, Miss Mara también se separó de su esposo y sufrió varias caídas. Tras la primera se rompió la cadera y hubo de dormir un mes sobre una tabla. Otro accidente sería en Tacoma, en 1953… Fractura de vértebras lumbares, tibia, peroné y astrágalo. Diez semanas de hospital y fijación con tornillos. Año y medio después, el 4 de marzo de 1955, Miss Mara volvía a volar. En el mítico Madison Square Garden. La especialidad de Miss Mara era dejarse resbalar desde las corvas a los talones y sujetarse solo con estos, mientras la barra se columpiaba. Miss Mara, como la bautizaron los Ringling, actuaba en la pista central de su circo.
Tanto Pinito del Oro como Miss Mara pusieron broche de diamantes a las veladas del mítico Circo Price de Madrid, en la Plaza del Rey. La cámara de Antonio Mercero captó el último número de Pinito en el Price. Fue el 12 de abril de 1970. Alfredo Marqueríe proclamó a Pinito “Reina del Circo, Soberana del Trapecio y Zarina del Espacio”. Después de repetir sus oscilaciones sobre la barra y sus balanceos de perfil, Pinito bajó al suelo, y con los ojos empañados por la emoción de la despedida, recibió la placa-homenaje de Arturo Castilla y Manuel Feijoo, los empresarios del Price. La leyenda decía: “A Pinito del Oro, la gran trapecista canaria que ha paseado el nombre de España por el mundo entero. Los artistas y la dirección del Circo Price de Madrid. Feijoo-Castilla.”
© Antonio Ángel Usábel, octubre de 2017.
[Con información obtenida del volumen De Madrid al Circo (Terán Libros y Teatro Circo Price, 2008), obra de Luis Prados de la Plaza, Cronista oficial de la Villa]

sábado, 21 de octubre de 2017

Virginia Woolf: por un lugar en el mundo.


Con el cartel de “No hay billetes para todas las representaciones”, vuelve a resplandecer, en la sala Margarita Xirgu del Teatro Español, Una habitación propia, en versión libre y dirección de María Ruiz. El texto se basa en un ensayo capital de Virginia Woolf sobre los derechos de la mujer y su acceso a la Cultura. Virginia fue una escritora aclamada y traducida por Borges, cuya novela Orlando debe leerse, al menos, una vez en la vida. Orlando es la historia de un personaje que vive varias existencias, bien como hombre o como mujer. Sus descripciones, a medio camino entre el verismo y la alucinación, están en el origen del realismo mágico de García Márquez (tal y como señalé en mi tesis doctoral). En su peculiar relato histórico, la autora recordaba a sus lectores: “La vida normal de una mujer era una sucesión de partos. Se casaba a los diecinueve años, y a los treinta ya había tenido quince o dieciocho hijos, porque abundaban los gemelos. Así nació el Imperio Británico.”
Hasta el siglo XVIII, las mujeres no comenzaron a ser reconocidas como personas. Su educación era somera y muy limitada. En 1866, aparecen las dos primeras facultades inglesas que admiten mujeres. Hasta 1880, la mujer no era propietaria de sus bienes, que correspondían a su marido. En 1919, llegó en Reino Unido el sufragio femenino. Alcances lentos. Costó mucho que la mujer pudiera pensar libremente. En España, la escritora y poetisa Concha Méndez Cuesta anotaba con amargura cómo, siendo ella una niña, un amigo de su padre, que preguntaba a sus hermanos lo que querían ser de mayores, le espetó, sin reparo alguno: “—Las niñas no son nada.”
Leer a Virginia Woolf es dejarse llevar por una de las virtuosas esenciales de las letras inglesas. Es gozar de una prosa exquisita, cuidada. Una habitación propia (1929) es una lectura que tampoco se debe postergar mucho. Cargada de un agradable humor y de una sutil ironía, repasa el pasado y el presente de mujeres con inquietudes intelectuales. Tal vez Shakespeare tuviera una hermana, que se llamara Judith, y osara a ser poeta y actriz en Londres. Imagina a la pobre mujer muerta por la pérdida de su buen nombre y enterrada junto a un cruce de caminos, convertido luego en una parada de autobús. Todavía en agosto de 1928, Sir Egerton Brydges pontificaba: “Las mujeres novelistas deben solo aspirar a descollar por el valiente conocimiento de las limitaciones de su sexo.” ¡Las limitaciones de su sexo! Mayor fogosidad, especial inclinación al pecado de lascivia, cerebro disminuido… 
“Cada vez que una lee de una bruja tirada al agua, de una mujer poseída por los demonios, de una curandera vendiendo hierbas y aun de la madre de un hombre célebre pienso que estamos en la pista de un novelista, un poeta abortado, o una Jane Austen muda.” Para la autonomía relativa de la mujer, más importante que el voto, fue la posesión de su propio peculio. Cuando fallece una tía de la narradora, de una caída de caballo en Bombay, y se prescribe una renta anual vitalicia de quinientas libras, se anota que es preferible contar con dinero que con el sufragio. Con dinero, una persona puede arreglarse mejor. A pesar de ello, el acceso a las bibliotecas universitarias seguía restringido, como no fuera salvado mediante una oportuna carta de presentación, o una visita en ilustre compañía de un profesor. “Que una mujer haya maldecido una biblioteca famosa es asunto del todo indiferente a la biblioteca famosa.”
Clara Sanchís, soberbia intérprete a quien se pudo aclamar en La lengua en pedazos (de Juan Mayorga), compone una Virginia Woolf recia, firme, deslumbrante. Acompaña su disertación de varios solos de piano, hábiles apóstrofes, vigorosos subrayados de su ansiedad creativa. Clara Sanchís es Profesionalidad en el escenario, entregada en cuerpo y alma a un complejo ejercicio memorístico y expresivo de hora y cuarto.
Una obra para celebrar y recordar, con el brillante compromiso de leer Una habitación propia.
© Antonio Ángel Usábel, octubre de 2017.

viernes, 13 de octubre de 2017

A la búsqueda incansable de la Energía.


“Nada podía comprar a mi gurú;
ni siquiera el amor.” (P. Yogananda)
Rafael Álvarez El Brujo nos lleva a la India, a los pies del Himalaya. El camino ascendente de un yogui o santón célebre, Paramahansa Yogananda (1893-1952). Cuando era niño, Yogananda se tumbó en su cama, cerró los ojos, y contempló la oscuridad. Un muro. Entonces se hizo una pregunta relevante: “¿Qué hay detrás de la oscuridad?” Los padres del pequeño Mukunda eran adeptos del santón Lahiri Mahasaya (nombre harto repetido por El Brujo durante su representación). A raíz de perder a su madre, con once años, al sentirla fundida con la Gran Madre Cósmica Universal, Yogananda decidió consagrar su vida a responder a aquella antigua pregunta: ¿qué existe tras la tiniebla? Se puso a servir a un gurú (Yukteswar Giri) que encontró en Benarés –la ciudad sagrada--, quien le acercó, por medio del kriya yoga, la solución al eterno enigma.
Detrás de las tinieblas (como creía también Juan de la Cuesta, impresor del Quijote) está la Luz. La Luz es una constante cósmica. Yogananda y Einstein coincidieron en lo mismo. La Luz es la energía absoluta. Nada supera su fuerza expansiva, ni su velocidad. Se puede alcanzar la paz completa canalizando la relajación del cuerpo, a través de la energía de la mente y de la espina dorsal, hasta aproximarse a la Energía vital de la Luz cósmica. En 1920, Yogananda se creyó llamado a predicar el yoga en Occidente, y viajó a Estados Unidos. Allí encontró un ferviente seguidor y mecenas, el magnate del petróleo James Lynn. Yogananda habló de una relación personal con la divinidad, que es Energía, Luz. Enviaba sus lecciones incluso por correo postal aéreo. Creó una comunidad de monjes y monjas célibes en Mount Washington (Los Ángeles): Self-Realization Fellowship (‘Confraternidad de la Realización del Ser’).

Yogananda intentó una simbiosis entre panteísmo, hinduismo meditativo y cristianismo. A Cristo se le lleva dentro –pensaba—y hay que encontrarlo. No es tanto una pura cuestión de fe como sí de intuición y realización personal. La meditación del kriya yoga puede conducir a la contemplación de la luz divina. Y con ello a un estado mental y corporal de bienestar, relajación y paz completa. El universo es como una gran película proyectada y nosotros somos los actores. Solo nos falta mirar hacia el proyector, la fuente de luz, el origen de todo. En cierto modo, es una relectura del mito de la caverna de Platón. En principio, vemos sombras reflejadas sobre una pared. Pero, a medida que nos vamos perfeccionando y limpiando interiormente, somos capaces de visionar más, con mayor nitidez. Nos acercamos a las verdaderas realidades, en este caso reunidas, concentradas en la Energía del Cosmos.
 Yogananda continuó enseñando kriya yoga en Estados Unidos. Efectuó algunos viajes a la India, y consiguió atraerse a personalidades como Mahatma Gandhi. A menudo, entraba en trance, en suspensión entre la consciencia y la absorbente contemplación íntima de la divinidad. Durante una recepción en el hotel Biltmore de Los Ángeles, se sintió plenamente “santificado” y cayó muerto al suelo. Era el 7 de marzo de 1952. Su cuerpo se conserva incorrupto:
«El señor Harry T. Lowe, director del cementerio de Forest Lawn Memorial Park de Glendale (en el cual reposa provisionalmente el cuerpo del Maestro), remitió a Self Realization Fellowship una carta certificada ante notario, de la cual se han extraído los párrafos siguientes:
“La ausencia de cualquier signo visible de descomposición en el cuerpo de Paramahansa Yogananda constituye el caso más extraordinario de nuestra experiencia […] Incluso veinte días después de su fallecimiento, no se apreciaba en su cuerpo desintegración física alguna […] Ningún indicio de moho se observaba en su piel, ni existía desecación visible en sus tejidos. […] Este estado de perfecta conservación de un cuerpo es, hasta donde podemos colegir de acuerdo con los anales del cementerio, un caso sin precedentes. […] Cuando se recibió el cuerpo de Yogananda en el cementerio, nuestro personal esperaba observar, a través de la cubierta de vidrio del féretro, las manifestaciones habituales de la descomposición física progresiva. Pero nuestro asombro fue creciendo a medida que transcurrieron los días sin que se produjera ningún cambio visible en el cuerpo bajo observación. El cuerpo de Yogananda se encontraba aparentemente en un estado de extraordinaria inmutabilidad. […]

Nunca emanó de él olor alguno a descomposición. […] El aspecto físico de Yogananda instantes antes de que se colocara en su lugar la cubierta de bronce de su féretro, el 27 de marzo, era exactamente igual al que presentaba el 7 del mismo mes, la noche de su deceso; se veía tan fresco e incorrupto como entonces. No existía razón alguna para afirmar, el 27 de marzo, que su cuerpo hubiera sufrido la más mínima desintegración aparente. Debido a estos motivos, manifestamos nuevamente que el caso de Paramahansa Yogananda es único en nuestra experiencia”.»
“Y añadió: No puedes ver mi rostro; porque nadie puede verme, y vivir.” (Ex 33, 20) “El único que tiene inmortalidad y habita en luz inaccesible; a quien ningún hombre ha visto ni puede ver.” (1 Tim 6, 16)

Existe esa posibilidad de que Yogananda alcanzara la visión de esa Luz en Majestad que ocupa la última etapa del camino espiritual. Que se llenara de ella y así entregara su alma rebosante de paz.
Yogananda escribió mucho acerca de sus experiencias meditativas. Como todo místico –tanto oriental como occidental--, procuró la purificación del alma y del cuerpo para unirse a la esencia divina. Su libro más comentado es Autobiografía de un yogui, cuya redacción comenzó en 1945. Pero alumbró otros muchos y extensos títulos, como los tres volúmenes de La segunda venida de Cristo. En esta obra, Yogananda reivindica la presencia del Jesús que todos llevamos con nosotros, y que hay que descubrir y revitalizar. Como segundo nazareno, tampoco Yogananda se cortó el cabello, que llevaba en rizada y larga melena sobre los hombros. Como todo seguidor de yoga, prescribió vivir en el presente, olvidando el pasado (que no vuelve) y no pensando en el futuro (que aún no existe). Hay que postergar tanto el peso de los recuerdos, como las arriesgadas conjeturas. El hombre es SER, primero, más que hacer. Si no descubre la plenitud de su Ser, no alcanza nada. Estas enseñanzas, anteriores al cristianismo, y con más de cinco mil años de antigüedad, han sido actualmente incorporadas en Occidente al método Mindfulness: vivir conscientemente; poner atención plena (pero sosegada) a todo instante del tiempo presente.
Entrevista con "El Brujo" sobre "Autobiografía de un yogui". 
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La obra de Rafael Álvarez, en el Teatro Cofidis Alcázar de Madrid, se extiende durante dos horas y media. Para un público interesado en aspectos trascendentes, ese tiempo pasa hermosamente rápido. El Brujo, muy consciente en todo momento de la densidad temática del drama, lo ameniza con un anecdotario personal que intenta conectar con los diferentes estadios de Autobiografía de un yogui. Como introducción a la vida e inquietudes metafísicas de Yogananda, la propuesta y la lectura son acertadas. La visualización invita a saber más sobre este personaje. A la salida, en el vestíbulo del mismo teatro, se pueden adquirir diversas publicaciones sobre Yogananda, incluido el documental Awake (Despierta). La vida de Yogananda (narrado en castellano, entre otros, por el propio Rafael Álvarez).
© Antonio Ángel Usábel, octubre de 2017.