“Con la edad, los ojos ven más lejos, no en la distancia, pero sí en el tiempo.” (aausábel, 2017)

“Con la edad, los ojos ven más lejos, no en la distancia, pero sí en el tiempo.” (aausábel, 2017)

En este país...

En este país...

domingo, 27 de enero de 2019

Estrenos teatrales enero de 2019.


Siempre suelen ser de gran interés las obras y guiones de David Mamet. De este autor hemos disfrutado en cine la estupenda Veredicto final (The Verdict, Sidney Lumet, 1982), y en teatro Muñeca de porcelana y Oleanna. Ahora se representa en el Teatro Bellas Artes La culpa, sobre un psiquiatra que se niega a testificar en un juicio por asesinato, en el que se juzga a un paciente suyo. El sujeto se enfrenta a su mujer –preocupada por el qué dirán—y a un amigo abogado. Surgen posibles prejuicios morales, como la condición de homosexual del procesado, y de que este manifestó en consulta al terapeuta su intención clara de matar a alguien. Existe la cuestión del secreto profesional, con los apuntes del psiquiatra sobre las sesiones mantenidas con su paciente.
Juan Carlos Rubio es el responsable de este montaje y la adaptación textual y producción corren a cargo de Bernabé Rico.  Pepón Nieto interpreta, de forma no muy lograda, al psiquiatra que tiene el conflicto. Ana Fernández y Miguel Hermoso, a su esposa y a su mejor amigo, de manera mucho más convincente. Y Magüi Mira aparece brevemente, en un papel anecdótico: el de la letrada de la defensa.
Obra cuyo transcurso resulta frío, y que no llega a calar en el público. La culpa –valga la redundancia—no es tanto del montaje (que sí yerra en la selección del rol principal)—como de la calidad del texto en sí, bastante más flojo que el de las piezas de Mamet antes mencionadas.
En las novelas de Agatha Christie hay una máxima que nunca falla: el culpable es quien menos oportunidad tiene para realizar el crimen. Si, por ejemplo, llega un policía para investigar un asesinato en un hotelito aislado, con toda seguridad habría que sospechar del tal detective (salvo que fueran Poirot o Miss Marple). Víctor Conde presenta ahora, en el Teatro Amaya (Madrid), su particular visión de una novela de Christie ya adaptada antes al cine: Muerte en el Nilo. Cabría subtitular este montaje de Conde como “El lío de las maletas”, porque los primeros cuarenta minutos se desaprovechan en cambiar de posición juegos de equipajes que sustituyen al mobiliario dentro del barco que surca el Nilo. Los caracteres son presentados muy débilmente, entre canción y canción (las mejores, de Cole Porter). La trama tarda en surgir, y cuando lo hace la obra remonta y gana en interés, pero nunca sin reproducir la intensidad dramática del texto original.
Las canciones en vivo aunque amenizan, también diluyen.  
Una apuesta endeble y desigual, muy inferior a otro montaje mucho más modesto, pero más efectivo: el de "Diez negritos" (Teatro Muñoz Seca).
Esta Muerte en el Nilo a lo más entretiene algo, pero que resulta prescindible. Sobre todo, si se conoce la novela o se ha visto la película (Death on the Nile, John Guillermin, 1978).
© Antonio Ángel Usábel, enero de 2019.

lunes, 14 de enero de 2019

Familia de clase media sobre fondo gris.


En el número once de la madrileña calle Moratines, cerca de la glorieta de Embajadores, tiene el veterano Manuel Galiana su Estudio2 de teatro. Muy cerca, en el quince de la calle Ercilla, hay otra sala alternativa, La Encina Teatro
Actualmente, Galiana representa en su muy modesta sala, de apenas cuarenta butacas no cómodas, la tragicomedia La herida, original de Elena Belmonte. Un elenco reducido de seis actores, que casi no caben en el pequeño escenario a la vez, interpreta con eficacia este áspero retrato de un hogar. Una familia formada por un matrimonio maduro, que a duras penas se soporta, y sus dos hijos: la hija, que trabaja en una lencería, y el hijo, que se acaba de separar y es padre de un niño de seis años. Viven en el campo, retirados del bullicio de la ciudad. El padre ha sido vendedor de seguros, y ahora se dedica a los paseos, la contemplación, la reflexión, la escritura y el modelismo. La madre es una mujer frustrada, aburrida, supeditada a los deseos aislacionistas de su esposo. Su cariño se dirige a su hijo, mientras que la chica es la favorita del padre. 
En el día del cumpleaños del cabeza de familia, se presentan en la finca de improviso dos misteriosos jinetes, que piden agua para ellos y sus cabalgaduras. ¿Qué hacen esos hombres allí? ¿Qué buscan? ¿Supondrán una amenaza para la familia? A partir de ese instante, se van revelando los sinsabores de cada uno de los personajes, sus afectos, rencores, reproches, avenencias y desavenencias, que pueden darse en cualquier familia. Mejor dicho, que es más que seguro que se reproducen en muchas familias de clase media. No hay espacio para la diversión, para el compromiso en el amor. El amor no es más que la treta egoísta para no estar solo.
No parece que vaya a haber segundas oportunidades para estas vidas cruzadas que caminan, sin embargo, en eterno paralelo, como los raíles del tren. Porque se levanta el velo que lo niega todo, y a los cuatro míticos jinetes “se les dio poder sobre la cuarta parte de la tierra, para matar con la espada, con el hambre, con la peste y con las fieras de la tierra.”
Quitando el desenfreno apocalíptico, la obra se disfruta, porque hay maestría en su sencillez. Todos los actores están plenamente convincentes: desde Manuel Galiana y Pilar Civera, hasta Ana Feijoo, Jesús Ganuza, Óscar Olmeda y Pedro Fajardo.
La escenografía es mínima, pero no importa, porque la acción tampoco requiere efectos. El único error estriba en recomendar esta obra en Atrápalo “para todas las edades”, cuando es difícil que sea disfrutada por un público de edad inferior a dieciséis años.
© Antonio Ángel Usábel, enero de 2019.

sábado, 5 de enero de 2019

Navidad sin Reyes.


Una vez hice donación de material escolar y de dibujo a un centro de acogida tutelado por monjas.
Era un cinco de enero. Llevé yo una caja grande en un carrito. Lo había comprado todo con mucho amor, para llevar algo de alegría a esos niños sin familia o abandonados.

Las monjas no estaban. Se habían ido todas a celebrar Reyes con sus familias.

Me convidó a entrar una asistente mulata, dominicana. Muy amable conmigo, entretenía a tres niños con un parchís.

Me presentó a algunos niños. Un pequeño de unos cinco o seis años se me acercó y me preguntó si iba a ser yo su papá.

No supe qué responder. Por suerte llevaba preparados unos sobres de cromos y se los di.
Se entretuvo con ellos, pero me preguntó si iba a volver.

Yo tenía el corazón encogido, por lo mucho que me gustan los niños.

Luego hablé con una chica adolescente, de unos quince años, acogida allí. Me desengañó del asunto de la donación: las monjas no abrirían la caja ni repartirían el material. No. En vez de eso se lo quedarían ellas, hasta su antojo, como ya había sucedido antes con este tipo de cosas.

La niña aquella estaba muy desengañada con las religiosas. «La prueba es --me dijo-- que ninguna está aquí para pasar Reyes con nosotros».

Salí del hogar de acogida herido en lo más profundo, traicionado en mis propósitos, y muy dolido hacia la Santa Madre Iglesia.

Muy dolido hacia la Santa Madre Iglesia.

Aún resuena dentro de mí la reflexión del Padre jesuita Jean Télémond: “Hay algunos creyentes que son tan ignorantes del mundo real como ciertos incrédulos lo son del mundo de la Fe. «Dios es grande y terrible», dicen. Pero el mundo también es grande y terrible, y somos heréticos si lo ignoramos o lo negamos. Somos como los antiguos maniqueos que afirmaban que la materia es mala y la carne corrompida. Esto no es verdad. No es el mundo lo corrompido, ni la carne. Es la voluntad del hombre, desgarrada entre Dios y el yo. Este es el sentido de la Caída.” (Morris West, Las sandalias del pescador, 1963)

© Antonio Ángel Usábel, enero de 2019.

Tiempo, espacio y Universo.


Preguntaron a un ordenador: “¿Existe algún Dios?”
Y el ordenador dijo: “Ya hay uno”. Y fundió los plomos.

Hay libros imprescindibles que uno debe leer, porque atañen al presente y al futuro de la especie humana.

El libro de despedida del Profesor Stephen Hawking (1942-2018) es uno de ellos. Examina de forma clara y divulgativa qué sabe la Ciencia hasta ahora del origen del Universo, su evolución en el espacio-tiempo, cómo se comportan los agujeros negros, la posibilidad (remota) de viajar en el tiempo, y sobre todo, temas de urgente abordaje como hasta dónde puede llegar la inteligencia del hombre respecto de la artificial --que puede crecer exponencialmente mucho más rápido, hasta sobrepasarnos con creces--, si seremos capaces de colonizar otros mundos, o si sobreviviremos en la Tierra.

Breves respuestas a las grandes preguntas (Barcelona, Crítica, 2018) es una colección de pequeños ensayos de Física, no de Metafísica. El Profesor Hawking entiende que el Universo surgió del Big Bang, y que en ese micromomento se crearon las leyes físicas que regulan la materia y el espacio-tiempo. Antes de eso, no sabemos lo que había. Nadie ha podido establecer un antes, si existieron otros universos que quizá colapsaron, o si hay manera de conectar con universos paralelos, o acaso con multiplicidades de historias diferentes (de acuerdo con la teoría cuántica de Richard Feynman).

La Física está explicando cada vez más, pero aún no lo ha explicado todo. Por ejemplo, qué hizo que una singularidad, una acumulación infinita pero muy diminuta de materia, del tamaño de una nuez, dejara de serlo de repente y se expandiera en milésimas de segundo hasta billones de billones de kilómetros. Hace 13.800 millones de años, el Universo debió de comportarse inicialmente como un agujero negro, que no es sino otra singularidad física, es decir, un punto donde la confluencia infinita y compacta de materia hace que el tiempo se detenga y que ni la luz avance. O sea, una incertidumbre, pues, si recurrimos a la famosa gran ecuación de Einstein, E=mc2, la energía en el centro de una singularidad sería el infinito de la masa multiplicado por la velocidad de la luz al cuadrado, que en este caso es cero. Todo infinito multiplicado por cero da una indeterminación, o una incertidumbre. Esto puede significar que o bien la energía es cero, o bien que es infinita, asimilándose con ello al concepto de masa, que es infinita en una singularidad de agujero negro. Dentro de las leyes físicas, sabemos que la energía ni se crea ni se destruye; solamente se transforma, pasa de un estado a otro.

Habría que comprobar, no obstante, si el espacio-tiempo llega a detenerse en el centro de un agujero negro, pues en el “horizonte de sucesos”, que es su límite fronterizo más externo, hay energía que consigue escapar a su atracción, según convino el propio Hawking, dando lugar así a la “radiación de Hawking”. Es decir, que el propio cúmulo inmenso de materia concentrada se va desgastando con el tiempo, aunque es un proceso lentísimo.

Personalmente, me cuesta concebir que todo nuestro Universo haya podido surgir, de repente y sin causa primera, de una acumulación similar a una nuez, cuando las leyes físicas, además, presuntamente no existían y no había nada que, según Hawking, activara aquello. “Creo que el universo fue creado espontáneamente de la nada, según las leyes de la ciencia […] Esas leyes pueden, o no, haber sido decretadas por Dios, pero este no puede intervenir para transgredirlas, o no serían leyes. Eso deja a Dios la libertad de elegir el estado inicial del universo, pero incluso aquí, parece que pueda haber leyes. Si fuera así, Dios no tendría ninguna libertad.” (p. 57) “¿Tengo fe? Todos somos libres de creer lo que queramos, y mi opinión es que la explicación más simple es que no hay Dios. Nadie creó el universo y nadie dirige nuestro destino.” (p. 67) Según Hawking, al no existir el concepto de Tiempo antes del origen del Universo, sería imposible que un Dios actuara para crearlo, puesto que “no tendría tiempo” para que pudiera darse la progresión del acto de crear.

A juicio de Hawking, cuando surgió la energía positiva se originó, en cantidad simétrica, energía negativa, que es la generada por el desplazamiento de aquella. Es como cavar un hoyo: el montículo de tierra es parejo, en volumen, al espacio abierto en el suelo. La tierra extraída sería la energía positiva, mientras que el agujero constituiría la energía negativa. Conjeturamos que en el Universo hay materia y antimateria, partículas y antipartículas, en un proceso autodestructivo que está estableciendo la Física cuántica. A día de hoy, no sabemos explicar ni observar la materia oscura, salvo por procedimientos indirectos de captación matemática.

Por su parte, la llamada Teoría M (muy controvertida, cuestionada seriamente por no pocos físicos teóricos como una seudociencia, y escasamente explicada en este libro de Hawking) se centra en la mecánica cuántica, en los quarks como componentes en el interior de los protones y neutrones. En esos quarks existen supuestamente mínimas distorsiones del espacio-tiempo que se comportan como minúsculas cuerdas en vibración, moviéndose hasta en diez dimensiones diferentes. Eso quiere decir que la cohesión de la materia que forma nuestro Universo responde a unas vibraciones determinadas de esas cuerdas, constituyendo así las leyes de nuestra Física. Pero nada impide que las vibraciones fueran distintas, componiendo otra melodía y con ello leyes diferentes del espacio-tiempo. Es decir, en los límites de nuestro Universo conocido, y de sus leyes físicas determinadas, pueden abrirse otros universos distintos con leyes también diferentes, con esas cuerdas o distorsiones del espacio-tiempo dictando un comportamiento para nosotros extraño de la materia. Quizá, proyectos de universo, universos a medio hacer donde la luz y los cuerpos celestes observen movimientos imposibles.
El Universo, ¿está habitado por seres inteligentes distintos a nosotros? Si lo está, aún no se ha establecido contacto. Ni por ondas de radio ni mucho menos de forma directa. Los OVNIS son una invención de la imaginación (p. 177) ¿Deberíamos los humanos colonizar otros planetas? Desde luego: nos va en ello nuestra supervivencia como especie. “Creo que estamos actuando con imprudente indiferencia hacia nuestro futuro en el planeta Tierra. En este momento no tenemos otro lugar adonde ir, pero a la larga la especie humana no debería poner todos sus huevos en una sola canasta o en un solo planeta. Solo espero que hasta entonces podamos evitar que la canasta caiga.” (p. 191) La cuestión es que, para viajar con prontitud a otros mundos habitables, habría que desplazarse a, por lo menos, un quinto de la velocidad de la luz, lo cual hoy, solo en teoría, se podría conseguir con rayos láser superconcentrados en velas de naves miniaturizadas. O lo que ello implica: la tecnología necesaria para que el hombre alcance otros planetas fuera de nuestro sistema solar está muy en pañales, y puede no llegar antes de que un asteroide choque contra la Tierra, aniquilándonos, o que estalle un conflicto bélico termonuclear, o que los recursos naturales o el oxígeno respirable y nuestra protección del sol y sus mortales radiaciones se terminen. El cataclismo puede venir en cualquier momento y por una confluencia de causas.

Por otro lado, está el peligro de que la inteligencia artificial nos supere. Y que para esa inteligencia artificial seamos seres prescindibles. La única manera de crecer exponencialmente como lo hace la inteligencia de una máquina es crear seres humanos mejorados, por medio de la manipulación del ADN. La intervención genética en la creación de superhumanos, una raza superior, más inteligente, nos puede salvar de ser sustituidos por las máquinas. La ética tendrá que rendirse a la evidencia: o el hombre crece rápidamente en inteligencia, o no habrá hombre en un futuro. Lo que sucede en 2001, una odisea del espacio, con el computador Hal rebelándose contra la tripulación de la nave es un hecho que será posible dentro de unos años. Y tendremos que estar preparados para ello, igualando – si no superando-- la inteligencia de los superordenadores.

Las próximas décadas van a exigir una inversión en Ciencia sin precedentes. La obligación de descubrir nuevas formas de energía no contaminante, de materiales alternativos a los que hoy dañan la Naturaleza, de desarrollar naves seguras y rápidas para alcanzar otros planetas, serán un enorme reto que conllevará alentar y fortalecer en las nuevas generaciones el espíritu científico. Los jóvenes deben querer y deben creer en la Ciencia. Y han de formarse eficientemente en ella, para que trabajen en soluciones a los grandes problemas de la especie.

El 5 de diciembre de 1897, Santiago Ramón y Cajal pronunciaba su discurso de ingreso en la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales. Dos años después, en 1899, reelaboró su discurso y lo dedicó a los jóvenes investigadores. Su intención fue que la Ciencia creciera en España, que fuera este un país competitivo en Europa, donde se formaran científicos responsables y serios que realizaran descubrimientos positivos. La sana y buena intención de Cajal coincide ahora con la del Profesor Hawking: que haya más y mejores jóvenes científicos. Escribe D. Santiago en el prefacio a su segunda edición de Reglas y consejos sobre investigación biológica: “Si yo, careciendo de talento y de vocación por la ciencia, al solo impulso del patriotismo y de la fuerza de voluntad, he conseguido algo en el terreno de la investigación, ¡qué no lograrían esos “primeros de mi clase” y esos “muchísimos primeros de otras muchas clases” si, pensando un poco más en la patria y algo menos en la familia y en las comodidades de la vida, se propusieran aplicar seriamente sus grandes facultades a la creación de ciencia original y castizamente española! El secreto para llegar es muy sencillo; se reduce a dos palabras: trabajo y perseverancia […] ¡Ojalá que este humilde folleto que dirigimos a la juventud estudiosa sirva para fortalecer la afición a las tareas del laboratorio..!”

Quizá, si Dios existe y nos ama, nos esté enviando el progreso científico como herramienta de solución a nuestros mayores y más acuciantes problemas.

© Antonio Ángel Usábel, enero de 2019.
* * *

Los que somos creyentes nos gusta pensar que no somos producto de la casualidad, que no estamos aquí porque sí. Hawking piensa solo en términos físicos, materiales, no espirituales, por no ser este su campo. Dios, si existe, es un ente incorpóreo, espiritual, y por tanto, no sometido a las condiciones del espacio-tiempo. Cuando yo era joven, estudiante de Filosofía en la Universidad, ideé y redacté un complejo trabajo titulado “La duda metafísica: prolegómenos positivistas para una filosofía de la praxis”, en el cual, tras las lecturas de Kant y de Giordano Bruno, yo llegaba a los mismos postulados que Hawking, solo que basándome solo en el concepto de espacio (y no de tiempo). Yo pensaba que la materia estaba, en el Universo, en constante expansión, sin límites ni bordes; por lo tanto, no había sitio físico para Dios Creador. Es más, todo Dios podría estar contenido en el propio Universo, sin distinguirse en nada de la materia, como defendía la teoría panteísta de Giordano Bruno.

Aún hoy no sé qué es Dios: si un ser paternal con el que nos vamos a encontrar tras la muerte, que nos va a recibir con los brazos abiertos, o algo cuya forma y experiencia ni sospechamos. Una especie de Luz sin ser la luz física que conocemos, que es deformable por elementos ópticos, por la gravedad y la materia. O bien cualquier sensación anímica inefable, difícil de explicar con palabras.

El cristianismo asegura que, en la otra vida, seremos individualidades con corporeidad intangible, hasta que llegue el momento en que nuestra carne resucite y se vuelva a formar del polvo. Que “hay muchas moradas”, pero esto es casi como pensar en un gran auditorio, donde estarán más cerca de Dios quienes se lo hayan merecido más (por su piedad, santidad y buenas obras) y más alejados los menos píos y por ello menos favorecidos con la “recompensa” divina. ¿Será esto así? ¿Habrá “categorías”? ¿Divisiones de entes y separaciones espaciales? ¿O es una idea infantil, creada por mentalidades simples que solo conciben “el otro mundo” como una seudoproyección de este que conocemos? Los antiguos egipcios creían en la otra vida como una continuación efectiva de la ya experimentada físicamente; por eso los faraones y altos dignatarios se hacían llevar sus objetos personales a sus tumbas. Iban a vivir, después de un juicio favorable al alma, como en este mundo. Quizá el cristianismo se ha basado en esta idea de la mitología egipcia para ofrecer su visión de la vida espiritual fuera del tiempo y del espacio.

Cuenta Hawking en su documental “El gran diseño” que los vikingos suponían que un dios-lobo mordía y devoraba parte del sol durante un eclipse. Y que no se lo comía por entero y para siempre porque ellos, aguerridos guerreros de mar y tierra, lo conseguían amedrentar con sus gritos y sus amenazas. Nosotros, ¿no estaremos creyendo, en el fondo, todavía hoy en un ente parecido?

Decimos que Dios es Amor, Misericordia y Piedad supremas, lo que no hay en esta vida en estado puro. Los dioses de los vikingos no ofrecían esa premisa. Si creemos en el Amor, en una Justicia para la injusticia, entonces Dios existe. Como el mismo Hawking reconoce, cada uno de nosotros se hace su propia idea de la realidad. Lo que nos parece, eso es lo que son para nosotros el mundo y la vida.