“Con la edad, los ojos ven más lejos, no en la distancia, pero sí en el tiempo.” (aausábel, 2017)

“Con la edad, los ojos ven más lejos, no en la distancia, pero sí en el tiempo.” (aausábel, 2017)

En este país...

En este país...

martes, 26 de mayo de 2009

Los escritores y la guerra.

Nadie que esté en su sano juicio ama la guerra. La guerra es la pérdida de equilibrio mental. Una persona normal, un individuo corriente, incluso un militar de oficio, no piensa en la guerra como estado natural de la vida civilizada. La guerra es la perdición absoluta para todos: vidas, haciendas, respeto, convivencia, sentido común. Y aun así, las guerras nacen, crecen, se reproducen y finalmente caen en un sueño letárgico, del cual volverán a despertarlas los megalómanos e imprudentes. Cuando una nación es atacada por otra, esta tiene el deber moral de responder: si no con la diplomacia, con la represalia más iracunda. Y ya se organiza “El duelo a garrotazos”.
¿Cuáles han sido las actitudes de los escritores ante la guerra? Básicamente, cabría establecer dos muy principales: la actitud épica, propagandística y enaltecedora del heroísmo; y la impronta pacifista, de rechazo y condena. Aquella la bisbisea al oído el maldito ángel caído; esta, nuestro animoso ángel de la guarda, que sólo quiere nuestro bien y nuestra Salvación.

Veamos, paso a paso y con matices, ambas posiciones:

1ª. La visión ÉPICA de la guerra:

Habría que comenzar comentando la postura belicista de las religiones del Libro. En ellas la guerra se concibe como azote o castigo de Dios al pueblo ofensor, idólatra e impío. En el Antiguo Testamento, la toma de Jericó, por ejemplo, bendecida y propiciada por el dios judío para enaltecer a su pueblo (Jos, 6), que acaba grotescamente con la inmolación autorizada de mujeres, niños y ancianos. En el Corán, la yihad o guerra santa, que según los islamistas moderados hay que interpretar como una respuesta defensiva de la comunidad ante la opresión y la injusticia. Debe contar con el consenso de las distintas comunidades musulmanas, y prohíbe la destrucción indiscriminada de vidas, propiedades y centros de culto. Está prohibido matar a mujeres, niños y civiles desarmados. Es como la guerra, pero menos.

En la epopeya griega clásica y en la épica medieval se manifiesta el mismo celo bélico. Hay una exaltación de la batalla como prueba de valor y de concreción de las virtudes nacionales de un pueblo, que exige desarrollar un “espíritu de cruzada”. Ejemplos palpables: la Ilíada, de Homero; y dentro de la épica medieval castellana, el Poema de Mio Cid. La violencia también se contempla como firme alternativa en el ciclo artúrico y en la novela de caballerías, donde ya no tanto se necesita defender un ideal nacional, como sí probar las virtudes personales de un paladín heroico. Estos paladines perseguían objetivar el ideal de justicia, bien defendiendo la causa del Redentor de la Humanidad, a través de la custodia de su Santo Grial, bien combatiendo contra la injusticia y la opresión y liberando a damas en compromiso.

Estos ideales artúricos fueron asumidos por los caballeros guerreros del Renacimiento, virtuosos en armas y en letras, como Garcilaso de la Vega. Y es también la visión que conforma a don Quijote, y a su propio autor, Miguel de Cervantes, combatiente en Lepanto y gloriosamente herido durante la batalla. Tiempo después, Cervantes, un descastado descendiente de conversos a quien se prohibió viajar a América a hacer fortuna, intentó sin éxito medrar en España esgrimiendo su esfuerzo, su sacrificio y su valor en esa cruzada de la cristiana Europa. Ese fracaso, motivado por la misma ingratitud que hizo alzarse a Lope de Aguirre, el traidor, contra Felipe II, quedará esculpido en tinta indeleble al crear a don Quijote. Don Quijote es un héroe fuera de tiempo, fuera de contexto, como lo fue Cervantes –iluso él—en un país que imponía limpieza de sangre para alcanzar el mecenazgo. Sabemos hoy que Avellaneda, el firmante del falso Quijote, menospreciaba el talento heroico de Cervantes, porque este se defendió como gato panza arriba en el prólogo de su segunda parte:

“Lo que no he podido dejar de sentir es que me note de viejo y de manco, como si hubiera sido en mi mano haber detenido el tiempo, que no pasase por mí, o si mi manquedad hubiera nacido en alguna taberna, sino en la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros. Si mis heridas no resplandecen en los ojos de quien las mira, son estimadas, a lo menos, en la estimación de los que saben dónde se cobraron; que el soldado más bien parece muerto en la batalla que libre en la fuga; y es esto en mí de manera, que si ahora me propusieran y facilitaran un imposible, quisiera antes haberme hallado en aquella facción prodigiosa que sano ahora de mis heridas sin haberme hallado en ella. Las que el soldado muestra en el rostro y en los pechos, estrellas son que guían a los demás al cielo de la honra…”

Avellaneda se burla del aguerrido idealismo de Cervantes, como del esmerado don Quijote se ríen cuantos le salen al paso. El sarcasmo se eleva por los aires cual alfombra mágica en el palacio de los duques, donde don Quijote polemiza con el capellán, que no entiende las razones de tanta pulcritud: “Mis intenciones siempre las enderezo a buenos fines, que son de hacer bien a todos y mal a ninguno; si el que esto entiende, si el que esto obra, si el que desto trata merece ser llamado bobo, díganlo vuestras grandezas, duque y duquesa excelentes.” (II, 32). La paranoia presente en el personaje, que ve malévolos encantadores por todos lados, obstaculizando el éxito de sus empresas, podría ser reflejo de la administrada en vida por el autor, despechado contra esa “raza maldita, nacida en el mundo para escurecer y aniquilar las hazañas de los buenos, y para dar luz y levantar los fechos de los malos.” (II, 32)

Cervantes pretendía hacerse un importante hueco en la sociedad por la gloria de la valentía. Lázaro de Tormes también buscaba su huequecito, pero con muchas menos pretensiones de honor; mejor dicho, con acomodo a lo que viniera aun con aparejo de escasísima honra. Termina casado, ya sabemos, con la manceba de un arcipreste, pregonando sus vinos a la par que vocea sus cuernos. Pero –y esto es lo que de verdad le importa—arrimado al engranaje del poder, al ser nombrado pregonero de faltas y de penas de los condenados por causa de la justicia del rey.

Damos un brinco histórico, y nos situamos a comienzos del siglo XX, en pleno auge de los movimientos de vanguardia. El futurismo de Marinetti comenzó a hablar de la guerra como “única higiene del mundo”, y pedía glorificarla junto al militarismo, el patriotismo, la acción destructiva del anarquista, las ideas bellas que matan, y el desprecio a la mujer. Cuando estalló la Gran Guerra, hubo escritores íntegramente arrojados a la causa armada, como Apollinaire, D’Annunzio, Rudyard Kipling, Chesterton, Conan Doyle, o Edward M. Forster. Ernst Jünger se destacó también del lado alemán por escribir un sonoro alegato de sus vivencias heroicas de combatiente, que tituló Tempestades de acero, francamente admirado por los jóvenes revanchistas de la República de Weimar y, por supuesto, por los gestantes del nacionalsocialismo. Después se dijo de él que inspiró, con sus pasquines clandestinos, la rebelión de los oficiales contra Hitler. Pero su posición, aunque presuntamente favorable al pacifismo en obras como Sobre los acantilados de mármol, fue siempre ambigua. De hecho, llegó a concebir la guerra como un mal necesario impuesto por Alemania a otras naciones, para que pudieran nacer en ella el orden moral, el trabajo y la revolución técnica.

Igualmente ambigua fue la posición adoptada por Romain Gary en su primera novela, El bosque del odio, sobre la resistencia partisana contra los alemanes. Hay justificación de un impulso resuelto, determinista y liberador, pero la generosidad en el retrato no acuna sólo al rebelde resistente, sino también al nazi y al colaboracionista polaco. Al fin y al cabo, todos son seres humanos, y no bestias, porque cada uno obra según lo que le dicta la conciencia de lo que debe hacer en cada momento, esté equivocado o no. El germen de humanitarismo que existe en el hombre posibilitará la trascendencia de la guerra hacia una sociedad más justa, unida y solidaria. [Galaxia Gutenberg acaba de publicar la primera edición de esta novela en castellano.]

Con esto llegamos al realismo socialista –o fascista-- y su visión de la guerra como un apósito desagradable, pero imprescindible, para alcanzar la esperanza de mejoras sociales. “Flash back”: se equivoca de medio a medio Nietzsche cuando considera pusilánime a Cristo. El Mesías cristiano no vino a traer paz, sino espada, pues para conseguir la expansión de su mensaje había que discutir enormemente: los hijos con los padres, las hijas con las madres, las nueras con las suegras, de modo que los enemigos del hombre estuvieran en su propia casa. Dicen los expertos que sus palabras las recoge el mítico primer evangelio, el Documento Q (v. 12, 51.53), del cual bebieron Mateo y Lucas por lo menos. Se estima que ese texto perdido fue el más próximo al tiempo histórico de Jesús, y consiguientemente, el más fiel a su predicación original. Como igualmente asevera el mismo informe, quien abandona a su pareja y se casa con otra, comete adulterio (v. Q, 16, 18). El testimonio no sinóptico de Juan nos trae otra gracia añadida, espectacular: “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos (…) Si alguno no persevera en mí, fue expulsado fuera, como el sarmiento, y se secó, y los recogen y los echan al fuego y arden.” (Jn 15, 5-6). ¡La de hogueras que encendieron los señores inquisidores al amparo del pie de la letra de estas palabras recogidas por Juan! El evangelio preferido, dicho sea de paso, por Isabel la Católica y por los estudiosos de la Sábana Santa de Turín.

Para los escritores de los extremismos izquierdista y derechista, la literatura es un arma legítimamente útil para obrar cambios triunfales. Max Aub, Ramón J. Sender, Miguel Hernández, actuaron convencidos de esta premisa. Miguel Hernández concebía la poesía como un arma: “En la guerra, la esgrimo como un arma, y en la paz será un arma también aunque reposada.

Vivo para exaltar los valores puros del pueblo, y a su lado estoy tan dispuesto a vivir como a morir.” (en Nuestra Bandera n° 40, 22 de agosto de 1937)

De sus correrías junto al Campesino por los alrededores de Madrid, nos han llegado estremecedores relatos como el que se reproduce a continuación:

“Los terribles días de noviembre me cogieron con él y sus soldados en los alrededores de Madrid: Boadilla del Monte, Pozuelo. Sufrimos hambres y derrotas. Mantenernos días en unas posiciones nos costaba un capital de sangre y energía. El «Campesino» contenía la desbandada a ráfagas de ametralladora. Era fatal que actuase así. Si no hubiera sido por unos cuantos hombres que actuaron de esta manera, Madrid hubiera caído.
En una de las forzadas retiradas que tuvimos hacia Madrid, en la primera en que me vi envuelto, me sucedió algo significativo. La artillería, la aviación, los tanques enemigos se cebaban en nuestros batallones, sin más armas que fusiles y algún que otro cañón, que no volvía el alma al cuerpo al oírlo de tarde en tarde. Nos retirábamos, por no decir que huíamos, dentro del más completo desorden. Las encinas de las lomas de Boadilla temblaban a nuestro paso enloquecido, y algunos troncos se precipitaban degollados bajo las explosiones de las granadas. En medio del fragor de las huida, de los cartuchos y los fusiles que los soldados arrojaban para correr con menos impedimento, me hirió de arriba abajo este grito: «¡Me dejáis solo, compañeros!». Una bala rasgó por el hombro izquierdo mi chaqueta de pana, que conservaré mientras viva, y las explosiones de los morteros me cegaban y me hacían escupir tierra. «¡Me dejáis solo, compañeros!». Se oían muchos ayes, muchos rumores sordos de cuerpos cayendo para siempre, y aquel grito desesperado, amargo: «¡Me dejáis solo, compañeros! ¡A mí me falta y me sobra corazón para todo!». En aquel instante sentí que se me desbordaba el pecho; orienté mis pasos hacia el grito y encontré a un herido que sangraba como si su cuerpo fuera una fuente generosa. «¡Me dejáis sólo, compañeros!» Le ceñí mi pañuelo, mis vendas, la mitad de mi ropa. «¡Me dejáis solo, compañeros!» Le abracé para que no se sintiera más solo. Pasaban huyendo ante nosotros, sin vernos, sin querer vernos, hombres espantados. «¡Me dejáis solo, compañeros!» Le eché sobre mis espaldas: el calor de su sangre golpeó mi piel como un martillo doloroso. «¡No hay quien te deje solo!» le grité. Me arrastré con él hasta donde quisieron las pocas fuerzas que me quedaban. Cuando ya no pude más, le recosté en la tierra, me arrodillé a su lado y le repetí muchas veces:«¡no hay quien te deje solo, compañero!». Y ahora, como entonces, me siento en disposición de no dejar solo en sus desgracias a ningún hombre.” (14-11-1937)

Hernández tenía el mismo concepto de heroísmo sobrevenido que defendía Tolstoi. Los héroes son gente del común, obligada a comportarse de una manera sobresaliente, pero pasajera, según las circunstancias: “¿Quiénes son los héroes? Entiendo por heroísmo un movimiento del corazón que arrastra el mayor peligro por defender y salvar desinteresadamente algo que ocupa lugar en la pureza de sus sentimientos. A los guardias civiles de Sierra Morena se les puede considerar valientes, pero para ser héroes andan demasiado manchados de sucios intereses. Se revelaron recelosos y temerosos de la justicia popular que, más temprano o más tarde, juzgaría y liquidaría su organización de villanos, y se han defendido por desesperación. Los héroes son los hombres que les han atacado por espacio de varios meses con escopetas y con el solo deseo de acabar con la lucha para regresar al digno arado, a la vida sencilla. El héroe actúa por el impulso generoso, no por una mala pasión, aunque sea sin armas. Estos que han luchado contra los de Cortés representan al héroe.” (13-05-1937)

2ª. La depuración PACIFISTA de la guerra:

La guerra, para los autores del idealismo pacifista, es un hecho trágico e injustificable. Un absurdo, porque todo el mundo pierde en una guerra. La contienda es pergeñada por mentalidades con una enferma y fatal megalomanía, que utilizan a los combatientes como piezas de un tablero, anónimas, involuntarias, forzadas, despersonalizadas y alienadas. La Primera Guerra Mundial de nuevo incubó a varios: Louis-Ferdinand Céline, con Viaje al fin de la noche, donde habla de la guerra como de una puta a la que hay que saber ver bien, de frente y de perfil; Henri Barbusse, con El fuego, relato semiautobiográfico sobre la primera línea del frente que ganó el Premio Goncourt en 1916; Erich María Remarque, con las novelas Sin novedad en el frente, y Tiempo de amar, tiempo de morir; o Robert Graves, con Adiós a todo eso, donde un oficial tacha de cobardes a sus subordinados sin percatarse de que, a sus espaldas, una ametralladora los ha barrido a todos. El caso del español Vicente Blasco Ibáñez con Los cuatro jinetes del Apocalipsis es especialmente emblemático, pues desarrolla el concepto evangélico de contienda familiar, extendida a otra más amplia, la contienda europea. La Segunda Guerra Mundial también tuvo sus vigías y sus heraldos blancos: Norman Mailer (Los desnudos y los muertos); James Jones (La delgada línea roja); Matadero cinco o La cruzada de los niños, de Kurt Vonnegut. Los desnudos y los muertos, de 1948, es una obra de una obscenidad moral implacable. En el marco de una batalla larga y compleja, leemos los pensamientos contradictorios de soldados y oficiales, a menudo divagaciones de gran brutalidad, propiciadas por el impacto sordo de los obuses. Cuando llegue el momento de actuar, una áspera y ruda inclemencia brotará de las gargantas ahogadas por el terror, impulsadas a la hecatombe ritual de la venganza heroica. Mailer seguirá conmocionando a la sociedad norteamericana de los años sesenta predicando la consigna de “haz el amor y no la guerra” y manifestándose en contra de la participación de su país en Vietnam (¿Por qué estamos nosotros en Vietnam?, 1967; Los ejércitos de la noche, 1968)



Alegato de que los soldados piensan, y no sólo los mandos, es Escuadra hacia la muerte, el conmovedor drama antibélico de Alfonso Sastre.

Así la guerra interrumpe vidas y destruye paraísos: La Reina de África (1935), de Cecil Scott Forester; Las bicicletas son para el verano, de Fernando Fernán Gómez; ¡Ay, Carmela!, de José Sanchís Sinisterra; La lengua de las mariposas (cuento), de Manuel Rivas; Soldados de Salamina, de Javier Cercas; Los girasoles ciegos, de Alberto Méndez. La huida de la guerra conduce a veces a un espacio soñado, el Shangri-La de Horizontes perdidos (1933), de James Hilton.

Quizá el lector piense que nos hemos olvidado de un escritor fundamental: Ernest Hemingway. No, nada más lejos de la verdad. Sólo que Hemingway aprovechó la guerra para el romance, para la historia de enamorados golpeada por un medio hostil y revuelto. Ahí están los ejemplos que cualquiera recuerda de Adiós a las armas y Por quien doblan las campanas. Los uniformes y el heroísmo siempre son atractivos, porque visten bien y desfilan bien, pero a veces incordian para reproducir la maldita, la frágil pero legítima felicidad de aquel Edén que nunca existió.

Antonio Ángel Usábel
(Madrid, 25 de mayo de 2009)

lunes, 18 de mayo de 2009

HISTORIA DE UNA AMISTAD.

Francisco S., mi buen, enorme amigo y maestro, que me quiere bien, me prestaba hace unos días un clásico revelador totalmente desconocido para mí, el estudio de Vicente Marrero Historia de una amistad (Madrid, Ed. Magisterio Español, 1971). Para quienes amamos Santander, con su Sardinero, sus cafés, sus atalayas, sus playas y su romántica bahía, este libro de Marrero es un goce para los sentidos y un bálsamo para el corazón. Se centra en detallar la profunda, emotiva y larga amistad entre mentalidades muy dispares, las de los escritores José María de Pereda, Benito Pérez Galdós y Marcelino Menéndez Pelayo. Un trío de ases sublimado si contamos con la participación añadida del decano de las letras del siglo XIX, Juan Valera, del crítico más audaz, Leopoldo Alas “Clarín”, y del emperador de la poesía hispanoamericana, Rubén Darío.



Sin demeritar a los otros, vamos a detenernos ahora en aquellos genios de las veladas de San Quintín y de la guantería de Juan Alonso. Pereda y Galdós eran edecanes consumados del Realismo narrativo. Pereda era un tradicionalista acérrimo, historiador ultramontano de su terruño, patriarca de los cántabros, sus decires, sus usos y costumbres. Militante en el carlismo, apenas salía de su comarca y odiaba en lo más profundo viajar a Madrid. Galdós era un santanderino de adopción; a Santander iba a echar sus mejores “canas al aire”, y desde aquel extraordinario puerto de indianos retrataba como nadie el Madrid de la Restauración. Agnóstico, que nunca ateo ni descreído, hablaba más del cristianismo de espíritu que del catolicismo inquisidor, que aborrecía, dada su vinculación con posturas republicano-socialistas. Don Marcelino, curiosamente el benjamín de los tres, amaba la Historia de España y de su Literatura, y se convirtió pronto, casi durante su adolescencia, en el mejor conocedor del pasado creativo del país, y en el primer gran filólogo que hemos tenido los españoles. También, uno de los mejores conocedores de la poesía latinoamericana. Católico convencido, era un monárquico de tradición divina. Cuando se propuso a Galdós dos veces para el Nobel, los españoles “que no podían ser otra cosa” vitoreaban a Don Marcelino para igual galardón. Y, sin embargo, ni unos ni otros parecían comprender que no existía rivalidad, sino camaradería: la que da el asombro desprovisto de envidia. “Clarín” se dio cuenta de que eran las ideas cristianas, la religión en definitiva, aunque observada desde distinto ángulo, la que posibilitó el acercamiento respetuosísimo de aquellos grandes talentos.

Cuando Galdós alcanzó cierto éxito con Gloria, sus dos amigos alabaron la trabazón del relato, su ágil estilo, pero también deploraron respetuosamente su sentido maniqueo de la vida, su carácter de “novela de tesis”, donde el progresismo y la tolerancia caminan del lado del judaísmo, y el inmovilismo intolerante y teocrático queda para los curas católicos. El escenario velado de Gloria es, además, Santander. Pereda soñaba en sus adentros, y en sus cartas a Menéndez Pelayo, con la conversión sincera y definitiva de su querido Galdós. ¿Por qué no había puesto éste en su Gloria un buen sacerdote, un ejemplo de las verdaderas virtudes católicas, que sirviera de contrapunto a los diáconos amargados y perversos? Al fin y al cabo, otras confesiones también tienen sus lacerantes lacras, y no hay por qué entrar ni en exaltaciones ni en persecuciones injustas. La tolerancia debe ser primera ley, mientras el buen Dios no se decida a iluminar por igual a todos los hombres con la fuerza preclara de su Espíritu. Por su parte, Don Benito veía con ternura los cuadros costumbristas de su compadre Pereda; se sonreía ante su ingenuidad, pero evitaba denigrarlos o efectuar cualquier comentario ridiculizador. Don Marcelino contemplaba con agrado el arte narrativo de Pereda y Galdós, y se congraciaba con tener por amigos a tan sublimes prosistas. Él era, además, un niño cuando Pereda era aclamado ya como maestro en Santander.



Detengámonos en ese niño prodigio, en ese bibliófilo impenitente y lector voraz. Cuando Pereda y Galdós se conocieron en una fonda de la calle Atarazanas, en el verano de 1871, Marcelino Menéndez Pelayo contaba sólo quince años. Tres años antes ya se había comenzado a dar a conocer en los periódicos locales, contestando con éxito a sesudos acertijos de tema histórico. Hijo de don Marcelino Menéndez Pintado, catedrático de Matemáticas de Enseñanza Secundaria, en el instituto destacaba nuestro genio por sus extraordinarios trabajos de investigación. En ese mismo año de 1871, inicia Filosofía y Letras en Barcelona, de la mano del gran Milá y Fontanals. Con dieciocho años, estudiando ya en Madrid, era capaz de dar cumplida noticia de manuscritos y códices guardados en la Biblioteca Nacional. Por desavenencias ideológicas con Salmerón, catedrático de Metafísica de la Universidad Central, traslada la matrícula a Valladolid, donde se licencia. El Ayuntamiento de Santander y la Diputación le otorgan becas de ampliación de estudios en el extranjero por un importe total de siete mil pesetas, que don Marcelino invierte, sobre todo, en la compra de valiosos libros antiguos. Entonces comenzará su más largo y fructífero matrimonio: los libros, su apabullante biblioteca que llegará a contar con más de 50.000 volúmenes, y que él donará generosamente a la capital cántabra.

Viajes por Lisboa, Roma, París, Lovaina, Bruselas, La Haya… y más libros en la maleta, para traer a casa. Comienza a escribir el primer tomo de la Historia de los heterodoxos españoles, la biblia de las herejías nacionales. Decía su buen hermano Enrique, el poeta, que Marcelino “amaba a Dios sobre todas las cosas y al libro como a sí mismo”. Corre el mito del atril doble para leer con comodidad dos libros a la vez mientras come. La leyenda de ser capaz de recitar de memoria un libro recién leído. Su enorme conocimiento de ocho lenguas antiguas y modernas… De niño, visitaba con su padre las librerías de bibliófilo, o las bibliotecas particulares de consumados latinistas. Con doce años, montó su primer estante sobre un aparador. Veinte libros tan sólo. Después convirtió el estante en un armario, como los de las antiguas bibliotecas monacales. Pronto su padre, que lo quería y tenía posibilidades para ello, ordenó construir para los libros un pabellón en el jardín. Su hijo había heredado, quintuplicada, la pasión del abuelo. En 1892, con treinta y cinco años, pasaban de 8.000 los volúmenes de su colección, y entonces fue cuando ordenó levantar un edificio expreso para albergarlos en la casa familiar de Santander. Entre ellos, 23 incunables y 563 manuscritos. Autógrafos originales de Quevedo y Lope de Vega, una obra de Plotino que había pertenecido a Isabel la Católica y regalada a ella por Lorenzo el Magnífico. Y con ellos, los 67 volúmenes alumbrados por el propio polígrafo. [Recomendamos encarecidamente a nuestros lectores que visiten la página web de su biblioteca: www.bibliotecademenendezpelayo.org, con importantes enlaces a bibliotecas privadas y universitarias del mundo entero, obras hispanas, latinas y griegas (que se pueden descargar) y revistas literarias del ámbito hispano. Además, el interesado puede bajarse todos los manuscritos de obras de la colección que ya han sido digitalizados.]



Despega su fulgurante carrera. En 1878, don Marcelino se presenta a la cátedra de Literatura de la Universidad Central, rivalizando con el mismísimo Canalejas. La obtiene. 21 años. El bedel apagaba las luces de la Facultad, se iba el sol, y seguía perorando don Marcelino sobre literatura con sus alumnos, ensimismados por la tremenda erudición y la exacta precisión demostradas en sus explicaciones.

En 1880, es elegido académico de la R.A.E. 24 años. En 1882, con 26, concluye la Historia de los heterodoxos y entra en la Real Academia de la Historia. Comienza su Historia de las ideas estéticas en España y edita las Obras Completas de Milá y Fontanals. 1889: es nombrado bibliotecario interino de la Real Academia de la Historia, y aceptado en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. Entre 1890 y 1893, publica sus antologías de poetas líricos castellanos y de poetas hispanoamericanos (en cuatro tomos). Esta última obra era su preferida, de la que se sentía más orgulloso. Sobre ella ha dejado expresado el historiador Carlos Pereira:

«Vistas de este modo las cosas, Menéndez Pelayo es el primero de los americanistas españoles. Los hubo antes que él, pero nadie antes que él dio la fórmula del americanismo integral. De Menéndez Pelayo parte un sentido de la solidaridad que no se había actualizado en obra alguna.La Historia de la Poesía Hispano-Americana es un libro capital para España y fundamental para América. Este libro parecía llegar a su hora, como suele decirse. Pero si llegaba a su hora para la crítica, para el público llegaba con un adelanto de medio siglo. Era, en suma, uno de esos libros que, tal vez inconscientemente, van dirigidos a la posteridad y que tiene como destino una renovación de las ideas. No había público para el libro de Menéndez Pelayo. No lo había en España y no lo había en América. La Historia de la Poesía Hispano- Americana es la mejor de sus obras o, por lo menos, la que él mismo conceptuaba la mejor. Pero el público carecía de preparación para su lectura, tanto por deficiencia de saber como de entusiasmo. Nadie sentía lo americano en España. Nadie sentía lo americano en América. "Esta obra es de todas las mías –dice Menéndez Pelayo– la menos conocida en España, donde el estudio formal de América interesa a muy poca gente, a pesar de las vanas apariencias de discursos teatrales y banquetes de confraternidad." De dos maneras puede leerse la Historia de la Poesía Hispano-Americana: o vemos en ella un libro de erudición, compuesto minuciosamente, de acuerdo con un plan de divisiones geográficas, en el que lo más importante es la compilación de noticias curiosas, instructivas, útiles y, sobre todo, exactas, o bien leyendo las 900 páginas de recorrido atendemos a la impresión de un conjunto grandioso, del que se destacan como de la masa arquitectónica de una catedral, de una abadía o de un castillo, torres y explanadas, pórticos, estatuas, relieves, hornacinas, arboledas, jardines y fuentes...»

En 1898 –la triste fecha del Desastre--, a los 42 años, ocupa el cargo de director de la Biblioteca Nacional. Impulsa la Revista de Archivos, hito en la investigación erudita española. En 1901, ingresa en la Academia de Bellas Artes de San Fernando. En 1911, un año antes de su muerte, es elegido director de la Academia de la Historia. Su sueldo más abultado, aunque bien generoso para la época, fue de doce mil pesetas, con descuentos. Lo que no necesitaba para vivir y para mantener sus dos casas, lo invertía en adquirir preciados volúmenes en subastas nacionales y extranjeras.





Así llegamos a 1912… El 7 de abril, don Marcelino hace testamento, y lega a la ciudad de Santander, su patria, su biblioteca así como el edificio en que se halla. En los últimos tiempos se le veía vagar solo por los cafés de su ciudad --el Suizo entre ellos--, asistido por su capa, meneando la cabeza, como asintiendo o negando para sus adentros. Leía algunos periódicos ingleses, y de Madrid La Época, su favorito. El domingo, 19 de agosto, sufre un colapso por la mañana del que tarda en recuperarse. Pide que le asista el mismo padre confesor que antaño acompañara a su señora madre, de la vecina parroquia de San Francisco. Entre sus últimas palabras, mirando por última vez al pabellón de su biblioteca, las que mejor esculpen en mármol de Carrara su figura inmortal: “Qué lástima tener que morir cuando me faltaban tantas cosas que leer”. Luego soltó el libro y la pluma y tomó el crucifijo. Ya lo llamaban sus buenos amigos, Laverde, “Clarín”, Valera y Pereda. Así pues, pasó a la eternidad. Tenía 56 años. Fue amortajado con el hábito de la orden franciscana, y sepultado en la nave lateral de la catedral de Santander. Planeando, suspendidos en el aire como un nimbo perenne, los mágicos, bellísimos versos que dedicó a su tierra:

“Puso Dios en mis cántabras montañas
auras de libertad, tocas de nieve,
y la vena del hierro en sus entrañas”

* * *


Volvamos ahora a “Clarín” y a su propuesta de la religiosidad como panacea. Para el agudo y acerado escritor zamorano, nuestra alma necesita creer, y es por medio de las creencias religiosas comunes como se dota de fraternidad y de cohesión a un pueblo. Lo asevera en Un discurso (1891), presentado en la apertura del año universitario, y enviado a Menéndez Pelayo, quien lo elogia con emoción, pues ve en “Clarín” a un hombre que no ha perdido la fe: “Se me ensancha el alma cuando veo a un liberal como usted coincidir conmigo en lo esencial del terrible problema […] la absoluta necesidad de la educación religiosa, no ya sólo para que la vida colectiva no acabe de disolverse, sino, lo que importa más, para la salvación del alma propia, como quiera que esto se entienda.” El más díscolo de los amigos, por lo escéptico, era Galdós, quien reconocía, en carta a Pereda, que el catolicismo “es la más perfecta de las religiones positivas”, aun cuando él dice carecer de fe, lo que le lleva a ir tirando en un estado que no termina --justamente y por eso--, de agradarle. A propósito de los descalificativos contra Gloria, el insigne narrador canario se define decididamente: “Ninguna religión positiva, ni aun el catolicismo, satisface el pensamiento ni el corazón del hombre en nuestros días. No hay quien me arranque esta idea ni con tenazas. El catolicismo no puede seguir rigiendo en absoluto la vida. Convengo en que marchamos rápidamente al caos; pero este desconsolador hecho no puede ser un argumento en contra de aquella idea.” (El subrayado es nuestro). Es decir, el propio Galdós reconoce hacia dónde conduce el agnosticismo, y lo que es peor consuelo, el ateísmo: a la destrucción del orden social, a la pérdida de los valores morales, esenciales del ciudadano y de la persona. Se vio a las claras décadas después, durante la malograda II República Española, con la persecución sistemática de la Iglesia y de sus seguidores, para proponer un nihilismo pseudocomunista a cambio. El dramático resultado –del cual nadie decente se vanagloria—fue nuestra contienda civil. Y todavía hay quien ve en el nacionalcatolicismo del régimen franquista un decorado de cartón-piedra. Aquella dictadura, chapuceramente contradictoria como son todas, paraíso de crueldad y de represalia, esgrimió sin embargo con relativo tino la vertiente religiosa como fórmula de estabilidad social. El descreimiento de épocas pasadas radicalizó las posturas, e hizo levantar la barbacana del mazo y del hisopo. Se pidió una suerte de estado teocrático como lo hubo durante la Edad Media y el absolutismo imperial. El aleccionamiento de catecismo tuvo como nota positiva inculcar un cierto respeto por los valores éticos de la religión, aun cuando muchas parejas, obligadas a admitir el único matrimonio autorizado, el católico, firmaran de antemano ante notario un “documento de dudas razonables sobre el dogma” por si la relación fracasaba y había que recurrir a Roma y al Tribunal de la Rota.

El cristianismo, en su variante católica, forma parte innegable de la idiosincrasia española e hispana. Por mucho que algunos vocingleros, en época republicana o actual, intenten desconocerlo. Quieren alienarnos de nuestras creencias tradicionales, volviéndose irrespetuosos frente a quien no piensa como ellos. Poco han aprendido del genio galdosiano, o clariniano, que abogaba por una espiritualidad innata en el ser del español, aunque la tal no corroborara taxativamente los dogmas del catolicismo. Hoy día, quienes no creen se molestan por la presencia de quienes creen, y ni siquiera abrazan posiciones de espiritualidad conciliadoras, como el krausismo o la teosofía. Ahí están ataques despiadadamente frontales a la Historia del cristianismo y de la Iglesia católica, como el esgrimido con verdadera saña por el escritor colombiano Fernando Vallejo (La puta de Babilonia, 2007). De acuerdo que el papado no ha sido ninguna institución perfecta, y que Roma ha cometido errores de bulto, algunos extraordinariamente vergonzosos, crueles y jactanciosos, como beatificar a quienes amparaban a los clérigos responsables de las matanzas del campo croata de Jasenovac. Pero tampoco se puede negar la emprendedora labor social de la Iglesia, en caridad, sanidad, infancia, educación y formación. No es cierto que Pío XII fuera un aliado del nazismo y un antisemita convencido, como dice ese autor, que ignora lo imprescindible que es la diplomacia para la supervivencia. Si Pío XII hubiera criticado abiertamente el régimen de Hitler, éste habría ocupado el estado Vaticano y silenciado al papa, como de hecho hizo con sacerdotes y monjas católicos internados en los campos de exterminio (Kolbe, Sangel, Stein…) Aún vive hoy en Israel Zeev Steinberg, músico, una de las personas salvadas de la Shoa gracias a la orden dictada expresamente por Pío XII para acoger y esconder en los monasterios a los judíos perseguidos por los nazis (v. Alfa y Omega, nº 641, 14-05-2009). Es obvio que cada cual cuenta la feria según le va en ella. Si creemos en Dios, sólo Él conoce objetivamente el grado de inocencia o de culpabilidad de cada ser humano. Pero Vallejo, llevado de aprensión supina, difunde otras severas imprecisiones, como asegurar que los nazis eran cristianos, cuando en realidad –todos lo sabemos-- sólo difundían el culto al Führer y a la raza aria. Mas se ve que, para él, el cristianismo ha sido la bestia negra de toda la cultura occidental.

Tanto España como la cultura hispánica, la que extendimos los españoles por el mundo, al otro lado del océano, es lo que es merced a su trayectoria confesional. Lo ha expresado magistralmente el nuevo arzobispo de Toledo, Monseñor Braulio Rodríguez Plaza: “La unidad verdadera es siempre la que nace de la confesión de la fe común. En la historia de España es evidente que la confesión de fe común ha fecundado la vida de las personas, de los pueblos, de la cultura, en orden a la conquista del respeto de la dignidad de la persona humana. La realidad histórica de España difícilmente se entendería, ni antes ni ahora, sin esa unidad de confesión de fe que la ha configurado y caracterizado. Los obispos españoles, en la Instrucción pastoral Orientaciones morales ante la actual situación de España, de noviembre de 2006, que no ha perdido un ápice de vigencia, señalábamos que «esta unidad cultural básica de los pueblos de España, a pesar de las vicisitudes sufridas a lo largo de la Historia, ha buscado también, de distintas maneras, su configuración política. Ninguna de las regiones actualmente existentes, más o menos diferentes, hubiera sido posible tal como es ahora, sin esta antigua unidad espiritual y cultural de todos los pueblos de España». No debemos olvidar esta afirmación.” (v. Alfa y Omega, nº 638, 23-04-2009, p. 26).

Sin embargo, la tremenda crisis de valores por las que atraviesa España en esta primera década del siglo XXI no es exclusivamente nuestra. Individualismo, conformismo, tedio, apatía, extravío de un rumbo y de un proyecto de vida, se dieron también en, por ejemplo, la sociedad norteamericana de 1950-55, tal y como atestigua con los personajes de su novela Richard Yates (Revolutionary Road, 1961). La cultura estadounidense aparecía “narcotizada y moribunda”, y sólo la vieja Europa, la cuna madre, parecía ofrecer alguna esperanza de recuperación, con sus tradiciones ancestrales, su impulso civilizador, sus matrimonios fieles y sus oportunidades de vida realizada y dichosa. Europa era como un Edén. El país de las grandes comodidades, la industria de primera línea y la Estatua de la Libertad miraba a Europa. Ahora Europa, ¿hacia dónde mira?

A los hombres con valores, con ética y con preocupaciones trascendentales, dirige Juan Manuel de Prada su urgente y muy necesario libro La nueva tiranía. El sentido común frente al Mátrix progre (Ed. Libroslibres, 1ª ed., abril de 2009). La cultura de la idolatría, despersonalizada, globalizadora y alienante, pretende vencer a lo “caduco” y “reaccionario”, sustituyendo las lámparas viejas por otras nuevas como en el cuento de Aladino. Pero las nuevas lámparas de latón, aun por muy relucientes, no sacan genio por mucho que se froten. “Y, contra este nuevo orden cuasirreligioso, sólo se alza el orden religioso, que restituye al hombre su verdadera naturaleza y le propone una visión cabal del mundo que ataca los cimientos del trampantojo sobre los que se asienta la nueva tiranía, disolviendo sus falsificaciones•” (v., op. cit., p. 14). Como dejó sentenciado Chesterton hace ya muchos años, quien no cree en Dios, cree en cualquier cosa. Hemos de recordar siempre que no nos limitamos a vivir, sino que convivimos. Por tal motivo, fundamentado y fundamental, pidamos al menos para que los que no creen en Dios respeten el derecho a creer de los demás, y que jamás veamos de nuevo rota la base de nuestra tolerancia y convivencia.

Antonio Ángel Usábel
(Madrid, 17 de mayo de 2009)

* PARA SABER MÁS: recomendamos la consulta de la bibliografía siguiente:

I. Sobre la vida de Marcelino Menéndez Pelayo:

-- Artigas Ferrando, Miguel. Menéndez y Pelayo, Madrid, Ed. Voluntad, 1927.
--Artigas Ferrando, Miguel, La vida y la obra de Menéndez Pelayo, Zaragoza, Heraldo de Aragón, 1939.
--Bonilla Sanmartín, A., Marcelino Menéndez Pelayo, Madrid, 1914.
--Cossío, José Mª de, Rutas literarias de la Montaña, Santander, Ediciones de la Librería Estudio.
--García de Castro, R., Menéndez Pelayo.
--González Piedra, Juan, Vida y obra de Menéndez Pelayo, Madrid, Publicaciones Españolas, 1952, col. Temas españoles, nº 12.
--Pellón Gómez de Rueda, Adela, “Perfil humano de Menéndez Pelayo”, en Menéndez Pelayo. Setenta y cinco aniversario, Santander, Sociedad Menéndez Pelayo, 1989, pp. 10-35.
--Rodríguez Alcalde, Leopoldo, “Marcelino Menéndez Pelayo”, en Retablo biográfico de montañeses ilustres, Ediciones de la Librería Estudio, 1978, t. I, pp. 107-114.
--Sánchez Reyes, Enrique, Menéndez Pelayo. Biografía del último de nuestros humanistas, Santander, 1956.
--Sánchez Reyes, Enrique, Biografía crítica y documental de Marcelino Menéndez Pelayo, Madrid, C.S.I.C., 1974.

II. Sobre Benito Pérez Galdós en Santander:
--Madariaga, Benito, Pérez Galdós. Biografía santanderina, Santander, Institución Cultural de Cantabria / Instituto de Literatura “José Mª de Pereda”, 1979.
--Madariaga de la Campa, Benito, Pérez Galdós en Santander, Santander, Ediciones de la Librería Estudio, 2005.

III: Sobre la vida de José Mª de Pereda:
--Cossío, José Mª de, Rutas literarias de la Montaña, Santander, Ediciones de la Librería Estudio.
--Menéndez Pelayo, Enrique, y otros, “Apuntes para la biografía de Pereda”, en El Diario Montañés, 1 de mayo de 1906, recogido en el t. XVII de las Obras Completas de D. José M. de Pereda, Madrid, Librería General de Victoriano Suárez, 1922 (3ª ed.).