Conviene resaltar tres
producciones de la cartelera teatral madrileña, dos de ellas suculentas.
En primer lugar, la reactivación
de un texto esencial y magistral del drama contemporáneo: Calígula, de Albert Camus, en montaje de Mario
Gas y la compañía Teatre Romea. En el Teatro María Guerrero hasta el 30 de
diciembre.
Esta vez la traducción corre a
cargo de Borja Sitjà, y el papel principal es interpretado por Pablo Derqui. El
vestuario juega al anacronismo, puesto que se lucen trajes blancos en vez de
togas. El texto de Camus es una seria advertencia, al presente y al futuro, de
que la tiranía es inmortal. Siempre se repetirán los déspotas mientras la Historia
continúe. El desgarrador grito final de Calígula tras ser apuñalado así lo
concita: “¡Todavía estoy vivo!”
Calígula es un emperador que desea lo imposible –quiere poseer la Luna--,
puesto que todo lo demás le aburre: el poder en sí, los juegos, las orgías, el
sexo, el incesto… Nada hay que el joven Calígula no haya probado todavía. A sus
súbditos les preocupa el erario, las finanzas, la Hacienda. En cambio, parecen
querer dar poca importancia a todo lo humano: sentimientos, pena, dolor,
sufrimiento. Calígula va a llevar la lógica hasta sus últimas y más atroces
consecuencias: “Si os preocupa el dinero,
es que entonces la vida para vosotros no vale nada. Bien, seamos lógicos,
moriréis arbitrariamente.”
El drama de Camus es de un equilibrio
portentoso y ejemplar: no se echa de menos ningún aspecto, ni ningún otro le
sobra. Cada frase es oro de veinticuatro quilates. Como para ser esculpida en
mármol. Imperecedera su lectura como su puesta en escena. Pablo Derqui borda una interpretación del emperador lógico cuyo
listón puso muy alto José María Rodero. Derqui construye y entona su papel en
lo que quizá cabría parecer cierto guiño a José Luis Gómez, sobre todo en la
voz cálida, redonda y melosa.
Una escenografía muy sobria,
sobre un tablero blanco con unos vanos delineados, alguno de los cuales se abre
a requerimiento de la acción. El trabajo de todos los actores es más que
notable en todo su conjunto, por lo que el resultado global no puede ser sino
excelente.
Nadie debería dejar de lado este Calígula
de Albert Camus y Mario Gas.
Seguidamente conviene destacar de
este mes la poderosa composición que Natalia
Dicenta y Ramón Langa hacen del
intensísimo drama de Juana Escabias Apología del amor (2011), rebautizado
ahora como La puta de las mil
noches. En la sala Margarita Xirgu del Teatro Español (Madrid),
hasta el 23 de diciembre. La dirección es de Juan Estelrich. Para los amantes de duelos interpretativos, de dramas
de solo dos personajes, el uno frente al otro.
Un millonario inválido decide
contratar los servicios de una prostituta madura para toda una noche. No solo
la pagará por horas, sino que le dejará llevarse un maletín cargado de dinero
si se somete a cuantas ideas y caprichos le vengan en gana. La chica al
principio pone sus reparos, su desconfianza, pero al final accede. Poco a poco
se abre un juego cruel de sadismo y de vejaciones verbales del cliente hacia la
hetaira. El tullido desea que la chica de alterne se desnude ante él –y ante su
cámara—no de cuerpo, sino de alma. Está sediento por conocer su pasado como
puta hasta el más mínimo detalle: cuándo y cómo empezó, por qué, qué tipo de
clientes ha tenido, a quiénes ha sufrido más, qué hará dentro de cinco años,
cuando no pueda disimular que su rostro está ajado por la edad.
El tema de esta obra es fuerte,
pero no hiere, no resulta insoportable. Se sigue con interés, por saber si la
chica se ganará su fortuna, si el cliente quedará satisfecho, o qué sorpresas
pueden deparar a ambos personajes cuando aquel encuentro concertado alcance un
desenlace.
Natalia Dicenta y Ramón Langa nos
hacen olvidar que es teatro lo que vemos, puesto que lo vivimos como si
estuviéramos en esa casa, en ese salón de amplios ventanales, testigos mudos de
lo que acontece a esas dos personas, que son solo actores de enorme talento.
Hay un momento, curioso, en que
se desliga la prostituta de su profesión al tachar al cliente de “putero”. Es
decir, quien suele ir con rabizas. La hetaira se distancia de lo que ella misma
es, hace y practica, y se permite juzgar al individuo por su actitud viciada desde
una posición de “decencia” pequeñoburguesa. Si no hubiera necesidad de sexo, no
existirían los hombres que contrataran servicios de acompañamiento (ya sea este
masculino o femenino), pero tampoco habría razón de ser de la prostitución. Es
decir, una inclinación hacia el sexo pagado, sin amor, hace que haya
prostitutas, y que estas sean maltratadas y humilladas por una clientela que se
satisface con conductas sádicas y destructivas. Como las que afloran a lo largo
de la representación.
Nietzsche nos recordó que el
amor, el matrimonio y el sexo son solo herramientas de poder, de dominación del
otro; de esclavitud física y moral. Cuando un cliente está dispuesto a pagar
mucho, y una prostituta a aceptar demasiado, no existen límites para la transgresión
de toda normativa.
Para el ácido, cínico y cáustico escritor
norteamericano Ambrose Bierce, incluso el matrimonio bien constituido es un
oprobio. Así lo define él en su famoso Diccionario
del diablo: “Matrimonio, s.
Condición o estado de una comunidad formada por un amo, un ama y dos esclavos,
todos los cuales suman dos.”
Cervantes, lejos de censurar el
puterío, alabó, en el capítulo XXII de la Primera Parte del Quijote, el oficio de alcahuete. O sea,
de quien por dineros concierta encuentros amorosos o carnales entre unos y otras:
“Por solamente el alcahuete limpio no
merecía él ir a bogar en las galeras, sino a mandallas y a ser general dellas.
Porque no es así como quiera el oficio de alcahuete, que es oficio de discretos
y necesarísimo en la república bien ordenada, y que no le debía ejercer sino
gente muy bien nacida…” A don Quijote le parece que para ser mediador en
asuntos sentimentales hay que tener madurez y cabeza, no loca juventud e
inexperiencia.
Llegamos, por último, al
experimento fallido de Juan Mayorga
de aunar comedia con simbolismo en su última dramaturgia El Mago. En el Teatro Valle-Inclán (Madrid),
hasta el 30 de diciembre. Un reparto de seis actores, encabezados por Clara Sanchís y María Galiana, da vida a la más que confusa experiencia de una
madre que acude sola a un espectáculo de magia en el que se practica la
hipnosis. Reaparece en casa con la sensación onírica de estar volando sobre los
tejados, como Mary Poppins. Su comportamiento es gamberro, infantil, y
desconcierta a su marido Víctor (José Luis García-Pérez) y a su hija
adolescente Dulce (Julia Piera). Ante la imposibilidad de que vuelva en sí, o
de que regrese de escena la verdadera Nadia (Clara Sanchís), padre, hija y
abuela se acercan –por separado-- a la representación del hipnotista. Todo lo
que los espectadores ven puede estar sucediendo solo en la cabeza de Nadia: su
regreso es virtual, no real, y da pie a la obra que se desarrolla en el comedor
de aquel piso. O ha vuelto en verdad Nadia, pero aún captada por la voluntad
del Mago, quien le hace creer cuanto parece ocurrir. Un juego de metaficción,
de metateatro pirandelliano, que cansa por lo insustancial, repetitivo de las
gracias (o desgracias) de la protagonista, y que aburre en el transcurso de
ochenta y cinco minutos. Idea más fecunda para microteatro que para una pieza
extensa, que a su mitad somete al espectador a un examen de desciframiento de
claves simbólicas, filosóficas y sicosomáticas. El conflicto se extiende como
una goma elástica, hasta perder intensidad y diluirse. El argumento pierde
interés rápidamente y el público, si aprecia algo, un matiz, es solo el buen
trabajo de los actores, embarcados en un complejo proyecto interpretativo, porque
la obra es pero no es comedia, no es pero sí es drama, al mismo tiempo de resultar
un híbrido difícil de volver creíble y de digerir.
Menos espesa que la insufrible El cartógrafo, menos interesante que El arte de la entrevista, pero a mucha
distancia de las mejores obras del autor: La
lengua en pedazos, El chico de la
última fila, Himmelweg, Reikiavik.
La dirección de El Mago es del propio Mayorga.
© Antonio Ángel Usábel, diciembre
de 2018.
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