“Con la edad, los ojos ven más lejos, no en la distancia, pero sí en el tiempo.” (aausábel, 2017)

“Con la edad, los ojos ven más lejos, no en la distancia, pero sí en el tiempo.” (aausábel, 2017)

En este país...

En este país...

martes, 29 de diciembre de 2020

Hablar lindo.

El escritor Arturo Pérez-Reverte acaba de rendir un merecido homenaje al habla linda y dulce de los hispanoamericanos en su artículo “Sois la hostia, la hostia” (XL Semanal, 27-12-2020). Compara el descuido, y casi desprecio, hacia la lengua que a menudo demostramos los españoles, en situaciones familiares o coloquiales, con el inmenso amor y cuidado en la expresión de la mayoría de los latinos, sobre todo si proceden de un ambiente humilde. Ellos consideran que cuidar su forma de hablar es tener y demostrar consideración a la persona a quien uno se dirige. Es buscar el respeto del receptor siendo considerado con él por medio de la formulación del mensaje. 

De sobra es conocido que el tuteo no se utiliza en Hispanoamérica, prefiriéndose el “usted” o el “ustedes” incluso cuando se tiene confianza con el interlocutor. El habla hispana resulta más cantarina y dulce, por lo general, y así acomodan los adjetivos como si fueran adverbios, resaltando con ello el cromatismo de la acción. “Canta guapo”, dicen, y no “canta bien”. Igualmente, les ponen diminutivos afectivos y cariñosos a los adverbios, demostrando con ello delicadeza y finura. Cuando leí la famosa novela histórica Las lanzas coloradas (1931), debida al novelista venezolano Arturo Uslar-Pietri, se me quedó muy grabada en la memoria una grácil escena entre el negro revolucionario Presentación Campos y una soldadera que se dedica a cuidar heridos, a la que llaman La Carvajala. Es una mujer del pueblo, una campesina recia y sin cultura, pero de exquisito trato, tal y como se evidencia en su discurso, marcado por una gracia cortés:

“—Yo nací en el Llano. Mucha sabana…, sabana…, sabaaaana…; toditico plano…, planiiito…¡Da gusto! Pero una es muy sinvergüenza. Ya desde muchacha me empezaron a picar las patas. No me hallaba. ¡Y no sé cuándo, pero cogí ese camino y me despegué! Y ándate que te andas, me caminé una porción de pueblos…”

Posiblemente, una española de la misma época (primer tercio del siglo XIX), agreste y sin cultura, hubiera estado mucho más cerca de los giros vulgares de Mauricia la Dura, el personaje galdosiano, y hubiera soltado lo siguiente, para comunicar lo mismo:

“—A una la parieron en el Llano. Un páramo donde no crecía ná. Yo era el culo de mal asiento, así que harta con aquello, me tiré a los caminos, y perdí de vista varios pueblos, hasta llegar acá.”

Se dice lo mismo, y de forma más directa, pero menos delicadamente.

El hispanoamericano está más atento a las posibilidades expresivas que ofrece el idioma español, y aunque a veces no sea capaz de reflexionar gramaticalmente sobre su lengua materna --si su nivel de instrucción es bajo--, sí que atiende a un vocabulario más rico y a unas construcciones sintácticas más esmeradas que mucha gente instruida de España. Le sale de manera natural, espontánea, quizá porque en la familia el tratamiento de respeto de los hijos a los padres, y de estos a los abuelos, funciona mejor. Es mucho más tradicional. Y eso incluye cuidar el habla.

Quizá sea Hispanoamérica la que salve al español de sus defectos, descuidos y miserias. Ella engrandeció la lengua española, y ella es el principal y gran estandarte de nuestro idioma común.

© Antonio Ángel Usábel, diciembre de 2020.


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El escritor Fernando Sánchez Dragó cuenta la anécdota de que, alojado en un hotel de la capital azteca, le deslizaron bajo la puerta el periódico del día. Lo desplegó y se encontró con el siguiente titular: “Hombreriega asesina a su amante”. Tal calificativo, no reconocido por la RAE, era un neologismo calcado de “mujeriego”. Se supone que se refería a una mujer que andaba con hombres diversos. Los hispanoamericanos son más proclives a crear neologismos por calco sobre palabras ya existentes; por ejemplo, la voz verbal “sesionar”, ˋcelebrar una sesión´.

sábado, 31 de octubre de 2020

Como mi sombra (relato original)

 Intenté alcanzar al viejo, pero no me era posible. Por rápido que andaba yo, él daba tres pasos más. Parecía increíble, pues apenas transmitía sensación de movimiento, cargado con su bolsa de la compra por la que asomaba el perejil y las hojas de puerro.

Un viejo con lentes doradas, legañoso y algo encorvado, abrigado con gabardina marrón vencedora en el tiempo como la batalla de Lepanto, ya de por sí gloria perecedera en los libros escolares de Historia.

Al viejo le había caído de la bolsa una carta, que yo había recogido del suelo en la avenida de plátanos junto a mi casa. Sin duda la llevaría para echarla en el buzón, pues el sello no se mostraba matado. Sin embargo, lo más sorprendente es que el viejo acababa de dejar atrás el más cercano, y no había hecho un alto para depositar por la boca el sobre.

Sin duda, en ese momento, el viejo no recordaba que llevaba la carta. Sin duda, la habría escrito y dejado en su vivienda. Sin duda, en algún rato la tomaría ya cerrada y con el porte pegado, lista para enviar.

En algún momento, recordaría tal vez que era una tarea por realizar, que un destinatario estaría esperando, quizá un familiar que vivía lejos, o un coronel desesperado y hastiado por la inacción de su situación de reserva, que soñaba con recibir la salutación de un optimista.

Alguien se quedaría sin el mensaje, si el viejo no recordaba que debía enviar la carta.

Era por eso mi prisa por alcanzarlo, y devolverle el sobre, limpio e inmaculado, pese al polvo y trasiego de la acera.

Pero, por más que avanzaba yo, a la misma distancia se mantenía aquel espejismo del viejo, caminando con lentitud, calmosamente, echado para adelante, la bolsa del supermercado asida en la diestra.

¿Para qué correr a sus años? Cuando uno es viejo, se puede tomar la vida como si todos los días fueran festivos. No es preciso, ni conveniente, caminar ligero hacia la muerte.

El viejo quizá viviera solo, y nadie lo recibiera en casa. Quizá aún se arreglara lo justo sin ayuda como para tener una apariencia digna de hombre mayor y un hogar decoroso.

Pero el viejo había olvidado la carta. Había rebasado el buzón sin reparar en que debía un envío.

Yo le seguía de cerca, como a cincuenta metros o así, que no cesaban de ser esos mismos cincuenta cochinos metros de cinco minutos antes, cuando recogí el sobre.

Pude ver que enfilaba una calle que yo de sobra conocía, pues había vivido en ella no menos de veinticinco años, desde mis tiempos de juventud, y que él descendía por la rampa del garaje. Mi misma rampa, por donde yo metía el coche.

El viejo se detuvo, abrió la cancela peatonal cerrada con llave y pasó dentro. Con todo, yo no pude alcanzarlo y, cuando me paré ante la puerta, él ya se había perdido entre las sombras. Di dos voces para captar su atención. Y nada. No volvió tras de sí.

Me quedé allí parado. En ese momento, no llevaba conmigo la llave del garaje y era imposible acercarme más.

La carta estaba en mi mano.

Se me ocurrió la idea de echarla yo mismo.

Pero quizá fuera demasiada osadía.

Si supiera en qué portal vivía el viejo, por lo menos podría dejar la carta al conserje.

Mas no sabía dónde.

Entonces subí la rampa y a la luz clarividente y diáfana del mediodía, me dio por inspeccionar el blanco envoltorio. Primero noté que no llevaba remite. Luego leí las señas del destinatario, y me quedé asombrado.

Era un sobre dirigido a mí.

Yo era el receptor de la misiva del viejo, de un viejo al que no conocía, pese a que me era familiar: en sus andares, en su figura encorvada, en sus lentes del país de Cíbola.

Era mi nombre y mi dirección exacta y completa. Era yo de quien ese anciano se había acordado.

Crucé al parque de enfrente, me senté en un banco sombreado, y abrí sin titubear el envoltorio.

Había dentro una tarjeta postal. El dibujo representaba un bosque de cuento infantil, y en primer plano una liebre corriendo veloz tras una tortuga lenta, perezosa y eternamente inalcanzable.

Pasé al texto. Una sola línea, garabateada en trazo azul disforme.

Una sola oración:

«No volveré a ser joven»

En eso pasó junto a mí una mamá con un niño pequeño de la mano.

El niño, mientras caminaba junto a su madre, miraba la bolsa de la compra que yo tenía al lado, con unas hojas de puerro y unos perejiles asomando.

Indudablemente, el hombre legañoso había olvidado echar la carta.

Indudablemente, la había abierto un desconocido.

© Antonio Ángel Usábel, 09 de octubre de 2020.

Lectura del relato por el autor. 

sábado, 22 de agosto de 2020

La última rosa.

“En mi tierra desierta eres la última rosa”

(Pablo Neruda)

Miró por la ventana. La alameda se parecía a un andén, justo como aquel donde una tarde ella despidió a su novio. Había mujeres paseando con cochecitos de niño; entonces, junto a las vías, viajeros tirando de sus equipajes y buscando ansiosamente su vagón. Armando iba como un cordero, triste, apagado, lloroso. Ella tampoco podía retener la emoción y hacía rato que goterones de lágrimas rodaban por sus mejillas y sus surcos se adherían a ellas como pegamento. Era imposible no separarse, y esta vez para siempre. Ella lo había decidido; era la mejor alternativa, aunque doliera profundamente a los dos. En los días previos, durante largas caminatas por el paseo marítimo, o al abrigo del rincón de una cafetería, se lo había intentado hacer comprender a Armando. No podían seguir unidos. Vivían en ciudades diferentes, distantes y opuestas. Ella debió regresar de su larga estancia en Dublín, donde era profesora de Literatura española y donde Armando la visitaba en vacaciones. Debió regresar, porque su familia era lo más importante. Se la necesitaba aquí.

Nina –tal era su nombre—evocó sobre el cristal de la ventana la cara ensombrecida de Armando, su boca contraída por el dolor y sus ojos pardos acuosos, mirando en la distancia, como a ninguna parte. En la estancia el compás perpetuo de un reloj de pared. Nina se volvió. Sentados en un tresillo, una pareja de ancianos miraba bobaliconamente un documental de Naturaleza. El enorme televisor sin sonido.

--Niña, tengo frío—dijo el viejo.

Nina fue a buscar una escocesa y arropó al anciano.

La anciana se pasaba la lengua por el labio superior, relamiendo los restos de miel de una tostada.

--Niña, tengo frío—repitió el viejo.

--No, ya no puedes tener frío. Ya estás tapado, tío.

--Niña, ¿qué día es hoy?

--Viernes.

--¿Es la hora de dormir?—prosiguió el viejo.

--Todavía falta un rato.

--¿Eh?

--Que aún no, tío. Todavía falta un rato para ir a la cama.

El anciano se quedó interrogando a Nina con la mirada, como si tuviera que descifrar cuánto podría ser un rato.

--Yo le aviso, tío, cuando haya que ir a dormir.

--¿Me avisas? ¿Cuándo me avisas? Di.

--Luego le aviso, tío. Vea la televisión. No se preocupe.

El anciano pareció volver a querer distraerse con el aparato.

Nina se sentó en una butaca de felpa, junto al tresillo.

Así era ahora la vida de Nina: mañanas, tardes y noches igual. Atendiendo a aquella pareja de seres indefensos con la memoria congelada por una glaciación salvaje. Suerte que, a sus cincuenta años, había podido ahorrar dinero suficiente de sus clases en la universidad, de las publicaciones y de las tesis doctorales que había dirigido. Su madre, recientemente fallecida, le había dejado en herencia dos pisos, uno bastante grande, que llegado el caso podría vender. Ella se arreglaría con el apartamento.

Sus tíos tenían algún dinero en el banco, y su casa en propiedad. Pero Nina no pensaba llevarlos a ninguna residencia por el momento. No, hasta que la situación se volviera demasiado complicada como para continuarla por sus propios medios. Después, tiraría del dinero de sus tíos, y vendería su casa, para pagar los enormes gastos de un asilo.

Ella se estaría junto a ellos, no haciendo banda aparte, muerta para el mundo como una monja de clausura casi. Solo pedía a Dios fuerzas para resistir, para sobrellevarlo sin volverse chalada. No contaba con especiales dotes de enfermera, pero había leído dos manuales sobre cuidado a ancianos con demencia senil, y esperaba hacerlo bien. La muchacha a la que pagaba para limpiar la casa le venía tres veces a la semana y alguna ayuda le echaba. Además, así tenía a alguien con quien conversar, aparte de las mudas paredes. Con decisión y fortaleza de ánimo, saldría adelante.

¿Cuánto podría durar aquello? No podía precisarse, tratándose de dos personas. Quizá cinco años, quizá ocho, quizá diez. Lo que Dios la deparara. Pensar en Dios como aliado daba entereza a Nina. No estaba sola. Había alguien que la quería, aparte de sus tíos y del pobre Armando. Pediría mucho en sus oraciones vespertinas también por Armando, para que la olvidara pronto y encontrara una buena novia en su ciudad. ¡Cuánto sentía haberlo sacrificado! Pero no había otra forma. El mal los había sorprendido demasiado pronto y avanzaba a su aire. No podía continuar con Armando. No hubieran podido verse, tratarse, amarse. Ella debía cuidar a sus tíos. El piso de Armando era pequeño, y no habría espacio suficiente para dos ancianos con la cabeza perdida. Armando tenía su trabajo en su ciudad, y, aunque hubiera logrado conseguir más cerca otro empleo, allí mismo o a ochenta kilómetros, ella no iba a tener vida normal. Era mucho pedir a un hombre, por mucho que la amara.

Al fin Armando había comprendido, pero sin estar concienciado. A la fuerza ahorcan. ¿No sufrir? Imposible: a ambos les tocaba sufrir. Armando había dejado atrás un divorcio, tenía dos hijos estudiando en la facultad, y su vida social parecía no llevar una dirección determinada. Pocos amigos, mucho mundo interior, hábitos espiritualmente sedentarios. Nina era parecida a él, pero con mayor empuje y determinación de carácter. Lo sentía por Armando; tal y como era, no le resultaría fácil empatizar de nuevo con alguien. Pero siempre cabría una posibilidad… o un par de ellas. En cuanto a sí misma, en Dublín había disfrutado de amigos, buenos y entregados amigos, pero nunca de una relación estable. Atraía a los hombres en principio, pero luego se iban desinflando hasta perder por ella su grado de compromiso inicial. Y a Nina le solía suceder otro tanto: siempre volvía a añorar la alianza con una solitud asumida e independiente. Con Armando no había podido llegar a comprobar la consistencia del edificio, pese a que realmente le quisiera hasta pisar los umbrales de una peligrosa adoración. 

El compás del reloj marcaba las horas. Era el timbre rítmico de aquel salón. Voz demasiado acompasada, pero preferible a un volumen desproporcionado del televisor, como les gustaba escucharlo a sus tíos. 

--¿No se oye la tele?

--No, tía. Se ha estropeado. Mañana la arreglan.

--¡Ah!

En su pecho, un pálpito de nostalgia, como una ráfaga de recuerdo ametrallado. Sería el ramito de violetas que le regalaría este atardecer:

Recreaba a Armando, en el descansillo, despidiéndose de aquella veterana pareja hace dos veranos.

Su tío, aún con curiosidad consciente, no atisbaba la respuesta a un interrogante:

--Oye, pero ¿a ti qué te gusta de Nina?

--Todo.

© Antonio Ángel Usábel, agosto de 2020.

jueves, 20 de agosto de 2020

De repente me encuentro...

De repente me encuentro en la calle Princesa de Madrid, a la altura de Ventura Rodríguez. Acabo de dejar atrás las Concepcionistas y, enfrente, el Palacio de Liria. En realidad estoy a cuatrocientos kilómetros de distancia, en Santander. Pero ahora prefiero avanzar por esa calle madrileña, que tanto he transitado, mientras me pregunto a dónde voy, hacia dónde camina mi vida. Si llegaré a Plaza de España y acometeré Gran Vía, o si daré la vuelta, a la Plaza de los Cubos. Cuántos recuerdos de intimidad velada esconde para mí ese rincón. Y los cines Princesa, Renoir y Golem, cuántas gratas horas en versión original, solo o en compañía de otros.

Estaba aún en la calle Princesa. Por allí tenía su casa y su salón literario la Condesa de Pardo Bazán, de feliz estatua en la acera contraria. Por allí había un sitio de multicopias donde tiré ejemplares de mis trabajos universitarios. Cerca también la calle del Limón, donde vivía un buen profesor mío de Arte e Historia universal. 

Cruzando Tutor, más abajo, en Ferraz casi, el impresionante Museo Cerralbo, en el que el tiempo se detiene en el siglo de las guerras carlistas. 

Cuando uno transita por esas calles, en verdad no sabe hacia dónde se dirige ni por qué. Puede subir o bajar, pero siempre le parece permanecer en el mismo estado de espera y en el mismo sitio. Tal vez cerca o tal vez lejos de casa. Tal vez aún con veintitrés años o tal vez con cincuenta y tres. Puede que tranquilo paseante, o impaciente y apresurado por llegar a una cita. Con sus parientes vivos o ya no. Con las esperanzas e ilusiones por hacer, o con ellas olvidadas. Con una bolsa de El Corte Inglés y un regalo dentro, o sin nada en la mano. 

Si deseo capturar múltiples retazos de mí mismo, o la intemporalidad de mi persona, no he de separarme de la calle Princesa. No es mi rincón favorito de Madrid, pero sí uno de los que mejor me representa y contiene. Me da la sensación de que ahí empieza y acaba todo. De que alimenta mi soledad siempre reinstaurada. Donde me siento escupido al mundo, y sin un por qué ni un para qué o un hasta qué tramo del paseo.

Definitivamente, nunca encontraré a los demás allí, conmigo. Solo mi eterno ser ausente. La presencia fantasmal de un hombre que nunca sigue una dirección definitiva ni alcanza una meta determinada. 

Siempre, de repente, sigo a alguien; me doy cuenta: soy yo. Me encuentro en Princesa.

© Antonio Ángel Usábel, agosto de 2020.

domingo, 9 de agosto de 2020

Reflexiones en el filo del amor.

 Escribo este texto como terapia

Hablaré primero del PROBLEMA, para abordar seguidamente el REMEDIO.

1-EL PROBLEMA:

Una persona amada me acaba de dejar. Ella, de mi edad, vivía muy lejos, a 9.357 km de distancia. Llevábamos un año. Habíamos intimado pocas veces. Hablábamos todos los días, dos y tres horas. Llegaba por fin el momento de una unión prolongada. Inesperada e inexplicablemente, justo al encontrarnos, y mediante una carta, ella decidió terminar con la relación.

No lo hizo delicadamente, sino dándome a entender primero su determinación de seguir, para a poco retractarse. Esto estuvo muy feo, puesto que no hay ninguna necesidad de hacer daño, de manera voluntaria y consciente, a quien, de por sí, se va a llevar una desilusión muy grande, profunda e intensa.

Mi primera reacción fue la de juzgarla. Es natural reaccionar contra quien te agrede. Piensas, “¡es indigna! ¡una pájara!” “Ha jugado conmigo. No está bien. Yo no le he hecho nada a ella, salvo amarla con toda mi alma”, y cosas por el estilo. Ella misma puede suscitar estas valoraciones negativas, para que le resulte más fácil que el otro admita que no era la persona que más le convenía, y que se convenza de que la ruptura era inevitable. Con términos dulces se atrae, con malas artes se repele.

Pero luego meditas, y ves que ella pudo no estar a tu misma altura emocional. Que su acción de romper, aun cuando adrede, acaso no buscaba la burla o el mal (el limpio de corazón siempre piensa de ese modo tan benigno). Simplemente, es una persona inestable psíquicamente, por algún trauma emocional no superado ni gestionado como debiera, al no acudir a una ayuda terapéutica profesional. Prefiere apuntarse a los programas de Sadhguru y líderes espirituales por el estilo, que pueden estar muy bien, pero no deben ser la única ayuda para problemas profundos. Uno no debe entrar en una relación sentimental nueva sin haber limpiado y superado los traumas emocionales del pasado. Porque, si lo hace, contaminará su presente –y el de su pretendida pareja—con su pasado. Me ha sucedido a mí, en momentos en que no había gestionado bien mi dolor por un duelo, con lo que llegaba a otra relación tirando de esas cadenas sujetas a una pared de recuerdos y emociones aún muy vivos. El duelo no superado nos lleva a confundir el amor con el apego por la persona que nos dejó. El apego es una fijación obsesiva en la persona que uno ama, creyendo falsamente que es correspondido, cuando en realidad tu “das” inconscientemente pero no recibes. Esa relación terminó, y así has de comprenderlo para poder iniciar, sin ningún apego, otra presente, distinta y real, en la que sí puedes dar y recibir amor. 

Ella se fijó en mí por unas determinadas cualidades que notó y con las que ella sintonizaba. Pero, además, por la dificultad de la enorme distancia que nos separaba. Esto, que actúa de obstáculo en el plano consciente, supone a la vez un “parapeto” a nivel subconsciente, puesto que determina que la relación haya de desarrollarse sin contacto físico permanente, sino por medio de videollamadas. En el fondo, ella no quería perder su independencia. No deseaba sentirse “atada”, sobre todo después de varios fracasos sentimentales que la habían marcado. Tiene miedo a que se repita lo mismo, y así escribe: “Ya he tenido experiencia en esta situación anteriormente y puedo predecir un resultado poco satisfactorio en convivencia.” Ella está prejuzgando y su decisión supone una huida, con lo que comparándome con otras parejas precedentes, se niega a sí misma la posibilidad de conocerme realmente y de disfrutar conmigo. Yo no soy igual a otros hombres que ella haya conocido y con los que haya convivido. Pero no lo va a saber puesto que rechaza convivir conmigo. Es como el “optimista” que va a pescar peces y antes de salir de casa le pregunta a su mujer: ¿Qué vamos a tener de cena? (Coño, pues los peces ricos y sabrosos que tú traigas). 

Es, pues, ella una persona que HUYE DEL COMPROMISO. Hace poco me comentaba que, tres años atrás, estuvo a punto de comprarse una caravana para recorrer todo un país en solitario. Este detalle corrobora su deseo de permanecer sola, libre e independiente.

Como todo ser humano, empero, ella también prefiere ser amada. Y quizá piense que buscando una persona de similares inquietudes lo encontrará más fácil a nivel de pareja. Y quizá ya ha contado con algún compañero así. Y probablemente la experiencia tampoco haya sido muy satisfactoria. Pero es mejor engañarse y vivir una “liberación compartida”. El caso es que la necesidad de amar y de ser amada la condujo hasta mí. Ella ya sabía cómo era yo; mis gustos y aficiones. Entonces me dijo que, en otro tiempo, ella era una persona muy dinámica y alborotada, que salía a divertirse y trasnochaba, pero que ahora ya había cambiado su vida y se había vuelto mucho más tranquila y sedentaria, hasta el punto de casi no ver ni tratar a las amistades, salvo muy de cuando en cuando. Con este cambio quiso asimilar su actual forma de vida a la mía. Pero, ¿era real? ¿De veras se dio en ella esta modificación de hábitos? ¿Era otra manera de engañarse, para estar “más cerca de mí”? Es probable, por lo que hoy escribe, intentando, esta vez, marcar las diferencias. La cuestión era conservar a la persona que le atraía, es decir, yo. Contigo, sí, pero “contigo en la distancia”.

Otra de las razones que alega para confirmar la ruptura es que ya no siente por mí la atracción física, o la química, de hace algún tiempo. ¿Y es que de esto no se dio cuenta, acaso, diez días antes, quince, un mes, o varios más, considerando que me veía y hablaba conmigo todos los días por videoconferencia? ¿Tanto he cambiado de aspecto en tan poco margen? 

Al haberse tratado de una ruptura abrupta, sin aviso previo, a mí me ha sobrevenido el duelo de golpe, sin asomo de sospecha. Es evidente que ella ya lo tenía gestado en la cabeza, y que había iniciado inconscientemente el duelo tiempo atrás. Pudo no reconocerlo, y por eso no avisarme de sus próximas intenciones. Y cuando se le volvió consciente, ante la proximidad del reencuentro, no encontró otra forma sino la dura, despiadada y torpe de terminar conmigo mediante subterfugios y mentiras odiosas. (Lo de “terminar conmigo” se puede también tomar en sentido literal, porque estoy hecho polvo). 

Ella ha obrado equivocadamente; sabe que sufro; pero no le he oído decir “perdón”. 

2-EL REMEDIO:

Aprovechando el ambiente distendido de las vacaciones de verano, he emprendido la lectura de varias guías sobre rupturas sentimentales. De lo que voy leyendo, anoto lo más representativo o que me llama la atención, a lo que sumo mis reflexiones personales:

En carne viva, una pérdida amorosa nos duele, como una muerte incluso. Es lo que se denomina «duelo». Nos dura mientras nuestro cerebro no se haya acomodado a vivir sin esa persona. Lo fundamental es partir del hecho de que todo duelo es superable. La cuestión es gestionarlo bien, sobre todo la faceta del dolor. El dolor por la separación provoca emociones de tristeza, melancolía, vacío, nostalgia, y a veces ira, rabia, impotencia o incluso inutilidad o fracaso. La autoestima sufre un varapalo y necesita reponerse. Uno ha de volver a confiar en sí mismo y mentalizarse que vive un proceso del cual se sale, se ve el final del túnel, y que puede llevarlo a descubrir nuevos valores, facetas y, por supuesto, otras personas con quizá mejores oportunidades amatorias. No todo está perdido; tal vez, una batalla, pero no la guerra. Y el futuro puede traer experiencias más positivas, completas y placenteras. Uno ha de quererse, en principio, a uno mismo, y luego a los demás. Confiar en que uno VALE es esencial. “Tú vales mucho”. Vales más que la persona que te ha dejado, que no te merecía (esto me lo ha llegado a decir alguna ex mía: “No te merezco. Tú vales más que yo, y no quiero herirte”) En la medida en que el ánimo esté alto, sea positivo, mejor lo estimarán y verán a uno los otros. Incluidos los miembros del sexo complementario.

Acordarse de duelos anteriores es un testimonio de que el actual también puede superarse, aunque nos golpee y lacere con ahínco. Tuvimos iguales (o parecidas) sensaciones y recurrimos a estrategias (mejores y peores) para superar el duelo.

Olvidar no se debe, solo gestionar adecuadamente los recuerdos, evitando que nos atenacen. Con el tiempo, y una oportuna maduración de los recuerdos y de los estados de ánimo –para lo que hay que poner una voluntad y dedicación diarias--, se sale del duelo y se empieza a contemplar la ruptura no como piel en carne viva, sino como una anécdota en nuestra vida. Como un suceso anecdótico al cual podamos referirnos ya sin dolor. Esto nos dará la señal de que estamos en condiciones de plantearnos una nueva relación, si así lo deseamos, voluntariamente, sin presiones. La soledad asumida ni es una lacra, ni un signo de fracaso social, ni nada de lo que avergonzarse. Es una opción más, y legítima. Como señala Ronna Browning (Cómo superar una ruptura amorosa), aprender a estar solo “te permite elegir a quién tener en tu vida” y escoger a esa persona “desde una posición de fuerza”. Si se aprende a vivir solo felizmente, no se requerirá que nadie llene un vacío y así se transmitirá una mejor sintonía. 

¿Qué nos puede ayudar a no pensar todo el día en nuestra ex? Evidentemente, cultivar las aficiones que nos gustan, hablar de nuestro problema con amigos y familiares (en estas situaciones, el apoyo familiar es muy importante), y sobre todo no dejar nunca que el dolor nos venza ni nos exaspere. Que no pueda doblegarnos. También es valioso fijarse propósitos y objetivos en la vida, a medio y largo plazo. Qué nos conviene modificar, en qué podemos mejorar (empatía, solidaridad, sociabilidad, resiliencia, amistad), cómo podemos vencer la renuencia, etc. Llevar un diario de sensaciones y de propósitos puede servir para ordenar las ideas y no olvidarlas. 

Cuando se plantee el caso de una nueva relación, la misma debe encajar en nuestra rutina. Ambas partes deberán ceder, pero jamás hasta el punto de perder cada una su idiosincrasia, individualidad e independencia. No se puede exigir al compañero que viva en todo como yo. Y viceversa. “El amor verdadero no exige, ya sea activa o pasivamente, que renuncies a tus amigos, pasatiempos o intereses. De hecho, fomenta la independencia y el cumplimiento de tus responsabilidades y rutinas. Cuando eres una persona sana y funcional y tienes un compañero en la misma armonía emocional, esa persona confía en ti y te apoya.”(R. Browning)

No se debe idealizar a la persona amada hasta pensar que va a tener nuestra misma concepción de la vida, nuestros principios mismos o iguales reacciones a las nuestras. Intentar ver en el otro un espejo de nosotros mismos es quedarse con todas las cartas para una mala jugada, esto es, para un DESENGAÑO rotundo.

Cada cual tiene su código de conducta, que puede serle válido, si le funciona. Puede ser muy diferente al nuestro, y al de muchas otras personas, pero es el que conforma su modo de actuar, que nos puede agradar más, menos, o nada. Lo importante es «verlo venir», para no tener que quedarnos solo luego prendados en los reproches: en el «debería haber hecho» (él o ella) esto y no aquello. Nos estamos poniendo en su lugar, procurando actuar con nuestro código, en vez de con el suyo, que es el que ha quebrantado nuestras expectativas. Pero esto no funciona así, de manera tan sencilla.

Porque hay códigos de actuación distintos, debemos abordar nuestra relación, sobre todo si esta se encuentra al comienzo, con prudencia, y no esperar nunca demasiado de la otra persona.

La proximidad, la cercanía física, junto con la sinceridad y la transparencia, son condiciones esenciales para caminar seguros por una relación. Y aun con ello presente, se debe tener en cuenta que todo puede acabar por decisión de cualquiera de las partes.

No merece la pena sufrir por quien realmente no se inquieta, preocupa, o está pendiente de nosotros. Pensar constantemente en esa persona que nos ignora, y a quien en verdad poco importamos, es consumir energías emocionales inútilmente. Más nos vale rehacernos, en la medida de lo posible, cuanto antes, e intentar pensar que encontraremos nuevas oportunidades en el amor, y probablemente mejores.

Una reacción obsesiva a un desengaño solo nos daña y nos perjudica a nosotros mismos, no a quien nos lo provoca.

«Hay muchos peces en el mar» (Pero a su debido tiempo)

No hay que perder la esperanza de encontrar el amor. A veces, viene sin buscarlo, y cuando menos pensamos en ello. Son ciclos de nuestra vida, que se dan favorable o desfavorablemente, y que no cabe controlar de forma metódica o mecánica. Son como las olas del mar batiendo la costa, van y vienen, pero nadie las dirige.

Tras una ruptura, sobre todo si esta ha sido dolorosa, se deben romper todos los lazos de unión con la expareja, eliminando de nuestro entorno aquello que nos la recuerde: fotografías, escritos, y contacto en el móvil. Cuanto menos la tengamos delante, mejor. Siguiendo el dicho inglés, «Out of sight, out of mind». Hay que considerar que esa relación está definitivamente rota y que no va a volver. No hay marcha atrás. Luego es preferible no tener recuerdos a nuestro alcance. Debemos ayudar a nuestro cerebro a hacerse una nueva composición de lugar. No mantener lazos de unión es fundamental. Por supuesto, hay que evitar a toda costa «saber», tener noticias de esa persona. Nada que nos la avive en la mente y en el corazón ha de ser admitido.

El amor tiene su punto de egoísmo: nos hace sentirnos bien, que es lo que queremos. Mientras somos amados, la pareja lo es todo: es maravillosa, es un encanto, es un cielo.

Sin embargo, cuando el amor se tuerce, y se transforma en desamor y en un desengaño, la pareja es odiosa, es pérfida, es malvada. «Saber que un cielo en un infierno cabe.»

Las dos caras de una moneda, que no nos parece la misma.

Necesitamos el amor para sentirnos bien. En su ausencia, hay como un desierto dentro de nosotros. Hay quien lo llama infierno. La mente y el corazón precisan sentir amor, tanto el que se da como el que se recibe. Los dos nos alimentan y nos vivifican por dentro. Darse un chute de amor de vez en cuando (si no puede ser siempre) nos anima, nos da ilusiones, nos genera placidez y autoconfianza. Somos seres sociales, sí, porque además de la civilización existe el amor, que principia en nuestra familia, en el seno del hogar, y continúa en nuestro trato con las personas, de las cuales buscamos recibir consideración, y si cabe, cariño o amor.

El cariño es un aprecio muy grande, una sensación que supera con creces a la amistad y que es limítrofe con el amor. Pero no llega a comportar una voluntad tan grande y seria de compromiso como aquel. Con el amor nos fundimos con el otro, nos debemos a él. Con el cariño hay cierta separación, una raya que no se traspasa. El cariño es una amistad muy sincera y profunda.

Existe un riesgo muy potente cuando en las relaciones sentimentales alguien confunde el cariño con el amor. Hay personas que creen, durante un tiempo, estar enamoradas, pero no reparan en que, en realidad, es cariño lo que sienten, y no amor. Si se dan cuenta en seguida, su relación no suele llegar a dañar a la pareja severamente. Se confiesa pronto, y el otro lo asume aunque en principio le duela. Lo peor viene cuando esa confusión se aclara tarde, muy avanzada la relación, porque para el otro resulta entonces fatal, como un rayo que le cayera encima y lo partiera. Si la persona «desenamorada» es inmadura emocionalmente, o tiene algún desequilibrio psicológico o vive aún un viejo trauma emocional, suele darse este segundo caso: el reconocimiento tardío del cariño, que no amor de verdad. Entonces llega aquella disculpa de «Es que me he dado cuenta de que te tengo cariño, pero no amor. Que no siento lo que debería sentir por ti.» Esta declaración de intenciones, dicha a destiempo, tardíamente, causa en el enamorado que la recibe una decepción muy grande, un desengaño amoroso profundo, y doloroso. Consecuentemente, un duelo mayor, donde va a haber una inestabilidad general: frustración, decepción, nerviosismo, ansiedad, irritabilidad, sensación de fracaso, de pérdida de confianza en sí mismo y en los otros, etc. Un torbellino de malas inquietudes que se prolonga durante un tiempo considerable, según la fortaleza de ánimo y la capacidad de recuperación de cada uno.

Es verdad que el «ofensor» que tenía cariño, pero no amor, puede sufrir también, pues ve el daño causado en el otro. Pero se repone antes, porque inconscientemente estaba sobre aviso, y no va a salir lacerado en su fuero interno como sí el «ofendido». No llega a constituir para él un trauma; si acaso, algo de reproche y de pesadumbre.

En los desengaños fuertes es imposible que la relación se troque en amistad o en simpatía, aunque sea livianas. El mal obrado es mucho, y la recuperación dificultosa. En los desengaños menores, donde la sinceridad ha marcado el patrón, procurando en lo posible no lastimar demasiado al otro, es factible que quede un poso de cariño mutuo, o incluso de una amistad discreta.

Es muy importante ser siempre sinceros con el otro e identificar a tiempo lo que se siente (o lo que se puede llegar a sentir), si cariño o amor. Si el primero, advertirlo. Si el segundo, decirlo también, y continuarlo hasta que Dios quiera.

La sinceridad es siempre digna de agradecer. Es reconfortante y mima a los demás. La sinceridad es también un trazo hecho con amor.

© Antonio Ángel Usábel, agosto de 2020.

sábado, 11 de abril de 2020

Hermano sol.


El sol, astro rey, ha sido reverenciado por todas las grandes civilizaciones y por todas las culturas en general.
En el Antiguo Egipto, el sol era Ra, el disco solar. Cuando el sol se ocultaba por el horizonte, al faraón difunto le correspondía atravesar el río de la noche, la corriente de las tinieblas repleta de peligros, de monstruos horribles de los que el faraón debía salir triunfante para llevar de nuevo el día a su tierra amada. El renacer del sol era la victoria del faraón difunto sobre el reino de la muerte. Significaba que la vida podía seguir para todos.

Durante la décimo octava dinastía, el rey Amenofis IV, convertido en Akenatón, eligió el disco solar como único dios verdadero. Los rayos del sol inundan los valles y las calles, los patios y las casas, los oasis y los desiertos. Es un dios democrático, que se da y distribuye uniformemente, por igual y por doquier. Esto molestó mucho a los sacerdotes de las diferentes deidades, pues les quitaba su razón de ser, su modo de vida. Ahora “dios” no existía en el oscuro y vetado interior de un santuario, sino que estaba en la calle y cuidaba, iluminaba y acariciaba a los egipcios. A todos: sacerdotes, médicos, escribas, generales, artesanos, pobres y ricos. La revolución de Amarna (capital Aketatón, “El horizonte de Atón”, a unos trescientos kilómetros al norte de Tebas), fue el segundo movimiento monoteísta de la Historia, después del sugerido por el caldeo Abraham (‘padre de muchos pueblos’, del hebreo y del semita, entre ellos). Por cierto, que Sara, la esposa de Abraham, era mujer codiciada por muchos reyes; entre ellos, el faraón de Egipto, quien la tuvo en su compañía mientras prodigaba a Abraham (su supuesto hermano) de grandes bienes. Un caso honesto de prostitución consentida. Quién sabe si la estancia de Abraham en Egipto no conllevó una influencia religiosa, en su deriva hacia un concepto de Dios único creador. Esta noción comenzaba a estar arraigada con Amenhotep (o Amenofis) II, antecesor dinástico del revolucionario Akenatón, en torno a 1400 a. C., de cuyo reinado se conserva un himno dedicado a Amón Ra, el Dios Sol, como absoluto creador, benefactor y motor de la vida de todas las criaturas: “¡Alabado seas, Amón Ra, señor de Karnak, príncipe de Tebas! Tú eres el creador de todas las cosas, el único, que ha creado lo que existe. Que produce el forraje que alimenta los rebaños, y los árboles frutales para los hombres, que crea aquello de lo que viven los peces en la corriente, y las aves bajo el cielo, que da el aire al embrión en el huevo, que nutre las crías del gusano, que crea aquello de lo que viven los mosquitos, y las serpientes y las moscas, que crea lo que necesitan los ratones  en sus agujeros y nutre a los pájaros sobre cada árbol.”
Entre los griegos, Apolo conducía el carro del sol triunfador por el firmamento. En una fuente del palacio de Versalles, se representa a Apolo conduciendo su carro, que brota literalmente de las aguas.
Las culturas precolombinas también rindieron un culto eminente al sol. Los aztecas y los mayas celebraban rituales en lo alto de sus templos escalonados, que incluían sacrificios humanos. Se abría el pecho de la víctima con un cuchillo de obsidiana y su corazón, aún vivo, era ofrecido al astro rey. Los incas adoraban al sol, y fabricaron en oro discos votivos reproduciéndolo. El sol era el responsable de las cosechas. 
 No sabemos hoy en qué grado estos antiguos grandes pueblos concebían el sol como fundamental para los procesos biológicos que se producen en nuestro metabolismo. La luz del sol nos proporciona vitamina D y es la responsable de la melatonina, una hormona que nuestro cerebro sintetiza, y que es necesaria para guardar las horas de sueño. Si no recibimos suficiente luz natural, nuestro cerebro (la glándula pineal) es incapaz de segregar melatonina. Es decir, el sol contribuye directamente a nuestra salud, a que llevemos una vida sana.

Voy a contar un hecho que es verídico, y que protagonizó una familiar mía. Mi bisabuela materna, Dña. Matilde Cortázar Lizaur, natural de Elorrio (Vizcaya), viuda de médico de cabecera, fallecida nonagenaria en marzo de 1984, se examinó de unas oposiciones a enfermería del Ayuntamiento de Madrid. Eran los años treinta del siglo XX. Pues bien, las ganó merced a una pregunta del tribunal que resultó clave, eliminatoria: “Si usted tuviera a su cuidado un pabellón de enfermos y no dispusiera de los medicamentos necesarios y adecuados para ellos, ¿cómo podría conseguir su estabilidad o incluso mejoría?” Mi bisabuela, una mujer recia muy inteligente, contestó al tribunal: “—Los sacaría al sol. Que tomaran sol a diario.” Esta hábil y acertada respuesta le adjudicó a ella la plaza de enfermera. ¡Bien por mi bisabuela Matilde!
En estos días de prolongado aislamiento es fundamental que tomemos algo el sol. Diez o quince minutos diarios, cuando menos. Desde la ventana, desde un balcón o terraza. Desde un jardín particular, los que puedan. Los de Madrid hacemos honor al astro rey con nuestra Puerta, la del Sol, ahora vacía por efecto de las medidas de alerta por este cruel Covid-19, que está suponiendo para España un diez por ciento de defunciones. A 10 de abril de 2020, según datos oficiales de nuestro Ministerio de Sanidad, ha habido 157.022 casos de infectados, de los cuales han fallecido 15.843, y se han recobrado con bien 55.668. Los 71.511 de diferencia deben de ser los hospitalizados, o los que lo están pasando en sus casas. Según el Ministerio, la cifra de fallecimientos comienza a acercarse a ese diez por ciento que decíamos a partir de los sesenta años de edad (8,8%), elevándose al 26% sobre los setenta años y alcanzando la cumbre del 42% en los ochenta.

El sol es indispensable para la regulación de nuestro organismo: para nuestros huesos, para la función renal e intestinal, para conciliar el sueño reparador. No dejemos de tomarlo. No descuidemos gozar del sol en nuestro quehacer diario. El sol nos fortalece. Nos da salud y favorece que la mantengamos. Cara al sol, como en un pabellón de reposo. “Hermano sol”, como en la bibliografía cristiana lo bautizó el Pobre de Asís, San Francisco, desligando ya al astro de su naturaleza divina. En la versión de León Felipe:

“Loado seas por toda criatura, mi Señor,

y en especial loado por el hermano sol,

que alumbra, y abre el día, y es bello en su esplendor,

y lleva por los cielos noticia de su autor.”

© Antonio Ángel Usábel, abril de 2020.

martes, 24 de marzo de 2020

Tiempo de sanaciones.


Estamos en tiempo de Cuaresma. Según se acercaba la hora de su sacrificio, Jesús hablaba de conocerle a Él, para de este modo saber mejor del que le había enviado: Dios Padre.

A la vez, los Evangelios nos mencionan las curaciones que obró Jesús llevado de su piedad infinita. Su misericordia lo condujo a sanar, no pretendiendo levantar con ello un circo mediático (en plan “Superstar”), sino desde la humildad del anonimato y con plena consciencia de entrega, de darse a los demás por amor.
La lectura del 20 de marzo, del Evangelio de Marcos (12, 28-34), es la de la proclamación por Jesús de los dos mayores mandamientos que hay que respetar: amar a Dios Padre con toda la fuerza de nuestro corazón, y amar al prójimo como a uno mismo. Se lo dice a un escriba, quien demuestra haberle entendido bien al contestar: “Amar al prójimo como a uno mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios.” En ese momento, Jesús le responde: “No estás lejos del reino de Dios.”

El texto del 22 de marzo, de Juan 9, es de la curación de un ciego. Jesús lo ve, escupe en el barro y le unta los párpados. Seguidamente, le pide que vaya a lavarse a la piscina de Siloé, que quiere decir ‘Enviado’. Es sábado, y los fariseos interrogan al sanado porque ha recibido merced en día de descanso. “Ese hombre –exclaman—no viene de Dios, porque no guarda el sábado.” El que era ciego no acierta qué replicar; solo dice: “Es un profeta”. Cuando lo liberan, se encuentra con Jesús, lo reconoce, y se postra ante Él, en señal de agradecimiento.

El Evangelio del 23 de marzo, de Juan (4, 43-54), testimonia la curación del hijo de un funcionario real en Caná. El hombre llega en su busca, desesperado, desde Cafarnaúm, donde su hijo casi agoniza ya. Encuentra a Jesús, y le ruega por su hijo. Jesús entiende que tiene fe, y le despide asegurando que su hijo vive. El funcionario demuestra por segunda vez tener fe en el Hijo del Hombre, pues no contraría a Jesús, no le insiste, sino que se fía de su palabra y emprende el regreso a su hogar. Cuando llega, los criados, alborozados, corren a recibirlo. Su hijo está curado. Entonces él quiere saber la hora en que comenzó a mejorar: la una de la tarde del día anterior. Justo el momento en que Jesús le había asegurado que el muchacho vivía. La hora séptima, la una de la tarde, significativamente tiempo antes de la hora final del Hijo de Dios.
24 de marzo: testimonia Lucas (6, 36-38) que Jesús hizo levantarse a un paralítico que esperaba su turno junto a la piscina de Bethesda, en Jerusalén. Existía la creencia de que un ángel de Dios bajaba de vez en cuando del cielo a remover las aguas. Quienes entraran primero en ellas, podrían obtener la gracia de sanar. Por eso, el paralítico, que está solo, que no tiene a nadie que lo entre en el agua de la piscina el primero, sabe que no cuenta con posibilidades reales. Pero Jesús le dice: “Levántate, toma tu camilla, y anda.” Y el hombre obra literalmente lo dicho por Jesús. Otro milagro de curación hecho en sábado, y los judíos lo critican con vehemencia. El curado encuentra a Jesús en el templo, y este le advierte que “no peque más” y que agradezca que está sano.

Evangelio del 26 y del 27 de marzo: Jesús insiste en su procedencia. Ha venido a dar testimonio del “Verdadero”, el que lo ha enviado, y a quien solo Él conoce, pues procede de su mismo Ser. Los judíos, salvo Nicodemo entre los fariseos, se burlan y no lo creen. No lo respetan. Nada bueno, ningún profeta puede venir de Galilea, dictaminan.

Palabra del 29 de marzo, según Juan 11: la resurrección de Lázaro. La apoteosis de Cristo, el Hijo de Dios, el prometido Salvador, como lo llama Marta. Cristo Jesús alza sus ojos al cielo e implora la Gracia divina. A continuación, ordena a Lázaro que abandone su tumba. El resucitado sale por su propio pie, aun atado con vendas y su cara envuelta en un sudario. Regocijo en su casa y entre los testigos judíos del acontecimiento.
Estos días aciagos de marzo de 2020 estamos viendo enfermar a muchas personas. Algunas se recuperan; otras no, y mueren. La pandemia de coronavirus Covid-19 se está llevando a miles de personas en todo el mundo, y no sabemos cuándo y cómo terminará. Cuál será el balance de víctimas, el resultado; no solo de muertos, sino también de familiares que hayan perdido a sus seres queridos “de la noche a la mañana”, o personas que hayan quedado sin empleo, y quizá hundida o muy dañada la economía de muchos países. Acaso estos días que vivimos bajo esta grave amenaza de la Naturaleza vengan providencialmente marcados por esa esperanza de curación que dimana de los textos evangélicos: Jesús sanador, y salvador (incluso de la misma muerte, como en el caso de su amigo Lázaro de Betania).
Nuestros ángeles de hoy, los que bajan a remover nuestra agua purificadora, son los miles de médicos, enfermeras y personal sanitario que asisten a los enfermos de Covid-19. Algunos de ellos ya han dado su vida en su entrega profesional y humana a sus semejantes. Han cumplido cabalmente con ese gran precepto del que le habló Jesús al escriba: “Amar al prójimo como a uno mismo.” Y siguen comprometidos con su labor de ayuda plena, garantizada. Ahora solo falta que les lleguen medios técnicos y equipos suficientes para que su trabajo redunde en mayores posibilidades de éxito. Que los enfermos curen y puedan volver a su hogar, como le sucedió al hijo del funcionario real. Todo el personal sanitario, incluido el de investigación en laboratorio, y todo el personal también de logística, militar y de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado, son los ángeles que pueden contribuir a que esta crisis se supere. Que España y el mundo entero se libren de este mal. Pero a partir de ahora habremos de ser más prudentes, y conscientes de nuestra fragilidad; de que el “estado del bienestar” (en cualquier caso, nunca para todos, ni en todas partes) se puede derruir en cualquier momento por causas como el Covid-19, u otras similares. Somos seres mortales, y no dioses. Comimos del Árbol del Conocimiento, pero no del Árbol de la Vida eterna. La eternidad, en cualquier caso, queda para otra dimensión desconocida, no para este mundo. Y roguemos a Jesús, el Cristo, para que tenga de nuevo misericordia de nosotros, a pesar de los muchos y severos pecados de la Humanidad entera, y nos asista dándonos la salud.

© Antonio Ángel Usábel, marzo de 2020.
Heroínas sanitarias.

domingo, 8 de marzo de 2020

Mujeres.


“Como sé lo que quiero, miro al mundo

y le dejo rodar con su mentira.” (Concha Méndez)


Casi no llego a celebrar este 08 de marzo, Día Internacional de la Mujer. Y no quería perderme la cita.

“Las niñas no son nada”, se solía decir antes. Mujeres invisibles a lo largo de la Historia. Mujeres ausentes en los planes de estudio. Salvo excepciones, algunas presentadas en positivo, como Juana de Arco, Isabel I de Castilla, Santa Teresa de Jesús, Isabel II, Rosalía de Castro, Gertrudis Gómez de Avellaneda, “Fernán Caballero”, Marie Curie (mi heroína favorita desde niño), y Valentina Tereshkova (la primera mujer cosmonauta en la nave Vostok 6, junio de 1963). Otras, desfavorecidas por el perfil que nos llegaba de ellas: Dalila, Cleopatra, Mesalina, Agripina, Drusila, Juana la Beltraneja, Lucrecia Borgia, Mata Hari…
Algunos nombres femeninos –pocos, muy escasos, como nutrientes racionados—salpicaban las lecciones de Sociales o de Ciencias Naturales que aprendías. Merced a la apertura de las investigaciones históricas y científicas de nuestro tiempo, se van conociendo verdaderos manantiales de nombres de mujeres completamente ignoradas, o arrinconadas a las sombras de un jardín cultivado solo por personal masculino. Mujeres decisivas para el avance matemático, técnico o experimental. Mujeres humanistas también, de Letras, menospreciadas por los manuales y de obra apenas publicada y mucho menos leída.

En mis años universitarios aun a duras penas conseguí saber un poco de Margarita Salas, de la Condesa de Pardo Bazán, de Virginia Woolf, de Clara Campoamor y Victoria Kent, de Concepción Arenal, de Colombine, de María Lejárraga, de Concha Méndez (esposa del poeta Altolaguirre y, para mi gusto, la mejor poeta del 27), de María Rosa Lida, de María Moliner, de María Teresa León, y un largo etcétera de autoras condenadas al olvido: Josefina de la Torre, Carmen Conde, Ernestina de Champourcín, Rosa Chacel… Algo, pero poco, llegaba sobre Carmen Laforet, Carmen Martín Gaite, Ana María Matute, Josefina Aldecoa… Si uno se volvía cronista histórico, cabía encontrar poemas sueltos de Sor Juana Inés de la Cruz y algún relato de María de Zayas. Si pensabas en nuestras tierras hermanas de América Latina, quizá reparabas en Juana de Ibarbourou, Delmira Agustini, Alfonsina Storni, Gabriela Mistral, Chabuca Granda, Victoria y Silvina Ocampo…

El ocultamiento de ilustres personalidades femeninas no es un mal únicamente español: se ha dado en todo el mundo. Hoy mismo visionaba yo un interesante largometraje de Theodore Melfi, Figuras ocultas (Hidden Figures, 2016), que ha descubierto, al propio público norteamericano, la existencia de un grupo numeroso de mujeres científicas negras que trabajaron para la NASA desde comienzos de los años sesenta del siglo anterior, y que fueron decisivas en el cálculo exacto de la trayectoria de los cohetes y de la correcta reentrada de las cápsulas en la atmósfera de la Tierra. Eran mujeres calculadoras, capacitadas para procesar en escasos minutos complejas operaciones matemáticas, sin las cuales no se hubiera obtenido ninguna seguridad en los viajes espaciales. Entre ellas destacó Katherine Johnson, esencial para el éxito de las primeras misiones tripuladas de la NASA. Junto a ella, una de las primeras programadoras de IBM, Dorothy Vaughan, una autodidacta en su campo, así como la primera ingeniera de la agencia espacial, Mary Jackson, quien luchó por ser admitida en un curso de posgrado nocturno. 
¡Cuántos nombres de mujeres inteligentes habría que exhumar! ¡Cuánta justicia con ellas debiera hacerse hoy! Incluyendo a aquellas curanderas que sabían de hierbas medicinales, y que fueron atosigadas, cuando no asesinadas por la jerarquía religiosa. Se salvó alguna, como Santa Hildegarda de Bingen (Alemania, siglo XII), investigadora de la Naturaleza, de la fisiología humana, y mística visionaria, pero eso porque era monja y priora.
Carmen Conde escribió: “Iré y vendré. / Soy la pasajera inmóvil de tus ríos.” La pasajera estática que permanece aun con el cambio continuo de lo real. Nosotros hemos conocido la parte de la Historia que los hombres nos han contado. Nos falta por conocer la cara oculta de la Luna: la contribución sustanciosa de las mujeres al desarrollo de la Humanidad.

© Antonio Ángel Usábel, marzo de 2020.
Las primeras periodistas españolas.

domingo, 2 de febrero de 2020

La vida con sentido.


Que la vida tiene una finalidad es propio de la doctrina cristiana y quizá también de otras culturas. Que no vivimos nuestra vida solos, sino en comunión con otras personas es un hecho que determina el convivir. Por eso, no nos debemos a nosotros mismos, sino igualmente a los demás, a nuestros semejantes, los otros: familiares, amigos, conocidos…
La vida es un proceso de construcción. Un ejercicio continuo de obrar. Obrar el bien, u obrar el mal. Por sentido común, todos queremos actuar bien, noblemente, llevar la alegría a quienes nos rodean, ser y comunicar amor. Ya lo decía el poeta Salinas que el “yo” –por el acto de amar-- no existe sin el “tú”. Nuestra identidad vive cuando el ser amado nos piensa, nos “recrea” imaginativamente. Y él, a su vez, vive en nosotros por el mismo proceso. La vieja máxima neoplatónica de Ficino: “El corazón, olvidado de sí mismo, siempre vuelve hacia el amado.”

El poeta Juan Ramón Jiménez hablaba de poder celebrar la realidad por medio de la obra de arte. De plasmarla subjetivamente, pero con tal acierto de alcanzar la esencia misma de lo real. La obra de arte es un ejemplo de vida. 
El ensayo de Carlos Javier Morales, La vida como obra de arte (Madrid, Ediciones Rialp, septiembre de 2019), subtitulado “Hacia la aventura de la existencia diaria”, nos propone concebir la vida con un propósito moral: el de mejorarnos día a día, y el de mostrarnos y ofrecernos a los demás con una propuesta de amor y cariño. No debemos saber vivir para nosotros solos. Lo difícil es aprender a vivir para nosotros y para los demás. Si una obra de arte nos agrada porque es bella a la mirada, podemos hacer que nuestra vida sea también obra de arte que sea recibida y admirada por su belleza, por su empatía y comunicación amorosa a quienes conviven con nosotros. No hay fin más hermoso para nuestra vida que consagrarla al amor, a la entrega y servicio a los otros aun cuando no dejemos, al mismo tiempo, de realizarnos en nuestro trabajo, en nuestros cometidos habituales. Es un punto de inflexión difícil. Complicado. Porque el mundo globalizado de hoy está despersonalizado, alienado por el consumismo, trivializado. No da mucha importancia a lo verdadero, a las relaciones sólidas y auténticas, que hay que recuperar en un proyecto de mejora continuada. Para la sociedad de consumo, uno puede ser productivo, pero no feliz consigo mismo. Uno puede llegar a la cima del éxito, y, sin embargo, sentirse vacío, pobre, irrealizado. Acaso por haber descuidado, en su aislamiento, su trato sincero y profundo con los semejantes. ¿Cuántas veces nos pasa que nos da pereza quedar con amigos porque estamos “demasiado ocupados”? Nos fastidia cubrir media hora en Metro o en autobús, y volver de igual modo. Nos altera romper la rutina de abandonar el cubil o de efectuar un alto en las horas extraordinarias de nuestro trabajo. Y esa actitud nos aparta, nos aleja de los amigos, y nos reconcentra en nosotros. ¡Cuánto servicio de amor dejamos desperdiciarse!
Carlos Morales defiende que cuidemos nuestra vida diaria. Que nos perfeccionemos atendiendo las relaciones humanas. Tal vez, siguiendo la estela de ese arcoíris de Frank Baum, con el convencimiento de que un corazón no se mide por lo mucho que ama, sino por lo que lo estiman y quieren los demás. “El ser humano es una tarea creadora que ha de realizar él mismo a lo largo de toda su existencia, y que solo culmina con la muerte” (p. 83). Es un proceso de mejora constante, que implica aceptarse a uno mismo y también admitir al otro: “Para poder aceptarte a ti, con todo tu ser, primero he de aceptarme a mí. Si yo quiero dialogar contigo, es necesario que yo me sienta digno de ese diálogo, que yo me quiera como soy y me dé cuenta de que también «es bueno que yo exista». Por tanto, yo puedo y debo perfeccionar mi ser: estoy llamado a crearme y, por tanto, a crear mi mejor «yo», pero siempre a partir del «yo» que el Creador me ha dado.” (p. 105)

La raíz del empeño de Morales es, esencialmente, hegeliana: dependemos de la fuerza y progresión moral del espíritu. La psicología –el funcionamiento de la mente—está bastante marginada en este libro. Se habla de “actitud espiritual” y que todo decaimiento del ánimo, “aunque afecte directamente al cuerpo, es una decisión psíquica y moral: espiritual, a fin de cuentas.” (p. 133) La ciencia de la mente tiende a separar la conducta de cualquier condicionante ajeno a los procesos cerebrales; todo mal o bien del pensamiento se genera en el cerebro. Y es materia de estudio de la Psicología y de la Psiquiatría, aun cuando estas disciplinas no tengan, ni de lejos, todavía, una respuesta para toda actitud.

El autor arremete contra las imposiciones socioeconómicas del mundo actual; contra la sociedad de consumo: “Nunca había surgido una ideología tan eficiente y universalmente aceptada como la que propugna que el bienestar económico es la condición necesaria del bienestar personal, el cual solo se consigue en unidad de acción con los grandes poderes económicos mundiales.” (p. 114). “Incluso la ciencia, que es el modo de saber aceptado globalmente, también se desarrolla al compás de las inversiones capitalistas; de manera que no hay verdad científica que pueda abrirse camino en la sociedad si contradice los intereses del dios Mercado.” (p. 115)

Morales se duele de que hasta las verdades que conocemos por la prensa sean, únicamente, medias verdades, o verdades parciales, manipuladas por las inversiones en publicidad de las firmas comerciales, hasta censoras de un material oculto que no interesa que salga a la luz.

Su dedicación docente hace que el autor se pregunte por la irrelevancia de la sexualidad en los programas educativos, reducida, por lo común, a la prevención de enfermedades y de embarazos no deseados. Pero la sexualidad forma parte de nuestro «yo» intrínseco, y construye, bien dirigida, la felicidad y el bienestar de la persona. La sexualidad es otra herramienta más de construcción de la personalidad. Por eso, hay que saber qué hacer con ella y gracias a ella. Y se necesita recibir una formación completa y sana en ese factor humano (v. p. 56)

La vida como obra de arte es, así, una propuesta para que nos cuidemos, para que cultivemos nuestra vida como un exuberante jardín, para que dotemos nuestras acciones e intervenciones de sentido, en un proceso de mejora nuestra y de influencia positiva en el medio. Vivir para hacer vivir.
© Antonio Ángel Usábel, febrero de 2020.
Presentación del libro en "Neblí" (Madrid).