“Con la edad, los ojos ven más lejos, no en la distancia, pero sí en el tiempo.” (aausábel, 2017)

“Con la edad, los ojos ven más lejos, no en la distancia, pero sí en el tiempo.” (aausábel, 2017)

En este país...

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domingo, 28 de febrero de 2016

Diálogo entre los dos sistemas de concebir el mundo.


“Y mi universo es de nuevo como había sido antaño,

una pequeña isla de sufrimiento flotando

en un océano de indiferencia.”

(Sigmund Freud, 16 de junio de 1939)

Últimos días para ver La sesión final de Freud, del dramaturgo Mark St. Germain, en la sala Arapiles 16, patrocinada por la Fundación UNIR (Universidad Internacional de La Rioja).

3 de septiembre de 1939. Ante la negativa alemana de retirar sus fuerzas de Polonia, Gran Bretaña declara la guerra a Hitler. Ese día Sigmund Freud –padre del psicoanálisis—recibe en su despacho de su casa de Londres al escritor y catedrático católico C. S. Lewis, autor de las Crónicas de Narnia. Lewis, ateo originariamente, es un converso, y un decidido defensor de la fe, pese a las incongruencias de un Dios que parece permitir el dolor y la injusticia. Freud es un no creyente, que ve muchos males en esa religiosidad que a menudo adormece a los pueblos. El famoso psiquiatra, judío, ha tenido que abandonar Viena, donde los nazis queman sus libros. Se ha refugiado en tierra inglesa, pero va muy enfermo, pues un cáncer de boca terminal le está haciendo padecer seriamente. De hecho, Freud morirá tan solo veinte días más tarde, el 23 de septiembre, alrededor de las tres de la madrugada. Una despedida planificada entre él y su médico Max Schur. Tres oportunas sobredosis de morfina causarán primero un coma, y en seguida la muerte.
El 3 de septiembre, mientras su esposa y el ama de llaves han ido de compras, Freud abre la puerta al profesor de Oxford Lewis. El psiquiatra está molesto por las críticas del escritor a sus trabajos. Quiere debatir con él sobre si la vida tiene una razón o no. Para Freud la religión es un cuento reconfortante que los hombres de todas las culturas se han contado a sí mismos para suavizar lo inevitable: la aspereza de la muerte, y luego el vacío, la nada. No existe la trascendencia, ni se les pueden encontrar explicación a los infortunios del ser humano. El dolor es un mal que no tiene sentido. ¿Para qué puede querer un Dios que un niño muera de enfermedad? ¿Cuál es el sentido de ese golpe para sus familiares? Ninguno. La única que puede contrarrestar en algo lo absurdo del dolor es la Medicina como ciencia. Los médicos están en guerra contra el dolor.
Lewis, en cambio, intenta dar un sentido final al sufrimiento humano: este quizá sea la campana que Dios utiliza para que no se pierda la fe y la esperanza en otra vida “auténtica”. Para despertar las conciencias y combatir la cerrazón del hombre sobre sí mismo: su antropocentrismo.
A pesar de su desconfianza hacia el hecho religioso, Freud es un estudioso de las creencias y los tabúes como fenómeno multicultural. Colecciona valiosos ídolos y figuritas de culturas primitivas y antiguas, que adornan su pasillo. El carcinoma corroe su boca, carente de paladar, reemplazado por una incomodísima prótesis que le hiere y le hace sangrar constantemente.
Freud acusa a la teología de haber fustigado a la ciencia durante siglos, como en el caso Galileo. Lewis no exculpa los desmanes cometidos en nombre de la fe, pero contraataca asegurando que él no está resentido con los hombres de ciencia por no atinar o ponerse de acuerdo sobre ciertas cuestiones; la causa de la extinción de los dinosaurios, por ejemplo.
Freud ve en Cristo un lunático fracasado, cuya filosofía antivitalista provoca la laxitud y la indefensión: “--¿Poner la otra mejilla? Debería poner Polonia su otra mejilla a Hitler? ¿Debería amar a sus vecinos mientras los tanques alemanes aplastan sus casas? ¿O podría seguir el ejemplo de Cristo y aceptar su martirio, porque los mansos heredarán la tierra? ¡Desde luego que la heredarán, pero enterrados en ella! (Freud suelta su pañuelo. Su discurso se torna susurrante, su dolor aflora) ¿Piensa que es una coincidencia que Jesús exigiera a sus seguidores que fueran como niños para entrar en el Reino? ¡Es únicamente porque el hombre no ha madurado lo bastante como para admitir que está solo en el Universo, y que la religión hace del mundo una guardería! Tengo dos palabras para usted: ¡Madure!”

El vienés sigue en su ataque con la cuestión del mal. Si existe Dios, este ha permitido el Diablo, cuando lo más lógico es que quien es todo bien ponga fin a quien es todo perjuicio. Lewis responde que Dios no nos quiere autómatas obedientes, leales y sumisos, sino que nos da la oportunidad de elegir entre el bien y el mal. Y en un alarde de positivismo histórico, admite que el hombre ha creado sus propios males al margen de Dios y del Diablo. “El sufrimiento humano –dice—es la culpa del hombre”. A lo que Freud contesta con una pregunta que descoloca a Lewis: “¿Acaso me he causado yo mi propio cáncer? ¿O es la venganza de Dios la que me está matando?”
Evidentemente, asistimos a un torneo dialéctico interminable, como una correa sin fin. Pero en un instante muy crítico para la Historia de Europa, como es el comienzo de la Segunda Guerra Mundial, con las vidas que se cobraría, y a la vez, definitivo para un enfermo terminal condenado, esta disputa cobra especial intensidad y resonancia. Los niños parten hacia el campo, en trenes. Los convictos salen en masa de las cárceles, ante los próximos bombardeos. Cualquier desencuentro ideológico se antoja, en esos trágicos e inciertos momentos, banal. Freud, todo un genio, lúcido insumiso, enfrentado a un intelectual diletante como C. S. Lewis. Las simpatías del autor –y las del público—van hacia el genio austriaco, indudablemente. (Freud es uno de los mejores prosistas que he leído; resultan fascinantes sus ensayos de tema humanístico o científico. Tienen una redacción impecable.)
Confieso sentir debilidad hacia los dramas históricos con dos personajes antagónicos. Mi otra gran predilección teatral es ver a Lope y a Valle bien representados. Recuerdo con mucha satisfacción las últimas versiones de las obras de Jean-Claude Brisville, a cargo de Josep-María Flotats: La cena (Teatro Bellas Artes, 2004); El encuentro de Descartes con Pascal joven (Teatro Español, 2009). Me agrada la tensión del teatro donde el espectador puede escoger entre posturas morales o ideológicas diversas. Por eso, he acogido con enorme dicha esta pieza solvente de Mark St. Germain, más cuando viene impecablemente interpretada por Helio Pedregal –en el papel de Freud--, y por Eleazar Ortiz –en el de Lewis--. La caracterización, ademanes, inflexiones de Pedregal componen una plena reencarnación del médico vienés. Parece que Freud ha resucitado, y que está ante nosotros. La dirección corre a cargo de Tamzim Townsend, y la traducción se debe a Ignacio García May. Sobresaliente, también, la escenografía de Ricardo Sánchez Cuerda.
La sesión final de Freud, un grato descubrimiento. Un drama para recordar y revisitar siempre.

(A Marion Hall)

© Antonio Ángel Usábel, febrero de 2016.
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Que sepamos, nunca se produjo un debate tal entre Sigmund Freud y C. S. Lewis. La obra de St. Germain es una ucronía –una impostura histórica--. El 3 de septiembre de 1939, Freud lo pasó en su casa, pero leyendo una carta de su discípulo y futuro biógrafo Ernest Jones. Los estudiosos de Freud para nada lo relacionan con C. S. Lewis. Sin embargo, un ensayo sirvió de fuente e inspiración a St. Germain: La cuestión de Dios: C.S. Lewis y Sigmund Freud debaten sobre Dios, Amor, Sexo y el sentido de la vida (Nueva York, Simon & Schuster, 2002), del Dr.  Armand M. Nicholi, Jr., psiquiatra y profesor en Harvard. Las dos contrapuestas figuras las utilizó Nicholi para representar posiciones-clave acerca de temas existenciales y emocionales de las civilizaciones humanas.
La sesión final de Freud (Freud’s Last Session) fue estrenada el 10 de junio de 2009, en Pittsfield (Massachussetts, Estados Unidos), por la compañía Barrington Stage, con dirección de Tyler Marchant. El reestreno en Nueva York (Marjorie S. Deane Little Theater) se produjo el 22 de julio de 2010. Contó con la misma dirección y protagonistas (Martin Rayner como Freud; Mark H. Dold como C. S. Lewis). Se estrenó en España en enero de 2015, en la sala pequeña del Teatro Español, con exacto montaje al que ahora se puede ver en la Sala Arapiles 16.
"Lewis y Freud a escena".
"La sesión final de Freud"_Programa UNIR.

sábado, 20 de febrero de 2016

Una soprano reunió a Mozart y Salieri.


Viena, 1785. W. Amadeus Mozart compone, con libreto de Lorenzo Da Ponte, Las bodas de Fígaro. La ópera se finaliza en octubre. Mozart la quiere estrenar cuanto antes, pues se sabe que Antonio Salieri y los suyos preparan otra gran pieza vocal. Sin embargo, el genio no cuenta con el beneplácito de algunos intérpretes, y la moralidad de la obra queda también en entredicho. En fin, los ensayos ocupan abril de 1786, y se espera levantar el telón, ante el emperador José II, el día 28. Su majestad ha escuchado pasajes de la partitura que le han agradado. Pero el estreno no se puede producir hasta el 1 de mayo. Aunque hay arias celebradas (que luego silban cocheros y taberneros), el conjunto no convence a muchos espectadores, que consideran la trama aburrida. En resumidas cuentas, solo se dan nueve representaciones de Las bodas, y Mozart queda cada vez más desengañado de la corte vienesa. Él esperaba ese rotundo éxito que le llevara a la apoteosis y le asegurara financiación.
Amadeus anda escaso de dinero. La casa donde vive alquilado le cuesta 450 florines. Es mucho, si no se tienen ingresos fijos y generosos. Ese vivir a lo grande exaspera al padre de Mozart, Leopoldo. Sin embargo, han entrado los dos en la francmasonería, a la que igualmente será convocado Joseph Haydn, músico que estrecha su amistad con Mozart. El emperador quiere vigilar de cerca a los masones, lo mismo que a los Iluminados y Rosacruces. Pero es liberal, y no desea prohibir ninguna de esas organizaciones secretas. Si acaso, sí reagruparlas, para que no proliferen en exceso. Pertenecer a la masonería enorgullece a Amadeus, que a sus treinta y un años espera sacar beneficios de ello. Las rencillas con su padre, no obstante, no se suavizan, pese a pertenecer los dos a la sociedad secreta.

En su casa, Mozart se entretiene con sus amigos jugando al billar y a los bolos. Es un enamorado de las partidas de bolos. Así mismo, se pierde de noche en fiestas de carnaval, y seduce a varias artistas, cantantes en su mayoría. A su esposa Constanza la engaña con descaro absoluto. Para sobrevivir cuando no le llegan encargos prometedores, se resigna a recibir a alumnos. Traba amistad importante con un grupo de músicos ingleses que querían pulir su estilo en Viena. Entre ellos está una joven soprano, la cual tiene esa desdicha ingrata de perder la voz por un tiempo. Es Nancy (Anna Selina) Storace, a quien Mozart visita varias veces en su casa, y donde interpreta sus Cuartetos a Haydn, en loor a su admirado amigo y maestro. Nancy había perdido la voz el 1 de junio de 1785, al interpretar una ópera de su hermano Estéfano Storace, Los esposos malavenidos (Gli sposi malcontenti).

Tan encaprichado está Mozart con Nancy que piensa seguirla en un viaje por Inglaterra e Italia en 1786. Como tiene a Constanza y a sus dos hijos, no titubea en escribir a su padre a Salzburgo para que el abuelo se haga cargo allí de los pequeños, mientras él se marcha con su mujer, en realidad detrás de la Storace. Leopoldo le contesta que de eso nada. Sin embargo, él cuida y educa a su otro nieto, hijo de Nannerl, la aventajada hermana de Mozart.
Cuando Leopoldo casi está escribiendo su negativa de ejercer de niñero, el 15 de noviembre de 1786, con tan solo un mesecito de edad, fallece de garrotillo el bebé de Amadeus, Johann-Thomas. Es el segundo vástago que se le muere al genio. Naturalmente, esto termina de frustrar las esperanzas de cualquier escapada.

Nancy Storace debió de ser una cantante muy seductora, puesto que no solo interesó a Mozart, sino también a su archirrival, Antonio Salieri. A raíz de perder la voz y recuperarla, tras una cuidada convalecencia durante el verano de 1785, ambos músicos unieron su talento desigual para dedicarle una cantata, la K. 477 a. La letra la puso Da Ponte. Esta pequeña bagatela se creía completamente extraviada, hasta hace muy poco, cuando ha sido rescatada por el compositor y musicólogo germano Timo Jouko Herrmann. Herrmann la halló por casualidad, cuando consultaba por Internet los catálogos del Museo Checo de Música. Por lo visto, este centro conservaba una copia de “Por la recobrada salud de Ofelia”, el título de la pieza en honor de Nancy. Y viene atribuida a Mozart y Salieri, conjuntamente, además de a otro compositor desconocido, un tal Cornetti. Hay que puntualizar que la pieza se divide en tres partes, cada una realizada por un autor. Es decir, las idearon por separado, y luego fueron ensambladas para su interpretación conjunta. Como se hacen hoy los falsos duetos: cada cantante graba su voz por separado, y luego se ensambla con la de otro.

Es más que evidente que la Storace –que iba a interpretar a Susana en Las bodas de Fígaro--encandilaba a ambos músicos, y que estos decidieron convenir una corta tregua, enviando al editor su parte para esta cantata de reverencia. No olvidemos que Mozart y Salieri andaban reñidos por el estreno de sus óperas respectivas. Es más, Leopoldo Mozart habla de los intentos de extorsión y sabotaje contra su hijo Amadeus, por parte de Salieri y sus acólitos, en otra carta a su Nannerl, fechada el 18 de abril de 1786. Y atribuye estas intrigas al gran talento y virtuosismo que en Viena se reconocía a Mozart.

Lo bonito y curioso del caso es que la valía de una mujer, sus encantos personales y seguramente profesionales, sirvieron para que dos compositores olvidaran su enemistad durante unas horas –o unos días--. Y que no fue una Dalila, ni una Judith, sino una artista que impulsó la creatividad. Una bien entrañable anécdota –curiosa, infrecuente e irrepetible-- para la biografía de ambos músicos.
Desde luego, una historia agradecida y genuina para un buen dramaturgo. Dos hombres que se disputan la llama del talento, a los pies de una mujer con voz divina. Quizá haya autor que la escriba.
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Hay datos y detalles que corroboran la autenticidad plena de la partitura ahora recuperada:
1º. Aunque no se trata de una partitura manuscrita autógrafa, y está en el Museo de la Música de Praga solo desde la década de 1950, no desde su publicación en el siglo XVIII, la edición se anuncia en un periódico vienés de los años de Mozart, el Wienerblättchen. En este medio se recoge, el 26 de septiembre de 1785, que “Per la ricuperata salute di Offelia” es una canción de celebración, al estilo italiano, para pianoforte, con letra de Lorenzo Da Ponte y musicada por los tres maestros de capilla: Salieri, Mozart y Cornetti. La partitura –se añade—se puede adquirir en el establecimiento de la Compañía Artaria (Artaria Compagnie), en Michaelplatz. Está firmada con iniciales sobre la misma partitura, y no con nombres completos. Su editor, Giuseppe Nob. De Kurzbek, imprimió numerosos libretos de Da Ponte. Uno, en concreto, que se guarda en la Biblioteca del Congreso de Washington, un drama bufo en dos actos, Los malentendidos (Gli Equivoci), basado en una comedia de Shakespeare (La comedia de los errores), de 1787, con texto de Lorenzo Da Ponte y, ¡atención!, música de Estéfano Storace (Stefano Storace), inglés, que era el hermano mayor de Nancy (Ann) Storace.

“Ophelia” en griego significa ‘La que socorre a los demás’. Es el personaje de la hermana de Laertes en Hamlet, el drama maestro de W. Shakespeare. Ofelia pierde la razón por los desplantes de su amado príncipe Hamlet y muere ahogada. Hamlet, además, había dado muerte equivocadamente al padre de Ofelia, Polonio.
Es extraño que se haya escogido un personaje tan trágico para una canción festiva, una cantata.
2º. Interviene en la cantata, supuestamente, un tercer autor, hoy no identificado: Cornetti. “Cornetti”, en italiano, son las judías verdes, o bien un bollo: el cruasán. El Wiener Realzeitung del 18 de octubre de 1785, también menciona la cantata, producida por el Abad Da Ponte, y escribe Cornetti así, en cursivas. Este dato sugiere un seudónimo, no un apellido real. Se apunta a la posibilidad de un tal Alessandro Cornet. Pero es difícilmente aceptable que dos primeras figuras –Mozart y Salieri—admitieran a un tercero en concordia –apenas conocido—para firmar la cantata.
El cruasán fue creado por los pasteleros vieneses en 1683. Su forma de media luna quería evocar el asedio turco de la ciudad. De ese modo, al morder uno de estos Hörnchen –‘cuernecillos’--, a los vieneses les parecería estar comiéndose a los turcos, cuya bandera recogía una media luna.
Pero “cuernecillos” podría esconder, también, una connotación de índole marital: el marido burlado. ¿Podría ser Fígaro, el personaje de las bodas, quien se va a casar con Susana, una joven a quien pretende un noble, el Conde de Almaviva? Toda la obra se la pasa Susana, con ayuda de Fígaro y de la Condesa, intentando esquivar al pesado del Conde. Finalmente, lo consigue, con ingenio. Quizá se trate de un juego de espejos de Mozart: se inventa un tercer colaborador para su cantata, señalando a Fígaro, el prometido a quien se quiere burlar –el “Cuernecillos”--, en un momento en que él y Da Ponte preparaban Las bodas. Es plausible.

"Per la ricuperata salute di Offelia". 
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Esta partitura no debe llevarnos a creer que la rivalidad entre Mozart y Salieri haya sido un mito, puesto que el testimonio de Leopoldo es claro: teme las acciones de Salieri y sus partidarios contra el estreno de Las bodas de Fígaro.
De ahí a pensar que Salieri planificara la muerte de Mozart va un paso de gigante. Fue el escritor Alexander Pushkin el primero en presentar a Salieri como envenenador de Mozart, en un minúsculo drama teatral (Mozart y Salieri). Salieri se siente como un diletante de la creación musical, y no soporta la genialidad excelsa de Amadeus; decide acabar con él, para librar al mundo de tan aplastante talento.
El dramaturgo inglés Peter Levin Shaffer rescató la ucronía de Pushkin para escribir el drama Amadeus (1979). Salieri –harto de la omnipresencia musical de Mozart—determina envenenarlo.

sábado, 13 de febrero de 2016

Más cerca del misterio del Universo.


Hace muchos años, en 1988, hice para una asignatura de Filosofía un trabajo sobre la naturaleza del Universo según Giordano Bruno. Me fascinaba la historia de un hombre que, sin instrumentos de medición, con la única fuerza de su pensamiento, esbozó su teoría de un Universo en infinita expansión, que comprendía tanto lo inmensamente grande, como lo minúsculo, lo delicadamente pequeño. Lo más grande pudiera ser el colapso de la materia –la fusión de galaxias y de agujeros negros--; lo más reducido, la mecánica cuántica, los átomos, hadrones, quarks, leptones. Bruno no debió de estar muy lejos de la verdad. Arriesgarse a pensar de un modo libre y distinto le costó la vida. El 17 de febrero de 1600, en Roma, este antiguo fraile dominico de cincuenta y dos años, que coqueteó en sus buenos días con el protestantismo, fue atado a un poste, atravesada su lengua con alfileres –para impedirle hablar o gritar--, y quemado vivo. Era entonces Papa Clemente VIII.
Sí, leí Del Infinito Universo y los mundos (1584), donde desarrolla su idea de un espacio panteísta en continua expansión, sin motivo de principio ni de fin. Donde defiende que haya otros planetas habitados, similares al nuestro. Que la materia corporal de las cosas no cambia sustancialmente, sino que solo se transforma. Muda su apariencia. Me volví un devoto del nolano, a quien consideré, desde entonces, una mente privilegiada, una inteligencia asombrosa, desperdiciada por el contexto sociocultural en que le tocó vivir.
Soy católico y siempre he respetado, en la medida de lo posible, a mi Iglesia. Pero lamento que el dogmatismo haya estropeado a menudo tan buenas ideas y tan nobles hombres. Claro que sirva de consuelo que Bruno fue tildado de hereje apóstata tanto por católicos como por luteranos. Él mismo siempre desconfió del calvinismo, por considerarlo tan hermético y soberbio como cualquier otro sistema religioso del momento. Durante unos años, encontró acomodo entre los protestantes londinenses y germanos, pero sus ideas terminaron incomodando también a estos. Una pena.

El Teatro Valle-Inclán da la oportunidad de ver ahora una adaptación simplificada del Galileo Galilei de Bertolt Brecht. Se recupera el caso Galileo en la interpretación desenfadada de Ramón Fontserè, que le quita solemnidad al personaje, y su hierro a los inquisidores. Galileo observó la Luna y los satélites de Júpiter con un rudimentario telescopio, y pudo saber que los planetas no tienen luz propia, sino que reflejan la que reciben del Sol. No existen esferas de cristal que suspendan los planetas, en torno a la Tierra, porque en torno al propio Júpiter orbitan al menos tres pequeños satélites que varían de posición. Este movimiento tridimensional no sería posible si hubiera un cristal. La Tierra no es el centro del universo, sino que gira alrededor del Sol, y este quizá, a su vez, rota sobre sí mismo.

Con estas observaciones caían varios mitos. Primero, la supuesta ciencia infalible de Aristóteles no era tal. El gran clásico –pilar del tomismo—se equivocó. Segundo, Ptolomeo no construyó sino un escaparate de cristal rígido donde colgar todo lo del cielo, poniendo a la Tierra –madre del cordero de la Creación—en el centro.  A los padres de la Iglesia esto les vino divinamente –nunca mejor dicho—porque así aparecía el Papa y la cátedra de San Pedro en el único punto admisible y lógico: el núcleo de la esfera. Tercero: las ciencias adelantan que es una barbaridad muy bárbara. El hombre, libre de dictados y ataduras, mediante la razón, la observación y la experimentación, puede llegar casi donde quiera. Es decir, el conocimiento del mundo natural está en proceso, es una estructura variable. Se podrán poner puertas y cerrojos, pero, aun a través de las celosías, el hombre de ciencia siempre atisbará más allá. Y llegará más lejos, en el secreto de su taller o de su laboratorio. En dictamen genial de Giordano Bruno, “Si la verdad no se cambia es porque es aceptada, o no lo es, por la mayoría de la gente”.

Hoy la prensa ha publicado el último gran avance en el conocimiento e interpretación del cosmos, un descubrimiento largo tiempo anhelado, que corrobora la predicción de Albert Einstein. Ha sido, por fin, posible medir la levísima radiación de las ondas gravitacionales, unas perturbaciones del espacio-tiempo que se originan, por ejemplo, con la tempestuosa fusión de dos agujeros negros o bien por el estallido de una supernova. Si tiro una piedra en un recinto de agua estancada y perfectamente quieta, se originan de inmediato unas ondas exocéntricas que van perdiendo fuerza según se alejan del epicentro. Esas ondas terminan volviéndose indetectables a simple vista, pero siguen su andadura. De modo muy similar se comporta la energía desprendida de dos agujeros negros fusionados. Es muy leve, porque la condensación de la materia fagocita casi todo, no dejando escapar salvo una ligerísima impresión. Ayer, 11 de febrero de 2016, festividad de Nuestra Señora de Lourdes, los detectores LIGO (Laser Interferometer Gravitational-wave Observatory) instalados en Livingston (Louisiana) y en Hanford (Washington, Estados Unidos), fueron capaces de medir las ondas gravitacionales producidas por el choque de dos agujeros negros, con una masa estimada en entre 29 y 36 veces la de nuestro Sol, que se produjo hace 1,3 billones de años. En una sola fracción de segundo una cantidad de masa de tres veces la del Sol quedó convertida en ondas gravitacionales. Las ondas gravitacionales son rugosidades en el espacio-tiempo.
El espacio-tiempo no es permanente, ni lineal, como lo suponía Newton, sino que varía por efecto de la masa. Se “curva”. O lo que es lo mismo: la luz, máximo valor de velocidad, no siempre sigue una línea recta. Se comba por las masas de los cuerpos celestes y su fuerza gravitatoria.
Einstein y el holandés Willem de Sitter (1872-1934) concibieron un Universo en constante expansión –con alejamiento progresivo de la materia estelar--, y a la vez recesivo. Las galaxias se separan desde la Gran Explosión, pero también, paradójicamente, se van frenando. Acaso por efecto de la materia oscura, esa parte no identificada del cosmos, que puede llegar a ocupar cerca del 90%, muy poco densa, y desprovista de fotones.
© Antonio Ángel Usábel, febrero de 2016.


lunes, 8 de febrero de 2016

Acoso escolar.


El acoso escolar, otro mal endémico de muchas sociedades, ha vuelto a saltar a los medios por el muy lamentable suicidio del niño Diego González. Hay quien lo trivializa, y lo atribuye a otras causas --como cierto médico forense--. Y sí, puede que se hayan dado varios factores, y no solamente los educativos. Pero es indudable que se están produciendo casos serios, graves, que a veces se resuelven malamente con el traslado de la víctima --no de los acosadores-- a otro centro escolar.

Peleas, pugnas y rivalidades en los colegios siempre las ha habido. El hábito de poner motes a los profesores o incluso a otros alumnos, también. Los niños llegan a ser muy crueles y desconsiderados en ocasiones. Pero, en los centros educativos, ¿debe dejarse que impere la teoría darwinista de la selección natural, la de la ley del más fuerte? ¿Tienen que conseguir todos los niños aprender a defenderse a sí mismos, únicamente por sus propios medios? Si en la sociedad adulta, nadie camina por la calle con un colt al cinto, y hay restricciones en beneficio del respeto a los demás, con más razón, si cabe, en el ámbito diario de aquellos que se están formando, que necesitan que se les marquen unos límites que posibiliten una buena convivencia, dentro y fuera del colegio. Los niños han de asimilar la dimensión humana de las personas, lo que las distingue de los depredadores asilvestrados.

Os pongo el enlace a este interesante reportaje de "El Mundo", que clarifica bastante las características del acoso escolar:

domingo, 7 de febrero de 2016

Buena comedia para llenar el corazón.


El Teatro Muñoz Seca de Madrid sigue con su meritoria estrategia de reponer clásicos modernos de la comedia y del misterio. Lo que se ha venido en llamar “teatro de evasión”. Teatro para todos, para toda la familia, para reír y olvidarse de los problemas durante hora y media, pero con buen gusto, con el sabor a Selva Negra de los grandes autores del siglo XX, en especial españoles. Si a la calidad del texto unimos el buen hacer de compañías que se esmeran y lo cuidan, manteniéndose fieles a una puesta en escena tradicional, el resultado no puede defraudar.
Y esto es lo que consigue justamente la Compañía Lírica Ibérica, que dirige su primer actor José Luis Gago. Ellos están representando, hasta finales de este mes de febrero, la comedia / farsa de Alfonso Paso Usted puede ser un asesino, estrenada en Madrid en mayo de 1958. En aquel entonces, fue la recientemente creada compañía de Ismael Merlo la encargada de subirla al escenario del Teatro de la Comedia. Pronto se realizó una adaptación cinematográfica, a cargo del realizador José María Forqué, con Alberto Closas, José Luis López Vázquez, Amparo Soler Leal, Julia Gutiérrez Caba y un debutante José Luis Pellicena. Ahora, el público asistente ha acogido con bien este nuevo montaje, que recibe críticas elogiosas en Atrápalo. Gago y su elenco le han sabido coger el punto a la obra de Paso, volviéndola eternamente joven y divertida.
Dos amigos se han propuesto ser infieles a sus esposas, aprovechando unos días de verano en que van a quedarse solos. Lo que no sospechan es que tal aventura –más bien desventura—será motivo de un incómodo chantaje, que traerá aparejado un rosario de fallecidos que se empeñan en visitar su piso, ya sea recogiéndose en el guardarropa, ya tomando el aire en la terracita, o fisgando en un baúl, entre los vestidos de señora.
Paso dio con la fórmula de la parodia de las novelas de crímenes y detectives, haciendo que dos seres simples se vieran metidos en un fregado hilarantemente delictivo. En realidad, le copia el planteamiento a Hitchcock, al elegir a hombres ordinarios perdiéndose entre asuntos extraordinarios, que los superan y confunden. Pero la seriedad, la gravedad del tema, es sustituida por la farsa, la comicidad, y por un desenlace más o menos favorable que llega solo. Las expresiones ridículas y confusas al encontrar a los silenciosos visitantes, el nerviosismo, la desesperación, los juegos de palabras, los modismos usados con un doble sentido, crean hábilmente el espacio de la comedia, de manera que el espectador no quede defraudado.

Pero hacer reír es difícil, por cuanto hay que estar muy convincente en el papel. No todo actor puede levantar con gracia y natural salero un Don Mendo. La vis cómica debe sentirse, aflorar, y alcanzar el patio de butacas. La compañía de Gago da una feliz muestra de dominar el texto hasta en sus mínimos recodos, volviendo convincente lo inverosímil. El propio Gago incorpora un sólido Simón, el iniciador del drama padre, muy justamente secundado por Víctor Benedé, en el rol de su amiguete Enrique, menos proclive a las amoralidades de turno y más cercano a un empleado de tanatorio que a un Rodríguez jaranero.
Estrella Blanco, cupletista y actriz con oficio, interpreta a la esposa despistada y paciente de Simón, Margarita. Y lo hace homenajeando –nos parece—a la singular Isabel Garcés, con sus peculiares ademanes de mujer remilgada y voz aguda y quejosa. Margarita es una consorte de opereta. Las muertes mismas son abordadas con todo el desenfado de quien parece no creérselas, del humor negro del autor al construir sus personajes gafados.
Completan el reparto de Usted puede ser un asesino, Antonio M M, como el inspector de policía, Natalia Jara (Brigitte), Diego Pizarro (Dupont, el extorsionador), Diana Irazábal (la vecina Noemí) y Álex Cueva (su novio Julio).
Animamos a esta compañía de buenos actores a continuar rescatando las comedias de Alfonso Paso y de otros maestros del género (Jardiel, Mihura…). Hay otra, Al final de la cuerda, con muertos bajando por la chimenea, como Papá Noel, que también haría las delicias de un público entregado.
Felicidades, pues, a Gago y su grupo.
© Antonio Ángel Usábel, febrero de 2016.

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Las obras de Paso (Madrid, 12-02-1926 / 10-07-1978) eran una defensa de la ética y de los valores tradicionales. El que quiere ser infiel a su señora, acaba haciendo el primo. Simón y Enrique no podían haber albergado una idea peor que intentar engañar a sus mujeres: “--Para mi amigo una rubia. Es que, si no, le va a parecer que no está engañando a nadie”.

Es malo jugar con fuego. El que juega con fuego, se quema. Eso es lo que les ocurre a tales infelices.
La evolución de Alfonso Paso –yerno de Jardiel-- fue curiosa: pasó del teatro social, con propuestas de cierto relieve y mediano calado, como Los pobrecitos (1957), La boda de la chica (1960), La corbata (1963), a un teatro cómico-burlesco, que engatusó al público general, que llenaba los teatros donde se representaban, por las mismas fechas, varias comedias suyas. Así, Paso se convirtió, durante muchas temporadas, en el rey de la parodia. Huyó del humor del absurdo para centrarse en el enredo, a cuál más inesperado y grotesco. La verbalización encontraba su sitio –como en Mihura, o Jardiel Poncela--, pero siempre con un porqué y al servicio de la estructura argumental. Esto conseguía ganarse a más espectadores, fieles a un modelo más bien constante y repetido. A Paso le faltaba la picardía de Mihura (no hay una Paula, ni una Ninette), pero sus tramas eran más amenas que las demasiado acomodaticias de Jardiel.

Hasta 1971, Paso entregó a los escenarios por encima de las ciento sesenta obras, de las cuales  él mismo estaba solo medianamente satisfecho. Incluso llegó a decir que gran parte de su audiencia tenía gustos dudosos o mediocres.

Como hecho reseñable, hay que destacar que el texto de Usted puede ser un asesino fue elegido por la Universidad norteamericana De Pauw (en Indiana, perteneciente a la Iglesia Metodista), junto con La corbata y Cosas de papá y mamá, del mismo autor, como base para aprender el castellano estándar de la calle.
Humor macabro en el teatro de Alfonso Paso. 
El humor en los personajes de Alfonso Paso.