La
migración, ya sea de animales o de personas, suele conllevar un
factor de subsistencia. No se cambia de clima, de región o de área
de la Tierra por cansancio o capricho, sino, generalmente, para
mejorar las condiciones de vida. Las aves migran en primavera a zonas
cálidas para anidar y reproducirse, mientras que se trasladan a
otros lugares cuando llega el otoño. Siempre buscando una
temperatura templada y huyendo del frío. Los seres humanos imitaron
un tiempo a las aves, y también escaparon
del frío, y buscaron el calor del fuego. Cuando las grandes
civilizaciones se asentaron, sin embargo, los seres humanos migraron
por otros motivos: huyeron de
las invasiones de pueblos hostiles, del azote de las epidemias, de
las hambrunas, de las
inundaciones, o bien en
busca de trabajo o de vías comerciales. Los hombres se diferencian
de los animales en que su ánimo migratorio no sigue una regularidad
programada. No responde al tiempo o las estaciones. El hombre sabe
cómo guarecerse de las inclemencias, pero no tanto sobre cómo
protegerse de sus semejantes, cuando estos se vuelven sus enemigos y
amenazan su vida y las de los suyos.
En
la actualidad, asistimos a una huida generalizada de grandes masas de
personas desde ciertas regiones y países a otros. Huyen de la
violencia de la guerra, de las injusticias, del fanatismo e
intolerancia religiosos, de la limpieza étnica, de la falta de
trabajo, de la miseria y el hambre. El mundo es grande; es de todos;
pero la población del globo crece sin cesar y no hay recursos
suficientes, o estos están desigualmente repartidos. Esto hace que
haya zonas “favoritas” porque son las más favorecidas: hay paz,
respeto cultural y confesional, un orden social y ciudadano, una
estabilidad. No obstante, tampoco hay empleo a discreción para
todos. Gente bien formada debe desplazarse a países vecinos, o
incluso atravesar medio mundo hasta encontrar un trabajo prometedor.
Las
culturas siempre han levantado muros y empalizadas para defenderse de
lo extranjero, para delimitar su espacio vital y cultural, para
marcar las fronteras de lo suyo, de su idiosincrasia. Uno de los
últimos muros (y de los más vergonzosos), el de Berlín, cuando la
Europa comunista apartó a sus ciudadanos de cualquier
“contaminación” capitalista. El muro de Berlín fue una cruel e
infamante barrera ideológica, que algunos se saltaron y lo pagaron
con su vida.
En
relación directa con las migraciones humanas y los muros, la UIMP ha
presentado en Santander, en agosto de 2018, el montaje escénico
Birdie,
a cargo de la Agrupación
Señor Serrano (fundada
en Barcelona en 2006). Se trata de una alternativa muy original e
innovadora, que parte de la creación de mensajes visuales filmados y
proyectados en directo, a partir de fotografías, recortes de
periódico, maquetas, objetos, figuras a escala reducida, música,
sonidos y voz en off (en inglés, de Simone Milsdochter, con
subtítulos en castellano). El espectador asiste a una coreografía
milimétricamente ensayada, que en este caso apunta a las
desigualdades territoriales, las vallas fronterizas junto a lujosos
campos de golf, y la esperanza de ciudades cosmopolitas, como
Melilla, que, a semejanza de la Toledo medieval, acoge a varias
religiones (cristiana, islámica y hebrea).
Secuencias
y fotogramas de la mítica Los
pájaros, de Hitchcock,
sirven para establecer un paralelo entre las migraciones de aves y de
personas damnificadas, a la vez que la profusión avícola de la
película representa los temores invisibles y los miedos compartidos
que fustigan a una sociedad que se protege de lo foráneo. Los
pájaros son el pánico en el subconsciente colectivo y, al mismo
tiempo, la Amenaza de Andrómeda que surge de la valla. Por una
parte, el terror no tiene forma; por otra, son esos subsaharianos
encaramados a una empalizada, que van a saltar sobre el campo de golf
de los sueños avaros. Birdie,
en inglés, significa ‘pajarito’, pero también ‘un golpe por
debajo del par’ a la hora de meter la pelota en el hoyo. De este
modo, se aúnan ambos sentidos: los intrusos y el ocio lujoso.
En
sesenta minutos tan solo, Álex
Serrano, Pau Palacios, Ferran Dordal y
David Muñiz
construyen su reflexión
sobre las migraciones actuales. Según ellos, carece de sentido (y de
utilidad) levantar vallas, porque las corrientes son indómitas y
terminan traspasando los obstáculos. Pero, ¿cupieron todos los
seres de la Creación en el Arca de Noé? Imaginemos que el mundo es
el Titánic, cuya cubierta se divide simétricamente entre una borda
favorita y otra odiada. Evidentemente, el impulso de dirigirse todo
el pasaje hacia el área favorita, despoblando la repelente, hace
zozobrar el buque, que en este caso se escora y hunde no tras chocar
contra un iceberg, sino al impactar contra el ansia de bienestar y
supervivencia de todos los miembros de la especie humana.
Quizá
la mejor solución, la única viable y posible, pase por sanear las
zonas peligrosas e indeseadas de la Tierra, volviéndolas más
prósperas y seguras, para evitar así las migraciones masivas de
personas. Pero habrá que aplicarse e implicarse bien a fondo, pues
estamos hablando de países inmersos en eternos conflictos civiles,
con facciones a menudo muy fanatizadas, donde reina la corrupción
absoluta y no existe ninguna tradición democrática. Un terreno muy
difícil de roturar, oxigenar, abonar, cultivar y recolectar en
equitativo reparto.
Ni
Europa ni el mundo occidental no pueden acoger volúmenes masivos de
seres humanos desesperados. ¿Debe implicarse el primer mundo en una
lucha armada abierta para domeñar ciertas áreas lejanas
conflictivas? ¿A cuánta gente hay que matar en esa suerte de
“cruzada” de liberación panafricana con el fin de que prosperen
la paz y la estabilidad? No a una docena, ni a cientos, sino tal vez
a miles; o incluso a cientos de miles, hasta que cundan la equidad y
la justicia social, y estas puedan, más o menos, mantenerse y
levantar naciones prósperas, tal y como las hemos conocido. La labor
de “depuración” en loor del bien común sería ardua y cruel. Y
sin embargo, acaso sea una apuesta inevitable que deba afrontar el
primer mundo, haciendo suya la vieja máxima senatorial romana: “Si
vis pacem, para bellum”
(‘Si quieres la paz, prepárate para la guerra’). Pues las
guerras traen la paz, o la ilusión de la misma.
¿Podría
la diplomacia ganar una batalla? Difícil, en ciertos ámbitos
indómitos. ¿Las sanciones económicas? Las termina pagando el que
menos culpa lleva. Hay que intervenir, con la fuerza, en esos
territorios, al tiempo que se bloquea el tráfico de armas de fuego
hacia las zonas hostiles. Solo así, con la ocupación militar
temporal, cabría avanzar algo, siempre que se contara con la
colaboración mayoritaria, y no tibia, de la población civil. Porque
la guerra de guerrillas todavía ningún ocupante invasor la ha
ganado. Si acaso Roma en territorio cántabro-astur, después de
tener pacificada y sometida toda la Península.
Hasta
el momento, la diplomacia y los ejércitos de Occidente solo se han
ocupado de derrocar dictaduras, pero sin alcanzar a establecer, en su
lugar, alternativas democráticas. Se marcha el dictador de turno,
pero ahí queda eso. En parte, también, porque no son sociedades que
sean capaces de vivir al modo occidental, y los enfrentamientos y
rivalidades étnicas y religiosas conducen a situaciones de
inestabilidad permanente. Habría que tutelar, durante muchos años,
esas sociedades, e incluso así sería un reto de titanes, con una
probabilidad de éxito incierto. El colonialismo fracasó en el siglo
XIX. Al final, hubo que irse de allí, aunque entonces
el propósito no fue la
enseñanza altruista, sino la explotación generalizada de los
recursos naturales.
El
“buen salvaje” no ha existido nunca. Cada cual llama bárbaro a
aquello que no es su propia costumbre. La globalización derriba
muchas diferencias, pero no es una panacea. Acerca mentalidades, pero
la idiosincrasia cultural va a seguir en activo, y las creencias que
se sientan amenazadas serán un amargo acicate contra una manera
tolerante de
entender y de vivir la realidad.
©
Antonio Ángel Usábel, agosto de 2018.
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[Preguntado
Alfred Hitchcock sobre el sentido de su largometraje Los pájaros,
respondió: “Si lo desea, puede convertirlo en el tema que crea más
satisfacción en el mundo: que la gente no es consciente de que la
catástrofe nos rodea.”
Por
su parte, los críticos Ian Cameron y Richard Jeffrey escribieron:
“La ambigüedad del significado de la película es su virtud
principal. Si hubiera tenido un determinado significado alegórico,
resultaría lo suficientemente relevante para que cada espectador lo
tratara después en el ámbito personal. En cambio, su gran
ambigüedad permite que la trama llegue a todos los niveles de la
conciencia del público.”
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