“Con la edad, los ojos ven más lejos, no en la distancia, pero sí en el tiempo.” (aausábel, 2017)

“Con la edad, los ojos ven más lejos, no en la distancia, pero sí en el tiempo.” (aausábel, 2017)

En este país...

En este país...

domingo, 10 de septiembre de 2017

Prisioneros del dogma.


Hasta el 15 de octubre (y después de su paso este agosto por Santander), se puede ver en el Teatro Bellas Artes de Madrid Oleanna, el inquietante drama de David Mamet, guionista responsable de una de las mejores películas de Paul Newman, Veredicto final.
Oleanna viene dirigida por Luis Luque e interpretada magistralmente por Fernando Guillén Cuervo y Natalia Sánchez. Dos personajes víctimas de la educación recibida, moralmente tergiversada, cuya actitud frente a los demás es espejo de ella. Un crudo enfrentamiento alumna-profesor, en el despacho de este. El docente, aspirante a cátedra y a mejor sueldo, fue educado en un sistema represivo que constantemente lo minusvaloraba: “eres un mierda, no sirves para nada, eres un inútil”. Como consecuencia, de adulto tiende a infravalorar él también a los demás. La chica, producto enlatado del nuevo feminismo incendiario, que desdeña la masculinidad por agresiva o, cuando menos, amenazante. Esta mujer, estudiante universitaria, se cree en el deber de cambiar los roles tradicionales y tomarse la justicia por su mano. Han sido demasiados siglos de dominación masculina. Pero ahora la realidad va a modificarse, gracias a ella, a su iniciativa vengadora.
Porque de lo que se trata es de tomar venganza, provocando el daño, y no intentando convencer a quien no piensa como uno por medio del razonamiento y el diálogo. La alumna se presenta en su despacho, descontenta con su nota y alegando que no entiende nada de lo que dice en clase. Se pone áspera y, por momentos, histérica. El profesor se ofrece a repasar las lecciones en su despacho. Entonces ella convence a su grupo para escribir una carta contra el docente, acusándolo de sexista y aprovechado. Al profesor le niegan su cátedra y le suspenden de empleo. No contenta con eso, la joven emperatriz le pone una denuncia por intento de abuso sexual. El profesor estalla y la agrede físicamente. Ella le ha llevado donde quería: a la ruina.
La diferencia de pensamiento entre estos dos seres evidencia una incomunicación, un problema en el uso y entendimiento del lenguaje verbal. La interpretación literal de la lengua puede conducir a la imposición sobre cómo se debe hablar, lo que puede decirse y lo que no, como si esto último conformara un tabú de palabras y expresiones inoportunas susceptibles de integrar el corpus de los insultos. Así, la reacción ofensiva en el receptor ante lo dicho causa, a la vez, una lectura de incongruencia en el emisor, quien no se explica que su discurso suene a perverso y malévolo. Lo natural para él es lo antinatural e inaceptable para ella, porque se mueven con códigos morales diferentes. Y los prejuicios, de puro intolerantes, actúan en perjuicio y se vuelven destructivos y aniquiladores. Se olvida la máxima fundamental de Thomas Jefferson: No estoy de acuerdo con lo que dices, pero daría mi vida por defender tu derecho a decirlo.
La libertad de expresión, siempre que no se agreda intencionadamente a otro, es un bien sagrado del pensamiento en las sociedades libres. Por más que en estas haya personas empecinadas en someter a una doble lectura cualquier enunciado, y que incluso se crean en la obligación de proscribirlo. Cuando alguien obra sectariamente, crea o se adhiere a un código particular. Una simbología que levanta empalizadas y que huye de la paz y de la concordia.

Los sexos han de sentirse como complementarios, nunca como enemigos. El intenso drama de Mamet, además de poner el dedo en la llaga de la intolerancia entre hombre y mujer, admite varias lecturas, y es por eso una obra capital en el teatro contemporáneo.
© Antonio Ángel Usábel, septiembre de 2017.

viernes, 8 de septiembre de 2017

Semblanza de un amigo.


“Hay en mis venas gotas de sangre jacobina,
pero mi verso brota de manantial sereno;
y, más que un hombre al uso que sabe su doctrina,
soy, en el buen sentido de la palabra, bueno.”
(Antonio Machado)
Paco y yo quedábamos siempre en la puerta lateral de El Corte Inglés Madrid 2 La Vaguada. Cuando lo veía acercarse, alto y espigado, con sus gafas y su barba blanca discreta, le decía:
--Por ahí viene Valle-Inclán.
Y respondía él, con su buen humor característico:
--Más bien el Marqués de Bradomín, por lo feo y sentimental.
Nos dábamos un sentido abrazo y comenzábamos nuestro paseo, generalmente en torno a la Avda. de la Ilustración, hasta bordear el Parque Norte y recalar, al final, en un discreto bar restaurante, muy limpio, regentado por dos hermanas rumanas, donde Paco había comido alguna vez, y donde nos tomábamos unos vinitos.
El mismo feliz vaivén más de treinta años. Nuestras conversaciones giraban sobre la profesión, sobre las novedades en el colegio de Martín de los Heros –cambio de dirección, algún cura que había salido desplazado, recuerdos de antiguos alumnos--, sobre asuntos familiares y personales, sobre la participación de él en algún que otro jurado literario, acerca de los colegas de profesión, sobre la reciente narrativa –tal o cual escritor--, y también acerca del teatro. Porque éramos ambos fieles seguidores de la temporada teatral madrileña. En el caso de Paco, su interés alcanzaba Almagro, Mérida e incluso el festival de Aviñón. Recordábamos con gusto a los viejos divos –Closas, Lemos, Rodero, Prada, Pellicena, Flotats, Pou, y especialmente (pues nos gustaba a los dos) Bódalo--. De los nuevos, caían Homar, Fontserè y Carlos Álvarez Novoa, un gran especialista en Luces de bohemia, obra canónica reverenciada donde las haya, que había escrito su profuso ensayo sobre la misma, y de la cual --se dice-- había interpretado muy certeramente a Max Estrella. Por Álvarez Novoa desembocamos en Solas, el excelente drama familiar de Benito Zambrano, que había obtenido el Premio del Público en el Festival de Berlín de 1999. Paco me habló de la película –que yo no había visto-- y del personaje entrañable de Álvarez Novoa. Por suerte este verano, poco después de la muerte de Paco, encontré una copia en un mercadillo de Santander, que me apresuré a visionar. Le doy toda la razón: es un drama excelente. Sería muy difícil no recordar la madre que talla María Galiana. Portentosa.
 ¡Ay, nuestro mundo de Luces! Los héroes clásicos han ido a pasearse al callejón del Gato. Inolvidable el recorrido de La Noche de Max Estrella, que Paco me invitó a compartir una vez con un grupo de alumnos suyos de COU. ¡Qué chicos y chicas aquellos! ¡Qué religiosa veneración al gran, inmortal texto del Maestro Valle, que casi pronunciábamos todos, al unísono,  de memoria! Luces de bohemia ha sido el teatro español, la esencia de lo antiguo y lo moderno. Esos siete u ocho muchachos iban a la profana procesión con sus ejemplares bajo el brazo, o con opúsculos de sus poetas preferidos, o con sus cuadernos de anotaciones donde apuntaban las chanzas de la nueva galerna modernista. Después nos fuimos a celebrarlo con ellos a una tasca, para ritualizar la velada con amenos comentarios sobre lo sucedido en nuestro vía crucis. La calle fue el Paraíso y el Calvario de Max Estrella, el purgatorio del pecador hacia la santidad. ¡Qué suerte tienes, Paco, --le dije-- con poder enseñar todavía a una generación interesada en la Literatura, motivada a indagar, a aprender leyendo!Tú también conocerás lo que se siente –me respondió con una sonrisa—porque las modas cambiarán y vendrán tiempos mejores. Pero los tiempos mejores parece que se retrasan, que se han quedado orinando en una esquina, como el perro. Paco tuvo muy buenos alumnos en el colegio. El respeto y el cariño al profesor era la máxima esencial. El ambiente del colegio, en el COU, era el de una academia griega o renacentista: distendido, cordial, tolerante, pero afín al rigor de la excelencia formativa. Se podía dialogar con los docentes, cuyas maravillosas explicaciones abrían un mundo de mayores sorpresas, y era difícil no dejarse seducir. El método explicativo se basaba en una acertada selección de datos fundamentales de cada tema, muy bien definidos y esquematizados, de tal manera que cada clase cundía y el conocimiento llegaba casi sin esfuerzo. Se solía recurrir a citas de autores o de protagonistas de los hechos para focalizar oportunamente una lección. Los apuntes y esquemas de Lingüística estructural de Paco contenían la información justa, y al tiempo completa, de lo que debía dominarse para la Morfología, la Semántica, la Sintaxis, y sobre todo, el comentario de texto. Paco era un consumado especialista en desentrañar los misterios de los textos para su eficaz disección y comentario. Nos dedicaba algunas horas de clase por la tarde para perfeccionar esta técnica de exégesis textual. Fuimos muy bien preparados por él para afrontar con éxito la prueba de Selectividad.

El año que me dio clase Paco había en el centro, recién llegado, un joven crítico de arte, Miguel Fernández-Cid, sobrino del veteranísimo musicólogo gallego. Sus clases de Historia del Arte y de Historia del Mundo Contemporáneo, con las fichitas que se ponía delante, para no perderse, y las proyecciones de filminas (muchas con materiales propios) eran inmejorables e insustituibles. Con Miguel y con Paco, el grupo de los catorce nos fuimos un fin de semana de excursión a Soria, a estudiar in situ su bello románico. Miguel nos invitó un día a su piso de la calle del Limón, las paredes todas llenas de libros del suelo al techo. Allí, concelebramos tertulia. Algún tiempo después, Miguel montó en su piso la editora de su revista Arte y parte, imprenta incluida, cuya cabecera tuvo que vender luego.
Yo viví, con estos profesores del colegio, la misma experiencia de educación para la amistad y la convivencia que debieron de saborear los alumnos de la laica Institución Libre de Enseñanza. Y se cumplió en mí el lema del impresor del Quijote, Juan de la Cuesta: “Post tenebras, spero lucem” (‘Después de las tinieblas, espero la luz’).

Nunca quedaré lo suficientemente agradecido a estos profesores por la enseñanza y el cariño recibidos. Me enseñaron mucho y bueno; pero lo más digno de todo fue aprender con ellos a amar la vida.
Cuando me hice profesor intenté imitarlos, seguir sus pasos, mas solo de lejos creo haberlo logrado. Enseñar bien es muy difícil; hay que tener un don especial. No basta con la voluntad. Hay que conseguir conectar con el fondo anímico de los chicos, cuyas mentes hoy están aún más dispersas por el mundo de la tecnología digital. Uno debe saber cómo despertar su curiosidad. Desde luego que mi espíritu es el de Paco, el de Miguel, el de Anabel, el de esos profesores de aquel año que sabían enseñar sin imponer, con ánimo abierto y elocuente.
Lo que siempre me gustó de Paco era su espíritu conciliador y ecléctico. El sincretismo lo llevaba a valorar lo mejor de cada tendencia ideológica, de cada propuesta. Siendo un hombre de izquierdas, Paco era, ante todo, liberal, antidogmático, independiente, y sumamente dialogante. Odiaba las disputas, los enredos, las malquerencias y discusiones. Pedía la paz y la palabra. No comprendía las posturas extremas ni la cerrazón ideológica. De hecho, gozaba de la merecida confianza de los Padres Blancos, propietarios del colegio de Martín de los Heros, al que acudían muchos hijos de militares del Ejército del Aire. Allí se evitaba todo afán dogmático y se educaba en la completa tolerancia y respeto a opiniones diversas.
Paco se había formado en Filosofía y Letras de la Universidad Complutense. Sobre todo en las facultades de Humanidades, proliferaba el Opus Dei. Me contó que solo un día tuvo que salir huyendo, con otro amigo. Cuando fueron invitados a una charla académica en una residencia de la Obra. Acabada la ponencia, llegó la hora del Catecismo. Paco espetó: --¡Que vienen los jenízaros! Y los dos marcharon escapados. (Realmente, el proselitismo del Opus estaba muy extendido en Filosofía y Letras).
 Un día Paco y su amada Maribel me invitaron a ir con ellos a un suculento maratón teatral: las siete horas y media de la representación rusa de La costa de Utopía, trilogía de Tom Stoppard. Fue a principios de octubre de 2011. Con la excepción de las Comedias bárbaras, visionadas todas juntas en el María Guerrero en 1991, con Pellicena dirigido por José Carlos Plaza, jamás había disfrutado yo de una jornada dramática tan extensa. Otro día Paco me volvió a sorprender con un regalo magnífico: el libro de su propia biblioteca Historia de una amistad, de Vicente Marrero. Es el retrato, escrito en piedra caliza, como la del desfiladero de la Hermida, de la complicidad de tres hombres, tres geniales escritores, acaso solo distantes en lo ideológico: don Benito Pérez Galdós, don José María de Pereda, y don Marcelino Menéndez Pelayo. La demostración histórica, palpable, evidente, de que se puede ser amigo de alguien que piensa de un modo distinto al tuyo. Y un amigo verdadero, íntimo, confiable, para toda una vida.
Paco era un hombre tranquilo, reposado, bueno en el pleno sentido de la palabra. Su sencillez le ha llevado a marchar “ligero de equipaje”, la misma modestia y ligereza con que vivió, dejando con nosotros ese tesoro que nada corroe ni deteriora: su amistad. Paco siempre será Paco: un modo de ser y de querer con la verdad a los que nos rodean.
Mil gracias, Paco. Tenerte ha sido uno de mis mayores gozos. Hasta la vista. Dios te bendiga.
© Antonio Ángel Usábel, septiembre de 2017.
[Francisco Salvador Martínez falleció en Madrid, recién jubilado de la docencia, el viernes, once de agosto de 2017, a los sesenta y cuatro años.]