“Con la edad, los ojos ven más lejos, no en la distancia, pero sí en el tiempo.” (aausábel, 2017)

“Con la edad, los ojos ven más lejos, no en la distancia, pero sí en el tiempo.” (aausábel, 2017)

En este país...

En este país...

domingo, 20 de noviembre de 2016

Eso de meter el diablo en el infierno.


A sus ochenta y cuatro años Jean-Claude Carrière sigue hablando con nostalgia y agradecimiento de Luis Buñuel, el cineasta provocador y renovador del estilo cinematográfico con quien compuso nueve guiones y alumbró seis largometrajes. Seis piezas sobre la oscura codicia erótica del mundo burgués: Diario de una camarera (1963), Belle de jour (1966), La Vía Láctea (1968), El discreto encanto de la burguesía (1972), El fantasma de la libertad (1974) y Ese oscuro objeto del deseo (1977). Buñuel, con sus amigos Lorca y Dalí, era aficionado a los juegos de palabras. Cierto día, en un apartamento de Nueva York, el cineasta aragonés propuso jugar a buscar todos los sinónimos posibles de la palabra “polla”, referida al miembro viril. Los participantes eran él, su hijo Rafael, y Jean-Claude Carrière. A la postre, ganó el francés, pues, a su juicio, su lengua era pródiga en sinónimos del falo hasta el infinito. Este inocente envite fue el germen de una sencilla comedia que ha sido adaptada ahora, para los escenarios españoles, por Ricard Borràs, con el empréstito Las palabras y la cosa. En una hora y diez minutos, un filólogo jubilado alecciona a una joven dobladora de películas divertidas sobre los eufemismos y distintos sinónimos de los órganos sexuales y de las variantes de hacer el amor.
Los dos personajes no se ven, sino que se cartean. Expone uno y lee la otra, a intervalos, los repertorios relacionados con el asunto que se trata. Un glosario vivo, cambiante, en constante renovación y actualización como la misma lengua. Una palabras que suelen crear incomodidad, como señala Borràs.
El mayor mérito del original francés de Carrière, y de la versión española de Borràs, es recordar el pasado y presente de las llamadas palabras tabú. Es decir, un conmensurable ejercicio doble de diacronía y sincronía que, en lo que compete a suelo hispánico, resucita a nuestros clásicos de los Siglos de Oro, sin olvidar tampoco lo medieval.
El peor lastre de esta comedia es la ausencia de diálogo y de conflicto entre los dos únicos personajes. La falta de un cruce dialéctico refrena en mucho la gracia y chispa de la obra. Parece como si asistiéramos a una lectura pública del Diccionario secreto, de Cela, o similares. Francamente, no es que canse la hora y poco que dura, porque no deja de antojarse simpática, mas se echa de menos el verdadero teatro, el auténtico crescendo narrativo que hubiera dado entrega, sin duda, a un acabado infinitamente mejor.
Los intérpretes, el propio Borràs y Elena Barbero, cumplen notablemente. Dan no poco brío a una propuesta nada fácil de levantar y sostener así como está planteada.  
A estas horas de la vieja máquina del tiempo, nadie se escandalizará por el vocabulario que ha de enriquecer ese doblaje de piruetas transitivas. Seguramente, esos presuntos espectadores añadirán a cierta rutina la ensalada de vocablos jacarandosos. Tal vez así logren contrarrestar mejor su deriva por el tosco laberinto del tedio, o de esa soledad sonora, llena de tristes fingimientos.

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La adaptación de Ricard Borràs de Las palabras y la cosa (al parecer, ya publicada por Blackie Books este año de 2016), contiene acertadas referencias literarias, como la que compete al licenciado Sebastián de Horozco (1510-1580), que receta:
“Si os queréis quedar preñada
tomad, sin que se publique,
zanahoria encañutada,
con zumo de riñonada
sacado por alambique…”

O el Romance de la casada infiel, de García Lorca:
“Sus muslos se me escapaban
como peces sorprendidos,
la mitad llenos de lumbre,
la mitad llenos de frío.
Aquella noche corrí
el mejor de los caminos,
montado en potra de nácar
sin bridas y sin estribos.
No quiero decir, por hombre,
las cosas que ella me dijo…”
Pero se advierte la ausencia de otras fundamentales, como la del desvergonzado cuento de Boccaccio, marcadamente anticlerical, de la niña Alibech que se quería hacer cristiana y santa, y fue disfrutada hasta la saciedad por un devoto ermitaño: “-Padre mío, yo he venido aquí para servir a Dios, y no para estar ociosa; vamos a meter el diablo en el infierno.”
De las entregas a la voluptuosidad precoz, nos llega de Apollinaire aquel panegírico de “hundir el chafalote en el fundamento”. Francisco Delicado (1480-1534) describe nada melindroso:
“La chica sintió el hierro y en seguida
empezaron las fuertes convulsiones,
al verse en otros brazos oprimida
y rozándola el culo los cojones;
llegó un momento en que se vio perdida
porque el semen brotaba a borbotones
y dando un bote, de su honor en mengua,
cruzó las piernas y le dio la lengua.”
De José Vargas Ponce (1760-1821), la humana declaración:
“Joderá el género humano
mientras haya pija y coño,
en primavera, en otoño,
en invierno y en verano.
Querer quitarlo es en vano
no por fuerza ni consejo,
pues si está cerca el pendejo
y la polla se endereza
puede más Naturaleza
que no el Testamento Viejo.
Desde el Rey hasta el gañán,
de la Infanta a la pastora,
y desde Adán hasta ahora
han jodido y joderán.
Tan emperrados están
en este dulce embeleso,
que aunque gritéis  que es exceso,
que hay Dios, y diablo y castigo,
de todo se les da un higo,
y el bolo tieso que tieso.”
Aparte del mordaz y ácido Quevedo, y del menos cáustico Góngora, está la sodomía de Catulo y Pietro Aretino, y la gallardía de nuestros Conde de Villamediana, Félix María de Samaniego, Nicolás Fernández de Moratín (Moratín padre), Ventura de la Vega y José de Espronceda.
El Conde se refiere al lindo refugio del placer femenino como una “perla” en esta letrilla sarcástica:
“Las Perlas van desterradas,
y no por culpas secretas,
porque no eran perlas netas,
sino perlas horadadas.”
Samaniego entona:
“Allá en tiempos pasados
salieron desterrados
de la Grecia los dioses inmortales.
Un asilo buscaban,
cuando en nuestro hemisferio se fundaban
diversas religiones monacales,
y entre ellas, por gozar la vita bona,
se refugió el dios Príapo en persona.
De esta deidad potente el atributo
con que hace cunda el genitario fruto,
es que todo varón que esté a su vista
siempre tenga la porra tiesa y lista.”
Mal puede esgrimirla así el prófugo del vergel de amor, como cuenta Ventura de la Vega (1807-1865):
“Esto le aconteció un día
al teniente Paja-larga,
que teniendo a su patrona,
ya preparada en la cama,
el toque de la corneta
de sus brazos le separa,
y no tuvo otro desquite
que hacerse después la paja.”
El propio Ventura se aventura a advertir:
“No os descuidéis, mujeres,
que la ocasión es calva,
abrid las piernas antes
que el hombre se distraiga.
Si no, ya veis qué pronto
gasta en puñetas vanas
todas las municiones
que tiene la canana.”
Los frailes, que fueron quizá antes cocineros, no se libran de la ironía de los irreverentes autores. Otra de Samaniego, que a propósito de cierto franciscano que fue a consolar a mujer casada, entona: “Luego que con la ninfa se halló a solas/ se quitó el reverendo los calzones/ y, con el taco libre de prisiones,/ la hizo, sin más ni más, tres carambolas.”
“Gato” no únicamente madrileño, y de los más originales, es este que trae a colación José Bernat Baldoví (1809-1864):

“A encerrar un gato pardo
que maullaba en el desván,
subieron con grato afán
Concha y su primo Bernardo.
Sin duda al primer encuentro
la niña cogió al tal gato,
porque exclamó de allí a un rato:
¡Madre… ya lo tengo dentro!”
Parece que de Samaniego se oyó decir lo que una muchacha dio por medio coito lo que en el fondo iba ya a ser el coito entero:


“Caliente una mozuela cierto día,
de tanto que su madre en misa estaba,
llena de miedo y de inquietud, dudaba
si a su querido bien se lo daría.
Por miedo si preñada quedaría
al mozuelo sus ansias no acordaba,
y lleno de pasión la consolaba
diciendo que al venir lo sacaría.
Fueron tan poderosos los ataques
que por fin consiguió verla en el suelo,
y ella dijo al venir de los zumaques:
¡Qué dulce es la sustancia del ciruelo!
Por tu vida, mi bien, que no lo saques
aunque me llegue la barriga al cielo.”
Serafí Pitarra (1839-1895) menciona el pudor de cierto muchacho:
“Un mango para un cuchillo
mandó comprar a su esposo
doña Juana, y el buen mozo
se lo metió en el bolsillo.
Sonrió al verlo cierta hermosa
y él, que lo tomó a insulto,
dijo: Señora, este bulto
es el mango de mi esposa.”
Los ejemplos son innumerables, como las arenas del mar. Muchos, de autores desconocidos, como estos, ligeros o gigantones:
“Esta noche, hermosa zorra,
traigo para tu regalo,
tan derecha como un palo,
trece pulgadas de porra.
No busques quien te socorra,
ni tampoco quien lo impida,
y en teniéndola metida,
dirás porque te aprovecha,
que porra que dé más leche
no la has catado en tu vida.”
Y del fiero guerrero:
“Alí Ben-Imete es moro
de unos dos metros de talla.
Su cabeza es altiva;
su apostura, gallarda;
los dos cojones, enormes,
y su polla, tan larga,
tan gorda, dura y erecta
que, cuando tras la batalla
en un poblado entra a saco
y su pollón desenvaina,
las damas, enloquecidas,
caen a sus pies desmayadas
gritando: ¡Alí Ben-Imete!
¡Alí Ben-Imete, envaina!”
Para terminar este periplo erótico, un soneto de Quevedo, que ríe de este modo:
“Estaba una fregona por enero
metida hasta los muslos en el río,
lavando paños, con tal aire y brío,
que mil necios traía al retortero.
Un cierto Conde, alegre y placentero,
le preguntó con gracia: --¿Tenéis frío?
Respondió la fregona: --Señor mío,
siempre llevo conmigo yo un brasero.
El Conde, que era astuto, y supo dónde,
le dijo, haciendo rueda como pavo,
que le encendiese un cirio que traía.
Y dijo entonces la fregona al Conde,
alzándose las faldas hasta el rabo:
--Pues sople este tizón vueseñoría.”
[FUENTE: Francesc Ll. Cardona, Viaje a través del erotismo, Barcelona, Iberlibro / Editors, 2003; hemos corregido ciertas grafías y pausas]
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LAS PALABRAS Y LA COSA, de Jean-Claude Carrière, puede verse representada en la Sala Negra de Teatros del Canal (C/ Cea Bermúdez 1, 28003 Madrid), hasta el 27 de noviembre de 2016.
© Antonio Ángel Usábel, noviembre de 2016.

martes, 20 de septiembre de 2016

La senda de los poetas.


“Un poeta, contra el estruendo y el dolor,
inventa la palabra” (Leo Zelada)

Abril de 2016. La editorial Vaso Roto publica el número 97 de su colección de Poesía: el libro de Leo Zelada (Braulio Rubén Tupaj Amaru Grajeda Fuentes, Lima, 1970) Transpoética.
Leo Zelada no es un autor cualquiera. Se toma la escritura muy en serio, porque la palabra mágica y multicultural del vate circula por sus venas. Leo, además, construye cultura, agita, anima y levanta el espíritu popular de la Cultura de la capital. Como perfectamente recoge la contracubierta de su libro, y en expresión de Emilio Porta, Leo “mueve Madrid”. Es uno de los voluntarios encargados de recordar a la sociedad y al poder de que existen los sentires y sentimientos, la conjunción sorprendente de lenguaje, mestizaje y mito, por encima de lo material, lo lucrativo y tangible. Leo se perfila “ebrio de poesía”, bohemio sin nómina, artista perdedor en una barraca de consumo, “mendigo de metáforas”:
“—¿Qué profesión tienes?
--Poeta.
--O sea, te vas a morir de hambre.
--Al contrario, voy a aplacar tu sed.”
La voz de Zelada es la del azabache, la del tugurio y el acantilado. Un grito cayendo en el abismo. Leo respira y exhala versos, y ha llevado su alma peregrina por selvas, ríos y llanuras de toda Latinoamérica. Es testigo de un mundo alucinado y alucinante. En su mochila, el manifiesto lírico, áulico y magistral, para desnudar un universo.
Zelada se afianza sobre la casta de los malditos. Las proyecciones alambicadas y perezosas de Baudelaire y Poe, como si el arte tuviera que estar permanentemente reñido con la masa: “Donde otros ven muchedumbres él ve una enorme procesión de silencios”; esa gente “como reptiles bajo la sombra”. Parir versos, por amor y con dolor, parece el sino del tocado por el ordenamiento deslumbrante de la lengua. Quizá esta ausencia de permeabilidad dificulte transparentar todos los ámbitos de lo concertado, y encasille al poeta en una ofuscación, en un exilio interior: el del peregrino en su patria, y en cualquier patria. Lo suyo no es diletantismo, sino más bien decadentismo voluntario: un encierro entre sus propias penumbras. “La literatura me esperaba en casa” (“Yo tengo encerrada en mi casa –por su gusto y el mío—a la Poesía”, que afirmó Juan Ramón, añadiendo eso de “y nuestra relación es la de los apasionados”). “Un poeta se refugia en su cuarto…”; “Cuando escribo atravieso la noche…”; “En la soledad de mi cuarto… Odio al mundo en este momento. Odio la noche. Odio los recitales de poesía. Me odio…” Puede que el apartamiento concite el don salvador de la palabra: “No soy cordero. / No soy manada. / La poesía es mi única patria / y su lenguaje / mi idioma universal.” Pues la palabra poética redime: “Transformar el dolor en belleza ese es el oficio del poeta.”
Como quería Juan Ramón, el poeta recrea el mundo, lo reconstruye, no necesariamente partiendo de sus ruinas, sino captando otra realidad, otra verdad que se nos escapa, como la arena entre los dedos. “En el cuarto oscuro de un poeta, / también existe la arena de la playa.” Su visión de Afrodita no es la de una muchacha bella, sino su compañía, que nos relaja y embruja, y entonces las estrellas del cielo “bajan a danzar” con uno, en místico y erótico paroxismo.
El texto de Leo que abre el libro –corto, a modo de haiku—dice “todas las constelaciones / del universo caben en mi mano.” Leo obedece a Blake, sus Augurios de Inocencia:
“Para ver el mundo en un grano de arena,
y el Cielo en una flor indómita,
estrecha el infinito en la palma de tu mano
y la eternidad en una hora.”
[To see a World in a Grain of Sand
And a Heaven in a Wild Flower,
Hold Infinity in the palm of your hand
And Eternity in an hour.]
Hay un ente que libera el encierro del poeta Leo y aminora su soledad: el mar. “Otra es la ola que luminosa acaricia mi espalda”; “Sobre la espuma del mar / el resplandor del misterio.” El mar que es unitario y distinto, el manto de agua a veces verde, a veces azul, a veces gris, que nos convoca, sacude la costa y se desdobla en otro, y en uno mismo. El doble del poeta, por qué no, escribiendo travesuras en universos paralelos.
En la huida del tumulto a la orilla está ese sueño infantil de Antoine Doinel –alter ego de François Truffaut—en la secuencia final de Los cuatrocientos golpes (1959), un niño abandonado por sus padres, que busca el mar para así sentirse libre.
En los límites de su sencillez, Transpoética es un libro para leer y saborear varias veces, lleno de breves, pero con tres clásicos de la cumbre de su autor: “Breve explicación de la poética a un hombre cualquiera”, “Dark Poetry” y “Underground Poet”.
Seguramente Leo tiene la llave del Infinito.
© Antonio Ángel Usábel, septiembre de 2016.

viernes, 1 de julio de 2016

Vuelo de capas.


A mi madre, Mª Carmen, seguidora
de Antonio en la Plaza Porticada de Santander.
Antonio Ruiz Soler, Antonio el bailarín, murió el 5 de febrero de 1996. Pero se puede decir, sin miedo a equivocarse, que Antonio no ha muerto. Antonio vuelve a vivir estos días, en que se representan en el Teatro de la Zarzuela de Madrid sus mejores y más vitoreadas coreografías: Eritaña (1960), La Taberna del Toro (1956), Zapateado de Sarasate (1946), Fantasía Galaica (1956) y El sombrero de tres picos (1958). Una gozada de pasos de baile que no cansan jamás. Las coreografías de Antonio son para verlas una vez y otra, una vez y otra, y otra, y otra.
Antonio Najarro, al frente del Ballet Nacional de España, recuerdan el trabajo de nuestro mejor esteta del baile, en un precioso y completo homenaje, en el que se recuperan los decorados originales, como el que diseñó Pablo Picasso para El sombrero de tres picos, de Manuel de Falla.
Antonio fundió el flamenco con el clasicismo. Creó un nuevo género de ballet español, de enorme vistosidad, y acompañado por la más genuina música posmodernista española: Albéniz, Falla, Granados, Sarasate, Halffter.
Si el Pequeño Gorrión comenzó cantando a la luz de las farolas de Pigalle, Antonio bailaba de niño por unas monedas en Sevilla. Fue el suyo un don, tal vez sí perfeccionado, pero no aprendido. Con apenas siete años, le pusieron a ensayar flamenco y danza clásica, el primero con un gran maestro, Manuel Real Montosa, “Realito”, quien llegó a lucirse ante la familia imperial rusa; la segunda, con Ángel Pericet, de la escuela bolera. Aprovechó el niño estas lecciones, y debutó oficialmente en 1928, con la que sería su pareja femenina durante quince años, Rosario. Se les conocía como los “Chavalillos sevillanos”, y llegaron a actuar para el rey Alfonso XIII. Cuando estalló la Guerra Civil, la pareja artística, que estaba en Francia, decidió no regresar a España. Marcharon a la Argentina, e iniciaron después una fecunda gira por toda Sudamérica. Al final, Nueva York. El Carnegie Hall. Allí debutó Antonio como coreógrafo en 1943, con Sevilla, de Albéniz. Tres años más tarde, llegó al Teatro Bellas Artes de Ciudad de México, donde estrenó su más que portentoso Zapateado, de Sarasate. A veces lo bailaba sentado, en una silla de mimbre. Antonio daba bises y bises… la apoteosis. Se hundía el teatro. Como ocurría en la Plaza Porticada de Santander, con el espectáculo iniciado a las once de la noche, y eran las tres de la madrugada y seguía Antonio firme, entero, exuberante sobre el escenario. Los últimos autobuses de línea no se movían, hasta que el maestro no decía basta y hasta mañana.
Riguroso, perfeccionista en extremo –como Nureyev y Fred Astaire—tenía a sus bailarines ensayando cuatro horas antes de cada función. En Santander, se cerraba el tráfico de la Porticada, y se oía una y otra vez el zapateado de los bailarines del Ballet español de Antonio. La única forma de hacer algo grande es con talento y trabajo duro. Hasta que sangren los pies.
Antonio se retiró en 1979, tras haber actuado en Sapporo (Japón). Pero, al año siguiente, tomó las riendas del Ballet Nacional de España, aunque solo hasta 1983. Fue entonces cuando recuperó sus mejores coreografías. Antonio recibió la Cruz de Caballero de Isabel la Católica (1950), la Medalla de Oro de la Danza de Estocolmo (1963) y la Medalla de Oro de las Bellas Artes (1992).
En el reestreno actual, brilla con luz de lucero Mariano Bernal, primer bailarín. Acomete el Zapateado con majestad, en bloque, sin apenas mover las piernas, solo con la sorprendente fuerza y certeza de sus pies. Calla la música, y se escuchan los compases del taconeado, vibrando como una hoja de sierra expandida, tres minutos, cinco minutos, seis minutos… Aquello no tiene fin. Cuando termina, ofrece un excelente bis, sin música otra vez, los talones comiéndose media partitura de violín y piano. ¡Sobresaliente!
Para abrir boca, una deslumbrante Eritaña, a cargo de los solistas Débora Martínez y Sergio Bernal. Esa música de Iberia, del maestro Albéniz tan nuestra, tan española, y que en este caso rememora el sevillano Parque de María Luisa. Abrumadora la Fantasía Galaica, de Ernesto Halffter, donde el roce simétrico de las vieiras sustituye a las flamencas castañuelas. Precioso el vestuario y los figurines (Carlos Viudes, Encarnación, Perís y Sastrería González). Y, finalmente, El sombrero de tres picos, con el ímpetu de Falla, y las capas de volatines en escena. Si acaso, la parte menos esmerada, La Taberna del Toro, parcial.
El acompañamiento musical –excelente también—corre a cargo de Manuel Coves y la Orquesta de la Comunidad de Madrid (ORCAM).
El Ballet Nacional de España nos brinda el mejor, imperecedero y más rebosante espectáculo de la temporada de verano. Hay que felicitarlos y aprovecharlo.
© Antonio Ángel Usábel, julio de 2016.
Homenaje a Antonio Ruiz Soler (Ballet Nacional de España)

miércoles, 29 de junio de 2016

Mi abuelo auxilió a Juan March.


Juan March Ordinas fue un empresario, banquero y financiero español nacido en Santa Margarita (Mallorca), el 4 de octubre de 1880. De familia humilde, pudo estudiar, sin embargo, con los frailes franciscanos, pues su padre estaba empeñado en que recibiera una educación. El muchacho era avispado para las matemáticas. Mientras se formaba, entró a trabajar de recadero en un comercio, donde aprendió a llevar los libros de cuentas. Poco más adelante (y como si del cuento de la lechera se tratara) se hizo con una piara de cerdos. Con la venta de estos animales, siempre bien aprovechados, el joven Juan compró unos terrenos rústicos sin valor, que dividió en pequeñas parcelas, y luego revendió a los campesinos. Con este capital, adquirió una participación en el contrabando de un mercante, que traía productos del Magreb, entre ellos, tabaco. Juan March centró su atención en este producto. En 1906, se hizo con una participación de una pequeña fábrica de tabacos argelina, con hojas de calidad a un reducido coste. Para 1911, ya controlaba Juan March el monopolio del comercio de tabacos en Marruecos. A la vez, invirtió beneficios en los tranvías de Mallorca.
En 1916, con un monto de cien millones de pesetas, March fundó la Compañía Transmediterránea, muy beneficiada con el primer conflicto mundial de 1914, pues Inglaterra y Francia usaron sus navieras para la distribución de enseres de guerra. El control del empresario sobre los tabacos fue aumentando. Esto le acarreó importantes problemas con el gobierno de Cambó, ministro de Fomento. Se le acusó de contrabandista, lo cual inspiró, incluso, la primera de sus biografías, El último pirata del Mediterráneo (Barcelona, 1934), de Manuel Benavides. En 1926, fundó la Banca March, en Mallorca. Al mismo tiempo, invirtió en petróleos y en redes de distribución eléctrica. Compró periódicos: Informaciones, La Libertad, Luz, El Sol, La Voz. Se codeó con políticos de izquierdas, como Santiago Alba, lo que le acarreó el destierro en Francia. Fue elegido parlamentario varias veces, con lo que obtuvo cierta inmunidad. Se granjeó la simpatía del general Primo de Rivera. Llegada la II República, en 1932 ingresó en la Cárcel Modelo de Madrid. Se le acusaba de colaboracionista con la dictadura y estraperlista. En 1933, mediante sobornos, consiguió escapar de la prisión de Alcalá de Henares. Recaló en Gibraltar, y después en Marsella y París. Ante la victoria del Frente Popular y el alzamiento militar contra la República, Juan March se decidió a prestar una gran ayuda a los sublevados. Compró el Dragón Rapide, el famoso avión inglés que iba a trasladar al general Francisco Franco de Canarias a Marruecos, donde lideraría el ejército de África. Después, puso a su disposición cerca de seiscientos millones de pesetas para adquirir armas y pertrechos.
Acabada la Guerra Civil, Juan March no se sintió muy a gusto, sin embargo, con las inclinaciones prosociales demostradas por la Falange, y se dedicó a dirigir sus negocios en el extranjero. Residió en Lisboa, Ginebra, Londres y Tánger. Poco a poco, el régimen del general Franco empezó a favorecerle en su puja por pequeñas compañías eléctricas en quiebra, que él incorporaba a su FECSA (Fuerzas Eléctricas de Cataluña, S.A.) En 1955, inspirado por multimillonarios como Rockefeller o Carnegie, alumbró la Fundación Juan March, para promover la Ciencia y la Cultura, aún plenamente en activo.
Y en esto llegamos al año 1962. Al domingo 25 de febrero. Mi abuelo, Ángel González Lloreda, había estado almorzando con su familia y unos excelentes amigos en un restaurante de carretera del municipio de Las Rozas (Madrid). Justo a la salida, hacia las cuatro y veinte de la tarde, vio cómo dos coches grandes y potentes colisionaban entre sí de frente, quedándose ambos alzados y prendidos por el morro. La carretera de La Coruña estaba húmeda y resbaladiza por la lluvia caída. El auto del subdirector de Iberduero, D. Pedro Martínez Artola, se había cruzado en la trayectoria del coche de March. La primera reacción de mi abuelo fue quitar el contacto de la batería de los vehículos, para prevenir un incendio, pues el combustible se derramaba por el asfalto. A riesgo de su vida, mi abuelo fue sacando a los ocupantes, con la asistencia del conductor de un autobús que acababa de detenerse para ayudar. Dicho chófer se llamaba Ulpiano Pomar Sanz. De hecho, se utilizó su autobús para trasladar a los heridos a la Clínica de la Concepción de Madrid. A Juan March se le depositó en el pasillo central, tumbado, y con un asiento para recostar la cabeza. Estaba bastante grave, con múltiples fracturas (no menos de cinco, según el Doctor Jiménez Díaz). Con heridas serias resultó también Martínez Artola, y algo más leves su esposa, Aurelia Echeverría, y su chófer, Francisco Rueda. El conductor del vehículo del millonario salió ileso y su secretario (Miguel Sagrera Maimó) con heridas leves.
Juan March pareció mejorar durante los días siguientes al accidente. Contaba con ochenta años de edad. Lo curioso fue que el doctor que lo atendió, el patólogo Carlos Jiménez Díaz, sufrió un infarto severo la misma semana. Estuvo grave, pero consiguió recuperarse (falleció en 1967). Y tres años más tarde, un aparatoso accidente de tráfico también. Jiménez Díaz estuvo atendiendo a sus pacientes con ayuda de unas muletas, hasta que murió súbitamente en pleno acto de servicio.
La evolución de Juan March Ordinas se complicó y derivó en muerte, el 10 de marzo de 1962.
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El diario ABC de Madrid se hizo amplio eco del accidente de Juan March, así como de los testigos del mismo. En su suplemento Blanco y Negro del 31 de marzo de 1962, aparecieron los dos hombres que acudieron en auxilio de los heridos. Mi abuelo materno, Ángel González, retratado en el mostrador de su tienda de neumáticos de Malasaña 26, con un bolígrafo en la mano, más bien serio, mirando al frente, como si cavilara para apuntar algo. A esta tienda de neumáticos, que yo apenas conocí a mis cuatro o cinco años, iba gente famosa, como el actor Fernando Rey. Recuerdo el aroma del caucho de los neumáticos nuevos, el pitido del aire a presión que inflaba las ruedas, el largo gato que izaba los vehículos. Un local pequeño, estrecho, con torres de ruedas vistiendo las paredes.
Mi abuelo, Ángel González Lloreda, era natural de Ceceñas, un pueblecito de Cantabria cercano a Solares. Enfermó de cáncer de páncreas y falleció en la misma Clínica de la Concepción de Madrid, un sábado, 25 de noviembre de 1972, a los sesenta años de edad.
Tres seres unidos por el azar y muertos en el mismo hospital madrileño: Juan March, Carlos Jiménez Díaz y Ángel González. Curiosidades –o misterios—del destino.
© Antonio Ángel Usábel, junio de 2016.

domingo, 15 de mayo de 2016

Memorable Juana.


Un escenario sobrio, oscuro, conventual, para arropar a Juana de Castilla y sus criadas moriscas. Tordesillas. Cuarenta y seis años de reclusión, como princesa-reina loca. Un tosco lecho. Un reclinatorio. Una larga confesión. Concha Velasco, nuestra Santa Teresa eterna, concentrada, extraordinaria, sublime, dignifica un texto de Ernesto CaballeroReina Juana-- que precisaba de una actriz experta, capaz de acentuar la poesía, la proximidad y la galanura de la vida del personaje histórico. Lo consigue en varios momentos; sobre todo, cuando Juana emprende su viaje a los Países Bajos para conocer a su prometido, el archiduque Felipe de Habsburgo y Borgoña. La delicadeza al describir esa travesía por mar, su arribada forzosa en Inglaterra donde es recibida por Enrique VII, su llegada a su destino, su encuentro a base de saludos franceses con Felipe, su descripción de aquel cielo encapotado, pero sobre una tierra plena de colorido y con unas gallinas gordas que bien vuelan hasta los árboles, constituye un momento álgido y maravillosamente memorable de esta representación.
Gerardo Vera, el director del montaje que se ofrece en Teatro de La Abadía (Madrid), destaca que es Concha Velasco “con su talento, su humanidad, su complicidad con el mejor teatro, su inteligencia y su total entrega desde el primer día, la luz que ilumina las partes más oscuras y dolorosas de un personaje que parece hecho a su medida.” Un monólogo en solitario, de hora y media de duración, desde la juventud a la madurez y después a la ancianidad. Yendo y viniendo con sus saltos en el tiempo. Con axiomas arriesgados –por discutibles--, como el de “quien ansía el poder, no puede entender la música”. Es la corporeidad humana, profunda, desenvuelta por natural y desenfadada, que le da Concha la que resucita a Juana I de Castilla. La obra adolece de no tener conflicto, o de plantearlo descorazonadamente tarde, justo a la hora de trabajo de la actriz. Cuando Juana es desposeída de sus derechos dinásticos tras la muerte de su madre, Isabel la Católica, y recluida definitivamente. Hasta cierto punto, traicionada por su padre, el rey Fernando, que, atiborrado de afrodisíacos, desposa a Germana de Foix con ánimo de engendrar un heredero varón. Ignorada por su propio marido Felipe, y por su hijo Carlos. Finalmente, sospechosa de inclinaciones luteranas para su nieto, Felipe II. Una reina olvidada, salvo entre el movimiento comunero, en otro instante glorioso en que sus tres líderes –Padilla, Bravo y Maldonado—se postran ante Juana para hacerla su patrocinadora.
Juana es una mujer que, como ya le daba a su abuela Isabel en Arévalo, le hablaba al viento. Pero las palabras se dirigen siempre a alguien, como ella misma acentúa. Nadie dialoga mucho tiempo a solas. Juana es una testigo de la Historia que podría contar mucho, si de verdad los cronistas no hubieran estado siempre del lado del mejor postor, como de hecho sucedía, y se hubieran mostrado objetivos. La Juana reivindicativa de su corona y de su trono; la Juana acusadora contra el boticario portugués de su padre Fernando, hábil preparador de un arsénico letal, por lo insípido, que posiblemente se dio a beber a Felipe el Hermoso; la Juana celosa de que ninguna mujer se acercara al cuerpo embalsamado e insepulto de su marido.
Sin embargo, hay circunstancias de notoriedad histórica que se quedan fuera del monólogo dramatizado. Por ejemplo, la inoportuna muerte del heredero Juan, hermano de Juana, y único príncipe varón habido de los Reyes Católicos. Consumido literalmente de gozo de amor por el furor uterino de su bella esposa, Margarita de Austria. A sus diecinueve años, el enfermizo Juan no pudo más que entregar la vida y el alma.
Tampoco se mencionan especialmente las habilidades musicales de Juana, al parecer experta en tocar el clavicordio. Un don hacia la música que también compartía su malogrado hermano Juan. Claro que quizá ellos no ansiaban el poder.
Sí habla nuestra Juana de sus latines, aprendidos un año con Beatriz Galindo, la Latina, y sobre todo, con Alexandro Geraldino, humanista a su servicio desde 1483. También menciona la fogosidad de su apuesto Felipe, a quien conoció ese 20 de octubre de 1496, en Lierre. Nada más ver a la princesa, Felipe dispuso que se celebrara la ceremonia religiosa, para poder yacer cuanto antes con su prometida. Sin embargo, calla la cicatería de Felipe, que despidió a la mayoría del servicio español y encima no abonó las rentas acordadas. El dominico fray Tomás de Matienzo, comisionado por los Reyes Católicos para cuidar del bienestar de su hija, no llegó a Flandes hasta 1498, luego no pudo espantarse del modo precipitado en que Felipe consumó su enlace. El 16 de septiembre de ese año, nació Leonor de Austria, la primogénita del matrimonio. Vemos a una Juana acostumbrada a las rutinarias infidelidades de su esposo, como así pudo ser. Pero no la oímos clamar contra la alianza de este con Luis XII, el monarca francés, claro enemigo de España. Es más, un Felipe paladín de París es aplaudido por esta Juana. El 25 de febrero de 1500 vino al mundo, en Gante, el futuro Carlos I de España y V de Alemania, sin duda el monarca más grande que hemos tenido. El 27 de julio de 1501, nació su hermana Isabel de Austria. Juana se fue plegando cada vez más a los deseos de su Felipe, quien mantuvo a la familia alejada de la órbita hispana. Felipe de Habsburgo no hablaba castellano, y Juana tenía que ejercer de traductora entre él y sus padres, quienes tampoco dominaban el francés. En enero de 1502, llegó Juana a Castilla, y se la nombró princesa heredera. Pero Felipe marchó en diciembre de dicho año, dejando a Juana embarazada de Fernando, su cuarto hijo, quien nació en Alcalá de Henares en marzo de 1503.
Al año siguiente, en la primavera, Juana regresó a los Países Bajos, reclamada por su esposo. Pero Felipe la desatendió –así como sus asistentes flamencas-- y Juana la emprendió con unas tijeras contra una de las favoritas de su marido. Felipe, entonces, la recluyó en sus aposentos. Juana comenzó a comportarse de un modo rebelde: no lavándose y llevando una huelga de hambre. Ya en La Mota, había habido días en que pernoctó sola, a la intemperie, o en un eremítico habitáculo, junto al muro de la fortaleza. Miel sobre hojuelas para Felipe… hasta cierto punto. Hasta la agonía de Isabel de Castilla, en que esta introdujo una cláusula para su sucesión nombrando regente a Fernando de Aragón si su hija Juana “no pudiera o no quisiera gobernar”. Entonces Felipe se dio prisa en espabilar a su mujer, haciéndola dar a luz a su quinto retoño, María (septiembre de 1505). Así pues, según soplaran los vientos, convenía unas veces que Juana fuera solo una esposa demasiado celosa, o por el contrario, una incapaz total. La circunstancia pareció aclararse cuando se aceptó su sucesión al trono castellano. Desembarcó la pareja en La Coruña, en abril de 1506. El almirante Enríquez certificó que la reina Juana tenía una buena salud mental. Fernando el Católico se ausentó de España, para no verse con su yerno. Felipe se desentendió de Juana y se entregó a apañada vida golfa. Para sorpresa hasta de los más escépticos, Juana quedó preñada por sexta vez, de Catalina, que nacería en febrero de 1507. El 16 de septiembre de 1506, Felipe jugó a la pelota y después se bebió un vaso de agua helada. A partir de ese momento, cayó malo, quién sabe si emponzoñado por su suegro Fernando, o víctima de la peste. Murió en la Casa del Cordón de Burgos, asistido por Juana, embarazada. Se le vistió de gala y se le sentó en el trono, en la macabra postura de presidir su propio duelo mortuorio. Al día siguiente, se le extrajo el corazón que—como muy bien se señala en la obra de Ernesto Caballero—se envió a Flandes. Juana mandó que se trasladara el cadáver a la Cartuja de Miraflores, y que no recibiera sepultura, para que ella pudiera visitarlo regularmente. En la villa de Tórtoles, el 29 de agosto de 1507, Juana entregó el mando del reino a su padre Fernando, quien la recluyó primero en Arcos, por espacio de varios meses, y después en Tordesillas, bajo la atenta mirada del acólito aragonés Luis Ferrer. El encierro se endureció con su hijo Carlos I instalado en Toledo. Nada de visitas, salvo las familiares; ninguna noticia del exterior. Los aposentos de Juana, sin ventanas y siempre iluminados con velas. Se la redujo a la muerte en vida, y se la condenó al olvido de las gentes. A partir de 1552, para escarnio de su muy católico nieto Felipe, Juana se negó a acatar los sacramentos: ni confesaba, ni comulgaba. Su salud se deterioró grandemente: quedó paralizada de piernas, postrada en cama y llagada. Las llagas gangrenaron y comenzó la lenta agonía de la reina. Juana I de Castilla falleció sin la compañía de su familia, a las seis de la mañana del 12 de abril de 1555. Contaba setenta y seis años. Se la enterró junto a su esposo Felipe, en la iglesia del convento de Santa Clara. Allí estuvo hasta 1574, en que se trasladaron sus restos a la catedral de Granada.

© Antonio Ángel Usábel, mayo de 2016.
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* Reina Juana, de Ernesto Caballero, con dirección de Gerardo Vera y escenografía y vestuario de Alejandro Andújar y Gerardo Vera, e interpretación única de Concha Velasco, se representa en Teatro de La Abadía (C/ Fernández de los Ríos, 42, Madrid) del 28 de abril al 12 de junio de 2016.