“Con la edad, los ojos ven más lejos, no en la distancia, pero sí en el tiempo.” (aausábel, 2017)

“Con la edad, los ojos ven más lejos, no en la distancia, pero sí en el tiempo.” (aausábel, 2017)

En este país...

En este país...

sábado, 22 de agosto de 2020

La última rosa.

“En mi tierra desierta eres la última rosa”

(Pablo Neruda)

Miró por la ventana. La alameda se parecía a un andén, justo como aquel donde una tarde ella despidió a su novio. Había mujeres paseando con cochecitos de niño; entonces, junto a las vías, viajeros tirando de sus equipajes y buscando ansiosamente su vagón. Armando iba como un cordero, triste, apagado, lloroso. Ella tampoco podía retener la emoción y hacía rato que goterones de lágrimas rodaban por sus mejillas y sus surcos se adherían a ellas como pegamento. Era imposible no separarse, y esta vez para siempre. Ella lo había decidido; era la mejor alternativa, aunque doliera profundamente a los dos. En los días previos, durante largas caminatas por el paseo marítimo, o al abrigo del rincón de una cafetería, se lo había intentado hacer comprender a Armando. No podían seguir unidos. Vivían en ciudades diferentes, distantes y opuestas. Ella debió regresar de su larga estancia en Dublín, donde era profesora de Literatura española y donde Armando la visitaba en vacaciones. Debió regresar, porque su familia era lo más importante. Se la necesitaba aquí.

Nina –tal era su nombre—evocó sobre el cristal de la ventana la cara ensombrecida de Armando, su boca contraída por el dolor y sus ojos pardos acuosos, mirando en la distancia, como a ninguna parte. En la estancia el compás perpetuo de un reloj de pared. Nina se volvió. Sentados en un tresillo, una pareja de ancianos miraba bobaliconamente un documental de Naturaleza. El enorme televisor sin sonido.

--Niña, tengo frío—dijo el viejo.

Nina fue a buscar una escocesa y arropó al anciano.

La anciana se pasaba la lengua por el labio superior, relamiendo los restos de miel de una tostada.

--Niña, tengo frío—repitió el viejo.

--No, ya no puedes tener frío. Ya estás tapado, tío.

--Niña, ¿qué día es hoy?

--Viernes.

--¿Es la hora de dormir?—prosiguió el viejo.

--Todavía falta un rato.

--¿Eh?

--Que aún no, tío. Todavía falta un rato para ir a la cama.

El anciano se quedó interrogando a Nina con la mirada, como si tuviera que descifrar cuánto podría ser un rato.

--Yo le aviso, tío, cuando haya que ir a dormir.

--¿Me avisas? ¿Cuándo me avisas? Di.

--Luego le aviso, tío. Vea la televisión. No se preocupe.

El anciano pareció volver a querer distraerse con el aparato.

Nina se sentó en una butaca de felpa, junto al tresillo.

Así era ahora la vida de Nina: mañanas, tardes y noches igual. Atendiendo a aquella pareja de seres indefensos con la memoria congelada por una glaciación salvaje. Suerte que, a sus cincuenta años, había podido ahorrar dinero suficiente de sus clases en la universidad, de las publicaciones y de las tesis doctorales que había dirigido. Su madre, recientemente fallecida, le había dejado en herencia dos pisos, uno bastante grande, que llegado el caso podría vender. Ella se arreglaría con el apartamento.

Sus tíos tenían algún dinero en el banco, y su casa en propiedad. Pero Nina no pensaba llevarlos a ninguna residencia por el momento. No, hasta que la situación se volviera demasiado complicada como para continuarla por sus propios medios. Después, tiraría del dinero de sus tíos, y vendería su casa, para pagar los enormes gastos de un asilo.

Ella se estaría junto a ellos, no haciendo banda aparte, muerta para el mundo como una monja de clausura casi. Solo pedía a Dios fuerzas para resistir, para sobrellevarlo sin volverse chalada. No contaba con especiales dotes de enfermera, pero había leído dos manuales sobre cuidado a ancianos con demencia senil, y esperaba hacerlo bien. La muchacha a la que pagaba para limpiar la casa le venía tres veces a la semana y alguna ayuda le echaba. Además, así tenía a alguien con quien conversar, aparte de las mudas paredes. Con decisión y fortaleza de ánimo, saldría adelante.

¿Cuánto podría durar aquello? No podía precisarse, tratándose de dos personas. Quizá cinco años, quizá ocho, quizá diez. Lo que Dios la deparara. Pensar en Dios como aliado daba entereza a Nina. No estaba sola. Había alguien que la quería, aparte de sus tíos y del pobre Armando. Pediría mucho en sus oraciones vespertinas también por Armando, para que la olvidara pronto y encontrara una buena novia en su ciudad. ¡Cuánto sentía haberlo sacrificado! Pero no había otra forma. El mal los había sorprendido demasiado pronto y avanzaba a su aire. No podía continuar con Armando. No hubieran podido verse, tratarse, amarse. Ella debía cuidar a sus tíos. El piso de Armando era pequeño, y no habría espacio suficiente para dos ancianos con la cabeza perdida. Armando tenía su trabajo en su ciudad, y, aunque hubiera logrado conseguir más cerca otro empleo, allí mismo o a ochenta kilómetros, ella no iba a tener vida normal. Era mucho pedir a un hombre, por mucho que la amara.

Al fin Armando había comprendido, pero sin estar concienciado. A la fuerza ahorcan. ¿No sufrir? Imposible: a ambos les tocaba sufrir. Armando había dejado atrás un divorcio, tenía dos hijos estudiando en la facultad, y su vida social parecía no llevar una dirección determinada. Pocos amigos, mucho mundo interior, hábitos espiritualmente sedentarios. Nina era parecida a él, pero con mayor empuje y determinación de carácter. Lo sentía por Armando; tal y como era, no le resultaría fácil empatizar de nuevo con alguien. Pero siempre cabría una posibilidad… o un par de ellas. En cuanto a sí misma, en Dublín había disfrutado de amigos, buenos y entregados amigos, pero nunca de una relación estable. Atraía a los hombres en principio, pero luego se iban desinflando hasta perder por ella su grado de compromiso inicial. Y a Nina le solía suceder otro tanto: siempre volvía a añorar la alianza con una solitud asumida e independiente. Con Armando no había podido llegar a comprobar la consistencia del edificio, pese a que realmente le quisiera hasta pisar los umbrales de una peligrosa adoración. 

El compás del reloj marcaba las horas. Era el timbre rítmico de aquel salón. Voz demasiado acompasada, pero preferible a un volumen desproporcionado del televisor, como les gustaba escucharlo a sus tíos. 

--¿No se oye la tele?

--No, tía. Se ha estropeado. Mañana la arreglan.

--¡Ah!

En su pecho, un pálpito de nostalgia, como una ráfaga de recuerdo ametrallado. Sería el ramito de violetas que le regalaría este atardecer:

Recreaba a Armando, en el descansillo, despidiéndose de aquella veterana pareja hace dos veranos.

Su tío, aún con curiosidad consciente, no atisbaba la respuesta a un interrogante:

--Oye, pero ¿a ti qué te gusta de Nina?

--Todo.

© Antonio Ángel Usábel, agosto de 2020.

jueves, 20 de agosto de 2020

De repente me encuentro...

De repente me encuentro en la calle Princesa de Madrid, a la altura de Ventura Rodríguez. Acabo de dejar atrás las Concepcionistas y, enfrente, el Palacio de Liria. En realidad estoy a cuatrocientos kilómetros de distancia, en Santander. Pero ahora prefiero avanzar por esa calle madrileña, que tanto he transitado, mientras me pregunto a dónde voy, hacia dónde camina mi vida. Si llegaré a Plaza de España y acometeré Gran Vía, o si daré la vuelta, a la Plaza de los Cubos. Cuántos recuerdos de intimidad velada esconde para mí ese rincón. Y los cines Princesa, Renoir y Golem, cuántas gratas horas en versión original, solo o en compañía de otros.

Estaba aún en la calle Princesa. Por allí tenía su casa y su salón literario la Condesa de Pardo Bazán, de feliz estatua en la acera contraria. Por allí había un sitio de multicopias donde tiré ejemplares de mis trabajos universitarios. Cerca también la calle del Limón, donde vivía un buen profesor mío de Arte e Historia universal. 

Cruzando Tutor, más abajo, en Ferraz casi, el impresionante Museo Cerralbo, en el que el tiempo se detiene en el siglo de las guerras carlistas. 

Cuando uno transita por esas calles, en verdad no sabe hacia dónde se dirige ni por qué. Puede subir o bajar, pero siempre le parece permanecer en el mismo estado de espera y en el mismo sitio. Tal vez cerca o tal vez lejos de casa. Tal vez aún con veintitrés años o tal vez con cincuenta y tres. Puede que tranquilo paseante, o impaciente y apresurado por llegar a una cita. Con sus parientes vivos o ya no. Con las esperanzas e ilusiones por hacer, o con ellas olvidadas. Con una bolsa de El Corte Inglés y un regalo dentro, o sin nada en la mano. 

Si deseo capturar múltiples retazos de mí mismo, o la intemporalidad de mi persona, no he de separarme de la calle Princesa. No es mi rincón favorito de Madrid, pero sí uno de los que mejor me representa y contiene. Me da la sensación de que ahí empieza y acaba todo. De que alimenta mi soledad siempre reinstaurada. Donde me siento escupido al mundo, y sin un por qué ni un para qué o un hasta qué tramo del paseo.

Definitivamente, nunca encontraré a los demás allí, conmigo. Solo mi eterno ser ausente. La presencia fantasmal de un hombre que nunca sigue una dirección definitiva ni alcanza una meta determinada. 

Siempre, de repente, sigo a alguien; me doy cuenta: soy yo. Me encuentro en Princesa.

© Antonio Ángel Usábel, agosto de 2020.

domingo, 9 de agosto de 2020

Reflexiones en el filo del amor.

 Escribo este texto como terapia

Hablaré primero del PROBLEMA, para abordar seguidamente el REMEDIO.

1-EL PROBLEMA:

Una persona amada me acaba de dejar. Ella, de mi edad, vivía muy lejos, a 9.357 km de distancia. Llevábamos un año. Habíamos intimado pocas veces. Hablábamos todos los días, dos y tres horas. Llegaba por fin el momento de una unión prolongada. Inesperada e inexplicablemente, justo al encontrarnos, y mediante una carta, ella decidió terminar con la relación.

No lo hizo delicadamente, sino dándome a entender primero su determinación de seguir, para a poco retractarse. Esto estuvo muy feo, puesto que no hay ninguna necesidad de hacer daño, de manera voluntaria y consciente, a quien, de por sí, se va a llevar una desilusión muy grande, profunda e intensa.

Mi primera reacción fue la de juzgarla. Es natural reaccionar contra quien te agrede. Piensas, “¡es indigna! ¡una pájara!” “Ha jugado conmigo. No está bien. Yo no le he hecho nada a ella, salvo amarla con toda mi alma”, y cosas por el estilo. Ella misma puede suscitar estas valoraciones negativas, para que le resulte más fácil que el otro admita que no era la persona que más le convenía, y que se convenza de que la ruptura era inevitable. Con términos dulces se atrae, con malas artes se repele.

Pero luego meditas, y ves que ella pudo no estar a tu misma altura emocional. Que su acción de romper, aun cuando adrede, acaso no buscaba la burla o el mal (el limpio de corazón siempre piensa de ese modo tan benigno). Simplemente, es una persona inestable psíquicamente, por algún trauma emocional no superado ni gestionado como debiera, al no acudir a una ayuda terapéutica profesional. Prefiere apuntarse a los programas de Sadhguru y líderes espirituales por el estilo, que pueden estar muy bien, pero no deben ser la única ayuda para problemas profundos. Uno no debe entrar en una relación sentimental nueva sin haber limpiado y superado los traumas emocionales del pasado. Porque, si lo hace, contaminará su presente –y el de su pretendida pareja—con su pasado. Me ha sucedido a mí, en momentos en que no había gestionado bien mi dolor por un duelo, con lo que llegaba a otra relación tirando de esas cadenas sujetas a una pared de recuerdos y emociones aún muy vivos. El duelo no superado nos lleva a confundir el amor con el apego por la persona que nos dejó. El apego es una fijación obsesiva en la persona que uno ama, creyendo falsamente que es correspondido, cuando en realidad tu “das” inconscientemente pero no recibes. Esa relación terminó, y así has de comprenderlo para poder iniciar, sin ningún apego, otra presente, distinta y real, en la que sí puedes dar y recibir amor. 

Ella se fijó en mí por unas determinadas cualidades que notó y con las que ella sintonizaba. Pero, además, por la dificultad de la enorme distancia que nos separaba. Esto, que actúa de obstáculo en el plano consciente, supone a la vez un “parapeto” a nivel subconsciente, puesto que determina que la relación haya de desarrollarse sin contacto físico permanente, sino por medio de videollamadas. En el fondo, ella no quería perder su independencia. No deseaba sentirse “atada”, sobre todo después de varios fracasos sentimentales que la habían marcado. Tiene miedo a que se repita lo mismo, y así escribe: “Ya he tenido experiencia en esta situación anteriormente y puedo predecir un resultado poco satisfactorio en convivencia.” Ella está prejuzgando y su decisión supone una huida, con lo que comparándome con otras parejas precedentes, se niega a sí misma la posibilidad de conocerme realmente y de disfrutar conmigo. Yo no soy igual a otros hombres que ella haya conocido y con los que haya convivido. Pero no lo va a saber puesto que rechaza convivir conmigo. Es como el “optimista” que va a pescar peces y antes de salir de casa le pregunta a su mujer: ¿Qué vamos a tener de cena? (Coño, pues los peces ricos y sabrosos que tú traigas). 

Es, pues, ella una persona que HUYE DEL COMPROMISO. Hace poco me comentaba que, tres años atrás, estuvo a punto de comprarse una caravana para recorrer todo un país en solitario. Este detalle corrobora su deseo de permanecer sola, libre e independiente.

Como todo ser humano, empero, ella también prefiere ser amada. Y quizá piense que buscando una persona de similares inquietudes lo encontrará más fácil a nivel de pareja. Y quizá ya ha contado con algún compañero así. Y probablemente la experiencia tampoco haya sido muy satisfactoria. Pero es mejor engañarse y vivir una “liberación compartida”. El caso es que la necesidad de amar y de ser amada la condujo hasta mí. Ella ya sabía cómo era yo; mis gustos y aficiones. Entonces me dijo que, en otro tiempo, ella era una persona muy dinámica y alborotada, que salía a divertirse y trasnochaba, pero que ahora ya había cambiado su vida y se había vuelto mucho más tranquila y sedentaria, hasta el punto de casi no ver ni tratar a las amistades, salvo muy de cuando en cuando. Con este cambio quiso asimilar su actual forma de vida a la mía. Pero, ¿era real? ¿De veras se dio en ella esta modificación de hábitos? ¿Era otra manera de engañarse, para estar “más cerca de mí”? Es probable, por lo que hoy escribe, intentando, esta vez, marcar las diferencias. La cuestión era conservar a la persona que le atraía, es decir, yo. Contigo, sí, pero “contigo en la distancia”.

Otra de las razones que alega para confirmar la ruptura es que ya no siente por mí la atracción física, o la química, de hace algún tiempo. ¿Y es que de esto no se dio cuenta, acaso, diez días antes, quince, un mes, o varios más, considerando que me veía y hablaba conmigo todos los días por videoconferencia? ¿Tanto he cambiado de aspecto en tan poco margen? 

Al haberse tratado de una ruptura abrupta, sin aviso previo, a mí me ha sobrevenido el duelo de golpe, sin asomo de sospecha. Es evidente que ella ya lo tenía gestado en la cabeza, y que había iniciado inconscientemente el duelo tiempo atrás. Pudo no reconocerlo, y por eso no avisarme de sus próximas intenciones. Y cuando se le volvió consciente, ante la proximidad del reencuentro, no encontró otra forma sino la dura, despiadada y torpe de terminar conmigo mediante subterfugios y mentiras odiosas. (Lo de “terminar conmigo” se puede también tomar en sentido literal, porque estoy hecho polvo). 

Ella ha obrado equivocadamente; sabe que sufro; pero no le he oído decir “perdón”. 

2-EL REMEDIO:

Aprovechando el ambiente distendido de las vacaciones de verano, he emprendido la lectura de varias guías sobre rupturas sentimentales. De lo que voy leyendo, anoto lo más representativo o que me llama la atención, a lo que sumo mis reflexiones personales:

En carne viva, una pérdida amorosa nos duele, como una muerte incluso. Es lo que se denomina «duelo». Nos dura mientras nuestro cerebro no se haya acomodado a vivir sin esa persona. Lo fundamental es partir del hecho de que todo duelo es superable. La cuestión es gestionarlo bien, sobre todo la faceta del dolor. El dolor por la separación provoca emociones de tristeza, melancolía, vacío, nostalgia, y a veces ira, rabia, impotencia o incluso inutilidad o fracaso. La autoestima sufre un varapalo y necesita reponerse. Uno ha de volver a confiar en sí mismo y mentalizarse que vive un proceso del cual se sale, se ve el final del túnel, y que puede llevarlo a descubrir nuevos valores, facetas y, por supuesto, otras personas con quizá mejores oportunidades amatorias. No todo está perdido; tal vez, una batalla, pero no la guerra. Y el futuro puede traer experiencias más positivas, completas y placenteras. Uno ha de quererse, en principio, a uno mismo, y luego a los demás. Confiar en que uno VALE es esencial. “Tú vales mucho”. Vales más que la persona que te ha dejado, que no te merecía (esto me lo ha llegado a decir alguna ex mía: “No te merezco. Tú vales más que yo, y no quiero herirte”) En la medida en que el ánimo esté alto, sea positivo, mejor lo estimarán y verán a uno los otros. Incluidos los miembros del sexo complementario.

Acordarse de duelos anteriores es un testimonio de que el actual también puede superarse, aunque nos golpee y lacere con ahínco. Tuvimos iguales (o parecidas) sensaciones y recurrimos a estrategias (mejores y peores) para superar el duelo.

Olvidar no se debe, solo gestionar adecuadamente los recuerdos, evitando que nos atenacen. Con el tiempo, y una oportuna maduración de los recuerdos y de los estados de ánimo –para lo que hay que poner una voluntad y dedicación diarias--, se sale del duelo y se empieza a contemplar la ruptura no como piel en carne viva, sino como una anécdota en nuestra vida. Como un suceso anecdótico al cual podamos referirnos ya sin dolor. Esto nos dará la señal de que estamos en condiciones de plantearnos una nueva relación, si así lo deseamos, voluntariamente, sin presiones. La soledad asumida ni es una lacra, ni un signo de fracaso social, ni nada de lo que avergonzarse. Es una opción más, y legítima. Como señala Ronna Browning (Cómo superar una ruptura amorosa), aprender a estar solo “te permite elegir a quién tener en tu vida” y escoger a esa persona “desde una posición de fuerza”. Si se aprende a vivir solo felizmente, no se requerirá que nadie llene un vacío y así se transmitirá una mejor sintonía. 

¿Qué nos puede ayudar a no pensar todo el día en nuestra ex? Evidentemente, cultivar las aficiones que nos gustan, hablar de nuestro problema con amigos y familiares (en estas situaciones, el apoyo familiar es muy importante), y sobre todo no dejar nunca que el dolor nos venza ni nos exaspere. Que no pueda doblegarnos. También es valioso fijarse propósitos y objetivos en la vida, a medio y largo plazo. Qué nos conviene modificar, en qué podemos mejorar (empatía, solidaridad, sociabilidad, resiliencia, amistad), cómo podemos vencer la renuencia, etc. Llevar un diario de sensaciones y de propósitos puede servir para ordenar las ideas y no olvidarlas. 

Cuando se plantee el caso de una nueva relación, la misma debe encajar en nuestra rutina. Ambas partes deberán ceder, pero jamás hasta el punto de perder cada una su idiosincrasia, individualidad e independencia. No se puede exigir al compañero que viva en todo como yo. Y viceversa. “El amor verdadero no exige, ya sea activa o pasivamente, que renuncies a tus amigos, pasatiempos o intereses. De hecho, fomenta la independencia y el cumplimiento de tus responsabilidades y rutinas. Cuando eres una persona sana y funcional y tienes un compañero en la misma armonía emocional, esa persona confía en ti y te apoya.”(R. Browning)

No se debe idealizar a la persona amada hasta pensar que va a tener nuestra misma concepción de la vida, nuestros principios mismos o iguales reacciones a las nuestras. Intentar ver en el otro un espejo de nosotros mismos es quedarse con todas las cartas para una mala jugada, esto es, para un DESENGAÑO rotundo.

Cada cual tiene su código de conducta, que puede serle válido, si le funciona. Puede ser muy diferente al nuestro, y al de muchas otras personas, pero es el que conforma su modo de actuar, que nos puede agradar más, menos, o nada. Lo importante es «verlo venir», para no tener que quedarnos solo luego prendados en los reproches: en el «debería haber hecho» (él o ella) esto y no aquello. Nos estamos poniendo en su lugar, procurando actuar con nuestro código, en vez de con el suyo, que es el que ha quebrantado nuestras expectativas. Pero esto no funciona así, de manera tan sencilla.

Porque hay códigos de actuación distintos, debemos abordar nuestra relación, sobre todo si esta se encuentra al comienzo, con prudencia, y no esperar nunca demasiado de la otra persona.

La proximidad, la cercanía física, junto con la sinceridad y la transparencia, son condiciones esenciales para caminar seguros por una relación. Y aun con ello presente, se debe tener en cuenta que todo puede acabar por decisión de cualquiera de las partes.

No merece la pena sufrir por quien realmente no se inquieta, preocupa, o está pendiente de nosotros. Pensar constantemente en esa persona que nos ignora, y a quien en verdad poco importamos, es consumir energías emocionales inútilmente. Más nos vale rehacernos, en la medida de lo posible, cuanto antes, e intentar pensar que encontraremos nuevas oportunidades en el amor, y probablemente mejores.

Una reacción obsesiva a un desengaño solo nos daña y nos perjudica a nosotros mismos, no a quien nos lo provoca.

«Hay muchos peces en el mar» (Pero a su debido tiempo)

No hay que perder la esperanza de encontrar el amor. A veces, viene sin buscarlo, y cuando menos pensamos en ello. Son ciclos de nuestra vida, que se dan favorable o desfavorablemente, y que no cabe controlar de forma metódica o mecánica. Son como las olas del mar batiendo la costa, van y vienen, pero nadie las dirige.

Tras una ruptura, sobre todo si esta ha sido dolorosa, se deben romper todos los lazos de unión con la expareja, eliminando de nuestro entorno aquello que nos la recuerde: fotografías, escritos, y contacto en el móvil. Cuanto menos la tengamos delante, mejor. Siguiendo el dicho inglés, «Out of sight, out of mind». Hay que considerar que esa relación está definitivamente rota y que no va a volver. No hay marcha atrás. Luego es preferible no tener recuerdos a nuestro alcance. Debemos ayudar a nuestro cerebro a hacerse una nueva composición de lugar. No mantener lazos de unión es fundamental. Por supuesto, hay que evitar a toda costa «saber», tener noticias de esa persona. Nada que nos la avive en la mente y en el corazón ha de ser admitido.

El amor tiene su punto de egoísmo: nos hace sentirnos bien, que es lo que queremos. Mientras somos amados, la pareja lo es todo: es maravillosa, es un encanto, es un cielo.

Sin embargo, cuando el amor se tuerce, y se transforma en desamor y en un desengaño, la pareja es odiosa, es pérfida, es malvada. «Saber que un cielo en un infierno cabe.»

Las dos caras de una moneda, que no nos parece la misma.

Necesitamos el amor para sentirnos bien. En su ausencia, hay como un desierto dentro de nosotros. Hay quien lo llama infierno. La mente y el corazón precisan sentir amor, tanto el que se da como el que se recibe. Los dos nos alimentan y nos vivifican por dentro. Darse un chute de amor de vez en cuando (si no puede ser siempre) nos anima, nos da ilusiones, nos genera placidez y autoconfianza. Somos seres sociales, sí, porque además de la civilización existe el amor, que principia en nuestra familia, en el seno del hogar, y continúa en nuestro trato con las personas, de las cuales buscamos recibir consideración, y si cabe, cariño o amor.

El cariño es un aprecio muy grande, una sensación que supera con creces a la amistad y que es limítrofe con el amor. Pero no llega a comportar una voluntad tan grande y seria de compromiso como aquel. Con el amor nos fundimos con el otro, nos debemos a él. Con el cariño hay cierta separación, una raya que no se traspasa. El cariño es una amistad muy sincera y profunda.

Existe un riesgo muy potente cuando en las relaciones sentimentales alguien confunde el cariño con el amor. Hay personas que creen, durante un tiempo, estar enamoradas, pero no reparan en que, en realidad, es cariño lo que sienten, y no amor. Si se dan cuenta en seguida, su relación no suele llegar a dañar a la pareja severamente. Se confiesa pronto, y el otro lo asume aunque en principio le duela. Lo peor viene cuando esa confusión se aclara tarde, muy avanzada la relación, porque para el otro resulta entonces fatal, como un rayo que le cayera encima y lo partiera. Si la persona «desenamorada» es inmadura emocionalmente, o tiene algún desequilibrio psicológico o vive aún un viejo trauma emocional, suele darse este segundo caso: el reconocimiento tardío del cariño, que no amor de verdad. Entonces llega aquella disculpa de «Es que me he dado cuenta de que te tengo cariño, pero no amor. Que no siento lo que debería sentir por ti.» Esta declaración de intenciones, dicha a destiempo, tardíamente, causa en el enamorado que la recibe una decepción muy grande, un desengaño amoroso profundo, y doloroso. Consecuentemente, un duelo mayor, donde va a haber una inestabilidad general: frustración, decepción, nerviosismo, ansiedad, irritabilidad, sensación de fracaso, de pérdida de confianza en sí mismo y en los otros, etc. Un torbellino de malas inquietudes que se prolonga durante un tiempo considerable, según la fortaleza de ánimo y la capacidad de recuperación de cada uno.

Es verdad que el «ofensor» que tenía cariño, pero no amor, puede sufrir también, pues ve el daño causado en el otro. Pero se repone antes, porque inconscientemente estaba sobre aviso, y no va a salir lacerado en su fuero interno como sí el «ofendido». No llega a constituir para él un trauma; si acaso, algo de reproche y de pesadumbre.

En los desengaños fuertes es imposible que la relación se troque en amistad o en simpatía, aunque sea livianas. El mal obrado es mucho, y la recuperación dificultosa. En los desengaños menores, donde la sinceridad ha marcado el patrón, procurando en lo posible no lastimar demasiado al otro, es factible que quede un poso de cariño mutuo, o incluso de una amistad discreta.

Es muy importante ser siempre sinceros con el otro e identificar a tiempo lo que se siente (o lo que se puede llegar a sentir), si cariño o amor. Si el primero, advertirlo. Si el segundo, decirlo también, y continuarlo hasta que Dios quiera.

La sinceridad es siempre digna de agradecer. Es reconfortante y mima a los demás. La sinceridad es también un trazo hecho con amor.

© Antonio Ángel Usábel, agosto de 2020.