“Con la edad, los ojos ven más lejos, no en la distancia, pero sí en el tiempo.” (aausábel, 2017)

“Con la edad, los ojos ven más lejos, no en la distancia, pero sí en el tiempo.” (aausábel, 2017)

En este país...

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martes, 8 de septiembre de 2015

Futuro imperfecto: huyendo del fanatismo y de la guerra.


Hace unos días, el jueves 03 de septiembre, la prensa mundial recogía unas instantáneas estremecedoras: la imagen del cuerpo inerte de un niño pequeño en la orilla de una playa turca. Se llamaba Aylan Kurdi, tenía tres años, y la inocencia de toda la esperanza del mundo, como es justo que lleven los niños de su edad. Sin embargo, su vida no pudo ser. Se ahogó junto con su hermano de cinco años, y su misma madre, al intentar alcanzar en un bote hinchable la isla griega de Kos. El padre, que intentó agarrarles en el agua, no pudo con ninguno, y los tres miembros de la familia perecieron.
¿Qué ha hecho ese niño –y muchos como él—para terminar así? Nada. Solo haber nacido en un espacio sacudido por el fanatismo, la intolerancia, la dictadura y la guerra contra quien no piensa igual.
En la foto, Aylan parece un muñeco roto. Conculcado su derecho a ser feliz, a vivir sus ilusiones con normalidad. Medio mundo está muriendo al margen del otro medio. Cientos de holocaustos se repiten a diario en los países en guerra. Los niños nacidos en esos países quedan abocados a contemplar los horrores de la violencia, la tortura y el crimen. No tienen una infancia fácil. Extraña crueldad la del azar que juega a ponerles en esos sitios.


Europa está obligada a actuar con rapidez, porque no hay excusa para mirar hacia otro lado, y cruzarse de brazos. Los refugiados llegan en masa. Se agolpan en campos, en estaciones, en trenes y autobuses. Huyen del azote del fanatismo. Como agudamente ha señalado el presidente ruso Vladimir Putin, Europa auspició muy alegremente la caída de los regímenes autárquicos de Libia e Irak, sin pararse a pensar qué les iba a sustituir, y sin considerar que esos líderes discutibles estaban conteniendo el avance de otras posturas peores. Efectivamente, en muy pocos años, meses incluso, hemos asistido a la creciente progresión bélica del radicalismo islámico por Oriente Medio, África y el Magreb. Ya no están los caciques que erradicaban ciertas actitudes. El fundamentalismo se ha aprovechado de la falta de un modelo de estado a seguir. El Islam, por otra parte, no se está oponiendo con contundencia ni audacia a los extremistas. Occidente teme intervenir. Europa no quiere implicarse en una guerra total contra los fanáticos. Europa puede albergar ciertos principios éticos, pero carece ya de la raigambre religiosa, casi ascética, que levantó las Cruzadas, los templarios, los caballeros de Malta. A Europa el cristianismo le importa ya poco. El laicismo se enseñorea del mundo occidental, y ya no hay principios espirituales que alienten a la acción. Lo único que queda es el compromiso ético, humanitario, si se puede decir que eso existe en democracias castigadas por el rufianismo y la corrupción.
Un sacerdote se preguntaba en la homilía del último domingo (06-09-2015): “¿Qué le pasa al mundo, que ni ve, ni oye?” Cristo es quien abre los oídos a las palabras, y los ojos a la realidad de los problemas de nuestros semejantes. Cristo sana, para a través del aliento de su Espíritu, hacer hablar al corazón en favor de nuestros hermanos.


La inestabilidad económica, la pérdida constante de puestos de trabajo, el empleo precario y esclavista, la mano de obra barata, no favorecen un grado de implicación necesario y deseable. La crisis global vuelve reservados a los mandatarios. Una Europa débil no piensa en compromisos largos. Nadie desea la guerra, la escalada armamentista, sino la buena y hábil diplomacia. Pero hay veces en que esta no basta, y se debe actuar de otro modo. Quién diría que, siendo descreído este Viejo Continente, haya de tornar a la guerra como en los tiempos del Viejo de la Montaña, de Saladino y de las escuadras otomanas: para hacer frente a una amenaza bajomedieval. O Europa deja de mirarse el ombligo y reacciona a tiempo, o se verá sometida a un peligro insoslayable. El Islam es una religión de rápido crecimiento, el cristianismo decrece (en parte, por falta de moral y desgaste, en parte por agnosticismos severos), y dentro del primero dominan las facciones extremas, las de “los verdaderos fieles creyentes”, que se quieren imponer sobre los musulmanes moderados. Hay una guerra civil religiosa en el Islam, que de momento están ganando los cortadores de cabezas. ¿Por qué esta tendencia, y no otra? Algunos de los que patrocinan la yihad se han educado en Occidente, quién lo diría. Señal de que no han quedado muy contentos con nuestra civilización. Algo estaremos haciendo soberanamente mal aquí.


 Mientras que cristianos y judíos han aprendido a ser tolerantes con otras religiones, la tolerancia es aún una asignatura pendiente para el Islam. El Islam ve a los seguidores de otros cultos como serios competidores. Los musulmanes consideran a Abraham su padre fundador, el primer elegido por Dios, que existió antes que judíos y cristianos, y no era ninguno de estos. Solo hay una Salvación clara y firme: dentro del Islam; y quienes no se conviertan no tendrán garantizada la vida eterna. Quienes renieguen tras su conversión, aunque hagan buenas obras, no serán aceptados en el Paraíso y perecerán en el fuego del Infierno. “Ciertamente, quienes creen, hacen obras pías y se humillan ante su Señor, esos serán los huéspedes del Paraíso; ellos permanecerán en él eternamente” (Corán, XI, 25); “[Quienes] hayan dado bien por mal, todos esos tendrán la última morada” (Corán, XIII, 22). Ese dar bien por mal se contrarresta con el concepto de “yihad” o guerra santa. Justa contra los agresores y quienes practiquen la idolatría: “Combatid en el camino de Dios a quienes os combaten, pero no seáis los agresores (…) La idolatría es peor que el homicidio” (Corán, II, 186-187). “La religión, ante Dios, consiste en el Islam” (Corán, III, 17). Con los judíos que no deseen convertirse, habrá, sí, solo comunicación (ibíd., III, 19). Aquellos que combatan en la senda de Dios, ya perezcan o resulten vencedores, se llevarán una enorme recompensa (ibíd., IV, 76). Aunque el Corán se refiere a Jesús como nacido de María virgen, por obra de Dios y sin intervención humana, lo considera solo un profeta, un justo. Con su predicación vino a cumplir la ley del Pentateuco; hizo muchas curaciones milagrosas, resucitó a los muertos, y tendrá un puesto destacado en el Juicio Final (v. Corán, III, 37-52) Sin embargo, el Corán advierte que los cristianos adoran a Jesús, un hombre como Adán, y creado del polvo como él. Es decir, sustituyen el culto a la personalidad de Jesús-hombre, por el único y verdadero culto a Dios-ente absoluto. Lo cual supone, en cierto modo, una idolatría, pues se reza al Mensajero en vez de al único Dios Creador. Merece la pena transcribir el pasaje coránico: “Los judíos dicen: Uzayr es hijo de Dios. Los cristianos dicen: El Mesías es hijo de Dios. Esas son las palabras de sus bocas: imitan las palabras de quienes, anteriormente, no creyeron. ¡Dios los mate! ¡Cómo se apartan de la verdad! Han tomado a sus doctores, a sus monjes y al Mesías hijo de María, por señores, prescindiendo de Dios: no se les había mandado más que adorar un Dios único. No hay Dios sino Él, ¡loado sea!” (Corán, IX, 30-31). A continuación, el texto descalifica a doctores y monjes como simoníacos cegados por el oro y la ambición.
 
En el mundo es justo que haya cabida para múltiples creencias, y que todas se respeten mutuamente. Incluso que, ecuménicamente, intenten construir proyectos solidarios en común. Eso es lo gozoso, lo ideal. El problema viene cuando una creencia –o una interpretación de la misma—batalla contra las demás, porque piensa que no tienen derecho a existir. Esa posición belicosa la emprende incluso contra testimonios de culturas pasadas. Contra ruinas y cementerios, como si de las tumbas fueran a brotar los viejos guerreros con la idolatría en sus yelmos y corazas. En la distopía levantada por Orwell se vigila el pensamiento (hay una policía para ello), se destruye la Historia (para que no determine el presente) y se tortura o extermina al opositor. Parece una guerra de una esfera gris contra una plaga de cucarachas. El radicalismo de una fe concreta impone por la fuerza y el terror la dictadura. Estamos en el periodo álgido de la tecnología y la informática, de los cruces informativos, donde puede haber un lugar para las estrategias del corazón, y sin embargo, las ventajas se desperdician y desperdigan. El hombre no aprende a hacer un mundo mejor. Se equivoca siempre la paloma, se extravía, se pierde.


La escritora y periodista italiana Oriana Fallaci, ya fallecida en 2006, argumentaba que Europa había perdido “su rabia y orgullo” contra un Islam ofensor. Es decir, era clara partidaria de levantar empalizadas infranqueables. En la misma línea se posiciona hoy Salman Rushdie, que habla del surgimiento de nuevos estados teocráticos y de la timidez de Occidente al no reaccionar. Occidente intenta “contener” en vez de “derrotar”. Para Rushdie la crueldad inusitada esgrimida por los atacantes está logrando su objetivo: sembrar miedo y agarrotar los brazos. El sádico cuenta con que nunca se va a obrar contra él del mismo modo, pues el principio cívico proscribe ciertos métodos. En consecuencia, el sádico aprovecha ese margen de ventaja que le dan los reparos o escrúpulos del oponente.

Mientras, niños muertos, niños difuntos, y personas inocentes que caerán bajo las bombas de uno y otro bando.


 Lo que más encoge el corazón es ver un niño muerto. Aplastada su inocencia, traicionada su alma infantil y pura por la violencia cobarde. Es como perpretar una fechoría contra los dulces jilgueros y petirrojos de un vergel. Esconder un explosivo en una pelota, sabiendo que es el juguete irresistible de un pequeño. O en un peluche, donde la criatura busca la suavidad del cariño. Mentes enfermas que convierten el mundo en un infierno, en un paraje desolador.

Pienso en Aylan Kurdi, cuando su padre le indicó que se subiera a esa balsa frágil. Las preguntas que se haría, que quedaron sin responder. La confianza con la que quizá se acurrucó junto a su hermano de cinco años. El frío de la noche circundando el esquife, la plena oscuridad…, el drama del hundimiento, sus últimos minutos flotando en el mar, gritando, llorando, llamando a sus padres, y finalmente engullido por el agua y asfixiado por ella.

La única alegría que cabe llevarse Aylan Kurdi, y todos los niños muertos como él, es ver, desde la dimensión desconocida, que su tragedia no ha sido en vano, y que los hombres de buena voluntad se unen para evitar que hechos así se repitan.

Que Dios los acoja en su seno, que nos ayude a mejorar, y que no acabe harto (yo lo estaría ya) de esta Humanidad vil y salvaje.
© Antonio Ángel Usábel, septiembre de 2015.