“Con la edad, los ojos ven más lejos, no en la distancia, pero sí en el tiempo.” (aausábel, 2017)

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En este país...

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jueves, 28 de junio de 2018

Berrio-Otxoa: hasta el último suspiro.


En memoria de Mª del Carmen y Mª Jesús
Capelastegui Cortázar, “las hijas del médico”.
Hai-Duong. Una hora para congraciarse con su Dios. Tres frailes dominicos y un catequista rezan atados a unas estacas clavadas en el suelo. Han llegado hasta allí encerrados en unas jaulas de bambú diminutas, que solo les permitían estar acuclillados. Al pasar por el templo de Buda, los mandarines han pedido permiso para el ritual del sacrificio humano. Es Tonkín, en Indonesia, actual Vietnam del Norte. 1 de noviembre de 1861. Francia y España –desde Manila—intentan extender su área de influencia en Extremo Oriente. Los extranjeros no son bien recibidos, especialmente si son misioneros y quieren propagar el cristianismo. Los caciques locales miran muy recelosamente a los enviados de un mundo distinto, ajeno, y no están dispuestos a ceder ni un mínimo de poder e influencia. Los mandarines decretan la persecución implacable de los cristianos. Los predicadores han de refugiarse en fosos camuflados bajo las chozas de paja. Pasan allí, sin luz ni ventilación, muchas horas, hasta que el peligro ha pasado. A veces, se olvidan de ellos, y tienen que aporrear la trampilla de tablas para que les dejen salir.
Todo esto ya lo sabía Valentín Faustino de Berrio-Otxoa y De Arizti cuando era un adolescente, servía de monaguillo en Elorrio (Vizcaya) y soñaba con convertirse en el primer mártir de la fe vizcaíno. Su madre, doña María Mónica, servía en casa del señor cura, y a diario llevaba al niño Valentín a contemplar la imagen de la Purísima Concepción de la parroquia. El padre de Valentín, don Juan Isidro, tenía una modestísima carpintería, donde ayudaba el chico cuando era menester. Los curas pronto se hicieron cargo de la educación del muchacho, quien tenía, además, un tío sacerdote en Guetaria. Ocurrió un día en que, con mar embravecida, un Valentín de catorce años desapareció entre las pindias olas, para gran temor y sobresalto de su señor tío. Tardó rato en reaparecer en la playa, sano y salvo, como por milagro. El joven confesó que se había visto sumergido y sin poder ver nada entre la arena, que había rezado intensamente a la Virgen Madre, y que de repente había alcanzado la playa. Poco podía sospechar él entonces que el destino le haría llegar como náufrago a una playa por segunda vez, cuando ya hubiera traspasado el umbral de la muerte.
En el convento de las Madres dominicas de Santa Ana había un capellán confesor, el Padre Mendoza, quien es el primero que habla al muchacho de las crueles persecuciones de frailes en Tonkín. Valentín abre sus oídos a estos relatos y se propone ser sacerdote. Siempre fue un alumno aventajado, con facilidad para aprender casi por sí mismo tanto las letras como el arte de la carpintería. Empieza con los latines y hace, con quince años, voto de castidad. En octubre de 1845, parte en diligencia para el seminario de Logroño. Valentín tiene dieciocho años. Se esfuerza mucho en los estudios. Pero el pobre negocio de su padre lo reclama y el joven (ya tonsurado) ha de abandonar el seminario. Malamente resignado, mas siempre obediente, trabaja con Juan Isidro en Elorrio y en Galdácano. Sin recursos económicos, no puede seguir la carrera eclesiástica. Entonces decide marchar a pie a Roma para suplicar al Papa una ayuda. Pero tiene la inesperada suerte de que el recién nombrado obispo de Calahorra, don Miguel de Irigoien, sepa de su caso y le haga director de novicios. El profesor sabe tanto como sus alumnos, pero con empeño supera la prueba y, en 1851, es, por fin, ordenado sacerdote. Se pone tan engolfado de lo divino que en una fonda de Elgueta baila un aurresku. 
Es fama que Valentín se arrebolaba en las homilías, que improvisaba y extendía infinitamente. Pronto se gana aura de santo. Inquieto, tiene una idea fija: hacerse misionero. Para ello, parte a recibir preparación al convento dominico de Ocaña, en la provincia de Toledo. El 12 de noviembre de 1854, hace su voto de servir en misiones hasta la muerte. El 28 de diciembre, día de Inocentes, viaja a Cádiz, desde donde escribe a sus padres antes de embarcar en una fragata hacia Filipinas. Les pone: “Adiós, mis amados padres. Su hijo no va a las Indias en busca del oro y de la plata, sino a conquistar el Cielo para sí y para los demás.” Lleva de capitán a un formal vizcaíno, muy devoto, y de compañeros de travesía a cuarenta monjes franciscanos. Tras cinco meses de mar, alcanzan Manila. Una vez allí, a Berrio-Otxoa se le asigna el Tonkín, a donde llega clandestinamente, sucio, cubierto de barro, hambriento, a la choza de los padres Hermosilla y García San Pedro.
A los dos meses, con sus 31 años, Valentín es ya obispo coadjutor. Se le consagra como en una tarasca barroca, a las dos de la madrugada, con un báculo improvisado con bambú y una mitra de cartón. Tiene la fortuna de poder recibir alguna carta de su señora madre, desde Elorrio, que él contesta con delicadeza y mucho amor: “No pierda Vd. el sueño pensando en su hijo. Solo debe Vd. pedir a Jesús y a María la gracia de que me ayuden siempre y me protejan hasta el último suspiro.” “Lagun egin daistela beti eta zaindu nagiela azken-arnasararte.”
El 28 de julio de 1860, los mandarines se ensañan en el suplicio con monseñor García San Pedro. Las marinas española y francesa intentan desembarcar para proteger a los foráneos. No consiguen sino enfurecer aún más al rey Tu-Duc y la persecución repunta y se recrudece.
Berrio-Otxoa, el P. Hermosilla, el enfermo P. Almató y el catequista José Khang se refugian en un arrozal por consejo de un traidor que los denuncia a los represores. Trescientos esbirros rodean el arrozal y los religiosos son encontrados y detenidos. Es 25 de octubre de 1861.
Al llegar a la ciudad, ven una cruz en el suelo. Se les pide que la pisen. Valentín y sus compañeros se arrodillan y la besan. Después llega un duro interrogatorio. A pesar de que Berrio-Otxoa insiste en que su misión es solo apostólica, no política, los mandarines decretan la pena capital.
El Padre Hermosilla pide las mercedes de una hora de plegaria en silencio, y de que el fiel indonesio sucumba el primero, para ahorrarle el sufrimiento de ver morir a los hermanos. Le son concedidas.
Cuando el ejecutor tolera que un condenado pase una hora de recogimiento en silencio con su dios es que respeta las creencias de aquel. No las comparte, pero intuye que hay algo, un misterio que merece cautela. Que merece un cuidado tal vez supersticioso. No es un loco alucinado el que implora, sino un hombre que se dirige con piedad y fe hacia su dios. “Padre, estoy aquí ante ti, rogando que perdones mis faltas cometidas, que me des fuerzas en esta hora para que no me sienta abandonado por ti. Señor, dime que estás ahí. Dime que te sobrecoge el martirio de tu siervo. Hazlo llegar a mi corazón. Que mi último pensamiento y mi postrer suspiro te pertenezcan. Ha llegado por fin la hora que tanto esperaba. El momento para el que me he estado preparando tantos años, desde niño. Aquí estoy, solo, ante ti, solo contigo. Escucha mi oración, Señor. Que mi brazo sienta tu mano, que mi mejilla una caricia tuya. Hazme sentirme acompañado, y que no flaquee en el instante de mi muerte. Hazme digno de ti y de tu Gloria, Señor. Bendito sea siempre tu nombre. Amén.” Y en rápida sucesión las imágenes de la niñez, de la familia de Elorrio y de Vascongadas. Las pequeñas chanzas, el sonido del txistu y del aurresku, la airada voz del mar en Guetaria, el coro de las monjas, las risas de las mozas, la letanía de las viejas, los cantos y decires, el bote seco de las pelotas de frontón, las travesuras de los chicos en la calle… Los abrazos y besos de una madre que mira con amor y orgullo a su hijo y no desea verlo alejarse. Los ojos centinelas del padre para reprender cuando haga falta. Valentín se despide del mundo. Adiós a la vida.
Pasa la hora y se abre paso el verdugo con el sable. Ejecuta primero al reo indonesio. Después a cada uno de los frailes. Berrio-Otxoa está arrodillado, con las manos fuertemente atadas al poste trasero. Un sicario le ha pasado una soga por la barbilla, que tensa hacia atrás, arqueando la espina dorsal y ofreciendo todo el cuello al sable del verdugo. La hoja silba y mella el aire. Lo demás… es Historia. 
Valentín de Berrio-Otxoa había nacido en Elorrio, el 14 de febrero de 1827. Cuando su vida se extinguió en Tonkín tenía treinta y cuatro años.
El 20 de mayo de 1906, Valentín de Berrio-Otxoa y sus compañeros martirizados con él son beatificados en Roma por el Papa Pío X. 
El 19 de junio de 1988, el Papa Juan Pablo II lo canoniza junto a otros 116 mártires cristianos de Tonkín.
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¿Qué pasó con los restos del santo Berrio-Otxoa? Esa es la segunda parte de su historia, que conviene abordar también. 
Las Vascongadas se movieron muy pronto para conseguir que Berrio-Otxoa fuera declarado venerable y beato. Los apoderados de Elorrio consiguen que se apruebe una moción de las Juntas Generales de Guernica en este sentido, el 15 de julio de 1862. El Ayuntamiento y Cabildo de Elorrio instan a la Diputación Foral de Vizcaya a la recogida y examen de virtudes y de hechos del venerable obispo martirizado, en carta con fecha de 8 de octubre de 1862. El 16 de abril de 1866, la Diputación Foral de Vizcaya escribe al Vicariato de Tonkín sobre la localización de los restos mortales del mártir elorriano y ruega su repatriación a Vizcaya. El 25 de julio de 1867, responde el obispo Fray Bernabé García Cezón, Vicario apostólico del Tonkín central. Ni la autoridad eclesiástica, ni los misioneros dominicos se oponen al traslado a España del cadáver de Berrio-Otxoa, que es exhumado de su lugar secreto de entierro. Fray Bernabé trató en vida al mártir, cuando este se formó en el convento dominico de Ocaña. Ve llegar sus huesos el 2 de mayo de 1867. Ordena en seguida que se busque barco para conducirlos a la madre patria. En junio va a partir un sampán hacia Hong Kong, que es medianamente fiable, dentro de lo que hay. Embarcan los custodios con los restos sellados y lacrados el 17 de junio. Pero en la mañana del 18, una imprevista y terrible tormenta hunde el sampán en el mismo puerto, antes de hacerse a la mar. Perece un niño de pecho, y la madre y demás tripulación y pasaje se suben a una vela y salvan la vida. Las aguas resultan poco profundas en puerto y se retiran con la bajamar, dejando ver el casco de la nave. Los saqueadores se aprestan a recoger cuanto pueden. Alguien da con una caja de maque, la abre, y en un saco de seda ve que hay una osamenta. Los saqueadores, muy supersticiosos, tiran el saco al agua y gritan enfurecidos que aquello fue una maldición de los dioses. Quiso el azar que la marea condujera el saco de seda hasta una playa, y que un vecino lo encontrase y enterrase. Los frailes misioneros dieron con este hombre que, previo pago, los llevó hasta los restos. (Según la segunda versión del Padre Bernabé García, los encontró el catequista Juan Dao en la propia casa del rescatador). Los huesos fueron reconocidos por su sello mayor, el certificado húmedo pero legible, y los tres paños de seda de platina dorada y algodón blanco.
Por segunda vez, siguiendo un insondable destino, Valentín Faustino era rescatado del mar y depositado sobre la arena de una playa. Esta vez cadáver.
Pero, sorprendentemente, faltaba un importante elemento del cuerpo de Berrio-Otxoa: la cabeza. Esto es, al menos, lo que atestigua Fray Bernabé en julio de 1867. Como consecuencia del hundimiento del sampán y de la fuerte tormenta desatada, hubo inundaciones de villas, desbordamiento de ríos y vientos huracanados que barrían las frágiles casas. Las autoridades prohibieron que se volvieran a subir restos humanos a una embarcación y los guardias del puerto tenían orden de registrar cualquier paquete a conciencia. 
Así pues, el traslado de los huesos del mártir hubo de aguardar varios años. En concreto, hasta el 7 de marzo de 1886, fecha en que Fray Wenceslao Oñate, Vicario apostólico de Tonkín central, vuelve a reconocerlos y a certificarlos, con destino a España. 
Sin embargo, hay una porción del esqueleto que se va a quedar en Tonkín, para ser venerada allí; en concreto, los dos húmeros, el maxilar inferior y una rótula.
No se menciona si ha sido hallada la cabeza de Berrio-Otxoa.
De Manila zarpa un vapor, el Isla de Luzón, con los restos del mártir a bordo el 1 de mayo de 1886, y llega a Barcelona el jueves, 3 de junio, cerca de las tres de la tarde. Entre quienes reciben la caja se encuentra el patriarca del nacionalismo vasco, un joven Sabino Arana Goiri. 
El 7 de junio sale la caja desde la Estación del Norte barcelonesa con destino a Vitoria. Allí llega al día siguiente, 8 de junio, a las dos y media de la tarde. El 9 de junio parte en carruaje hacia Elorrio. A las cuatro de la tarde, se detiene un tiempo en Durango. Con la caída de la tarde del 9 de junio, entre cohortes de velas encendidas, entra la caja en Elorrio. Se la recibe con un himno solemne escrito por León Capelastegui y musicado por Pedro Lizarraga, organista. El primero, poeta y erudito, cerraba un breve ensayo sobre el culto a ciertas plantas el 10 de mayo de 1884, que salió en el tomo décimo de Euskal-Erria: revista bascongada (San Sebastián).
El 11 de junio, a las siete de la tarde, y sin haber sido desprecintada, la caja de la osamenta es introducida en otra de cinc, que se asegura con un alambre galvanizado soldado. El bulto se introduce en el mausoleo de mármol de Carrara debido al escultor bilbaíno Vicente Larrea, que estaba ubicado en la Parroquia de la Purísima Concepción de Elorrio, a la derecha del altar, entre el altar de San Miguel y el lado del Evangelio.
Allí permanece intacto hasta 1905. 
Cuando se aproximaba la fecha de su beatificación romana, los restos de Berrio-Otxoa fueron exhumados para recibir un aún mejor enterramiento. 
Y fue entonces cuando quedaron expuestos, para su reconocimiento médico-forense y toma de muestras para relicarios.
El 16 de septiembre de 1905, a media mañana, los médicos Juan Tomás Ibieta Lasaga y Tomás Capelastegui Astarloa (mi bisabuelo) reconocieron la osamenta. Hubo partes pequeñas del esqueleto que se metieron en un ánfora de plata, que debía llevarse a Roma. El resto se devolvió al sepulcro originario.
El 11 de julio de 1906, siendo ya beato Berrio-Otxoa, se volvieron a exhumar sus reliquias para colocarlas en una caja de plata y cristal. Se certifica que estaba el cráneo, que fue metido en un envoltorio de paño blanco de raso de seda con fragmentos óseos; en un segundo paquete iba la columna vertebral con las costillas; y en un tercero, los brazos. Los fémures se inhumaron sueltos esta vez. Se aprovechó la operación para separar pequeños trozos de hueso para atender a diversas peticiones devotas. Esto se hizo bajo control estricto, con el debido certificado reglado para cada reliquia, y so pena de excomunión si alguno de los operarios se hubiera guardado una mínima parte de esqueleto.
El cráneo no se echó en falta en esta exhumación de 1906, y tampoco debió de notarse su ausencia en la apertura de 1905. Esto quiere decir que entre 1867 –fecha de su primer intento de traslado a España—y 1886 –año de su llegada a Barcelona--, hubo un momento en que, en Tonkín, aparecería la calavera supuesta del venerable.
Es conjeturable que, en 1867, alguno o algunos de los padres misioneros dominicos de Tonkín decidieran apartar la cabeza de Berrio-Otxoa, como parte emblemática del cuerpo, y no mandarla a España. Posteriores pesquisas del Vicario darían con ella y se ordenaría, entonces, incluirla en el lote de huesos que viajó en el Isla de Luzón.
O quizá se hallara un cráneo que no fuera el de Berrio-Otxoa, sino el de otro compañero muerto con él. Adjuntar la cabeza daba un mayor “decoro” al conjunto. El aditamento pudo realizarse aun a sabiendas de que esa no era la cabeza del mártir de Elorrio.  Simplemente, con la intención de completar lo incompleto.
También desconocemos cómo se custodiaron e identificaron los restos desde el momento de la ejecución (1 de noviembre de 1861) hasta su exhumación para traslado en 1867. Hay que tener presente que, junto a Berrio-Otxoa, perecieron otras tres personas, dos de ellas frailes como él. Los cadáveres permanecieron en el lugar de la ejecución varias horas, hasta que fueron retirados por seguidores cristianos de un modo totalmente clandestino. ¿Qué se hizo después con ellos? Eso no está bien documentado. Según algunos bocetos, las cabezas de Berrio-Otxoa y de sus compañeros fueron colgadas y exhibidas como escarnio, con lo que es hasta posible que nunca se recuperaran.
En cualquier caso, Valentín de Berrio-Otxoa es un mártir para el recuerdo, un hombre nacido para llevar la doctrina cristiana, como mensaje libertador, a los confines del mundo.
© Antonio Ángel Usábel, junio de 2018.

[Con información procedente de Berrio-Otxoa, por el P. Carlos del Río, Asuncionista, Bilbao, Larrea-tar Koldobika Mirena, 1987; Proceso de beatificación de Valentín Berrio-Otxoa (1862-1906), de Román Berriozábal Azpitarte, Bilbao, Diputación Foral de Bizkaia, 2005]

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