“Con la edad, los ojos ven más lejos, no en la distancia, pero sí en el tiempo.” (aausábel, 2017)

“Con la edad, los ojos ven más lejos, no en la distancia, pero sí en el tiempo.” (aausábel, 2017)

En este país...

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domingo, 20 de diciembre de 2015

El hombre y sus cadenas.


José Luis Collado y Gerardo Vera han puesto en escena la versión dramatizada de uno de los hitos del realismo ruso, Los hermanos Karamázov, de Fiódor Dostoievski. Recuerdo aún la gratísima impresión, el desconcierto ante la existencia de un alma agusanada y una psique desnuda como la madre que la parió, que me produjo la lectura, con dieciséis años, de Crimen y castigo. Entonces entendí que hay un antes y un después de Dostoievski, como también lo hay con Zola, del cual descubrí Naná. No ha existido mejor momento para la narración, para la creación de personajes vivos, como la segunda mitad del siglo XIX. Toda la novela está ahí. Un momento álgido y sublime que no se ha repetido.

Los hermanos Karamázov es una de esas biblias del alma rusa, y por extensión, del alma humana. La otra es Guerra y paz. Una novela, en sus últimas ediciones en español, de 1.038 páginas. ¿Cómo llevar la esencia de ese torrente narrativo, de esa vida transmutada en literatura, a tres horas de representación? Muy difícil, un trabajo complejo, porque son muchos los matices, percepciones y sugerencias que pueden quedar fuera. En un encuentro que quieren volver mítico entre el director Gerardo Vera y el actor Juan Echanove –que interpreta a Fiódor Karamázov--, en el clausurado Café Comercial de Madrid, ambos profesionales se plantearon este reto, como si fuera algo novedoso, que no contara con prolegómenos. Pero sí, existe un claro antecedente, que el adaptador del texto, José Luis Collado, sigue muy de cerca: la versión cinematográfica que estrenó, en 1958, Richard Brooks, firmante, ese mismo año, de la más brillante traslación del teatro al cine: La gata sobre el tejado de zinc. Brooks y los Epstein (responsables del guion de Casablanca) se pusieron manos a la obra para intentar captar la esencia del gran relato de Dostoievski. Y es que la mayor parte de las secuencias de la película finalmente rodada, incluso con sus diálogos exactos, los recoge Collado en su reciente versión. En aquel largometraje, el patriarca déspota, mujeriego y calavera no podía ser otro que el ampuloso Lee J. Cobb, ese león rugiente que reaparece como Julio Madariaga en Los cuatro jinetes del Apocalipsis (Vicente Minnelli, 1962). Dimitri Karamázov, militar, hijo suyo, jugador, depravado, era Yul Brynner (quien parecía nacido para el papel, sin ser nunca un intérprete relevante). El personaje de la indómita Grushenka recayó en las delicadas facciones de María Schell, esa deliciosa actriz austriaca, formada en Francia y Suiza, que no se prodigó mucho en cine, pero que tenía calidez y magnetismo. Fue Natalia en Noches blancas (1957), de Visconti, también sobre un texto de Dostoievski, la ciega Elizabeth Mahler, a la que sana Gary Cooper en El árbol del ahorcado (1959), y la emprendedora periodista Sabra Cravat en Cimarrón (1960). El resto del elenco de Los hermanos Karamázov lo completaban Richard Basehart (Iván), William Shatner (Alekséi) y Albert Salmi (Smerdiakov). Los dos últimos, muy apropiados y correctos. A Katya (Claire Bloom) no se la llegaba a saborear en esa recreación, pues su carácter fue muy descuidado por los guionistas.
El eje vertebral de este montaje de Gerardo Vera lo constituye, sin duda, Juan Echanove, potente actor, territorial intérprete, que imprime toda la fuerza y vigor al patriarca del clan, Fiódor. En este momento de la Historia, no habría otro más idóneo en Madrid para este papel. Colosal resulta su introducción en escena utilizando una alfombra como trineo. Fernando Gil levanta un buen Dimitri, otra pieza básica de este tablero narrativo. Marta Poveda es una acertada Grushenka. Óscar de la Fuente compone, hábil y maravillosamente, un frágil y desesperado Smerdiakov, el epiléptico bastardo de Fiódor. Antonio Medina es un excelente Padre Zosima.
Aunque solo sea por rendir culto a un maestro ruso de la novela, y teniendo presente la dificultad del montaje de una obra suya, merece la pena asistir. Eso sí, la representación se hace un poquito larga.
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Los hermanos Karamázov (1880) nos habla del orden feudal en la Rusia zarista. Una tierra fría, de siervos sometidos a unos pocos potentados, donde el cristianismo ortodoxo suple a la ley y confiere cierto orden moral. Por eso Fiódor, cuando discute con su hijo Dimitri, acude no a un juez terrenal, sino a un hombre santo, el Padre Zosima, formador de su otro vástago Alekséi, seminarista, el “amigo de la Humanidad”. Que haya hombres justos no quiere decir que haya paz. La concordia brilla por su ausencia entre Fiódor y sus cuatro retoños. Dimitri no hace más que reclamar la parte que le corresponde de la herencia de su madre difunta. El padre le presta cantidades de dinero, pero con intereses, y transfiere algunos de esos pagarés a su amante Grushenka. Lo que no sospecha el viejo Fiódor es que Dimitri ama a Grushenka, y que esta también se siente muy atraída hacia él. Dimitri ha prestado una notable cantidad a Katya Verjóvtseva, para que esta saque de un compromiso a su padre, oficial del ejército. Katya se convierte en una rica heredera al morir una tía suya. Fiódor Karamázov confía en que ella se case con Dimitri, y que este herede su fortuna. Pero Dimitri no la ama. Sí, en cambio, Iván Karamázov, el filósofo positivista de la familia. La inquietud crece en Fiódor, al ver que pierde a Grushenka. La volubilidad de esta la lleva a torturar a Dimitri, haciéndole ver que sigue prendada de cierto polaco que la sedujo cuando era una jovencita. El enfrentamiento y rivalidad entre Fiódor y Dimitri crece por momentos, hasta volverse crítico e insoportable. Ambos se insultan agriamente delante del juez espiritual, Padre Zosima. Para resolver este conflicto, interviene Smerdiakov. Es el bastardo epiléptico y retrasado que engendró Fiódor una noche de farra y borrachera. El padre no lo reconoce como hijo y lo trata peor que a un criado. Harto de esta situación, Smerdiakov congenia con los deseos de Dimitri de ver muerto a su padre, y planea astutamente su asesinato. Cometido el crimen, se culpa de él a Dimitri, que estaba en el escenario de los hechos. Smerdiakov se justifica ante Iván, argumentando que ha asesinado porque si –como aquel afirma y cree—no hay Dios, todo está permitido. Pero Iván no aprueba esta muerte, y Smerdiakov se siente engañado. Se celebra una investigación y un juicio. Iván declara e intenta que se exculpe a Dimitri, sin conseguirlo. Siberia esperará a Dimitri Karamázov.

Los hermanos Karamázov trata, por supuesto, de cómo salen los hijos sin un modelo paterno moralmente aceptable. El personaje de Alekséi es, por ello, una de esas raras excepciones: no es el reflejo de su padre, sino que busca serlo del Padre Zosima.
Dostoievski plantea una visión relativista del mundo, dividido entre seres inmorales y oscuros, de aciagos destinos, y hombres de espiritualidad extraordinaria, cuya inclinación hacia la disculpa, el perdón y el bien, no puede, sin embargo, redimir a los primeros. Alekséi Karamázov es un ser muy distinto a sus hermanos y a su padre: no quiere vivir en el mundo real, y encamina sus pasos hacia el monacato. Iván es un cínico hipócrita y mentiroso que no se llega a creer sus propias doctrinas materialistas. Dimitri intenta cambiar sus malos hábitos, y sentar cabeza gracias a Grushenka, pero se cruza Fiódor en su camino, con enrevesadas consecuencias fatales. Ahora bien, los individuos no son compartimentos estancos, aunque el propósito del cambio siempre encuentra obstáculos firmes. Sucedía lo mismo en El jugador (1866). Por otro lado, las condiciones económicas dictan el sometimiento de las gentes al bellaco dinero. No se hace lo que se quiere, sino lo que el tiránico capital permite. Si se sobrepasan los límites, se raya en el delito, en el lado humillante y vil del infierno personal.

Así, los hombres y las mujeres son a veces malos, deseando ser buenos; o buenos, si logran escapar de los principios del mal. Los hombres se hacen a veces conjeturas y promesas de cambio, de modificación, que luego incumplen. Lo testimonia muy bien Grushenka en la novela: “--¿Sabes, Mitia? Voy a entrar en un convento. Sí, sí, algún día lo haré (…) Sí, pero hoy es cuestión de bailar. Mañana, al monasterio, pero hoy bailemos. Quiero hacer locuras, buena gente, ¿y qué importa?, Dios me perdonará. Si yo fuera Dios, perdonaría a todo el mundo, diría: ‘Simpáticos pecadores míos, desde hoy os perdono a todos’ (…) Lo que yo soy es una fiera, eso. Pero quiero rezar (…) ¡Una malvada como yo, y tiene ganas de rezar! (…) Todos los hombres de la tierra son buenos, todos, hasta el último. Se está bien en el mundo. Aunque nosotros somos malos, en el mundo se está bien. Somos malos y buenos, somos a la vez malos y buenos…” (Tercera Parte, Libro VIII: Mitia).
Cuando, en mis clases de Bachillerato, explico La Celestina (1499), hablo del mecanicismo de Rojas. La cadena de oro que regala Calisto a la astuta alcahueta es algo más que un simple premio; es un símbolo que apunta a la sumisión de unos a otros, y al poder del dinero. Los personajes de La Celestina no son libres, sino que unos se deben a las decisiones y al comportamiento de los demás. Celestina no deja en paz a Pármeno, hasta torcerlo para sus propósitos, porque necesita tener engañado a Calisto sobre Melibea. El apetito es el iniciador del drama, al despertarse en Calisto, joven ocioso y lujurioso, y asaltar también después a Melibea, por influjo de Celestina. En ese momento, en la apabullante visión de Melibea en el huerto al escaparse un halcón, cae la primera ficha con efecto dominó. La vieja utiliza a Areúsa para concitar a Pármeno. La prostituta se piensa dueña de sí, mas no comprende que es una simple pieza en el tablero de la mediadora. Los personajes saltan y actúan como resortes, como engranajes de una interminable maquinaria de reloj. Lo asimila perfectamente el triste Pleberio, en su monólogo final: “Un laberinto de errores, un desierto espantable, una morada de fieras, juego de hombres que andan en corro”. Juego de hombres cogidos de la mano, bailando en corro. Eso es el mundo para Rojas. Y seguramente lo mismo para Dostoievski.
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Según estaba viendo la representación de Gerardo Vera, más me parecía deudor Valle-Inclán de Dostoievski. Las Comedias bárbaras (estrenadas a partir de 1907) –que se dicen inspiradas por Shakespeare y su Rey Lear—desgranan una Galicia rural muy parecida al feudalismo de corte agreste que se sufría en la Rusia del s. XIX. Aun con la consabida admiración hacia Don Juan Manuel Montenegro por parte de Valle, aquel no hace sino criar lobos. Los que desvalijan su casa y asaltan criadas y cementerios, en funesta alegoría y remedo de su señor padre. Don Juan Manuel es un león rugiente, mujeriego, descreído y semisalvaje, como Fiódor Karamázov. Dimitri se desdobla en Don Pedro y sus hermanos. Alekséi podría mudarse en el lado noble de Farruquiño (si es que alguno le queda a este). Don Miguel, “Cara de Plata”, se enfrenta al padre, por causa de la ahijada de este, Sabelita, a la cual su tía Jeromita aleja del pazo. Deshonrada después por Fuso Negro y rescatada tarde por Don Juan Manuel, la muchacha se enamora de su padrino, e intenta el suicidio por ello. Un triángulo sentimental (Don Juan Manuel-Sabelita-Cara de Plata) bastante cercano al de Los hermanos Karamázov (Fiódor-Grushenka-Dimitri). Además, existe el intento de “conversión”, de arrepentimiento último de Don Juan Manuel: esa vía purgativa que señala también el genio ruso. La novela de Dostoievski fue conocida en España, a finales del s. XIX (de 1885 en adelante), fragmentariamente y por entregas, desde traducciones francesas. En realidad, hasta 1908 no se asentó un interés por Dostoievski en España, habiendo sido hasta 1905 Tolstoi el novelista ruso más celebrado. Una de las primeras traducciones al castellano, en formato de volumen, de Los hermanos Karamázov fue la de Alfonso Nadal, en 1927, para Publicaciones Atenea.

© Antonio Ángel Usábel, diciembre de 2015.

domingo, 6 de diciembre de 2015

Brumas y tinieblas de la Comunidad Sumergida.


La poesía de Eduardo Bravo es el intento de sobrevivir en una ciudad gris. La certidumbre post existencialista de que no existe la buena compañía. Juan Ruiz, Arcipreste de Hita, contaba con la baza de la esperanza en lo trascendente, para quitarse las espinas y las miserias de lo inmanente: el Buen Amor de Dios frente al loco amor, aquel amor falso y traicionero, el sesgo banal  de un centauro perdido, o del que oye cantos de sirena. Pero Bravo no entra en distinciones: “Soy poeta / y no creo en el amor” (Soledad).

Eduardo acaba de publicar Mientras tanto (mayo de 2015), su segundo libro de poemas, que me ha hecho el honor de regalarme. Un libro regalado por su autor es siempre un bien preciado; y si es de poesía, un tesoro. Veintiséis poemas y nueve relatos cortos. De entre todos los poemas, hay uno –hermosamente preclaro y terrible-- que vaticina el todo (que es a veces nada, pues la nada lo era todo). No lleva título. Succiona al lector hasta el desagüe: “…vi / una gran alcantarilla / por mundo.” Paisaje urbano entre tinieblas, el cavilar del hormigón azulado, frío, vacuo, perecedero, traicionero, déspota. Sin embargo, nos hacemos a ello, congeniamos con la sordidez áspera del lodazal y la humillación de la servidumbre humana. Inclinamos la cerviz aunque el corazón te lleve. Y viene la declaración delirante, el enrevesado oxímoron: “Lo triste, / lo alegre / es que me siento a gusto. / Me he convertido en rata.” (pág. 22)

Cuando se duda de semejante alienación, se tiende a buscar amparo en los amigos poetas. La animalización cosifica, retira al hombre el tiento social, lo enmudece, lo ensordece, lo aísla, lo hace náufrago de la Naturaleza. Es, efectivamente, la misantropía forzada y forzosa una puta triste, acurrucada, “sin chispa”. Entra Bravo, con coraje, en el callejón de las almas perdidas: “…mi duro pasado, / por la calle del olvido.” (¿Tributo a Los Secretos?)Entonces invoca a un perfil en sombra: “Solo contigo soportaré la muerte”. ¿Esperanza –como la de Antonio Machado—con forma de mujer? “Eres un animal humano que me fascina; / me hechiza” (Saber tu nombre, pág. 17) ¿O demonio becqueriano, volatinero, que nunca llega a concretarse? ¿Cree, de verdad, Eduardo en esa Fuerza del Amor que endereza el mundo, en ese canto con sordina de la última estrofa? No saboreamos el Amor en este libro. Lo contrario, sí. No nos llega el Cántico, sino el Clamor. El grito de Munch. Solo el aterrado grito de Munch. Este es el diario de una etapa sin matices. Sincero, crudo, nada edulcorado. Un paseo nudista por las brumas y tinieblas de nuestras comunidades sumergidas.

De los relatos, emergen dos, aparte del entrañable “Los jugadores de ajedrez” (que podría haber rodado Antonio Mercero con Manuel Alexandre). Nos referimos a “Cruzar la vía” y “El tatuaje” (págs. 53-54). Para encontrar esa pizca, brizna de amor hay que cruzar la vía; arriesgar y torcer tu rumbo de paseante solitario; ser menos barojiano. Acaso así lleves contigo el tatuaje, el que lleva el nombre de mujer.
“Ella me quiso y me ha olvidado,
en cambio, yo, no la olvidé
y para siempre voy marcado
con este nombre de mujer.”
(Xandro Valerio y Rafael de León)
Bravo sigue apostando por la intensidad epigramática de la estrofa breve, como ya hiciera en Ensayo de una vocación (2011). Pero mientras que aquel primer volumen nacía de una larga y acertada maduración de las composiciones, este segundo podría haber aguardado mejores momentos. El libro hubiera ganado, posiblemente, en abanico de sugerencias. En solidez y poder de dicción, y de evocación. Las prisas por publicar no son buenas: antes los hijos han de permanecer muchos años con el padre y la madre, y superar su adolescencia, para enfrentarse con tino al mundo, que los ha de poner a prueba.
© Antonio Ángel Usábel, diciembre de 2015.
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--BRAVO, Eduardo, Mientras tanto, Barcelona, mayo de 2015, ISBN: 978-84-606-8299-8, D.L. B-11768-2015
--BRAVO, Eduardo, Ensayo de una vocación, Granada, Ediciones Dauro, 2011, Libros Dauro, nº 143; ISBN: 978-84-96677-40-1; D.L. SE-5168-2011

miércoles, 25 de noviembre de 2015

Moriré de cara al sol.


“Asimismo algunas personalidades intentaron gestiones diplomáticas para sacar a José Antonio de la cárcel, entre ellos Eugenio Montes, por medio del Conde de Romanones, en comunicación con el Gobierno de París. Hizo, asimismo, una gestión la Princesa Bibesco con Azaña, quien le contestó de la siguiente y sorprendente manera: «Que sentía muchísimo la situación de José Antonio Primo de Rivera, por quien no podía interceder, pues él también era un prisionero.» A tal desorden e incontrol habían llegado las cosas. Esta misma Bibesco, inglesa de nacimiento, casada con rumano, recurrió al Foreing Office, que no se dignó ni contestar.” Estas palabras las suscribe Pilar Primo de Rivera en sus Recuerdos de una vida. No menciona expresamente la relación sentimental que hubo entre su hermano José Antonio y Elizabeth Asquith, Princesa Bibesco, pues ella era una mujer casada, y tenía fama de frívola y voluble. Finalmente, José Antonio Primo de Rivera y Sáenz de Heredia moría fusilado en el patio de la enfermería de la prisión de Alicante, poco después de las seis y media de la mañana del 20 de noviembre de 1936. Tenía 33 años. Ni los funcionarios de prisiones, ni los dos médicos forenses designados para el caso quisieron asistir al momento de la descarga. Según una de las últimas versiones, de un total de catorce ejecutores, ocho fueron quienes dispararon sobre José Antonio. Le dieron en las piernas, y cuando el cuerpo se dobló y cayó al suelo sobre su costado izquierdo, un miliciano descargó su pistola en la nuca. Su hermano Miguel Primo de Rivera escuchó el fusilamiento desde su celda. José Antonio murió con el pequeño crucifijo que le había llevado su hermana Carmen, religiosa, y con la mano derecha asida al jersey, a la altura del corazón. No quiso que se le vendaran los ojos, y sus últimas palabras fueron el grito de “¡Arriba España!”, contundente, apenas ensordecido por los disparos. Junto a él perecieron dos falangistas y dos carlistas.

La figura política y, especialmente, humana de José Antonio está siendo rehabilitada –si cabe-- en nuestros días por diversos estudios, como los de José María Zavala, periodista: La pasión de José Antonio (Plaza & Janés, 2011); Las últimas horas de José Antonio (Espasa Calpe, 2015). Y el bellísimo, aunque extenso, ensayo de Jesús Cotta, educador: Rosas de plomo. Amistad y muerte de Federico y José Antonio (Stella Maris, 2015). A estos habría que sumar otros varios, como la semblanza bicéfala que le dedicaron Enrique de Aguinaga y Stanley G. Payne en Ediciones B (José Antonio Primo de Rivera, 2003).

No obstante, ahora llega a las carteleras madrileñas otra nueva alternativa: el musical, firmado, dirigido y producido por Álvaro Sáenz de Heredia, MI PRINCESA ROJA. Toma como fuente textual el estudio de José Antonio Martín Otín “Petón”, El hombre al que Kipling dijo sí (2005), publicado por la editorial falangista Barbarroja, y en la actualidad, agotado. El drama se abre, precisamente, en el momento del final de José Antonio. La Muerte, esa belleza oscura, egoísta, indómita, rebelde, imperecedera secuestra el escenario líricamente, majestuosamente, como lo hiciera García Lorca, caracterizado de ella en uno de los autos sacramentales que representó. La Muerte obliga al ejecutado a recordar el último tramo de su vida. Son los años de la Segunda República, convulsos, ásperos, mezquinos. Poco o nada esperanzados, cuando deberían serlo. España se ahoga sin rey. Camina hacia un desastre colectivo, embreado por los separatismos, las desigualdades sociales, la falta de entendimiento hasta en ciudadanos de muy similar ideología. Se suceden las cribas, los asesinatos en la calle, el descontrol. José Antonio Primo de Rivera, marqués de Estella, es un señorito de clase media-alta, abogado de oficio, hijo de un militar golpista y dictador. Pretende a la señorita Pilar Azlor de Aragón, duquesa de Luna. El padre de la chica se opone al enlace, pues no considera al novio ni de alto abolengo, ni con ingresos generosos. El 12 de junio de 1935, Pilar se casa con otro hombre, Mariano de Urzáiz. José Antonio es tímido y retraído, y le cuesta aceptar el varapalo. No se le conocen muchas novias. Para compensar, quizá, ese vacío en su vida sentimental, Primo de Rivera lleva una activa vida pública: doctorado en Derecho en 1923, en marzo de 1931 el Colegio de Abogados de Madrid lo elige Decano perpetuo; y el 29 de octubre de 1933, en el Teatro de la Comedia de Madrid, funda Falange Española, un movimiento filofascista, de sabor rancio, bendecido por Mussolini, que pretende ser un antipartido, es decir, la alternativa eficaz, ordenada y desinteresada a cualquier tendencia. José Antonio quiere superar las diferencias por medio de abrazar un “destino único”, el interés de España como país, con sus raíces católicas y su glorioso pasado imperial. Desea refundar el imperio de Carlos I y de Felipe II, con el establecimiento de un mando supremo unitario, autoritario, que obre –llevado por la mística cristiana-- en beneficio del interés general, y que trabaje por la justicia social, el reparto adecuado y universal de la riqueza y del producto del trabajo, y vele por que la propiedad del campo recaiga prioritariamente en quien lo rotura, siembra y cuida. Es decir, en el campesino. Se trataría de una revolución hecha “desde arriba”, desde la óptica y el despacho de un acomodado conservador. José Antonio ama la tradición, la cultura y costumbres populares de cada región española, pero no se cierra al progreso, porque sin cambios no existen las mejoras, las alternativas. Tampoco da la espalda al acercamiento dialéctico, al entendimiento a través del diálogo: aprecia y admira a Manuel Azaña, presidente de la República, a quien considera un buen hombre. Admira y quiere entenderse en lo social con Federico García Lorca, a quien el poeta Gabriel Celaya testimonia que conoció una noche, en Casablanca, la sala de fiestas que había en la Plaza del Rey, frente al Circo de Price. Debía ser el año 1934. Ya desde 1932, José Antonio trataba a Carlos Morla Lynch, embajador de Chile, e íntimo de Lorca. Tanto Lorca como José Antonio tenían sus respectivas tertulias en un mismo local, La Ballena Alegre, un café chic que estaba en la calle de Alcalá, frente al Palacio de Correos. Al parecer, según sigue testimoniando Celaya, Lorca le aseguró que José Antonio era “un tío muy simpático”, con quien solía recorrer Madrid los viernes por la noche en un taxi con las cortinillas bajadas. En el musical que nos ocupa, José Antonio no solo se ve con Federico en La Ballena Alegre, sino que es incluso Lorca el que le inspira el Cara al sol, el himno de la Falange rematado el 3 de diciembre de 1935 en la cripta del restaurante vasco Or-Kompón, en la calle de Miguel Moya, cerca de la Plaza de Callao. En efecto, se presenta Federico ante José Antonio con el poema XXIII de los Versos sencillos (1891) del rebelde cubano José Martí (1853-1895), que dicen:
“Yo quiero salir del mundo
por la puerta natural:
en un carro de hojas verdes
a morir me han de llevar.
No me pongan en lo oscuro
a morir como un traidor;
¡Yo soy bueno, y como bueno
moriré de cara al Sol!

“Moriré de cara al sol”, palabras agoreras, premonitorias, aplicadas a la circunstancia tanto de Federico como de José Antonio. El verso fascina al jefe falangista, que lo admite sin reservas.
“Cara al sol con la camisa nueva
que tú bordaste en rojo ayer,
me hallará la muerte si me lleva
y no te vuelvo a ver…”

Audaz, arriesgadísima esta hipótesis en el musical de Sáenz de Heredia. Nos parece de una osadía extrema. Aunque plausible cierta amistad entre José Antonio y Lorca, Federico no quería saber nada de la Falange, ni de cualquier otra formación política, fuera del signo que fuese. No quería que se le vinculara o se le relacionara con ningunas siglas. Según su amigo íntimo Pepín Bello –por otra parte, filofalangista--, Federico era “el hombre más apolítico del mundo”. Estaba, firmemente, sí, con la causa de la libertad. Enamorado del folclore andaluz, de la tradición lírica popular española, y del Siglo de Oro, Federico defendía los cambios sociales: el derecho de la mujer a dirigir su vida, el derecho de los débiles y los oprimidos (los gitanos, los negros…), el derecho de todo hombre a expresarse y a vivir sin ataduras. Federico era un simpatizante de izquierdas, pues, pese a sus defectos, solo las izquierdas traían aires nuevos, vientos saludables de renovación. Podría respetar la causa de la Falange, pero al mismo tiempo desconfiar de ella por sus vínculos con el fascismo italiano y su defensa a ultranza de una visión imperial autárquica. La Falange de José Antonio era un cuerpo paramilitar que no dudaba en responder con la violencia a los ataques y provocaciones. Al jefe le costaba sujetar a sus “cachorros”. Esto no podía ni convencer ni agradar a García Lorca, un ser sensible, pacifista, temeroso de cualquier incordio. Del mismo modo, tampoco la Rusia estalinista podía atraerle. Quizá por eso, la supuesta nota en una servilleta que a Federico dirigió José Antonio, en Salamanca o en Palencia, quedó sin contestar: “Federico, ¿no crees que con tus monos azules y nuestras camisas azules se podría hacer una España mejor?” José Antonio tentaba al apolítico, para ganárselo para su causa igualmente apolítica, por creerla al margen de la política vigente en aquellos días.

Dos detalles son, con todo, verídicos: fue José Antonio Primo de Rivera quien avaló La Barraca (la compañía de teatro universitario ambulante de Federico), y desbloqueó (en 1934) su subvención, cuando quiso ser prohibida y suprimida por la derecha (como, de hecho, sucedió en el verano de 1935); y el decorador y actor de La Barraca, Alfonso Ponce de León, era falangista.
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Pero dejemos que entre en juego la coprotagonista de esta historia en su lado más romántico: Elizabeth Asquith, Princesa Bibesco. En la obra de Sáenz de Heredia, José Antonio la conoce en una recepción oficial. Es una mujer desenvuelta, simpática, culta, de agradable tono y conversación. Está casada con un diplomático, el rumano Antoine Bibesco. Elizabeth es liberal, progresista, y frecuenta los círculos culturales y políticos republicanos, como el Ateneo. Tiene fama de frívola, y de coquetear con todos los hombres que la atraen. Azaña la consideraba una impertinente, aunque con indudable encanto y poder de seducción.

Es así que, ante las reticencias y dudas de Pilar Azlor, su novia oficial, José Antonio cae en los brazos de la aristócrata inglesa. Ella es seis años mayor que él. Su relación va creciendo en ese Madrid convulso de los asesinatos y de las algaradas callejeras. La Bibesco manifiesta su alegría entonando con su sirvienta y camarera una preciosa balada, de lo mejor de las piezas de este musical. Cuando el panorama se nubla y ensombrece, es ella quien ruega a Azaña que encarcele a Primo de Rivera, para salvarlo de los tiradores que le tienen ganas. El 13 de marzo de 1936, la Junta Política de Falange es detenida y conducida a la Dirección General de Seguridad. Dos días después, José Antonio y varios de sus camaradas ingresan en la Cárcel Modelo, que estaba en Moncloa. En ella perecerá asesinado su hermano Fernando. José Antonio no recuperará la libertad. Allí lee, hace gimnasia y juega torpemente al fútbol. El 5 de junio de 1936, él y su otro hermano Miguel son trasladados a la prisión de Alicante, su lugar definitivo. Tras la sublevación militar, su situación se complica sobremanera: se le acusa de estar a favor de los rebeldes. Los servicios secretos alemanes lo intentan rescatar en septiembre, pero el plan fracasa. Franco se muestra reticente a considerar la liberación del jefe de Falange un objetivo prioritario. A partir de octubre, el Gobierno republicano, comandado esta vez por el líder socialista Francisco Largo Caballero, que ha desplazado a Azaña, quien marcha a Barcelona, ordena procesar por delito de rebelión a José Antonio. Las cosas se ponen muy feas en muy poco tiempo para el líder falangista. En el Gobierno han entrado sectores comunistas y anarquistas, que reclaman contundencia. La Princesa Bibesco, desesperada, acude a entrevistarse con Azaña, pero el político le dice que ha perdido toda su influencia. En su celda de la prisión, José Antonio escribe cartas. Se duele del estado a que han llegado las cosas en España. No desea una dictadura militar, ni que los militares alcancen el poder de forma decisoria y permanente. No quiere un gobierno que repita el inmovilismo y el anquilosamiento anterior. Está dispuesto a mediar entre los sublevados y el Gobierno republicano, para convencer a aquellos de que depongan las armas y se vaya a un gobierno de coalición y consenso. Empeña su palabra de caballero de volver a Alicante, a la cárcel, después de la entrevista con el mando castrense. Pero la República declina esta mediación. El general Orlov, sicario del feroz Stalin, no va a dejar escapar vivo a Primo de Rivera. Se sigue adelante con el procesamiento… El veredicto ya se sabe; es inapelable. José Antonio es condenado a muerte.

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MI PRINCESA ROJA es un musical muy digno, con agradables melodías a cargo de Mario Gosálvez y Andrés SH Nelke. La dirección es adecuada. La escenografía, resuelta por medio de vídeos y decorados proyectados, efectiva. Las interpretaciones de los protagonistas Juan Carlos Barona (José Antonio) e Irene Mingorance (Elizabeth Asquith), serenas y convincentes. Pero deseamos destacar dos secundarios que resplandecen de modo intenso: Francisco Prado, como Manuel Azaña; y Sonia Reig, como La Muerte. El mayor defecto de la propuesta de Sáenz de Heredia es no mostrar ninguna lacra del personaje principal. Por ello, asistimos a una suerte de beatificación de José Antonio Primo de Rivera, ofrecido con dimensiones humanas inconmensurables, y alejado de cualquier defecto (salvo el de prendarse de una mujer casada, claro). José Antonio fue una víctima más de la contienda civil, que asoló de muerte y destrucción España. Un inocente entregado por sus verdugos, y acaso por los dudosos condiscípulos, al martirio.

Aparte de abordar hechos históricos, con una mirada discutible, MI PRINCESA ROJA es un absoluto estreno, una obra enteramente original, no como la mayoría de musicales de la Gran Vía, que son adaptación de películas o de operetas filmadas. La duración del espectáculo es de una hora y media. Se puede ver en el Teatro Arlequín de Madrid (C/ San Bernardo, 5).
© Antonio Ángel Usábel, noviembre de 2015.
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* ELIZABETH CHARLOTTE LUCY ASQUITH, PRINCESA BIBESCO (26-02-1897 / 07-04-1945), era hija del que fuera Primer Ministro británico durante la I Guerra Mundial, Herbert Henry Asquith, casado en segundas nupcias con Margot Tennant, madre de Elizabeth. Este Henry Asquith, aunque liberal, firmó la orden de arresto contra Oscar Wilde, por comportamiento inmoral, en 1892. A los diecinueve años escribió un breve dueto, “Fuera y dentro”, que ella misma protagonizó en el Palace Theatre. Organizó varias exposiciones de retratistas ingleses, e intervino en papeles secundarios en un par de películas de David Wark Griffith. En 1919, se casó con Antoine Bibesco, príncipe y diplomático rumano afincado en Londres. Veintidós años mayor que ella, era aficionado a la literatura y comediógrafo ocasional de mediano éxito. Era muy amigo de Marcel Proust, y presuntamente homosexual como él. A partir de 1921, Elizabeth intensifica su discreta actividad creativa: tres libros de cuentos, cuatro novelas, dos obras de teatro y un poemario. En 1940, publica The Romantic (El Romántico), novela donde recrea la personalidad de José Antonio Primo de Rivera. El libro está dedicado póstumamente a él, con estas palabras: “A José Antonio Primo de Rivera. Te prometí un libro antes de que lo comenzara. Es tuyo ahora que está acabado. Aquellos a los que amamos mueren para nosotros solo cuando nosotros morimos.” Elizabeth pasó la II Guerra Mundial en Rumanía, donde enfermó de neumonía, falleció y reposan sus restos, en el panteón de la familia Bibesco, en el Palacio Mogosoaia, a las afueras de Bucarest. Tenía 48 años. Su epitafio es un verso suyo: “Mi alma se ha ganado la libertad de la noche”. Su única hija fue Priscilla Hodgson, fallecida en 2004. Su hermano, Anthony Asquith, fue director de cine, responsable de Pygmalion (1938), con Leslie Howard, y La importancia de llamarse Ernesto (1952). La hermanastra de ambos era Violet Bonham Carter, también escritora, íntima amiga de Sir Winston Churchill, y abuela de la actriz Helena Bonham Carter. Es decir, que la expareja de Tim Burton es sobrina-nieta de Elizabeth Asquith.

Los Bibesco llegaron en marzo de 1927 a Madrid. Se alojaron en un piso de alquiler, en la calle Quintana, que pertenecía a Alfonso de Orleáns y Borbón, primo de Alfonso XIII. Allí dieron numerosas cenas y fiestas. Elizabeth Asquith, amiga de George Bernard Shaw y de John Maynard Keynes (a quien, literalmente, metió mano en la platea de un teatro), despertaba la atención de Claude G. Bowers, embajador norteamericano en Madrid, que hablaba bien de ella. Con José Antonio solía ir a un merendero de Alcalá de Henares. Le gustaba perderse con él por la carretera de Madrid-Alcalá, “la ruta más hermosa del mundo”, según sus palabras. A Elizabeth la conquistó España, la hizo suya. Y ella correspondió: “Si a una la viola España, queda embarazada para siempre”.

Elizabeth Asquith no fue, sin embargo, el último amor de José Antonio, sino una joven falangista abulense, a quien conoció muy poco antes de su ingreso en prisión, y con quien se carteaba.
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** JOSÉ ANTONIO PRIMO DE RIVERA Y SÁENZ DE HEREDIA (Madrid, 24-04-1903 / Alicante, 20-11-1936): hijo primogénito del militar y dictador Miguel Primo de Rivera y Orbaneja, y de Casilda Sáenz de Heredia y Suárez de Argudín, a quien el niño pierde con cinco años de edad. José Antonio se educa en el Colegio Alemán (Primaria), en varios centros de Cádiz y Jerez de la Frontera, y en el Cardenal Cisneros (Bachillerato). Se licencia y doctora en Derecho por la Universidad Central de Madrid (1917-1923). Conoce a Ramón Serrano Suñer. Trabaja como traductor de inglés / español para la casa de automóviles McFarland. Hace su servicio militar entre Barcelona y Madrid, que concluye con el grado de alférez. En abril de 1925 debuta de auxiliar de abogado con José María Arellano, que asesora a una empresa importadora de automóviles. En 1926, ingresa en la Academia de Jurisprudencia y realiza, con unos compañeros de Universidad, un viaje a Roma. En 1929, rinde homenaje, junto a su padre, a los hermanos Antonio y Manuel Machado por sus éxitos teatrales. En 1930, fallece su padre, a los sesenta años. Por aquel mismo año, José Antonio agrede al general Gonzalo Queipo de Llano en el café Lion d’Or, por una afrenta familiar. Lleva escondida en el puño una pequeña llave inglesa, que deja una señal permanente en la frente del general. Es sometido a un consejo de guerra, hallado culpable, y expulsado del ejército. Ingresa en la Unión Monárquica Nacional y participa en un mitin en un frontón de Bilbao. En 1931, se presenta como candidato independiente a Cortes por Madrid, pero lo derrota ampliamente Manuel Bartolomé Cossío, de la Institución Libre de Enseñanza. En 1932, él y su hermano Miguel son detenidos como presuntos simpatizantes del golpista José Sanjurjo. Se les libera, y en 1933, José Antonio comienza a colaborar en publicaciones fascistas. Hace amistad con Ramiro Ledesma Ramos, Julio Ruiz de Alda, Alfonso García Valdecasas y otros futuros camaradas de la Falange. A inicios de octubre viaja a Roma y se entrevista con el Duce, Benito Mussolini, quien le promete respaldo y financiación.

José Antonio tuvo cinco hermanos: Miguel, Carmen (monja), Pilar y Angelita (fallecida en 1913), y Fernando.
Su vida pública ha sido reseñada con anterioridad, por ser parte del argumento de Mi princesa roja.

¿Cómo era la personalidad de José Antonio? Tímido, tranquilo en su esfera privada, de mirada serena y apuesta, le gustaba, sin embargo, descollar. Solía querer tener razón. Tenía cierto aire místico, frailuno, y una vocación religiosa latente. Si se sentía provocado o insultado, respondía de una manera iracunda y violenta. Admitía la dialéctica de los puños, siempre y cuando no fuera letal con el oponente. Le gustaba la caza. Vio en el fascismo italiano la manera de encauzar por el orden la II República española. Pero el fascismo, aparte de hiperviolento, no convencía a José Antonio, por ser aquel demasiado materialista, y poco dado a una sensibilidad cristiana trascendente. Convencido de la necesidad de justicia social, hablaba no tanto de la incautación de propiedades legitimadas, como sí del reparto de la plusvalía del trabajo a los asalariados. Para él, como bien apuntaba el ideólogo revolucionario Carlos Marx, el capitalismo está llamado a su superación, a su extinción. Es un sistema injusto que esclaviza al obrero, le chupa la sangre, y enriquece a unos pocos a costa del esfuerzo vano de la mayoría. La piedra angular de una sociedad más justa y equitativa es la moral católica. La familia es la base sagrada de la sociedad. La forma de gobierno de verdadera estabilidad y progreso, la autoridad suprema de un jefe único. El individuo debe beneficiar el bien común, pero sin extraviar su propia identidad, sin ser alienado, como sí sucedía en el fascismo. Las personas son personas, no autómatas. La cuestión clave está en que el individuo comprenda y crea en un “destino único común” de España como nación. Y que trabaje por ello. El Estado es responsable, en última instancia, de una “misión histórica permanente”. Los partidos políticos, que conducen a la división, son peligrosos e innecesarios, banales; el sindicalismo como protector del obrero, sin embargo, es tolerable y hasta necesario. Franco, al ganar la Guerra Civil, interpretó y aplicó el pensamiento de José Antonio. Abolió los partidos políticos --salvo el sindicalismo vertical--, y se erigió en el gran padre protector de todos los españoles.



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*** JUAN MANUEL DE PRADA: En Las máscaras del héroe (1996), este novelista imagina de forma un tanto anacrónica que José Antonio conoció a Lorca en la imprenta de La Gaceta Literaria, que editaba Ernesto Giménez Caballero cerca de las tapias del cementerio de San Martín, junto a la estación de Mediodía. Sería en 1928, con la aparición del Romancero gitano. Allí trabajaba el futuro falangista sayagués Ramiro Ledesma Ramos, más proclive a la acción violenta que el, en principio, pacifista José Antonio. Primo de Rivera estrecha la mano de Lorca y le confiesa su admiración por sus versos. Lorca debió de parecerle, con sus romances, la conjunción perfecta de tradición y vanguardia. Más adelante, se habla en la novela del repunte de la violencia callejera, entre extremistas de izquierdas y de derechas. José Antonio acepta la formación de sus escuadras a regañadientes, forzado por un clima de violencia generalizado. Y, siempre, como medida defensiva al margen de toda incitación. Su formación de jurista parecía impedirle alentar posturas violentas. No obstante, Prada nos recuerda unas palabras muy contradictorias del jefe de Falange: “No nos conformaremos con que no haya tiros en las calles porque se diga que las cosas andan bien; si es preciso, nosotros nos lanzaremos a las calles a dar tiros para que las cosas no se queden como están”. Como si quisiera querer cumplir con el gesto surrealista más banal –según André Breton--: el de salir a la calle pistola en mano y disparar al azar contra la gente.

**** JOSÉ ANTONIO, POETA: A Primo de Rivera le gustaba la poesía, y hacer poesía él mismo. Como “La profecía de Magallanes”, que le publicó la revista Raza Española en 1922:
“Es infinito el mar, la vida, corta,
nuestro poder, pequeño,
¡pero no os arredréis! ¿Qué nos importa
que se acabe la vida en el empeño?
¿Qué importa nuestra muerte, si con ella
ayudamos al logro de este sueño?
Si la muerte es tan bella,
¿qué importa sucumbir en el empeño?
¡No importa que muramos! Las estelas
que dejan nuestras raudas carabelas
jamás han de borrarse; por su traza
vendrán para buscar nuevos caminos
otros brazos marinos
de nuestra religión y nuestra raza.”

"Mi Princesa Roja"_Dossier 

martes, 10 de noviembre de 2015

Tirso, a modo de farsa.



La actriz Alejandra Onieva, en el papel de Ana de Ulloa, se ha anudado el cabello rubio sobre la cara, como si fuera un velo lúbrico. Atraviesa el escenario a tientas, con los pechos desnudos. Simboliza la inocencia, la ingenuidad. Esta magnífica escena diseñada por Darío Facal me lleva a reflexionar sobre la vigencia de la mujer burlada hoy. Tras Clara Campoamor y Victoria Kent, las mujeres han dejado de ser inocentes. Han pasado de víctimas a verdugos. En la imaginería de un erotómano muy interesante, Pierre Louÿs, la mujer está mejor con un falo dentro que masturbándose; y no se la puede reprochar nada; es su justo derecho. Ha pasado de dominada, en tiempos de Don Juan, a dominadora, a domadora-emperatriz, a Circe que convierte al macho en pelele. “Métemela sin piedad,/ que la sienta yo muy hondo,/ que me llegue bien hasta el fondo/ de mi coño la libertad”.
En una sociedad que transgrede cánones por sí misma, no tiene mucho sentido la propuesta de un libertino transgresor. Tenía sentido un Casanova en el siglo XVIII, porque era la época de la Razón y del Orden al amparo de las Luces. Pero hoy en día, dentro de unos límites a veces sutiles y delicados, cada uno vive como quiere. Don Juan ha sido la herencia árabe, la defensa de la poligamia frente al código cristiano. Don Juan ha sido el rebelde admirable en un espacio absoluto y dictatorial, ya fuera la Contrarreforma, ya la tiranía fernandina, ya la autarquía del general Franco. Lo aseveró el gran Espronceda, al calificar a su don Félix de Montemar de héroe exitoso e irreverente que pone en sus crímenes mismos un vasto sello de grandeza. Todos los hombres quisieran ser don Félix, pero no se atreven, bien por miedo a la Justicia, bien por temor a sus esposas y prometidas.

No, en la sociedad europea actual, la mujer domina, elige, maneja. No es una niña ingenua rendida por versos galantes. Es ella misma, sola, activa. Quizá tiene un lado de mantis religiosa, que le veían los surrealistas. Hoy a la mujer no se la seduce ni convence con palabras bonitas. Es escrutadora, inteligente, inquietante. Sorbe la psicología del hombre en una única mirada. Por otro lado, Don Juan no sabe seducir si no es mintiendo, con palabrería vana; es un burlador, un farsante, que viene de farsa. Don Juan finge lo que no siente. Góngora se puso de un cínico supino al declamar: “Manda Amor en su fatiga/ que se sienta y no se diga,/ pero a mí más me contenta/ que se diga y no se sienta.” Que se diga y no se sienta: la fórmula del burlador, del farsante. Don Juan necesita llegar a la mujer por un atajo. Quiere gozar más del gozo, para pasar a la siguiente, tal vez en pos del Amor Ideal. Don Juan puede volverse becqueriano y anhelar la Mujer con mayúsculas, intangible, etérea, incorpórea. Don Juan se cansa de lo que ha probado. Por otra parte, lo que le falta es el fruto prohibido. Es la rendición de una virgen por desposar: Aminta, Ana de Pantoja; o de una beata novicia: Inés.


Don Juan, asimismo, es el depredador natural de nuestra especie. El mejor dotado, el que se impone por rapidez y desparpajo, y se lleva a la hembra. Vence en la batalla, en la berrea. Se adelanta al taimado e infeliz Batricio, e incluso al también intrépido y osado don Luis Mejía. Don Juan es el Campeón, el Triunfador. El rebaño no puede oponérsele. Aminta así se conduele: “La desvergüenza en España/ se ha hecho caballería”. Es decir, se ha hundido la moral, y todo el mundo imita al pillo. Y al espantar la ética del Código Civil, la opinión –ni buena, ni mala—cuenta. En Occidente la mujer ha sido liberada incluso de la opinión, y no tiene tanto que perder como antaño, aunque a algunos suene “a campana quebrada”.
Como la sociedad no admitiría muchos donjuanes, se confabula con el Cielo y lo condena, lo hace trizas. Salvo parcialmente el piadoso Zorrilla, que dibuja un Don Juan irreal, de opereta, zarzuelesco, increíble en su impostura si no lo interpreta un notabilísimo y hábil actor. Aun así, Don Juan se fuga al Cielo, rescatado por su amor verdadero hacia doña Inés. No puede quedarse en la Tierra, y criar “donjuanitos”, para que sigan haciendo de las suyas con sus locos devaneos.
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Se representa estos días en el Teatro Español de Madrid, y hasta el próximo 29 de noviembre, El burlador de Sevilla, comedia en tres jornadas atribuida a Tirso de Molina (1579-1648). Tirso, aunque fraile mercedario –y se sabe la mala fama que tenían de calaveras—, se muestra magnánimo con las mujeres, a las que convierte en víctimas de su atroz Tenorio. Al final de El burlador… acuden Aminta y Tisbea al rey, a pedir cuentas por la actitud de Don Juan, quien se llevó su honor. Las simpatías del fraile madrileño están con las pobres hijas del pueblo, deshonradas por un sujeto impostor e infame. Don Juan, impío hasta su última gota de semen, se condena al Infierno. La obra de Tirso es plausible, verosímil, dramática: vemos a Don Juan rescatado del mar y engañando a la pescadora con promesa de matrimonio. Lo vemos seduciendo a la duquesa Isabela en la penumbra, por que no se le reconozca. Confunde al labrador asegurando que su futura fue suya, cuando aún no la ha poseído. Don Juan vive su mocedad, y se proclama enemigo de la muerte y de las responsabilidades: “¡Qué largo me lo fiais!”. Todavía queda cancha. Es un señorito astuto, malévolo, egoísta y malcriado, pendiente solo de los dineros que gastar en juergas. Es la versión viril de la alcahueta Celestina. El “celestimundo”.
La versión del Español viene firmada por Darío Facal, con escenografía de Thomas Schulz, vestuario de Ana López Cobos, y audiovisuales de Iván Mena Tinoco. Cuando el público entra en el patio de butacas, el telón ha sido alzado, y por el espacio vacío deambulan los actores-personajes, descalzos casi todos, y haciendo ejercicios de estiramiento. La obra comienza con la violación de Isabela por el falso duque Octavio, que es retransmitida a la pantalla del foro por una cámara de televisión. Una escena de sexo explícito, de la que solo se ufana después Don Juan en el original de la obra. Los propios actores manipulan las cámaras manuales que van conformando la versión televisada que los espectadores ven. Una filmación del escenario desde distintos ángulos, completada hasta la saciedad, y de manera inoportuna, por imágenes pregrabadas de la circulación sanguínea y de los espermatozoides y óvulos brincando de satisfacción. Parece Érase una vez el cuerpo humano. Las proyecciones no añaden nada nuevo al texto, y distraen constantemente al público.

Pero la adaptación tiene ineludibles aciertos, al dotar de brillante plasticidad a una pieza compuesta en el siglo XVII. Nos referimos al espíritu jovial y festivo, casi veneciano, carnavalesco, de esos bailes modernos al son de rumbas, salsas y blues. Los actores se despelotan en escena, en el buen sentido de crear desenfado y situaciones cómicas, de burlar la tirantez de la solemnidad, y de apartarse de la línea canónica de Miguel Narros, para engatusar con una visión distinta, aunque no desdramatizada. Estaríamos ante una tragicomedia, enfatizada la parte festivalera por músicos con guitarra eléctrica, platillos, bongos, etc. Y lo mejor es que se captan las claves de la obra. No estamos ante interpretaciones de método, sino, más bien, ante una lectura dramatizada en un estudio de radio, con micrófonos abiertos. Los personajes no abandonan nunca el micro. Como si, en cualquier momento, lo fueran a dirigir al público para animarlo: “Y ahora viene eso de…” Parecen cantautores en pleno recital, o un grupo callejero instalado en Preciados. Los versos no los declaman correctamente; los recitan, sin más, sin excesivo arte. Todo suena a farsa, como si se viviera una comedia bárbara, y hasta el monarca es un actor bajito (Emilio Gavira), que se crece imponente desde su puesto de reyezuelo abufonado. Para nosotros, de lo mejor del elenco, junto con Luis Hostalot (Pedro Tenorio).

El vestuario es a veces anacrónico, con trajes de noche y lencería fina. Las chicas dejan resplandecer sus partes pudendas, lo cual, a estas alturas de la vida, es como escandalizarse por la última fantasmada de Kubrick, Eyes Wide Shut (1999). Si el propósito ha sido atraer espectadores para que vean un pubis entre romance y redondilla, la iniciativa no es tampoco nueva. Ya lo hizo en 2008, en este mismo teatro, Hermann Bonnín, al adaptar Don Juan, Príncipe de las Tinieblas, del poeta catalán Josep Palau i Fabre (1917-2008), biógrafo de Pablo Picasso. Por si fuera poco, en aquella obra había hasta un complicado incesto entre Don Juan y su hermana María. Completaban el tándem un diablillo priápico, y un matrimonio irreverente entre el Tenorio y doña Rosamunda Vives, a quien se da a elegir entre ser desvirgada de un modo natural, o por un cetro fálico de sacerdotisa. Los lozanos pechos de la monja Elvira encrespaban entonces un ambiente de cabaret de posguerra, con esmóquines y vestidos de noche. Sin duda, la teatralidad de Facal debe mucho a aquel montaje de Bonnín.
Otra forma de leer y revitalizar a Tirso, novedosa, fresca, desenvuelta, y armonizable con el modo canónico de representar teatro clásico. Amena, nos recuerda que Tirso es.
© Antonio Ángel Usábel, noviembre de 2015.
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* BURLADOR: “El engañador mentiroso, fementido, perjudicial” (Covarrubias, 1611) | “Se usa también como adjetivo, y corresponde a engañoso y fraudulento” (Autoridades, 1726) | “El libertino de profesión, que hace gala de deshonrar a las mujeres, seduciéndolas y engañándolas” (RAE, 1869) | “Libertino habitual que hace gala de deshonrar a las mujeres, seduciéndolas y engañándolas” (DRAE, 23ª ed., 2014) | “Seductor. Hombre que seduce a una mujer y la abandona después” (María Moliner, 1975) | “Hombre libertino que seduce y engaña a las mujeres” (DEA, 1999).
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** POEMA DE DON JUAN / DEMIURGO:
“Ved que su médula es oscura,
fosforescentes sus ungüentos.
En el negror, fosco de vientos,
palpa la luz a la ventura.
Y toda carne es lumbre dura
donde se quiebran sus tormentos;
escribe estrofas en sangrientos
muros que cambian de figura.
¡La vida vive extasiada,
y él, con acero irreligioso
de arcángel loco, busca el poso
--con alear de carne alzada--,
por un cauce vertiginoso,
del Paraíso sin llegada!”