“Con la edad, los ojos ven más lejos, no en la distancia, pero sí en el tiempo.” (aausábel, 2017)

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En este país...

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viernes, 1 de julio de 2016

Vuelo de capas.


A mi madre, Mª Carmen, seguidora
de Antonio en la Plaza Porticada de Santander.
Antonio Ruiz Soler, Antonio el bailarín, murió el 5 de febrero de 1996. Pero se puede decir, sin miedo a equivocarse, que Antonio no ha muerto. Antonio vuelve a vivir estos días, en que se representan en el Teatro de la Zarzuela de Madrid sus mejores y más vitoreadas coreografías: Eritaña (1960), La Taberna del Toro (1956), Zapateado de Sarasate (1946), Fantasía Galaica (1956) y El sombrero de tres picos (1958). Una gozada de pasos de baile que no cansan jamás. Las coreografías de Antonio son para verlas una vez y otra, una vez y otra, y otra, y otra.
Antonio Najarro, al frente del Ballet Nacional de España, recuerdan el trabajo de nuestro mejor esteta del baile, en un precioso y completo homenaje, en el que se recuperan los decorados originales, como el que diseñó Pablo Picasso para El sombrero de tres picos, de Manuel de Falla.
Antonio fundió el flamenco con el clasicismo. Creó un nuevo género de ballet español, de enorme vistosidad, y acompañado por la más genuina música posmodernista española: Albéniz, Falla, Granados, Sarasate, Halffter.
Si el Pequeño Gorrión comenzó cantando a la luz de las farolas de Pigalle, Antonio bailaba de niño por unas monedas en Sevilla. Fue el suyo un don, tal vez sí perfeccionado, pero no aprendido. Con apenas siete años, le pusieron a ensayar flamenco y danza clásica, el primero con un gran maestro, Manuel Real Montosa, “Realito”, quien llegó a lucirse ante la familia imperial rusa; la segunda, con Ángel Pericet, de la escuela bolera. Aprovechó el niño estas lecciones, y debutó oficialmente en 1928, con la que sería su pareja femenina durante quince años, Rosario. Se les conocía como los “Chavalillos sevillanos”, y llegaron a actuar para el rey Alfonso XIII. Cuando estalló la Guerra Civil, la pareja artística, que estaba en Francia, decidió no regresar a España. Marcharon a la Argentina, e iniciaron después una fecunda gira por toda Sudamérica. Al final, Nueva York. El Carnegie Hall. Allí debutó Antonio como coreógrafo en 1943, con Sevilla, de Albéniz. Tres años más tarde, llegó al Teatro Bellas Artes de Ciudad de México, donde estrenó su más que portentoso Zapateado, de Sarasate. A veces lo bailaba sentado, en una silla de mimbre. Antonio daba bises y bises… la apoteosis. Se hundía el teatro. Como ocurría en la Plaza Porticada de Santander, con el espectáculo iniciado a las once de la noche, y eran las tres de la madrugada y seguía Antonio firme, entero, exuberante sobre el escenario. Los últimos autobuses de línea no se movían, hasta que el maestro no decía basta y hasta mañana.
Riguroso, perfeccionista en extremo –como Nureyev y Fred Astaire—tenía a sus bailarines ensayando cuatro horas antes de cada función. En Santander, se cerraba el tráfico de la Porticada, y se oía una y otra vez el zapateado de los bailarines del Ballet español de Antonio. La única forma de hacer algo grande es con talento y trabajo duro. Hasta que sangren los pies.
Antonio se retiró en 1979, tras haber actuado en Sapporo (Japón). Pero, al año siguiente, tomó las riendas del Ballet Nacional de España, aunque solo hasta 1983. Fue entonces cuando recuperó sus mejores coreografías. Antonio recibió la Cruz de Caballero de Isabel la Católica (1950), la Medalla de Oro de la Danza de Estocolmo (1963) y la Medalla de Oro de las Bellas Artes (1992).
En el reestreno actual, brilla con luz de lucero Mariano Bernal, primer bailarín. Acomete el Zapateado con majestad, en bloque, sin apenas mover las piernas, solo con la sorprendente fuerza y certeza de sus pies. Calla la música, y se escuchan los compases del taconeado, vibrando como una hoja de sierra expandida, tres minutos, cinco minutos, seis minutos… Aquello no tiene fin. Cuando termina, ofrece un excelente bis, sin música otra vez, los talones comiéndose media partitura de violín y piano. ¡Sobresaliente!
Para abrir boca, una deslumbrante Eritaña, a cargo de los solistas Débora Martínez y Sergio Bernal. Esa música de Iberia, del maestro Albéniz tan nuestra, tan española, y que en este caso rememora el sevillano Parque de María Luisa. Abrumadora la Fantasía Galaica, de Ernesto Halffter, donde el roce simétrico de las vieiras sustituye a las flamencas castañuelas. Precioso el vestuario y los figurines (Carlos Viudes, Encarnación, Perís y Sastrería González). Y, finalmente, El sombrero de tres picos, con el ímpetu de Falla, y las capas de volatines en escena. Si acaso, la parte menos esmerada, La Taberna del Toro, parcial.
El acompañamiento musical –excelente también—corre a cargo de Manuel Coves y la Orquesta de la Comunidad de Madrid (ORCAM).
El Ballet Nacional de España nos brinda el mejor, imperecedero y más rebosante espectáculo de la temporada de verano. Hay que felicitarlos y aprovecharlo.
© Antonio Ángel Usábel, julio de 2016.
Homenaje a Antonio Ruiz Soler (Ballet Nacional de España)