“Con la edad, los ojos ven más lejos, no en la distancia, pero sí en el tiempo.” (aausábel, 2017)

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En este país...

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martes, 22 de abril de 2014

La literatura de Gabriel García Márquez.


Y me enteré de que había “otra literatura” en español leyendo a Gabriel García Márquez (1927-2014). Un periodista que llevó la maestría y el pulso de la crónica al relato de ficción. Lo descubrí primero a través de Relato de un náufrago (1970), lectura escolar casi obligada, y después con La aventura de Miguel Littín, clandestino en Chile (1986), que el diario El País publicó por entregas y que yo debo de tener recogidas aún por alguna parte. Me fascinó esa facilidad increíble suya para dar altura mítica a lo cotidiano, a través de un lenguaje que fluía con la naturalidad sonora de un fresco manantial. García Márquez era “otra cosa”, una poderosa alternativa a la morosidad e insipidez de nuestras nacionales letras.


Hay un después de Carpentier y García Márquez en la narrativa hispana: dos portentos que trazaron las sinuosas líneas de lo mágico, bien por increíble a los ojos de un europeo, bien por recordar la cara oculta de la realidad, que es la fantasía y el ilusionismo. La Naturaleza caribeña da la fuerza colosal y olímpica de los huracanes, los recios goterones de lluvia en torrenciales aguaceros, quizá las nubes de mariposas y las interminables cascadas. Si a ello se une la facultad prodigiosa de fabulación de los cuentos persas de Las mil y una noches, y el espíritu mitómano de Don Quijote, el resultado son las piezas asombrosas del Nobel colombiano.
Voy a recordar, solamente, algunos momentos de las novelas de García Márquez que me dejaron postrado en la apatía del anonadamiento, cuando yo era un joven lector de diecinueve o veinte años.
Gran parte de la maestría fabuladora del Nobel colombiano se debe a su abuela Tranquilina Iguarán Cotes, contadora de historias donde el prodigio copula con la realidad y da pie a un parto satisfactorio.
Empiezo por Cien años de soledad (1967), que es la Biblia de la literatura hispana, libro que no debiera faltar en ninguna habitación de hotel, salvo por aquello de que Macondo embruje al viajero y sustituya en su imaginario a la ciudad que se visita.
Jamás pude suponer que, descendiendo el curso de un río, en un paraje remoto y selvático, se hallara un resto de la ocupación española de América del Sur; pero así era:
Agotados por la prolongada travesía, colgaron las hamacas y durmieron a fondo por primera vez en dos semanas. Cuando despertaron, ya con el sol alto, se quedaron pasmados de fascinación. Frente a ellos, rodeado de helechos y palmeras, blanco y polvoriento en la silenciosa luz de la mañana, estaba un enorme galeón español. Ligeramente volteado a estribor, de su arboladura intacta colgaban las piltrafas escuálidas del velamen, entre jarcias adornadas de orquídeas. El casco, cubierto con una tersa coraza de remora petrificada y musgo tierno, estaba firmemente enclavado en un suelo de piedras. Toda la estructura parecía ocupar un ámbito propio, un espacio de soledad y de olvido, vedado a los vicios del tiempo y a las costumbres de los pájaros. En el interior, que los expedicionarios exploraron con un fervor sigiloso, no había nada más que un apretado bosque de flores.



[…] Muchos años después, el coronel Aureliano Buendía volvió a travesar la región, cuando era ya una ruta regular del correo, y lo único que encontró de la nave fue el costillar carbonizado en medio de un campo de amapolas. Solo entonces convencido de que aquella historia no había sido un engendro de la imaginación de su padre, se preguntó cómo había podido el galeón adentrarse hasta ese punto en tierra firme.”
¡Ah, la avanzada del progreso! Acaba con la ilusión infantil de todo un buque fantasma abandonado. Solo queda medio esqueleto en un descampado común. Una página que parece surgida de la pluma hechicera de Emilio Salgari. Excepto que el gran mago italiano procedería a la inversa: a la vista de cualquier pecio carcomido o roñoso, vestigio de un pobre desguace, levantaría un galeón --con todo su aparejo-- esperando surcar el Lago Maracaibo.
Cualquiera diría que, incluso hoy, adentrándonos en la jungla del Amazonas, sería posible encontrar –reposando sobre un tronco del árbol del caucho, y preservado con látex—el cadáver momificado de un aventurero extremeño, tal vez empuñando todavía su herrumbrosa espada toledana, y con algún resto de armadura guarneciendo el esternón. Algo parecido leemos en Cien años…:
“Empujó con el hombro la puerta principal, y la carcomida armazón de madera se derrumbó sin estrépito, en un callado cataclismo de polvo y tierra de nidos de comején. Aureliano Triste permaneció en el umbral, esperando que se desvaneciera la niebla, y entonces vio en el centro de la sala a la escuálida mujer vestida todavía con ropas del siglo anterior, con unas pocas hebras amarillas en el cráneo pelado, y con unos ojos grandes, aún hermosos, en los cuales se habían apagado las últimas estrellas de la esperanza, y el pellejo del rostro agrietado por la aridez de la soledad. Estremecido por la visión de otro mundo, Aureliano Triste apenas se dio cuenta de que la mujer lo estaba apuntando con una anticuada pistola de militar.”
El aliento de la literatura popular oriental, en especial, de la china, se hace patente en este pasaje de la novela de Márquez:
“Soñó que entraba en una casa vacía, de paredes blancas […] En el sueño recordó que había soñado lo mismo la noche anterior y en muchas noches de los últimos años, y supo que la imagen se habría borrado de su memoria al despertar, porque aquel sueño recurrente tenía la virtud de no ser recordado sino dentro del mismo sueño. Un momento después, en efecto, cuando el peluquero llamó a la puerta del taller, el coronel Aureliano Buendía despertó con la impresión de que involuntariamente se había quedado dormido por breves segundos, y que no había tenido tiempo de soñar nada.”
Un episodio inspirado en el “Sueño de la mariposa”, de Chuang Tzu, que dice: Chuang Tzu soñó que era una mariposa. Al despertar ignoraba si era Tzu que había soñado que era una mariposa o si era una mariposa y estaba soñando que era Tzu”. O en “El sueño de la mosca horripilante” (anónimo chino): Li Wei soñaba que una mosca horripilante rondaba por su habitación, interrumpiendo inoportunamente una de sus profundas meditaciones. Molesto, comenzó a perseguirla tratando de acallar con un golpe su desagradable zumbido. Portaba en la mano, con tal objetivo, la primera edición de ‘Con la copa de vino en la mano interrogo a la luna’, poema épico de su entrañable amigo Li Taibo. Corrió y corrió incansablemente entre el reducido espacio de esas cuatro paredes, sacudiendo sus brazos cual si fuera él mismo una mosca. Dicha empresa le sirvió de poco. La mosca, posada en el marco del retrato de su amada, lo miraba con aburrida indiferencia.
Exhausto por la persecución, Li Wei se despertó agitado. Sobre la mesa de luz estaba posado, distraído, el fastidioso insecto. De un viril manotazo, el filósofo acabó con la corta vida de la triste mosca.
Li Wei jamás sabrá si mató a una mosca o a uno de sus sueños.”
El artificio de cajas chinas o de muñecas rusas se prolonga hasta lo innombrable. Lo utiliza Borges en “Las ruinas circulares” y en “La escritura de Dios”, de donde son estas palabras de mudo sortilegio: “Un día o una noche -entre mis días y mis noches ¿qué diferencia cabe?- soñé que en el piso de la cárcel había un grano de arena. Volví a dormir; soñé que los granos de arena eran tres. Fueron, así, multiplicándose hasta colmar la cárcel, y yo moría bajo ese hemisferio de arena. Comprendí que estaba soñando: con un vasto esfuerzo me desperté. El despertar fue inútil: la innumerable arena me sofocaba. Alguien me dijo: "No has despertado a la vigilia, sino a un sueño anterior. Ese sueño está dentro de otro, y así hasta lo infinito, que es el número de los granos de arena. El camino que habrás de desandar es interminable, y morirás antes de haber despertado realmente”
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En El otoño del patriarca (1975), hay un pasaje ucrónico donde América descubre Europa, y no al revés. Lo reproduzco a continuación:
“Y por fin encontró quién le contara la verdad mi general, que habían llegado unos forasteros que parloteaban en lengua ladina pues no decían el mar sino la mar y llamaban papagayos a las guacamayas, almadías a los cayucos y azagayas a los arpones, y que habiendo visto que salíamos a recibirlos nadando entorno de sus naves se encarapitaron en los palos de la arboladura y se gritaban unos a otros que mirad qué bien hechos, de muy fermosos cuerpos y muy buenas caras, y los cabellos gruesos y casi como sedas de caballos, y habiendo visto que estábamos pintados para no despellejarnos con el sol se alborotaron como cotorras mojadas gritando que mirad que de ellos se pintan de prieto, y ellos son de la color de los canarios, ni blancos ni negros, y dellos de lo que haya, y nosotros no entendíamos por qué carajo nos hacían tanta burla mi general si estábamos tan naturales como nuestras madres nos parieron y en cambio ellos estaban vestidos como la sota de bastos a pesar del calor, que ellos dicen la calor como los contrabandistas holandeses, y tienen el pelo arreglado como mujeres aunque todos son hombres, que dellas no vimos ninguna, y gritaban que no entendíamos en lengua de cristianos cuando eran ellos los que no entendían lo que gritábamos, y después vinieron hacia nosotros con sus cayucos que ellos llaman almadías, como dicho tenemos, y se admiraban de que nuestros arpones tuvieran en la punta una espina de sábalo que ellos llaman diente de pece, y nos cambiaban todo lo que teníamos por estos bonetes colorados y estas sartas de pepitas de vidrio que nos colgábamos en el pescuezo por hacerles gracia, y también por estas sonajas de latón de las que valen un maravedí y por bacinetas y espejuelos y otras mercerías de Flandes, de las más baratas mi general, y como vimos que eran buenos servidores y de buen ingenio nos los fuimos llevando hacia la playa sin que se dieran cuenta, pero la vaina fue que entre el cámbieme esto por aquello y le cambio esto por esto otro se formó un cambalache de la puta madre y al cabo rato todo el mundo estaba cambalachando sus loros, su tabaco, sus bolas de chocolate, sus huevos de iguana, cuanto Dios crio, pues de todo tomaban y daban de aquello que tenían de buena voluntad, y hasta querían cambiar a uno de nosotros por un jubón de terciopelo para mostrarnos en las Europas…”


Aquí se trastocan los papeles, y los verdaderos comerciantes parecen ser los indios, que son quienes no toman en serio a los curiosos forasteros, tan extraños y peculiares por su jerga y su forma de vestir y de llevar el pelo. La desmitificación de la realidad documental es una constante en la novela histórica hispanoamericana desde el “Boom”. Europa entraña la dictadura de la cronología, contraria a la cosmogonía mítica circular de lo precolombino. Se antoja la repetición defendida por Octavio Paz: en esto ver aquello. La reescritura de lo ausente, de lo intemporal, es la “visión de los vencidos”, para escarnio y burla de los vencedores, los cuales dejaron algunos sus huesos en las selvas y desiertos, o en el fondo del mar, tras una galerna o el asalto de bucaneros ingleses u holandeses.
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Continuando con la novela histórica, de 1994 es Del amor y otros demonios, la historia de la falsa endemoniada, Sierva María de Todos los Ángeles, de doce años, que sirve al autor para criticar el celo y el fanatismo católicos. La religión es vista no como consuelo, sino como laceración de almas y cuerpos.
De esta novela me impresionó, sobre todo, el hallazgo de la tumba de la niña y el inquietante estado de sus restos, que detalla el narrador en el prefacio:
“En la tercera hornacina del altar mayor, del lado del Evangelio, allí estaba la noticia. La lápida saltó en pedazos al primer golpe de la piocha, y una cabellera viva de un color de cobre intenso se derramó fuera de la cripta. El maestro de obra quiso sacarla completa con la ayuda de sus obreros, y cuanto más tiraban de ella más larga y abundante parecía, hasta que salieron las últimas hebras todavía prendidas a un cráneo de niña. En la hornacina no quedó nada más que unos huesecillos menudos y dispersos, y en la lápida de cantería carcomida por el salitre sólo era legible un nombre sin apellidos: Sierva María de Todos los Ángeles. Extendida en el suelo, la cabellera espléndida medía veintidós metros con once centímetros.
El maestro de obra me explicó sin asombro que el cabello humano crecía un centímetro por mes hasta después de la muerte, y veintidós metros le parecieron un buen promedio para doscientos años. A mí, en cambio, no me pareció tan trivial, porque mi abuela me contaba de niño la leyenda de una marquesita de doce años cuya cabellera le arrastraba como una cola de novia, que había muerto del mal de rabia por el mordisco de un perro, y era venerada en los pueblos del Caribe por sus muchos milagros. La idea de que esa tumba pudiera ser la suya fue mi noticia de aquel día, y el origen de este libro.”
García Márquez relata la leyenda, ese atisbo de verdad que corre de boca en boca y que a veces muere antes de convertirse en libro. De todo tiene la culpa un perro rabioso, ese can maldito que aparece un día en plena calle y que carga con la mirada y el aliento del diablo.


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El coronel no tiene quien le escriba es de 1961. A pesar de ser una novela sin conflicto, marcada por la monotonía y el tedio provinciano, resulta una buena adaptación a nuestro idioma de Faulkner y de Lowry. En efecto, el coronel del relato está prisionero de aquel lugar en ninguna parte como el excónsul británico en Cuernavaca, en Bajo el volcán. Llueve despacio, pero sin pausa, porque no puede llover de otra manera donde nunca pasa nada. Llueve cansinamente, apaciguadamente, templando voluntades (“Se necesita tener esa paciencia de buey que tú tienes para esperar una carta durante quince años”).
“—Nada para el coronel –dijo.
El coronel se sintió avergonzado.
--No esperaba nada –mintió. Volvió hacia el médico una mirada enteramente infantil. Yo no tengo quien me escriba.
Regresaron en silencio. El médico concentrado en los periódicos. El coronel con su manera de andar habitual que parecía la de un hombre que desanda el camino para buscar una moneda perdida.
[…] –Qué hay de noticias –preguntó el coronel.
El médico le dio varios periódicos.
--No se sabe –dijo--. Es difícil leer entre líneas lo que permite publicar la censura.
El coronel leyó los titulares destacados. Noticias internacionales. Arriba, a cuatro columnas, una crónica sobre la nacionalización del canal de Suez. La primera página estaba casi completamente ocupada por las invitaciones a un entierro.
--No hay esperanza de elecciones –dijo el coronel.
--No sea ingenuo, coronel –dijo el médico--. Ya nosotros estamos muy grandes para esperar al Mesías.”
La invitación a un entierro, lo más notorio de los sucesos locales. Nada importa, puesto que todo se olvida. Todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar:
“Cada día vemos nouedades e las oymos e las passarnos e dexamos atrás. Diminúyelas el tiempo, házelas contingibles. ¿Qué tanto te marauillarías, si dixesen: la tierra tembló o otra semejante cosa, que no oluidases luego?
Assí como: elado está el río, el ciego vee ya, muerto es tu padre, vn rayo cayó, ganada es Granada, el Rey entra oy, el turco es vencido, eclipse ay mañana, la puente es lleuada, aquél  es ya obispo, a Pedro robaron, Ynés se ahorcó. ¿Qué me dirás, sino que a tres días passados o a la segunda vista, no ay quien dello se marauille? Todo es assí, todo passa desta manera, todo se oluida, todo queda atrás.” (Fernando de Rojas, La Celestina, Auto III).
Estamos condenados a vivir, tal vez sin un para qué. La vida de las gentes se extiende a nuestro alrededor, y el mundo gira, pero la tierra ni se inmuta.
Para el cristianismo, la vida tiene un propósito, una finalidad; para los arquitectos de la intrahistoria, acaso ninguno, nada.

En la misma página de El coronel…, el motivo recurrente de los pueblos latinos: la cotidianeidad ordenada por la Iglesia:
“Un poco después de las siete sonaron en la torre las campanadas de la censura cinematográfica. El padre Ángel utilizaba ese medio para divulgar la calificación moral de la película de acuerdo con la lista clasificada que recibía todos los meses por correo. La esposa del coronel contó doce campanadas.
--Mala para todos –dijo. Hace como un año que las películas son malas para todos.
Bajó la tolda del mosquitero y murmuró: ‘El mundo está corrompido’. Pero el coronel no hizo ningún comentario.”
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Gabriel García Márquez ha muerto a los 87 años, en México D.F., el 17 de abril de 2014. Al parecer, sus cenizas van a ser repartidas entre Aracataca o Bogotá (Colombia) y México D.F., lugar donde residía el escritor. En 1999, se le diagnosticó un linfoma, del cual fue tratado durante tres meses en un hospital de Bogotá. En 2006, se le presentó otra grave dolencia hereditaria, el alzheimer, hecho que él mismo pronosticó en las páginas de Cien años de soledad, cuando habla de la epidemia de insomnio que afecta a Macondo y cómo sus habitantes, al olvidar, se refugian en una verdad inventada, otra realidad mágica; entonces, se crean recursos para no soltar todas las amarras con lo ya conocido:
“Fue Aureliano quien concibió la fórmula que había de defenderlos durante varias meses de las evasiones de la memoria. La descubrió por casualidad. Insomne experto, por haber sido uno de los primeros, había aprendido a la perfección el arte de la platería. Un día estaba buscando el pequeño yunque que utilizaba para laminar los metales, y no recordó su nombre. Su padre se lo dijo: «tas». Aureliano escribió el nombre en un papel que pegó con goma en la base del yunquecito: tas. Así estuvo seguro de no olvidarlo en el futuro. No se le ocurrió que fuera aquella la primera manifestación del olvido, porque el objeto tenía un nombre difícil de recordar. Pero pocos días después descubrió que tenía dificultades para recordar casi todas las cosas del laboratorio. Entonces las marcó con el nombre respectivo, de modo que le bastaba con leer la inscripción para identificarlas. Cuando su padre le comunicó su alarma por haber olvidado hasta los hechos más impresionantes de su niñez, Aureliano le explicó su método, y José Arcadio Buendía lo puso en práctica en toda la casa y más tarde la impuso a todo el pueblo. Con un hisopo entintado marcó cada cosa con su nombre: mesa, silla, reloj, puerta, pared, cama, cacerola. Fue al corral y marcó los animales y las plantas: vaca, chivo, puerca, gallina, yuca, malanga, guineo. Paca a poca, estudiando las infinitas posibilidades del olvido, se dio cuenta de que podía llegar un día en que se reconocieran las cosas por sus inscripciones, pero no se recordara su utilidad. Entonces fue más explícito. El letrero que colgó en la cerviz de la vaca era una muestra ejemplar de la forma en que los habitantes de Macondo estaban dispuestas a luchar contra el olvido: Ésta es la vaca, hay que ordeñarla todas las mañanas para que produzca leche y a la leche hay que herviría para mezclarla con el café y hacer café con leche. Así continuaron viviendo en una realidad escurridiza, momentáneamente capturada por las palabras, pero que había de fugarse sin remedio cuando olvidaran los valores de la letra escrita.
En la entrada del camino de la ciénaga se había puesto un anuncio que decía Macondo y otro más grande en la calle central que decía Dios existe. En todas las casas se habían escrito claves para memorizar los objetas y los sentimientos. Pero el sistema exigía tanta vigilancia y tanta fortaleza moral, que muchos sucumbieron al hechizo de una realidad imaginaria, inventada por ellos mismos, que les resultaba menos práctica pero más reconfortante. Pilar Ternera fue quien más contribuyó a popularizar esa mistificación, cuando concibió el artificio de leer el pasado en las barajas como antes había leído el futuro. Mediante ese recurso, los insomnes empezaron a vivir en un mundo construido por las alternativas inciertas de los naipes, donde el padre se recordaba apenas como el hombre moreno que había llegada a principios de abril y la madre se recordaba apenas como la mujer trigueña que usaba un anillo de oro en la mano izquierda, y donde una fecha de nacimiento quedaba reducida al último martes en que cantó la alondra en el laurel. Derrotado por aquellas prácticas de consolación, José Arcadio Buendía decidió entonces construir la máquina de la memoria que una vez había deseado para acordarse de los maravillosos inventos de los gitanos. El artefacto se fundaba en la posibilidad de repasar todas las mañanas, y desde el principio hasta el fin, la totalidad de los conocimientos adquiridos en la vida. Lo imaginaba como un diccionario giratorio que un individuo situada en el eje pudiera operar mediante una manivela, de modo que en pocas horas pasaran frente a sus ojos las naciones más necesarias para vivir.”

 
 
 
 
 
 
 


martes, 15 de abril de 2014

"Pues la lepra me consume..."


Hace unos días –hace unos días de casi todo--, nos dejaba el último maldito, el poeta y loco Leopoldo María Francisco Teodoro Quirino Panero Blanc (Madrid, 16 de junio de 1948 – Las Palmas de Gran Canaria, 5 o 6 de marzo de 2014). Le habían precedido en el viaje eterno su padre, el poeta falangista Leopoldo Panero (1909-1962), su madre, la escritora Felicidad Blanc (1913-1990), su hermano pequeño José Moisés Santiago, “Michi” Panero (1951-2004) –que fue a morir a la tierra linajuda de Astorga, como los elefantes a su mítico cementerio--, y su hermano mayor Juan Luis (1942-2013), autoexiliado en una comarca catalana.
Hace también unos días –hace solo unos días de casi todo--, comentando el óbito con mi amigo del alma Francisco Salvador –a quien dedico estas líneas--, me llegaba de él un poema que yo no conocía (aún desconozco casi todos), perteneciente a uno de sus más recientes trabajos, que sacó a la luz en 1992 Ediciones Libertarias, y que en 2010 recuperó  El ángel caído ediciones (Las Palmas). Me refiero al discreto volumen Piedra negra o del temblar. Pues bien, en ese libro dedicó Leopoldo María un hermosísimo salmo u oración a la figura histórica del Padre Damián (Joseph) de Veuster, el Apóstol de los Leprosos (Tremeloo, Bélgica, 3 de enero de 1840 – Molokai, Hawaii, 15 de abril de 1889). El Padre Damián fue declarado beato en 1994 por Juan Pablo II, y canonizado en 2009 por Benedicto XVI. Ha sido el misionero más grande que ha tenido la orden de los Sagrados Corazones, fundada en París en la Nochebuena de 1800. (Me ha cabido el honor de haber sido formado en mis años infantiles por esta orden, a la cual muestro mi agradecimiento). El Padre Joseph de Veuster desembarcó en Honolulú el 19 de marzo de 1864, con tan solo los votos menores. Pocos días después, recibió el sacerdocio. De constitución recia y buena salud (se crio trabajando en la granja de sus padres), el joven P. Damián se aplicó a fondo en varias parroquias de áreas muy humildes, como la de Kohala, hasta que recibió una oferta que no iba a poder rechazar: encargarse de la misión católica de la isla de Molokai, a donde habían sido llevados todos los enfermos de lepra del archipiélago. Esta alternativa del obispo Louis Maigret conllevaba un importante y definitivo sacrificio, pues se sabía que quien andaba junto a leprosos, terminaba infectado más pronto que tarde. Consciente del alcance de su misión, el P. Damián llega a Kaulapapa (Molokai) el 10 de mayo de 1873. Se pone a asistir personalmente a unos seiscientos enfermos: les cura y venda las úlceras, les construye cabañas, les anima espiritualmente, les enseña normas básicas de respeto y convivencia, y por último, construye sus ataúdes y los entierra. Está asistiéndoles en todo momento hasta que un día de 1885, cuando sumergió sus pies en una cuba de agua, no notó que esta estuviera hirviendo. La insensibilidad es uno de los primeros graves síntomas de la lepra. Había pasado doce años ayudando a esas gentes desahuciadas, y ahora él era uno más de la familia. Damián tardó cuatro años en morir. La lepra fue trepando desde su pierna izquierda, lenta pero segura. Tan consciente fue siempre de su destino que, enalteciendo la dignidad de los suyos, se dirigía a ellos con las palabras “Nosotros, los leprosos”. En sus 49 años realizó un trabajo no superado, que mereció el aplauso del escritor Robert Louis Stevenson, del pintor E. Clifford, y de varios pastores anglicanos. Su ejemplo de entrega a una causa humanitaria hasta límites extremos fue señalado por Gandhi. En diciembre de 2005, fue elegido “el belga más grande de todos los tiempos” por la cadena de televisión VRT. Una película excelente, ya clásica, Molokai, la isla maldita (Luis Lucia, 1959) –rodada en los palmerales de Alicante-- ha inmortalizado su proeza.

¿Qué interés especial pudo tener Leopoldo María Panero para dedicar un salmo al P. Damián? Él se había educado en una escuela laica, el Liceo de Cultura Italiana de Madrid (entonces en C/ Agustín de Bethencourt 1), donde entró por la influencia de Dámaso Alonso, amigo de su padre y testigo de su bautismo. Después, prosiguió estudios de Filosofía y Letras en la Universidad Complutense. Afiliado al PCE en la clandestinidad, Leopoldo María nunca fue ni un creyente, ni mucho menos un beato. Drogata, alcohólico, homosexual, se deleitaba más con un póster de Johnny Weissmuller que con cualquier virgen o cristo. Leopoldo alardeaba por los bares y plazuelas de Malasaña de “malditismo”, no se fuera a transmitir este como la enfermedad del P. Damián. El malditismo es proclamarse descontento del género humano, adorar la cara oculta de la Luna, abrazar el satanismo y decretar el nihilismo como única religión del imperio poético. A trazar los vericuetos tortuosos de la mortificante Nada dedica Leopoldo la mayor parte de su producción desde, al menos, Abismo (1999), Teoría del miedo (2000) y otros frutos parecidos. “Ahora que el mundo ha muerto y solo nos queda/ al final de la vida, el poema” (Pico de viudo). Desubicado en su dolencia esquizoide, consumiendo bombones y Coca-Colas a cientos, dedicó, quién sabe a quién ciertamente, esos dos versos que celebran toda su vida: “De todos los favores que pude prometerte,/ te debo la locura”.
Buda decía que cuando los dioses quieren perderte, primero te vuelven loco. La clave sobre Damián –o acaso Damien, para Panero—nos la da un título de 2004, el año mismo que pierde a Michi: Esquizofrénicas o La balada de la lámpara azul. Principia el libro el poema Himnos a las divinidades infernales (Astaroth, Belial, Beherito, Tifeo, Yemayá): “Oh tú, paloma negra/ que sobrevuelas el abismo/ y tienes las llaves del pozo/ de la locura: tú como yo/ solo crees/ en el abismo”.  A poco llegamos a una pieza sobre Rimbaud: “Es Azul/ el color del espanto/ y Amarillo/ el color del odio/ Blanco/ el color de la muerte/ y de la nada/ como un linchamiento perfecto/ como una cabeza cortada/ para dar de comer a los pájaros”. Después, Benny, el niño subnormal, y, por fin, en Caníbal, se abre la sombra del P. Damián: “El padre Damián/ no era más que un leproso/ un ser en los límites de la nada/ que surcaban febrilmente los hombres/ pidiendo a gritos, reclamando la nada”. Termina el poema con esta angustia: “Tiembla el ser adonde ya no hay nada/ sino una flor contra el ser/ un silencio contra el mundo/ y un ser contra la nada”. Esa flor puede ser la del culo, perdición de todo marica, pues antes había dicho: “…Donde el desierto es una flor/ una flor que odia al hombre/ y que se nutre de trozos de ser”. El intestino se alimenta de “trozos de ser”, de comida deglutida, que acaban hacinados en el recto. Una flor que “odia al hombre”, pues cercena la procreación en las relaciones anales. Se opone a la generación / regeneración de vida. Cita a un Damián ya enfermo, infectado, condenado a “los límites de la nada”, es decir, la muerte. Lo que espera a Damián es solo eso: la muerte, una vez más. Leopoldo se afirmará luego: “Escribo como escupo/ Como si estuviera el cadáver de Dios/ hecho tan solo de saliva/ Y Dios es tan solo una mentira en la ruina/ En la ruina perfecta del hombre…” Dios es la gran mentira que ha engañado al P. Damián a volverse leproso. El P. Damián se queda sin recompensa; a la fuerza, este infierno es nuestro paraíso.
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Así desembocamos en Piedra negra o del temblar. Nueva arritmia escatológica de Panero. Somos los “señores del wáter para siempre, amos y principios del retrete”. La piedra negra son las heces, “en que toda vida acaba, y se celebra/ tirando de la cadena”.
“…Bésame el ano del que versos he hecho” (El hombre elefante).


“Señor del mal, ten piedad de mi madre/ que murió sin sus dos tetas/ y sobre la que yo escupí,/ y ahora amo…”  (“A veces escupo por placer sobre el retrato de mi madre”, Dalí dixit). Felicidad Blanc padeció una neoplasia mamaria con metástasis múltiple que la llevó a fallecer el 30 de octubre de 1990 en el Hospital Comarcal de Bidasoa. Tenía 77 años. Cuando la ve Leopoldo María, que había estado leyendo el Infierno de Dante en su manicomio de Mondragón, intenta resucitarla con un beso en la boca. Remeda el gesto servil de Secundra con el primogénito de El señor de Ballantrae, de Stevenson. Como si un beso profundo pudiera comunicar la fuerza de un alma viva a otra que ya no anima el cuerpo.
 


En Piedra negra… festeja Leopoldo a uno de los pioneros de la corriente maldita, François Villon (1431-1463?), justo continuador del esfuerzo rebelde de otros como Cecco Angioleri y Rutebeuf. Y así le canta: “Yo François Villon, a los cincuenta y un años/ gordo y corpulento, de labios color ceniza/ y mejillas que el vino amoratara,/ a una cuerda ahorcado/ lo sé todo acerca del pecado…” Panero parafrasea al propio Villon, cuando este compuso: Yo soy François, lo cual me pesa,/ nacido en París, cerca de Pontoise,/ y en el extremo de una soga/ sabrá mi cuello cuánto mi culo pesa”. Es un mito que Villon –François de Montcorbier, bachiller en Artes--, acogido por Guillaume Villon, capellán de Saint-Benoît le Bétourné, muriera ahorcado. No lo sabemos. Puede, incluso, que terminara arrepentido y acogido a religión, en algún monasterio. Si bien estuvo condenado a pena de prisión, Luis XI lo perdonó en 1461. Escapó de la horca en enero de 1463, cuando el Parlamento de París lo destierra de la ciudad por diez años. Después se pierde su pista. Villon era el señor de los tahúres de taberna, de las riñas, las pendencias de burdel y los robos organizados, como el del Colegio de Navarra. Perteneció a la Compañía de Coquille, que contaba con mil amigos de lo ajeno entre sus filas. Una vez intervino en un altercado donde se mató a un sacerdote de una pedrada, y él se llevó una cuchillada que afeó su jeta para siempre. En sus poemas satíricos, Villon a menudo se finge arrepentido y contrito, jugando a una doble interpretación: “La necesidad hace que las gentes se inclinen al mal,/ y el hambre obliga al lobo a salir del bosque”; “Por muy vil que sea el pecador,/ Dios odia sólo la perseverancia en el mal”. Un mal del cual el hombre no puede zafarse, y en el cual, cainitamente, persevera.
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¿Por qué fijarse en Damián de Veuster?
Bien, Villon tuvo un protector, el capellán Guillaume, que hizo por educarlo. Leopoldo María Panero, en sus últimos años de peregrino por sanatorios mentales, también encontraría el suyo: el Padre o Hermano Javier Cuesta. A él le dedica, precisamente, “con el extraño afecto de Leopoldo”, el salmo, puesto en boca del P. Damián, que dice así:

Oh Señor Jesús, pues la lepra me consume
¡ten piedad de mí!
Señor de los leprosos y rey de los gusanos
ya que tengo el labio destrozado
y el brazo convertido en muñón
y la baba de los días quema mi esperanza
¡ten piedad de mí!
Yo que ni hijos ni mujer merezco
aquí, en la isla de Molokai
viendo cómo cae al suelo mi carne,
rezo para ver tu cara,
también consumida por la lepra.
Tú que eres mi mujer y mis hijos
ya que es lo único que puedo yo ofrecerte
te ofrezco, laurel y cirio,
mi muerte.”

Hay una fotografía que muestra, en efecto, el labio del P. Damián agrietado por la lepra. Pero también François Villon tenía el labio perforado de un navajazo. En el poema, Damián invoca a Dios, aquí “Señor de los leprosos y rey de los gusanos”, y leproso Él mismo, en una cadena sin fin, como le pasó al joven misionero al plantarse en Molokai. Abrazó lo que el amor de Dios entonces era: lepra. La lepra era el signo de los escogidos a darse amor en aquel exilio.


“Ya que ni hijos ni mujer merezco…” El consagrado al Señor, está desposado con Él, y debe guardar celibato (“Tú que eres mi mujer y mis hijos”). No hay por qué pensar que Damián se relacionara sexualmente con alguna de las hijas moradoras de la isla. Seguramente alguien con su fe, firme como roca, pensaría en todo menos en eso. Damián murió entregado a los demás. Y es lo que se deduce de la versión de Panero. Damián ofrece su vida en sacrificio, canónicamente: “Ya que es lo único que puedo yo ofrecerte/ te ofrezco, laurel y cirio,/ mi muerte”. Como “laurel”, es decir, triunfo humano, y como “cirio”, o sea, la luz de Cristo Jesús, su Resurrección y Redención del Pecado. Damián de Veuster ha conseguido, por partida doble, el reconocimiento de sus semejantes por su gesta social, y además, la gloria de los altares gracias a su sacrificio transcendente. Como todo mártir, ofrece a Dios su vida. No desperdiciada, pues ha pasado doce años trabajando intensamente en auxilio de su rebaño; cuando admitió ir a Molokai, ya sabía lo que le esperaba. Mas la gran inquietud del Damián de Panero es encontrarse consigo mismo tras la última mueca: Dios Jesús también es un leproso. “Así es mi yo un andrajo al que viste un nombre”. Será como contemplarse en un espejo tiznado para toda la eternidad: un reflejo eterno de la lepra. Una pesadilla de Lovecraft, sin escapatoria ni alternativa. La guarida de un gusano. El Cielo gusaneado, gangrenado, maloliente, deslucido. No en vano, es el azul el color del espanto, según nuestro poeta. Un cielo azul es una horrible nadería de mierda y microbios. La fosa séptica de los santos que han padecido. “Volando, volando en torno del retrete”. Una recompensa que da mucho que hablar. “Ese cielo/ prometido a los cobardes/ para extender su reinado”. Alborea Nietzsche. La vida es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, sí, pero… ¿la muerte?
El Hermano Javier Cuesta debe de ser un corazonista que asiste (o asistía) a los enfermos del psiquiátrico de Mondragón, donde estuvo internado Leopoldo María. En una carta, sin fecha --pero de inicios de 1991--, a su hermano menor Michi, Leopoldo primero se justifica por la chorrada sacrílega e incestuosa: “Yo a mi madre no solo no quería matarla, sino que pretendía curarle el cáncer primero y luego resucitarla, con el boca a boca que es la resurrección del señor de Ballantrae, y que en este caso podía haber hecho efecto”. Más adelante, alude al fraile: “… No tengo ropa, y me gustaría comprarme unos pantalones vaqueros, una camisa y una chaquetita vaquera. Si puedes hacérselo saber al hermano Javier Cuesta te lo agradecería infinito.
Así pues, este Hermano Javier Cuesta debió de velar más de una vez por la salud y el bienestar quebrantados de Leopoldo María. En “extraño afecto”, pues el hábito puede no inspirarle nada al beneficiario, o no agradarle el físico o modales de la persona en sí. Pero el caso es que Leopoldo se lo agradece al fraile con este poema de recuerdo al P. Damián.


 El salmo ideado por Leopoldo recrea los típicos himnos de la liturgia de las horas, como “Oh Jesucristo, Redentor de todos”, u “Oh, Santo Dios, Jesús, Señor,/ tu mano me tocó,/ me amaste a mí, un pecador,/tu gracia me salvó…”  Especialmente, guarda similitud con la oración al Sagrado Corazón que empieza:
Oh Señor Jesús,
a tu Sagrado Corazón
confío esta intención.
Solo mírame,
entonces haz conmigo
lo que tu Corazón indique…”
Sin embargo, el tono marcadamente doliente y de reproche no es nada común a los himnos de liturgia, y sí lo encontramos en algún Salmo del A.T., como el 22, donde el fiel se conduele, igualmente, de su estado lamentable:
“¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?
¿Por qué no escuchas mis gritos y me salvas?
(…) Mas yo soy un gusano, no un hombre
(…) Mi corazón, como cera, se derrite en mis entrañas
(…) Me has hundido en el polvo de la muerte” 
El Salmo 51 comienza:
Ten piedad de mí, oh Dios, por tu amor,
por tu inmensa compasión, borra mi culpa;
lava del todo mi maldad, limpia mi pecado…”  
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El Leproso. La carne. Su carne, “en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada”.

Leopoldo María:

“La vida entera es un Miércoles de Ceniza” (fragilidad + arrepentimiento + conversión).

“…El tiempo/ que cae como ceniza sobre el hombre”

“La peste de existir… Como la ceniza del cigarrillo sobre la mano”

“¡Oh! Ceniza madre del Sol/ ceniza del intento…”
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“Pasaba la manada”.
© Antonio Ángel Usábel, abril de 2014.

sábado, 12 de abril de 2014

El Elefante Blanco.


El jueves 3 de abril de 2014, llegaba a las librerías La gran desmemoria. Lo que Suárez ha olvidado y el Rey prefiere no recordar (Ed. Planeta), el libro de la periodista del Opus Pilar Urbano sobre las relaciones políticas entre el rey Don Juan Carlos y el expresidente del gobierno Adolfo Suárez, recientemente fallecido. El mencionado estudio –de 990 páginas, bibliografía incluida—contiene una parte muy polémica, aquella donde la autora –que trató a Adolfo Suárez en persona, y con cierto grado de familiaridad—plantea la hipótesis de que el monarca exigió a Suárez, en su último mandato, que se sometiera a una moción de censura, para poder ser sustituido por otro presidente de mayor consenso sin llegar a agotar la legislatura. La idea era formar un nuevo gobierno de coalición, integrado por líderes de las principales alternativas políticas. De ese modo, la democracia debería salir fortalecida frente a la permanente amenaza militar de un golpe de estado. Si Suárez no aguantaba las presiones (tanto de elementos castrenses, como de camaradas de partido y de la oposición socialista y comunista), y dimitía sin más, el riesgo de sufrir un golpe armado hubiera sido mucho mayor, pues quedaría en evidencia ese vacío de poder y la urgente necesidad de detener un sistema represaliado por el terrorismo y los movimientos extremistas. Según Pilar Urbano, Don Juan Carlos se vio en la necesidad de convertir a su presidente en una suerte de “peón de rey”, con el fin de alcanzar la estabilidad del régimen parlamentario. Pero Suárez no se dejó hacer, y sostuvo seis agrios enfrentamientos verbales con el jefe del estado. Los oyó el personal de palacio y, siempre según la autora, los relató el propio Adolfo Suárez a su cuñado Aurelio Delgado y a su amigo Antonio Navalón. También supieron de alguno de esos roces Jaime Lamo de Espinosa e Ignacio Gómez-Acebo. En uno de ellos, con Suárez en el despacho del rey, el tono subió a tal nivel que Larky, el pastor alemán que Don Juan Carlos tenía entonces, se abalanzó sobre Suárez. El propio monarca tuvo que sujetar al animal, excitado y confundido por la discusión. El encargado de organizar ese gobierno de coalición era un militar que el rey consideraba de toda confianza, el general Armada. Lo que no podía suponer Don Juan Carlos era que el tal hombre de confianza pensaba más en una sublevación castrense, para, desde la fuerza disuasoria de los tanques y las bayonetas, imponer a la nación española lo que fuese; tal vez, incluso, un viraje a la situación anterior a 1976. Armada, pues, “interpreta” al Rey, o mejor dicho, para zanjar cualquier duda, lo malinterpreta.

Como añade la periodista, “para el Rey, la gran sorpresa fue el ‘tejerazo’. No solo conocía la conexión Milans-Armada, sino que desde hacía meses había encomendado a Armada que templara los ímpetus golpistas del ‘virrey de Valencia’ […] Pero el 23-F el Rey tuvo la evidencia del triángulo Milans-Armada-Tejero en acción conjunta […] Tejero es el detonante; Armada, el director técnico de la operación; Milans, el jefe militar… y, como aval y talismán, el uso del nombre del Rey” (v. Cap. 6: “La caja negra del golpe”).

El expresidente Suárez reconoció, el mismo 23-F, que aquel golpe se lo habían dado a él: “Ni culpables, ni cómplices, ni ‘ya os lo venía avisando’… Este golpe me lo han dado a mí”. En la sala de ujieres, con la pistola Astra encañonándole el pecho, Suárez ordenó cuadrarse a Tejero, quien desvió la mirada y el arma. Suárez se la había mantenido, retador. Uno de los sicarios golpistas comentó a un secuaz: “—Este tío [por Suárez] manda más que el teniente coronel” (v. ibíd.) Suárez pudo buscar el disparo, pues con una víctima, con sangre derramada, el golpe hubiera perdido toda justificación.

Hasta aquí la hipótesis de Pilar Urbano. Los hechos que yo recuerdo de entonces –constatados por la historiografía sobre aquel momento—es que Tejero entró en el Congreso pistola en mano para detener y secuestrar a todo el pleno, mientras esperaba la llegada de Armada y del “Elefante Blanco”, una alta o altísima autoridad, que debería explicar al país cuanto estaba sucediendo allí. Qué duda cabe que ni Tejero, ni Armada, ni tampoco probablemente Milans del Bosch tenían categoría suficiente como para haber sido ese “Elefante Blanco”. ¿Quién hubiera podido ser, pues? Una incógnita… Los golpistas se presentaron a sí mismos como “unos mandados”, como profesionales que obedecían órdenes de más altas instancias. En aquel tiempo, a la extrema derecha le interesó mucho hacer creer a la opinión pública que esa máxima autoridad que lo orquestó todo fue el rey Don Juan Carlos. Es más, también recupera este rumor Pilar Urbano en su ensayo al razonar que si Armada iba a presentarse en el Congreso para anunciar, presuntamente, un gobierno de coalición, necesitaría contar con el refrendo, ante los asombrados y asolados señores diputados, de un personaje por encima de cualquier autoridad gubernativa, y ese hombre solo podía ser el propio monarca.
Pero repasemos la cronología de los hechos esenciales: Adolfo Suárez dimite el 29 de enero de 1981. Dimite él, no se le expulsa del gobierno mediante una moción de censura. El 23 de febrero, cuando se estaba votando la segunda ronda para la investidura de su sustituto, Leopoldo Calvo-Sotelo, es cuando toman los guardias civiles el edificio del Congreso. Es decir, el procedimiento parlamentario seguía un cauce legal forzado: dimitía el presidente, e iba a ser sustituido por otro de su mismo partido (UCD). Las Cámaras no habían sido disueltas, ni se habían convocado nuevas elecciones libres, sino que se realizaba un cambio transitorio y “suave” dentro de la misma legislatura [v. Constitución española, art. 62 d; art. 99,1-5; art. 101,1-2]. ¿Para qué hablar, entonces, de una moción de censura, si ya habría otro gobierno después de Suárez dentro del mismo periodo de cuatro años?
Al parecer, Suárez era partidario de disolver las Cámaras, cerrar esa legislatura, y dejar que el pueblo español se pronunciara. Era lo que la Constitución demandaba (art. 99-1: “Después de cada renovación del Congreso de los Diputados, y en los demás supuestos constitucionales en que así proceda, el Rey […] propondrá un candidato a la Presidencia del Gobierno”). A esa medida se opuso el Rey, según Pilar Urbano. Temía el monarca que la crisis del sistema en aquellos momentos se evidenciara aún más: “—Adolfo, si tomas esa decisión de dar cerrojazo a las Cámaras, que sepas que no la pienso firmar. Me pondré enfermo, me iré de viaje… ¡estaré ausente el tiempo necesario!, pero no pienso estampar mi firma en esa disolución” (v. Cap. 5: “Suárez, el Rey, un perro, una pistola…”) Y estaba en su derecho constitucional, pues es al Rey a quien corresponde “convocar y disolver las Cortes Generales y convocar elecciones en los términos previstos en la Constitución” (art. 62 b)
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Hace pocos días, el 30 de marzo, domingo, el diario El Mundo publicaba en exclusiva una amplia entrevista con Pilar Urbano, donde se adelantaban las hipótesis más escandalosas de su volumen. Una semana después, el mismo medio informativo ha dedicado otra extensa entrevista a Adolfo Suárez Illana, hijo del expresidente, en la que este desmiente las afirmaciones de Urbano, seriamente molesto con que se injurie tanto a su padre como al Rey de España, presentándolos a ambos como rivales y enemigos. Nada más lejos de la verdad, según Suárez Illana, quien aporta como prueba algunas de las afectuosas epístolas que, entre 1979 y 1982, dirigió Don Juan Carlos a su padre Adolfo. “Mi leal y querido Presidente Adolfo…”, “Mi queridísimo Adolfo…”, “Mi querido Presidente…”, son algunos de los epígrafes que encabezan estas misivas aportadas por Suárez Illana. En ellas, el rey insiste en el espíritu de lealtad y de entrega al servicio de la Corona y del sistema democrático que caracterizaba a Adolfo Suárez González. Le presenta como artífice de la Transición y como un amigo y colaborador siempre fiel. Son cartas de loa, de alabanza en momentos de gran dificultad política.
Suárez Illana argumenta que su padre tomó la decisión irrevocable de abandonar el gobierno de España y la UCD en agosto de 1980, durante unas vacaciones en Galicia. Y que el primer enterado de esa determinación fue el rey Don Juan Carlos, quien volvió a agradecerle su rotunda confianza en él. Es decir, desde agosto de 1980 hasta finales de enero de 1981, se estuvo preparando el reemplazo de Adolfo Suárez. Así mismo, alega que su padre tenía un temperamento sumamente respetuoso y formal: “Es inverosímil que una persona tan respetuosa y tan calmada como mi padre pegue voces en el despacho de nadie. No en el suyo ya, mucho menos en el del Rey…” (Efectivamente, en su vida pública, Adolfo Suárez alardeó de no haber recurrido nunca al insulto o descalificación personal). Sin embargo, Suárez Illana sí admite que se produjeron algunas discusiones entre su padre y el rey a propósito de la lealtad del general Armada (“¡Sí, sí! Discusiones sobre Armada tienen varias”). El rey cogía cariño a sus colaboradores más directos, y le costaba creer lo que le advertía Suárez sobre Armada: que no era una persona de confianza, y que se movía en círculos golpistas. Los hechos acabaron dando la razón al presidente. Armada fue para Don Juan Carlos lo que Augusto Pinochet Ugarte para Salvador Allende.
Luego es verdad que hubo disputas; ahora bien, ¿en el tono y gravedad que defiende Pilar Urbano?
El jueves 3 de abril, el mismo día que salía el libro de Pilar Urbano, Adolfo Suárez Illana, según se hacía eco El Mundo-- intentaba que esta lo retirara de los puntos de venta. Para ello recurrió a la argucia de recriminar a la autora el uso no autorizado de la imagen “El Rey y Suárez”, reproducida en el libro, y de la cual es propietario él mismo. Es la famosa instantánea del monarca y un Suárez ya enfermo, de espaldas, paseando por el jardín de la residencia de este último. Suárez Illana recuerda, en una carta enviada a Pilar Urbano, que él detenta los derechos de la foto, y que ha sido incluida sin su permiso en un libro cuyo contenido desaprueba y que considera infamatorio: “Un libro cuyo contenido no comparto y que considero profundamente lesivo del derecho fundamental al honor de mi padre, al nombre de mi familia y al papel que este desempeñó durante la llamada Transición española”.
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Sinteticemos lo aparecido hasta ahora: una periodista que conoció bien a Adolfo Suárez, Pilar Urbano, convierte en “verdad histórica” algunos de los viejos rumores que siempre han venido circulando sobre el golpe del 23-F. Lo hace a través de supuestas confidencias del desaparecido protagonista a familiares y cercanos. La mayor editorial del país edita el volumen. Un medio informativo nacional, que recientemente ha cambiado de director, se hace acreedor de ese nuevo veredicto mediático y publica una larga y destacada entrevista con la autora. Casi a la par, presta generosa voz y voto al hijo del mítico expresidente de la Transición, quien abomina y desmiente categóricamente la tesis del texto. Aparecen unas oportunas cartas manuscritas corroborando la buena relación fraternal entre Adolfo Suárez y el rey. La Casa Real defiende la fidelidad continua del rey a sus obligaciones institucionales, mientras un comunicado firmado por diez exministros y colaboradores de Adolfo Suárez califica el ensayo de Urbano de “típico relato novelado-libelo, que parece tener por objeto desestabilizar las instituciones y atacar frontalmente la figura de S.M. el Rey y el presidente Suárez a través de una acusación infame y tergiversando la verdad”. Lo secundan Rafael Arias-Salgado, Jaime Lamo de Espinosa, Rodolfo Martín Villa, Marcelino Oreja, José Pedro Pérez-Llorca, Salvador Sánchez Terán (exministros con Suárez), Andrés Casinello (Teniente Gral.), Fernando López de Castro (Gral.), Aurelio Delgado (cuñado y secretario de Suárez), y Adolfo Suárez Illana. Lo curioso es que algunos de estos firmantes –como hemos anotado más arriba—dieron a Urbano, a lo que ella atestigua, otra versión muy diferente.
En artículo de fondo (06-04-2014), el director de El Mundo, Casimiro García-Abadillo, sale en defensa del honor del rey y cita un “documento que tampoco ha sido hecho público” (¿?), por el cual “el CESID remitió un informe secreto al presidente del Gobierno el 14 de enero de 1981, justo cinco semanas antes del 23-F, en el que se analizan las posibilidades de un golpe militar”. En uno de sus párrafos, se lee: “Hacia el futuro pueden considerarse como muy poco probables los intentos prácticos de consecución de un ‘Gobierno de gestión’, pues, entre otras dificultades exige, tal como se concibe hoy, una impensable colaboración anticonstitucional de la Corona”. Si el rey era un monarca constitucional, no iría nunca contra la Constitución y el engranaje democrático y parlamentario del Estado español.
 
García-Abadillo pide la desclasificación de los materiales reservados para acabar con las hipótesis y tergiversaciones. El CNI guarda la grabación completa de las cámaras internas del Congreso, las fotografías oficiales del estado del hemiciclo tras la salida de los golpistas, y las conversaciones telefónicas entre Tejero y Milans.
Por su parte, Juan Luis Cebrián, exdirector del diario El País, que no era tan bien considerado como Dña. Pilar Urbano por Adolfo Suárez, escribió recientemente (04-04-2014): “Quienes vivimos el 23-F y, por unos motivos u otros, estuvimos en contacto aquella noche con el palacio de La Zarzuela y con los responsables políticos y policiales que no se encontraban secuestrados en el Congreso, fuimos testigos de dos hechos a mi juicio irrefutables: el primero, que el golpe triunfó en una primera instancia, avalado por un considerable número de generales con mando en plaza; el segundo, que la actitud del Rey fue decisiva, definitoria, para que los rebeldes depusieran las armas y fueran posteriormente juzgados y condenados”. A Cebrián lo libró Suárez de ser tomado por agente del KGB, en una maniobra de pruebas falsas orquestada, a juicio del propio presidente, por militares extremistas (v. “Un hombre de Estado frente a las bayonetas”, El País, 23-03-2014).
El diario ABC, monárquico pleno desde su fundación, también ha salido al paso de las declaraciones de Pilar Urbano en su libro. Y así recoge en su edición del domingo 6 de abril la impresión de Felipe González –a quien, cuando conviene, se tiene de fiador--, diciendo: “¿Credibilidad? Solo por ser ella, bajo cero, y por lo que he oído, miente mucho más que habla”; o las palabras de Marcelino Oreja: “No creo haber leído nunca tal cúmulo de falsedades con el único propósito de vender un panfleto”; o el testimonio de Rafael Puyol, exrector de la Complutense, quien escuchó a Suárez afirmar que “quien paró el golpe fue el Rey”.
Así vemos que, en el plazo de una semana, el mismo diario da “una de cal y otra de arena”. Que hay maniobras de informar y, al mismo tiempo, de confundir al lector y desinformar. Que casi todos los organismos de prensa se alinean, con la muerte de Adolfo Suárez, junto al Rey y defienden su papel de firme salvador de la democracia. Que la figura del monarca después de esto va a salir, probablemente, fortalecida, pues el objetivo es recordar y vivificar lo que hizo por el bien del sistema parlamentario. Que puede haber, incluso, una conspiración para dinamitar el régimen monárquico, tanto por parte de grupos ultraconservadores, como de radicales de izquierda. (Es decir, que se estaría reproduciendo hoy, en nuestro país, muy parecida situación de inestabilidad institucional a la sufrida por los gobiernos de Adolfo Suárez; súmanse ahora la corrupción de cargos públicos y los nacionalismos separatistas).
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Yo recuerdo que el rey Juan Carlos gozaba, en 1980-81, de nuestra mayor estima. Que, contra viento y marea, él era el Gran Capitán de nuestra nave y que era el guardián y garante absoluto de las libertades democráticas. Era una especie de Lohengrin, de custodio del Santo Grial. La grandeza de Adolfo Suárez comenzaba a declinar y a extinguirse por la oferta más avanzada del PSOE, con Felipe González y Alfonso Guerra al frente. También el PSP (Partido Socialista Popular), del profesor Enrique Tierno Galván. A Suárez, los simpatizantes de la izquierda o del centro-izquierda (mi madre, entonces, entre ellos) lo acusaban de “usar el voto del miedo”, pues su objetivo prioritario era detener el avance en las urnas del PSOE, PSP y PCE para alejar la amenaza de un golpe. Era como si su cometido de estadista meritorio hubiera pasado ya. Difícil sería que un rey, en la cumbre de su aurora institucional, pensara en tramar una conspiración contra el principio de Estado que acababa de edificar. No lo necesitaba para ganar mayor fama de la buena que ya tenía; antes al contrario, hubiera sido tirarse piedras contra su propio tejado.

 
En un almanaque de hechos históricos, la Cronología Universal de Jacques Boudet, leo para España en el año 1981: “23-II. Intento de golpe de Estado militar por el teniente coronel Tejero, que secuestra a los ministros y a los diputados. La firmeza del rey Juan Carlos conseguirá que fracase. Ese fue también el año de la ley antiterrorista (23 de marzo) y de divorcio (22 de junio). De la plaga causada por el maléfico aceite de colza adulterado, a partir del 1 de mayo, con más de doscientas muertes. Del atentado contra Ronald Reagan y del primer despegue de la Columbia. Del asesinato, en pleno desfile militar, del presidente egipcio Anuar el-Sadat. De la investidura, en Francia, del socialista François Mitterrand como presidente de la República. De la apertura de la línea de alta velocidad París-Lyon. De la boda de Carlos y Diana. De las muertes, por huelga de hambre, de diez activistas republicanos irlandeses (Bobby Sands entre ellos). De la pre-Grecia de Papandreu, que ingresa en el Mercado Común. De la liberación de 52 rehenes norteamericanos en Irán. De la anexión del Golán por Israel. De los enfrentamientos dialécticos en Polonia entre el general Jaruzelski y el líder del sindicato Solidaridad, Lech Walesa. Del atentado contra Juan Pablo II en la plaza de San Pedro del Vaticano.
Tenía yo catorce años, y estaba en el 8º curso de la EGB (Educación General Básica), la enseñanza obligatoria, cuando se produjo la entrada de Tejero al Congreso. Estaba en casa, en nuestro pequeño comedor, merendando Nescafé con galletas y escuchando por radio la ceremonia de investidura de Calvo-Sotelo (TVE no emitía la sesión en directo). Entonces, los locutores comentaron, alarmados y sorprendidos, los ruidos y voces que llegaban de fuera del hemiciclo, de los pasillos. Después, llega Tejero, sube a la tribuna de oradores con la pistola en mano; lo secundan varios guardias civiles con metralletas. Se levanta Gutiérrez Mellado de su escaño, luego Suárez tras él, para evitar que lo zarandeen o incluso maten. Empieza el tiroteo… Y el miedo no se disipó hasta que, horas después, en esa lenta madrugada, Don Juan Carlos, por TVE, garantizó el orden constitucional legalmente establecido. Esto es de lo que yo puedo dar fe y testimonio, como muchos otros españoles. Todo lo demás, o son verdades no reveladas de alcance incierto, o simples conjeturas con las que montar una “ucronía” de los acontecimientos. Tal vez, en espera de que la Historia hable.
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Pero una realidad resulta innegable: el Rey debe trabajar para recuperar el prestigio que una vez tuvo entre los españoles, y debe “abrir las ventanas de palacio”, con el fin de devolver a la Casa Real toda la lozanía y brillantez de que gozaba con la instauración de nuestra democracia.
© Antonio Ángel Usábel, abril de 2014.