“Con la edad, los ojos ven más lejos, no en la distancia, pero sí en el tiempo.” (aausábel, 2017)

“Con la edad, los ojos ven más lejos, no en la distancia, pero sí en el tiempo.” (aausábel, 2017)

En este país...

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martes, 4 de noviembre de 2014

Gala del 35º aniversario de la Compañía Nacional de Danza.



En esta gala (octubre de 2014, Teatros del Canal, Madrid) la brillante compañía que dirige José Carlos Martínez representó las siguientes piezas:
-          6 minutos de vida.

-          Festival de las Flores de Genzano.

-          El Corsario, paso a dos.

-          Raymonda Divertimento (inspirado en el montaje de Rudolf Nureyev).

-          El Cisne.

-          Aimless.

-          Violon d’Ingres.

-          Bolero.

-          Ritmos.

-          Minus 16.

Son obras muy diferentes entre sí y con su estilo propio. En mi opinión, una de las más sobrecogedoras es El Cisne, esta vez representado por un bailarín que ejecuta los movimientos de un cisne con total naturalidad y delicadeza, a pesar de ser un bailarín. La anterior vez que vi bailar esta pieza fue por Alicia Alonso, poco antes de retirarse, en el auditorio del parque de L’Aigüera, en Benidorm. Alicia estaba tan mayor que bailó casi ciega y con los pies tan deformados que continuaba andando en primera posición de ballet (en dehors) incluso cuando ya había acabado de bailar. La misma pieza de música representada de dos formas totalmente diferentes.

Respecto a Aimless, decir que aplaudo la elección del título de la pieza: “Sin objetivo”, pues eso es lo que refleja este baile, un continuo movimiento sin un afán de representar una historia definida, movimiento suave y continuo, sin brusquedades ni rupturas, el movimiento por el movimiento.

Hasta ahora hemos analizado dos piezas en las que se baila con “el cuerpo expresivo”, pero pudimos ver “el cuerpo acrobático” en El Corsario, paso a dos, donde predominan piruetas y saltos. Vemos pues, dos formas diferentes de tratar el cuerpo a través del baile.

Y finalizo con Bolero. Es el Bolero de Ravel, esta vez con una coreografía poco usual, pues yo, personalmente, nunca lo había visto bailado por una pareja, sino siempre por un solo bailarín. Y además, ambientado en la época del charlestón. Esta coreografía es una apología a la flexibilidad, donde predominan los cambré y los spagat, así como las figuras espejo entre el bailarín y la bailarina.

Todas las piezas son susceptibles de realizar una crítica, pero, por mi parte, aquí me detengo, ya que poco más puedo añadir de la Gala, una Gala llena de belleza y profesionalidad, donde todo el público parecía querer unificar sus esfuerzos para que el ballet siga vivo en los escenarios de nuestro país.

© María del Mar Fernández Fernández, noviembre de 2014.
 
 
Para los no versados en ballet clásico, les invitamos a ver esta maravilla histórica: la perfecta conjunción de dos maestros de la danza, la pareja formada por Rudolf Nureyev y Margot Fonteyn en un pasaje de El Lago de los Cisnes, esa obra de Tchaikovsky que es referente ineludible cuando se muestra un ballet en cine o televisión:
 
 
 

domingo, 26 de octubre de 2014

De la virtud al caos.


La sala Réplika Teatro, escuela de interpretación, escenifica estos días, bajo la atenta y oportuna dirección del maestro Jaroslaw Bielski, el excelente texto El Profe (1994), original de Jean-Pierre Dopagne, y en una suculenta versión / adaptación de Fernando Gómez Grande.

 
El Profe es un canto elegíaco al oficio de enseñante. Un generoso y retador monólogo de algo más de hora y cuarto, donde un profesor veterano de Literatura –condenado tras una fechoría por el Estado francés a  representarse a sí mismo en los teatros del país—desgrana los entresijos y desesperaciones de una profesión infravalorada, en constante cambio (a peor) y en la que no es posible ni la promoción, ni la remuneración digna, ni el reconocimiento y homenaje al esfuerzo.
“No hace mucho tiempo, Vds. se hubieran levantado al verme entrar”. Así comienza este profe, cuyo título ha extraviado la postrer sílaba con su propia dignidad profesional. Un profe de Educación Secundaria que comenzó ilusionado su andadura, al socaire de los días en que Don Rafael, profesor de Clásicas, abría la clase declamando la Ilíada, y los alumnos escuchaban en silencio. Qué tiempos aquellos en que se tildaba de “Don” al maestro –aún gozosa palabra para la no menos gozosa simiente--, guía espiritual e intelectual de cientos de almas boquiabiertas, apabulladas por la polifonía de la elocuencia, de la desmesura intelectual. Aquellos tiempos en los que, en las villas y pueblos, llevaban la batuta el alcalde, el cura y el maestro, y a quien un pobre labriego destripaterrones admiraba y hacía admirar a sus hijos: “Ahí, tienes al maestro. Una gran profesión. Una profesión de carrera y provecho”.

 
Este profesor –el calificativo mayestático de “maestro” había ya comenzado a perderse—llevaba a sus alumnos al teatro, fuera de las horas lectivas, y conseguía que saborearan los monólogos en verso de Calderón. Después llegó la dolorosa transición del sistema educativo, parejo al de la sociedad en su conjunto. Entonces, a los alumnos les comenzó a importar un pito Calderón y La vida es sueño, y el Profesor se quedó, simplemente, en el Profe. Las clases dejaron de ser espacio de instrucción y aprendizaje para transformarse en cursos acelerados de supervivencia. Los colegios e institutos se convirtieron en rediles o guarderías, donde lo importante no era tanto aprender como sí estar recogidos y a salvo del azaroso mundo de la calle. Bajo este panorama, creció la consigna de ir a soportar a los intrigantes y mezquinos alumnos de la mejor manera posible, que no hay un manual de instrucciones al uso. Pasar el tiempo de clase toreando gamberradas, insultos, desplantes  y demás disquisiciones. “—Profe, ¿se gana mucho como profe? Es que mi hermana está terminando Químicas, y no sabe si dedicarse a investigar o a ser profe (…) Joé, ¿y por esa pasta ridícula nos aguanta usté día tras día? ¡Usté es un bendito, o un pringao, profe!”. Así se desmorona, dinamitada, la moral del educador, condenado a sufrir siempre lo mismo, sin ocasión de promocionar, mes tras mes, año tras año. Así, y escuchando que los dioses egipcios una vez fueron “Isis, Osiris y Clítoris”, o que la alumna descarada del segundo anfiteatro, plantadas las piernas sobre su pupitre, se pinta ufana las uñas de los pies, mientras inquiere del profe la debida aprobación: “--¿Qué pasa, profe? ¡Si no le gusta, mañana me quito las medias y me afeito el chirri!”. A todos los efectos, hacendosa pupila de esa clase de 2º de Bachillerato, calificada modestamente como “complicada”.
Sic Transit Gloria Mundi
Una profesión que se puede asimilar a las labores de pocería, chatarrería y desescombro. En la que el miembro infortunado teme distinguirse a sí mismo como profesor o educador, y prefiere decir, eufemísticamente, que se dedica a trabajos relacionados con la docencia, como el sacerdote se empeña en rescatar almas. Pero nadie va diciendo –con agravio comparativo—que se dedica a sanar, o a pleitear, o a construir oficinas. Un médico es todavía un señor doctor; un abogado, un abogado; un arquitecto, lo mismo… En cambio, un profe es… Eso, solamente un profe.
Maravillosa la interpretación del actor Gabriel Garbisu –también, un excelente profesor… pero de declamación-- en el único papel de esta comedia dramática. Una pieza que conmueve y hace reír, con esas desventuras seguramente testadas por el autor belga, enamorado de la Grecia antigua, de la ópera, músico, intérprete de órgano y de clavecín, adaptador de obras teatrales de Darío Fo al francés. El Profe (L’Enseigneur) recibió el Premio Literario del Consejo de la Comunidad Francesa de Bélgica, y ha sido traducido a diversos idiomas: castellano, catalán, neerlandés, italiano, armenio y búlgaro.
Una obra para reflexionar seriamente y pasarlo bien, muy recomendable.
© Antonio Ángel Usábel, octubre de 2014.
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"EL PROFE"
de Jean-Pierre Dopagne.
Dirección: Jaroslaw Bielski.
Reparto: Gabriel Garbisu.
Traducción: Fernando Gómez Grande
Producción ejecutiva: Socorro Anadón
Escenografía y vestuario: Réplika Teatro
Iluminación: Jaroslaw Bielski
Producción: Réplika Teatro y Amara Producciones
Estreno: 10 de octubre
Funciones: Viernes 21h., sábados 20h. y domingos 19h.
Réplika Teatro y Amara Producciones llevan a escena el impactante texto del autor belga Jean-Pierre Dopagne, representado con éxito en Francia y señalado por la crítica como una ácida visión del sistema educativo, que conduce a una necesaria reflexión sobre la lucha cotidiana a la que se enfrentan los profesores en las aulas.
Gabriel Garbisu se pone en la piel del Profe para narrar en primera persona la historia de este docente, al que su propia vocación le condena a una tortura diaria, en la que la desmotivación y la violencia acaban provocando su perdición.
Jaroslaw Bielski dirige este lúcido monólogo que aborda, con buenas dosis de ironía, la parte más cruda de la enseñanza y la responsabilidad que recae tanto en quienes la ejercen como en las familias y en el resto de la sociedad.

domingo, 19 de octubre de 2014

No tienen perdón de Dios.


La Fundación Canal presenta estos días, y hasta el 5 de enero de 2015, en su sede de Mateo Inurria 2 (Madrid), una exposición imprescindible: Caminos a la escuela. 18 historias de superación. Antesala de un próximo largometraje documental, que se estrenará en diciembre de este año, es sencillamente ineludible si queremos despertar al mundo, a menudo terrible, en que vivimos. Porque mientras en el Primer Mundo se puede decir que aún vivimos, en muchos otros lugares de la Tierra, solo sobreviven.

 

Y ya es valentía sobrevivir para poder recibir una educación elemental. Más difícil incluso, para asistir a una escuela de enseñanza secundaria. Niños y niñas de padres sin recursos económicos, que acaso estarían obligados a arrimar el hombro en la manutención de su familia, deciden, con la valiente aprobación de sus progenitores, iniciar largas caminatas para acudir a diario a un colegio rudimentario. Saben que si algo les puede librar del SIDA, de la miseria, del hambre, es la educación. Tener una educación –un currículum—aumenta las posibilidades de escapar del hundimiento. Un niño hindú, discapacitado, de apenas ocho años, que quiere ser médico, opina sabiamente: “Llegamos al mundo sin nada, y de él nada podremos llevarnos. Solo nuestra voluntad de educarnos nos puede ayudar en esta vida”. Otro muchachito africano sueña con esforzarse para ser un día piloto de aviación. Él tiene un sueño. Otra niña musulmana quiere estudiar Medicina, para curar a los suyos, que tanto sufren. Una más, hispana, chiquitita, desea ser maestra, para enseñar al que no sabe. Estos niños tal vez no llegarán a realizar su sueño, pero por lo menos conocen hacia dónde caminan. Son conscientes de lo que buscan, de lo que anhelan, de lo que pueden dar a la vida y recibir de ella. “Te voy a dar mi sacrificio, mi esfuerzo, y a lo mejor Tú, Vida…”

Una niña africana vive con su madre en un inmenso asentamiento de chabolas. Hace años que no ve a su padre. Camina sola sorteando zanjas con orines y entre letrinas. Pero va limpia, impecablemente vestida y aseada. Lo mismo un muchacho hindú, que vive en la calle de Calcuta con su familia; también viste con meritoria limpieza. Vivir en la extrema pobreza no significa no tener dignidad. A veces, se tiene, y más que quien vive en la opulencia. Porque con poco se logra mucho: mostrar el alma, el interior de la persona, su clamor por recibir lo justo.
Estos niños, que poco o nada tienen, se ilusionan con el ritual de asistir a una clase. Aunque tengan que recorrer 180 kilómetros de autobús, durante dos horas, como en cierta región de Australia; aunque deban atravesar bosques y sabanas; o bien, tomar transbordadores o canoas entre islas; o bien, como “castigo” por su insolencia de pretender educarse, trabajar las niñas tras el colegio en un taller de costura de Casablanca, para ganarse los 180 dólares USA con que costear su propia educación. Gitanillos desalojados de sus chabolas en la misma región de París, donde está su escuela, que prueban un nuevo itinerario cada mes por el solo placer de volver a verla.


 
Estos son los aventureros de hoy en día. Los últimos Tigres de Mompracen. Si desfallecen, si descuidan por un momento su propósito, estarán traicionando a los suyos y negándose a sí mismos la última oportunidad que les queda.
Nuestros hijos tienen de todo: una casa digna, elementos de ocio, libros de texto, cuadernos, lápices, y buenas mochilas para transportarlos. Tienen a veces su centro escolar a diez minutos de casa, o en una cómoda ruta de apenas veinte. La mayoría –siempre hay excepciones-- no se tiene que preocupar por trabajar después de sus horas lectivas. Comen y duermen bien, y el que no lo hace, es porque se distrae hasta las tantas con el ordenador o la videoconsola. En los recreos, pocos son los que se mueven practicando algún deporte. Muchos prefieren los corrillos, los corralitos de perezosa inactividad, con los móviles encendidos y disparando mensajes y fotografías.
Bastantes de estos chicos sí aprovechan la oportunidad que se les da en esta sociedad discutible, y estudian y titulan, “para ser alguien en la vida”. Otros varios –nunca pocos—van al colegio o al instituto a “calentar el asiento”, y se pasan seis horas todos los días de aburrida contemplación al techo, por la ventana, o al móvil oculto en la mochila, donde habita el olvido. Hay quien de ellos ya tiene claro que no le gusta estudiar, pero que intentará hacerse mecánico o peluquero (profesiones muy necesarias, loables y legítimas en cualquier momento). Bien, por lo menos albergan un objetivo en su corazón. Otros, en cambio, ni siquiera saben si buscan algo, si quieren ser algo, porque todavía no se han encontrado a sí mismos. Estos adolescentes que no tienen iniciativas, y que luego, el día de mañana, quizá exijan a la sociedad lo que ellos no se han ganado, perdidos sempiternamente en su nihilismo, tardarán en reconocer que desaprovecharon lo que un día tuvieron, porque se les ofreció y no lo admitieron. Estos niños perdidos no tienen perdón de Dios. Los adolescentes del Tercer Mundo, o hacen por estudiar, o trabajan. En lo que sea, pero trabajan. Allí no vale un “no”. No vale desperdiciar un grano de arroz. No vale salirse por la tangente con falsas excusas. Empleos denigrantes, humillantes, sangrantes… pero allá no se permite una negativa. Doblar el espinazo, para intentar comer.
 
 La vida de muchos hogares en nuestra sociedad es lamentable y pasa por periodos verdaderamente críticos: hombres y mujeres –padres de familia—sin trabajo, sin subsidio de desempleo, con hijos en edad de emanciparse, y sin poder llegar a ser independientes por la misma ausencia de una oportunidad. Una sociedad capitalista que impone el trabajo esclavo e indignamente remunerado, y que solo ofrece como alternativa el exilio forzoso. Gente joven a puñados, bien preparada en las Universidades, y condenada al ostracismo. Es cierto que nuestra sociedad ofrece bien poco al que bien se forma, pero no es menos cierto que todo auxilio comienza en uno mismo, adoptando aquellas actitudes que mejor nos vayan a favorecer después. Niño del Primer Mundo, muchacho de Madrid, Sevilla o Barcelona, tienes que intentarlo. No te sirve un “no” por respuesta. Si tus padres lo tuvieron difícil, tú, a lo mejor, lo tienes casi imposible. Pero, como decía aquel polémico (y díscolo) teórico del movimiento revolucionario cubano: “Seamos realistas: hagamos lo imposible”. Lo imposible no se logra si al menos no se sueña y se lucha por ello. El camino es largo y tortuoso, lleno de trampas y de alimañas; la noche fría y traicionera, pero has de seguir siempre con firmeza y tesón tu sendero, para llegar a alguna parte. Para ser persona. Siempre para defender tu derecho a ser persona.
© Antonio Ángel Usábel, octubre de 2014.
Dossier oficial de la exposición "Caminos a la escuela"
Largo camino al cole.

lunes, 22 de septiembre de 2014

La legitimación de las raíces culturales.


El Teatro Español de Madrid representa estos días, y hasta el 19 de octubre, la tragicomedia de Mario Vargas Llosa El loco de los balcones, bajo la dirección de Gustavo Tambascio. Se trata del legítimo empeño de un viejo profesor de arte, Aldo Brunelli, de rescatar del deterioro y de la demolición los balcones históricos de Lima. Balcones que escondieron los tesoros de corazones enamorados, que acogieron conversaciones entre españoles y criollos, entre mucamas y guapas limeñas. Balcones que vieron venir la Historia a caballo, o que despidieron tropas de independencia. Balcones que saludaron a piratas y bandoleros, a Sir Francis Drake y al negro León Escobar. Todo el pasado de Lima desfiló bajo sus balconadas. A mediados de los años cincuenta del siglo XX, la avanzada del progreso decidió hacer tabla rasa y destruir las barriadas más antiguas de la capital, ya convertidos sus otrora señoriales palacetes en tugurios y garitos, censados como cuadras para la peor ralea mestiza de la ciudad. Timbas de borrachos, azaleas orinadas y luciérnagas sin brillo, componen el escenario de esos diablos azules que conjura el joven beodo que increpa a Brunelli en plena revisión de uno de sus balcones añorados.

Brunelli no está solo en su quimérica cruzada: lo acompaña su hija Ileana, fiel devota de su padre. A diferencia de la empresa quijotesca, cuyos fundamentos y cartas de presentación nunca fueron sino pliegos de literatura fantástica, el sueño de este defensor del arte tiene una base real. Las balconadas son historia, son parte del testimonio arquitectónico y social del Perú. Merece la pena, ante el vuelo iracundo de la impía piqueta, rescatarlas, dándoles cobijo. El paciente profesor desmonta los balcones y se los lleva uno a uno a su corrala, donde serán limpiados, desinfectados y restaurados.

Pero no cuenta que, en un redoble de la simpar tragedia de Shakespeare, el hijo de su mayor enemigo engatusa a su hija Ileana y se la lleva consigo. Ileana cuestiona la fidelidad al padre por fuerza de la pasión, cuando se enamora o cree estarlo. No hay devoción familiar que valga si se trata de elegir entre el zoo de cristal y la madre naturaleza; por eso, “dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán los dos uno solo”.
Ileana reprocha a su padre Aldo haberla retenido los mejores años de su juventud en pos del ideal salvador. Brunelli, viudo, al contar con el desafecto de su hija única, despierta de golpe de su contumacia y nos regala con una nueva Manderley incendiada: quema su colección de balcones.
Sin embargo, quien ama tanto la cultura, quien se apasiona tanto con su pasado llegado de Europa, no puede menos que rendirse a la evidencia de no poder dejar de ser lo que se es. En compañía del joven vagabundo de los diablos azules, tal vez ganado para la causa cual segundo Sancho, Brunelli, pese a quien pese, moleste a quien moleste, seguirá restaurando balcones.
Frente a él se alza la figura del revolucionario socialista, Teófilo Huamani (Javier Godino): antes que la salvaguarda del arte, está el bienestar de las personas. Terrible dilema: ¿me manifiesto por la causa de los balcones, o me decanto por las necesidades de los hambrientos?  ¿Es legítimo, en épocas de crisis e inestabilidad laboral, defender el culto elitista al arte?
La obra del Nobel peruano incide en la realidad de que un pueblo no puede desconocer sus raíces, no puede olvidar su pasado, oh, escrito en su alma vuestro gesto. Igualmente, nos dice que nadie educado en el amor a los estilos puede abandonar la aventura artística de lo bello. Que es imposible renunciar a lo que se ha amado y venerado tantos años. Los bibliófilos no pueden vivir sin estar rodeados de libros: necesitan verlos, tocarlos, acariciarlos y olerlos. Los coleccionistas de pintura precisan atesorar lienzos y bocetos, acuarelas, carboncillos y óleos. Los numismáticos, monedas. Los filatélicos, sellos. Los entomólogos, insectos. Cada pasión tiene su precio, su lugar y objeto de culto. Desposeer a estos apasionados de su libido sublimada es como quitar al buzo su bombona de oxígeno, o al diestro su muleta. Aldo Brunelli no podrá nunca desconocer el arte de la ebanistería antigua, pasar ante él indiferente, pues lo lleva en las venas. No le pidan que sea otro hombre, o que viva de otra manera de la que le gusta vivir.
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El veterano José Sacristán –en comedido esbozo al arribar a un papel serio-- compone un exacto Aldo Brunelli. Los incondicionales del actor –cálidos y cariñosos mitómanos de los que se paga el teatro-- aplauden sonoramente al concluir el drama. Siempre quedarán patentes sus atisbos de maestría en la favorita de todos, el cómico quimérico de El viaje a ninguna parte (1986), la sublime película de Fernán Gómez. “Para mí –ha confesado Sacristán—esa película no es un trabajo más, es algo que me toca muy dentro”. Pero hay que destacar, también, otro esfuerzo inconmensurable del actor: Un hombre llamado Flor de Otoño (Pedro Olea, 1978), la doble vida de Lluis de Serracant, como abogado y travesti de cabaret, ambos con su prestigio.
La obra de Vargas Llosa está basada en hechos reales, vividos en Lima por el propio autor, hacia 1959. Al parecer se inspiró en el personaje veraz de un profesor de Historia del Arte de la Universidad de San Marcos, el florentino Bruno Roselli, quien intentó movilizar, sin éxito, a los limeños en defensa de sus balcones. Algunos sucumbieron, pero otros quedaron. Lima, si bien es un concierto barroco de iglesias y conventos, posee balconadas que, en efecto, junto con sus ventanas enrejadas, son de sus mejores joyas, como la grande esquinera de la Casa del Oidor, o los balcones de la Casa de Larriva, o los dos espléndidos mudéjares con celosías del Palacio de Torre Tagle.

Del reparto merecen reseñarse las eficaces composiciones de Juan Antonio Lumbreras –entrañable vagabundo alcohólico—y Alberto Frías (Panchín). Candela Serrat (Ileana) estiliza una señorita limeña de alcurnia que se deja seducir por los embelecos del caché arquitectónico, primero del pasado, y después del novedoso presente. Blando y muy perdido por la escena anda, sin embargo, Fernando Soto (Ingeniero Cánepa). Meritorio, Emilio Gavira (Dr. Asdrúbal Quijano). Cumplidor, Carlos Serrano (Diego).
Esta tragicomedia deja un regusto de cálida y acogedora nostalgia en el espectador. Recomendable para todos los amantes de la Cultura, del pasado histórico y del patrimonio artístico.
Programa de mano_El loco de los balcones

Bruno Roselli, el quijote del balcón.

lunes, 30 de junio de 2014

Catalina Tejada, el manantial que quiere oír su voz.


Odontóloga de formación (y espera que, también, de profesión), Catalina Tejada tiene muchos valores ocultos. Es una poetisa peculiar, muy personal, disforme y renovadora en su uniformidad, que canta siempre el mismo verso, pero con distinta agua. Compone cuadernos de poesía que de vez en cuando, tímidamente, deja atisbar a los amigos en algún recital. Enamorada del cine, de ese eterno clasicismo antiguo y moderno, también ha escrito alguna pequeña crítica y formado varios álbumes de recortes y singularidades relacionadas con ese mundillo del Séptimo Arte. Es una mujer muy culta, de conversación despierta, agradable e inteligente, que sabe siempre hacia dónde camina.

 
Pero Catalina ha nacido, además, con una voz prodigiosa que ha sabido cuidar y educar con acierto. Integrante del Coro Villa de Las Rozas –uno de los más meritorios de España--, se ha asociado a su amigo Fredi –guitarrista y vocalista—para lanzarse al ruedo de la música ligera en concierto: blues, jazz, boleros… Un tono cálido, suave, comedido, inspirado. Una balada permanente, mas nunca monótona ni monócroma. Una vibración mágica, de enredadera, de las que apetece seguir escuchando en todo momento, porque posee ese sabor a ti, Cata, tan ingrávido y gentil, a la vez quieto y en marcha.
El pasado sábado, 10 de mayo de 2014, Cata y Fredi ofrecieron un concierto, casi inaugural para ellos, en la acogedora sala Segundo Jazz Club (C/ Comandante Zorita, 8, 28020 Madrid). Más de hora y media de gozosa y pasmosa entrega en directo, que incorporaba temas de Pasión Vega (la “otra pasión” particular de esta artista novel), Armando Manzanero, Joan Manuel Serrat, Toni Zenet, Paul Simon, Beyoncé, Avril Lavigne, Anna Kendrick, Brewer y Shipley, y otros afamados astros de la canción. Canción hispana, música ligera, zamba, bolero, blues, nada desperdiga esta joven promesa madrileña, quien ojalá tenga suerte en este proceloso océano rítmico.
Nosotros la animamos a persistir, si es preciso hasta que el viento del desierto barra todas las dunas del Sahara y las mude de estado y de sitio.
Catalina Tejada es el manantial que quiere oír su voz. Démonos todos ese capricho imperecedero.
© Antonio Ángel Usábel, junio de 2014.
 
 
 

domingo, 25 de mayo de 2014

San Damián, en resumidas cuentas.


Publicaba yo en este blog, el 15 de abril del corriente, unas reflexiones sobre el poema que le dedicó Leopoldo Mª Panero al P. Damián, el santo de Molokai

 
El descubrimiento del texto poético se debió a una confidencia de mi buen amigo y maestro Francisco Salvador Martínez. Hace unos días, me ha hecho llegar sus puntualizaciones a mi lectura interpretativa del poema de Panero, que voy a reproducir y a valorar seguidamente:
“Leo, querido Antonio, a la vuelta de unos pocos días por Ágreda, Tarazona y Tudela, otro de tus excelentes trabajos, en este caso un generoso y espléndido estudio dedicado al poema de Panero en torno al Padre Damián, y no quiero dejar de hacer unas mínimas contribuciones a tu análisis.
El poema, sin duda, recoge contenidos religiosos clásicos de los Salmos, de la liturgia de las Horas y puede que del libro de Job, tomados -como bien analizas- no de una formación escolar de esa índole, que el poeta no tuvo, sino quizá de un mundo de lecturas personales, múltiples y diversas (no andan lejos, por cierto, los poemas del Blas de Otero de Ángel fieramente humano, con sus dramáticas interpelaciones al fiero Dios bíblico de los silencios), e incluso de posibles celebraciones religiosas a las que asistiría en el psiquiátrico de Mondragón (podría corroborarlo el estupendo rastreo que haces de la figura del tal vez hermano corazonista Javier Cuesta).


Dentro de esas lecturas que actúan como fuentes indirectas, creo que también hay unos paralelos formales obvios con las Letanías de Satán de Baudelaire. Veo muy próximos el ¡ten piedad de mí! y el ¡Oh, Satán, ten piedad de mi larga miseria! Panero reflejaría de ese modo el malditismo al que fue tan dado en la totalidad de su obra. Por otra parte, de lo que no tengo ninguna duda es que en el poema late un auténtico y profundo sentimiento religioso. Panero escribe un texto dedicado a un hombre de fe (el hermano Cuesta) y lo hace no desde la oración del ateo unamuniano, sino desde la simpatía que en él evoca el Damián de Molokai del fraile, un Damián por fin santo en nuestros días tras numerosas dilaciones y “reseteados” en la maquinaria vaticana. Pero Panero es un poeta, un artista, un creador, e “inventa” y recrea con gran acierto y desde el dolor la figura humana del santo que duda y sufre (como también Jesús en los Olivos).
Y se trata de un dolor extremo en el tono y expresionista en el léxico elegido (rey de los gusanos, labio destrozado, baba de los días, muñón, cae al suelo mi carne…). Ya te conté, Antonio, cómo ese poema leído hace años en una graduación de alumnos –momento de elección desafortunada por mi parte, sin la más mínima duda- concitó reacciones enfrentadas en el auditorio, y, sin duda, con predominio de las sensaciones incómodas en personas muy diferentes. No gusta que te muestren en esos momentos de debilidad y flaqueza a una figura tan reconocida y señalada (y eso a pesar de estar convencido todavía hoy de que muy pocos tenían idea de quién era y qué había detrás de su autor).

 
 
Y es dentro de ese contexto de sufrimiento del santo belga donde creo que hay que hacer una mínima matización a tu luminoso análisis. Interpretas el verso yo que ni hijos ni mujer merezco como suprema aceptación del celibato por parte de quien está consagrado al Señor. Pienso, por contra, que Panero acierta ahí plenamente al expresar una queja velada pero contundente de ese mismo celibato forzado. Desde hace tiempo, las biografías menos hagiográficas y piadosas, pero sí rigurosas, venían mostrando la existencia de una relación sólida y marital de Damián en Molokai. Era ese un aspecto que incomodaba a los sectores más tradicionales de la propia congregación de los SSCC y pugnaban por ocultarlo y rechazarlo como si esa flaqueza fuera un estigma que anulaba lo más importante y trascendental de su obra en la isla. Aún recuerdo a principios de los noventa una discusión en el colegio en unas charlas a profesores con motivo de la presentación de una de esas biografías y el deseo institucional de minimizar tales episodios indeseados. Por todo eso, yo vería resignación obligada y asumida en ese magnífico Tú que eres mi mujer y mis hijos, pues otra cosa no podría aceptarse en la católica y eclesiásticamente célibe Europa del momento. ¡Cuánto me recuerda, por cierto, este episodio al mucho más reciente de la vida del padre Vicente Ferrer en la India!
En fin, querido Antonio, mi enhorabuena y mi admiración por tus siempre sobresalientes trabajos. Pero por encima de ellas, siempre el mayor de los cariños.”
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Razón tiene mi gran colega y amigo al resaltar el “malditismo” tan cercano a Leopoldo Mª Panero y su vinculación con Baudelaire. En particular, con las “Letanías de Satán”, donde se menciona a los leprosos, que dicen:
“Oh tú, el más sabio y bello de los Ángeles,
Dios traicionado por la muerte y privado de alabanzas,
¡Oh, Satán, apiádate de mi enorme miseria!
(…) Tú que, hasta a los leprosos y a los parias malditos,
enseñas mediante el amor el sabor del Paraíso,
¡Oh, Satán, apiádate de mi enorme miseria!
Oh tú, que de la Muerte, esa amante vieja y poderosa,
engendras la Esperanza --¡esa adorable loca!—
¡Oh, Satán, apiádate de mi enorme miseria!”
Los primeros versos de Panero:
“Oh Señor Jesús, pues la lepra me consume
¡ten piedad de mí!
Señor de los leprosos y rey de los gusanos
ya que tengo el labio destrozado
y el brazo convertido en muñón
y la baba de los días quema mi esperanza
¡ten piedad de mí!
Fijémonos en que Baudelaire atribuye a Satán el poder consolador del amor, de la misericordia por la que son redimidos los parias y los leprosos, llevándoles a saborear, engañosamente,  las dulces puertas del Edén celestial.


Que es, así mismo, Satán quien trae a este valle de lágrimas la Esperanza, esa engañosa hada madrina a la quedaban abocados los prisioneros de Auschwitz (“Quien quiere vivir, está condenado a la esperanza”, dictaminó cierto superviviente). Satán es un espíritu burlón y sarcástico, a veces aposentador del Inquilino del Cielo. Es más, por la doctrina del doble, tan cara al siglo XIX, Satán y Dios comparten –para Baudelaire—la misma magnificencia. No otro es el milagro del dualismo: “¡Gloria y alabanza a ti, Satán, en las alturas/ del Cielo, donde reinas, y en las profundidades/ del Infierno, donde, vencido, sueñas en silencio!”
Para un crápula como Baudelaire nada había de más maravilloso atractivo que la gruesa capa de una noche sin luna ni luceros: la taberna, los beodos, los peregrinos sin techo, los jugadores, las enrabietadas prostitutas y sus chulos: “Sé lo que quieras, noche negra, roja aurora;/ no hay una fibra en todo mi cuerpo tembloroso/ que no grite: ¡Oh, mi querido Belcebú, yo te adoro!” Satán – Belcebú, olímpico triunfador, a través del vicio y del pecado, de la gala nocturna. Y sin embargo, tal encomio y reverencia se pagan caros, pues el vate maldito sufre una larga y fría oscuridad más larga y extrema que la del Ártico, bajo ese cruel “sol de hielo”, en ese áspero remedo del Salmo 130: “De profundis clamavi”: “Yo imploro tu piedad, Tú, la única que amo [¿la Muerte?],/ desde el fondo del abismo oscuro donde mi corazón ha caído./ Es un universo triste de horizonte plomizo,/ donde en la noche flotan el horror y la blasfemia”.
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Pero dejemos Las flores del mal y volvamos al santo homenajeado por Panero. Nada había de mundano o libidinoso en Damián de Veuster, un hombre que consagró su vida –y su muerte—a los leprosos. Hay que separar el personaje histórico de su recreación literaria, que no literal.
Porque Baudelaire, a Damián, le traía al fresco.
A veces pensamos en complicadas alternativas "extraoficiales", cuando en realidad lo más sencillo es lo que pasó.
El P. Damián se distinguió por una triple elección: 1°. Por ser sacerdote; 2°. Por ser misionero; 3°. Por sacrificar su vida al servicio de una causa.


Es como si hoy, un cura se marcha a cuidar a enfermos de Ébola. Probablemente, moriría a las pocas semanas, o incluso días.
Damián ya decía, antes de enfermar: "Nosotros los leprosos". Él era plenamente consciente de lo que escogió. En alguien tan decidido no hay lugar para una mujer ni una familia. Los leprosos fueron su familia. "Vosotros sois mi madre y mis hermanos".


Como Jesús, se hizo uno de nosotros. Abrazó el destino de aquellas personas, como Cristo la carnalidad humana.
Pocas veces, muy pocas, se ve una vocación tan grande, pues Damián dio su vida por sus semejantes, tal y como, verdaderamente, nos pidió Jesús en el Evangelio. "Aquel que dé su vida por mí, no la perderá, sino que vivirá para siempre". Al fin y al cabo, por un Misterio que se nos desvelará algún día, Él hizo lo mismo por nosotros.
Cuando San Pedro regresa a Roma para acompañar a los perseguidos por Nerón, en ese momento, ha perdido su miedo, porque ha comprendido. Ha comprendido que, en realidad, huía de quien nada se debe temer: el propio Jesucristo. Es Jesucristo el que le espera en Roma, no Nerón. Y de Jesucristo no cabe esperar ningún mal. Eso es lo que entiende también Damián de Veuster cuando se dirige a Molokai. La acción que exige la Fe del cristiano. “Post tenebras, spero lucem”.
Un mártir por la fe y por su servicio a los demás consagra toda su vida y su ser a Dios. Impensable sería que Damián pidiera a alguien humano y carnal para sustituir a ese "Tú". El Tú mayúsculo de Jesús lo es todo. "Tú eres mi mujer y mis hijos": es una forma de decir "nada preciso fuera de ti". El tono es el de un creyente que se ofrece por entero a Dios, aun cuando ese Dios fuera también un enfermo de lepra. No podemos pensar que Leopoldo María creara un salmo de fe y una imprecación irreverente a un tiempo. Se pone en la piel de un sacrificado que se dirige a Dios para hablar de su estado, sin especial alegría, pero tampoco con rencor. Es un alma sufriente, dolorida, mortificada por la enfermedad. Es un santo humano, en su completa dimensión, alejado de cualquier exaltación hagiográfica. Un santo de carne y hueso.
¿Creía Panero en la trascendencia de tal sacrificio? Probablemente no, ya que en otro poema asimila a Damián con la Nada.
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Así pues, aun estando estéticamente cerca Leopoldo María de las letanías de Baudelaire, el sentido que hay que buscar en el sacrificio del P. Damián es solo una imitación de las espinas y la Pasión de Jesucristo. Doloroso Compromiso tempranamente asumido en alguien que dejó atrás unas tierras y un hogar para encontrar una respuesta eterna y trascendente a su vida.
No obstante, doy ahora mis más sinceras gracias a mi buen amigo Francisco Salvador por sus valiosas y experimentadas observaciones.
© Antonio Ángel Usábel, mayo de 2014.

martes, 22 de abril de 2014

La literatura de Gabriel García Márquez.


Y me enteré de que había “otra literatura” en español leyendo a Gabriel García Márquez (1927-2014). Un periodista que llevó la maestría y el pulso de la crónica al relato de ficción. Lo descubrí primero a través de Relato de un náufrago (1970), lectura escolar casi obligada, y después con La aventura de Miguel Littín, clandestino en Chile (1986), que el diario El País publicó por entregas y que yo debo de tener recogidas aún por alguna parte. Me fascinó esa facilidad increíble suya para dar altura mítica a lo cotidiano, a través de un lenguaje que fluía con la naturalidad sonora de un fresco manantial. García Márquez era “otra cosa”, una poderosa alternativa a la morosidad e insipidez de nuestras nacionales letras.


Hay un después de Carpentier y García Márquez en la narrativa hispana: dos portentos que trazaron las sinuosas líneas de lo mágico, bien por increíble a los ojos de un europeo, bien por recordar la cara oculta de la realidad, que es la fantasía y el ilusionismo. La Naturaleza caribeña da la fuerza colosal y olímpica de los huracanes, los recios goterones de lluvia en torrenciales aguaceros, quizá las nubes de mariposas y las interminables cascadas. Si a ello se une la facultad prodigiosa de fabulación de los cuentos persas de Las mil y una noches, y el espíritu mitómano de Don Quijote, el resultado son las piezas asombrosas del Nobel colombiano.
Voy a recordar, solamente, algunos momentos de las novelas de García Márquez que me dejaron postrado en la apatía del anonadamiento, cuando yo era un joven lector de diecinueve o veinte años.
Gran parte de la maestría fabuladora del Nobel colombiano se debe a su abuela Tranquilina Iguarán Cotes, contadora de historias donde el prodigio copula con la realidad y da pie a un parto satisfactorio.
Empiezo por Cien años de soledad (1967), que es la Biblia de la literatura hispana, libro que no debiera faltar en ninguna habitación de hotel, salvo por aquello de que Macondo embruje al viajero y sustituya en su imaginario a la ciudad que se visita.
Jamás pude suponer que, descendiendo el curso de un río, en un paraje remoto y selvático, se hallara un resto de la ocupación española de América del Sur; pero así era:
Agotados por la prolongada travesía, colgaron las hamacas y durmieron a fondo por primera vez en dos semanas. Cuando despertaron, ya con el sol alto, se quedaron pasmados de fascinación. Frente a ellos, rodeado de helechos y palmeras, blanco y polvoriento en la silenciosa luz de la mañana, estaba un enorme galeón español. Ligeramente volteado a estribor, de su arboladura intacta colgaban las piltrafas escuálidas del velamen, entre jarcias adornadas de orquídeas. El casco, cubierto con una tersa coraza de remora petrificada y musgo tierno, estaba firmemente enclavado en un suelo de piedras. Toda la estructura parecía ocupar un ámbito propio, un espacio de soledad y de olvido, vedado a los vicios del tiempo y a las costumbres de los pájaros. En el interior, que los expedicionarios exploraron con un fervor sigiloso, no había nada más que un apretado bosque de flores.



[…] Muchos años después, el coronel Aureliano Buendía volvió a travesar la región, cuando era ya una ruta regular del correo, y lo único que encontró de la nave fue el costillar carbonizado en medio de un campo de amapolas. Solo entonces convencido de que aquella historia no había sido un engendro de la imaginación de su padre, se preguntó cómo había podido el galeón adentrarse hasta ese punto en tierra firme.”
¡Ah, la avanzada del progreso! Acaba con la ilusión infantil de todo un buque fantasma abandonado. Solo queda medio esqueleto en un descampado común. Una página que parece surgida de la pluma hechicera de Emilio Salgari. Excepto que el gran mago italiano procedería a la inversa: a la vista de cualquier pecio carcomido o roñoso, vestigio de un pobre desguace, levantaría un galeón --con todo su aparejo-- esperando surcar el Lago Maracaibo.
Cualquiera diría que, incluso hoy, adentrándonos en la jungla del Amazonas, sería posible encontrar –reposando sobre un tronco del árbol del caucho, y preservado con látex—el cadáver momificado de un aventurero extremeño, tal vez empuñando todavía su herrumbrosa espada toledana, y con algún resto de armadura guarneciendo el esternón. Algo parecido leemos en Cien años…:
“Empujó con el hombro la puerta principal, y la carcomida armazón de madera se derrumbó sin estrépito, en un callado cataclismo de polvo y tierra de nidos de comején. Aureliano Triste permaneció en el umbral, esperando que se desvaneciera la niebla, y entonces vio en el centro de la sala a la escuálida mujer vestida todavía con ropas del siglo anterior, con unas pocas hebras amarillas en el cráneo pelado, y con unos ojos grandes, aún hermosos, en los cuales se habían apagado las últimas estrellas de la esperanza, y el pellejo del rostro agrietado por la aridez de la soledad. Estremecido por la visión de otro mundo, Aureliano Triste apenas se dio cuenta de que la mujer lo estaba apuntando con una anticuada pistola de militar.”
El aliento de la literatura popular oriental, en especial, de la china, se hace patente en este pasaje de la novela de Márquez:
“Soñó que entraba en una casa vacía, de paredes blancas […] En el sueño recordó que había soñado lo mismo la noche anterior y en muchas noches de los últimos años, y supo que la imagen se habría borrado de su memoria al despertar, porque aquel sueño recurrente tenía la virtud de no ser recordado sino dentro del mismo sueño. Un momento después, en efecto, cuando el peluquero llamó a la puerta del taller, el coronel Aureliano Buendía despertó con la impresión de que involuntariamente se había quedado dormido por breves segundos, y que no había tenido tiempo de soñar nada.”
Un episodio inspirado en el “Sueño de la mariposa”, de Chuang Tzu, que dice: Chuang Tzu soñó que era una mariposa. Al despertar ignoraba si era Tzu que había soñado que era una mariposa o si era una mariposa y estaba soñando que era Tzu”. O en “El sueño de la mosca horripilante” (anónimo chino): Li Wei soñaba que una mosca horripilante rondaba por su habitación, interrumpiendo inoportunamente una de sus profundas meditaciones. Molesto, comenzó a perseguirla tratando de acallar con un golpe su desagradable zumbido. Portaba en la mano, con tal objetivo, la primera edición de ‘Con la copa de vino en la mano interrogo a la luna’, poema épico de su entrañable amigo Li Taibo. Corrió y corrió incansablemente entre el reducido espacio de esas cuatro paredes, sacudiendo sus brazos cual si fuera él mismo una mosca. Dicha empresa le sirvió de poco. La mosca, posada en el marco del retrato de su amada, lo miraba con aburrida indiferencia.
Exhausto por la persecución, Li Wei se despertó agitado. Sobre la mesa de luz estaba posado, distraído, el fastidioso insecto. De un viril manotazo, el filósofo acabó con la corta vida de la triste mosca.
Li Wei jamás sabrá si mató a una mosca o a uno de sus sueños.”
El artificio de cajas chinas o de muñecas rusas se prolonga hasta lo innombrable. Lo utiliza Borges en “Las ruinas circulares” y en “La escritura de Dios”, de donde son estas palabras de mudo sortilegio: “Un día o una noche -entre mis días y mis noches ¿qué diferencia cabe?- soñé que en el piso de la cárcel había un grano de arena. Volví a dormir; soñé que los granos de arena eran tres. Fueron, así, multiplicándose hasta colmar la cárcel, y yo moría bajo ese hemisferio de arena. Comprendí que estaba soñando: con un vasto esfuerzo me desperté. El despertar fue inútil: la innumerable arena me sofocaba. Alguien me dijo: "No has despertado a la vigilia, sino a un sueño anterior. Ese sueño está dentro de otro, y así hasta lo infinito, que es el número de los granos de arena. El camino que habrás de desandar es interminable, y morirás antes de haber despertado realmente”
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En El otoño del patriarca (1975), hay un pasaje ucrónico donde América descubre Europa, y no al revés. Lo reproduzco a continuación:
“Y por fin encontró quién le contara la verdad mi general, que habían llegado unos forasteros que parloteaban en lengua ladina pues no decían el mar sino la mar y llamaban papagayos a las guacamayas, almadías a los cayucos y azagayas a los arpones, y que habiendo visto que salíamos a recibirlos nadando entorno de sus naves se encarapitaron en los palos de la arboladura y se gritaban unos a otros que mirad qué bien hechos, de muy fermosos cuerpos y muy buenas caras, y los cabellos gruesos y casi como sedas de caballos, y habiendo visto que estábamos pintados para no despellejarnos con el sol se alborotaron como cotorras mojadas gritando que mirad que de ellos se pintan de prieto, y ellos son de la color de los canarios, ni blancos ni negros, y dellos de lo que haya, y nosotros no entendíamos por qué carajo nos hacían tanta burla mi general si estábamos tan naturales como nuestras madres nos parieron y en cambio ellos estaban vestidos como la sota de bastos a pesar del calor, que ellos dicen la calor como los contrabandistas holandeses, y tienen el pelo arreglado como mujeres aunque todos son hombres, que dellas no vimos ninguna, y gritaban que no entendíamos en lengua de cristianos cuando eran ellos los que no entendían lo que gritábamos, y después vinieron hacia nosotros con sus cayucos que ellos llaman almadías, como dicho tenemos, y se admiraban de que nuestros arpones tuvieran en la punta una espina de sábalo que ellos llaman diente de pece, y nos cambiaban todo lo que teníamos por estos bonetes colorados y estas sartas de pepitas de vidrio que nos colgábamos en el pescuezo por hacerles gracia, y también por estas sonajas de latón de las que valen un maravedí y por bacinetas y espejuelos y otras mercerías de Flandes, de las más baratas mi general, y como vimos que eran buenos servidores y de buen ingenio nos los fuimos llevando hacia la playa sin que se dieran cuenta, pero la vaina fue que entre el cámbieme esto por aquello y le cambio esto por esto otro se formó un cambalache de la puta madre y al cabo rato todo el mundo estaba cambalachando sus loros, su tabaco, sus bolas de chocolate, sus huevos de iguana, cuanto Dios crio, pues de todo tomaban y daban de aquello que tenían de buena voluntad, y hasta querían cambiar a uno de nosotros por un jubón de terciopelo para mostrarnos en las Europas…”


Aquí se trastocan los papeles, y los verdaderos comerciantes parecen ser los indios, que son quienes no toman en serio a los curiosos forasteros, tan extraños y peculiares por su jerga y su forma de vestir y de llevar el pelo. La desmitificación de la realidad documental es una constante en la novela histórica hispanoamericana desde el “Boom”. Europa entraña la dictadura de la cronología, contraria a la cosmogonía mítica circular de lo precolombino. Se antoja la repetición defendida por Octavio Paz: en esto ver aquello. La reescritura de lo ausente, de lo intemporal, es la “visión de los vencidos”, para escarnio y burla de los vencedores, los cuales dejaron algunos sus huesos en las selvas y desiertos, o en el fondo del mar, tras una galerna o el asalto de bucaneros ingleses u holandeses.
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Continuando con la novela histórica, de 1994 es Del amor y otros demonios, la historia de la falsa endemoniada, Sierva María de Todos los Ángeles, de doce años, que sirve al autor para criticar el celo y el fanatismo católicos. La religión es vista no como consuelo, sino como laceración de almas y cuerpos.
De esta novela me impresionó, sobre todo, el hallazgo de la tumba de la niña y el inquietante estado de sus restos, que detalla el narrador en el prefacio:
“En la tercera hornacina del altar mayor, del lado del Evangelio, allí estaba la noticia. La lápida saltó en pedazos al primer golpe de la piocha, y una cabellera viva de un color de cobre intenso se derramó fuera de la cripta. El maestro de obra quiso sacarla completa con la ayuda de sus obreros, y cuanto más tiraban de ella más larga y abundante parecía, hasta que salieron las últimas hebras todavía prendidas a un cráneo de niña. En la hornacina no quedó nada más que unos huesecillos menudos y dispersos, y en la lápida de cantería carcomida por el salitre sólo era legible un nombre sin apellidos: Sierva María de Todos los Ángeles. Extendida en el suelo, la cabellera espléndida medía veintidós metros con once centímetros.
El maestro de obra me explicó sin asombro que el cabello humano crecía un centímetro por mes hasta después de la muerte, y veintidós metros le parecieron un buen promedio para doscientos años. A mí, en cambio, no me pareció tan trivial, porque mi abuela me contaba de niño la leyenda de una marquesita de doce años cuya cabellera le arrastraba como una cola de novia, que había muerto del mal de rabia por el mordisco de un perro, y era venerada en los pueblos del Caribe por sus muchos milagros. La idea de que esa tumba pudiera ser la suya fue mi noticia de aquel día, y el origen de este libro.”
García Márquez relata la leyenda, ese atisbo de verdad que corre de boca en boca y que a veces muere antes de convertirse en libro. De todo tiene la culpa un perro rabioso, ese can maldito que aparece un día en plena calle y que carga con la mirada y el aliento del diablo.


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El coronel no tiene quien le escriba es de 1961. A pesar de ser una novela sin conflicto, marcada por la monotonía y el tedio provinciano, resulta una buena adaptación a nuestro idioma de Faulkner y de Lowry. En efecto, el coronel del relato está prisionero de aquel lugar en ninguna parte como el excónsul británico en Cuernavaca, en Bajo el volcán. Llueve despacio, pero sin pausa, porque no puede llover de otra manera donde nunca pasa nada. Llueve cansinamente, apaciguadamente, templando voluntades (“Se necesita tener esa paciencia de buey que tú tienes para esperar una carta durante quince años”).
“—Nada para el coronel –dijo.
El coronel se sintió avergonzado.
--No esperaba nada –mintió. Volvió hacia el médico una mirada enteramente infantil. Yo no tengo quien me escriba.
Regresaron en silencio. El médico concentrado en los periódicos. El coronel con su manera de andar habitual que parecía la de un hombre que desanda el camino para buscar una moneda perdida.
[…] –Qué hay de noticias –preguntó el coronel.
El médico le dio varios periódicos.
--No se sabe –dijo--. Es difícil leer entre líneas lo que permite publicar la censura.
El coronel leyó los titulares destacados. Noticias internacionales. Arriba, a cuatro columnas, una crónica sobre la nacionalización del canal de Suez. La primera página estaba casi completamente ocupada por las invitaciones a un entierro.
--No hay esperanza de elecciones –dijo el coronel.
--No sea ingenuo, coronel –dijo el médico--. Ya nosotros estamos muy grandes para esperar al Mesías.”
La invitación a un entierro, lo más notorio de los sucesos locales. Nada importa, puesto que todo se olvida. Todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar:
“Cada día vemos nouedades e las oymos e las passarnos e dexamos atrás. Diminúyelas el tiempo, házelas contingibles. ¿Qué tanto te marauillarías, si dixesen: la tierra tembló o otra semejante cosa, que no oluidases luego?
Assí como: elado está el río, el ciego vee ya, muerto es tu padre, vn rayo cayó, ganada es Granada, el Rey entra oy, el turco es vencido, eclipse ay mañana, la puente es lleuada, aquél  es ya obispo, a Pedro robaron, Ynés se ahorcó. ¿Qué me dirás, sino que a tres días passados o a la segunda vista, no ay quien dello se marauille? Todo es assí, todo passa desta manera, todo se oluida, todo queda atrás.” (Fernando de Rojas, La Celestina, Auto III).
Estamos condenados a vivir, tal vez sin un para qué. La vida de las gentes se extiende a nuestro alrededor, y el mundo gira, pero la tierra ni se inmuta.
Para el cristianismo, la vida tiene un propósito, una finalidad; para los arquitectos de la intrahistoria, acaso ninguno, nada.

En la misma página de El coronel…, el motivo recurrente de los pueblos latinos: la cotidianeidad ordenada por la Iglesia:
“Un poco después de las siete sonaron en la torre las campanadas de la censura cinematográfica. El padre Ángel utilizaba ese medio para divulgar la calificación moral de la película de acuerdo con la lista clasificada que recibía todos los meses por correo. La esposa del coronel contó doce campanadas.
--Mala para todos –dijo. Hace como un año que las películas son malas para todos.
Bajó la tolda del mosquitero y murmuró: ‘El mundo está corrompido’. Pero el coronel no hizo ningún comentario.”
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Gabriel García Márquez ha muerto a los 87 años, en México D.F., el 17 de abril de 2014. Al parecer, sus cenizas van a ser repartidas entre Aracataca o Bogotá (Colombia) y México D.F., lugar donde residía el escritor. En 1999, se le diagnosticó un linfoma, del cual fue tratado durante tres meses en un hospital de Bogotá. En 2006, se le presentó otra grave dolencia hereditaria, el alzheimer, hecho que él mismo pronosticó en las páginas de Cien años de soledad, cuando habla de la epidemia de insomnio que afecta a Macondo y cómo sus habitantes, al olvidar, se refugian en una verdad inventada, otra realidad mágica; entonces, se crean recursos para no soltar todas las amarras con lo ya conocido:
“Fue Aureliano quien concibió la fórmula que había de defenderlos durante varias meses de las evasiones de la memoria. La descubrió por casualidad. Insomne experto, por haber sido uno de los primeros, había aprendido a la perfección el arte de la platería. Un día estaba buscando el pequeño yunque que utilizaba para laminar los metales, y no recordó su nombre. Su padre se lo dijo: «tas». Aureliano escribió el nombre en un papel que pegó con goma en la base del yunquecito: tas. Así estuvo seguro de no olvidarlo en el futuro. No se le ocurrió que fuera aquella la primera manifestación del olvido, porque el objeto tenía un nombre difícil de recordar. Pero pocos días después descubrió que tenía dificultades para recordar casi todas las cosas del laboratorio. Entonces las marcó con el nombre respectivo, de modo que le bastaba con leer la inscripción para identificarlas. Cuando su padre le comunicó su alarma por haber olvidado hasta los hechos más impresionantes de su niñez, Aureliano le explicó su método, y José Arcadio Buendía lo puso en práctica en toda la casa y más tarde la impuso a todo el pueblo. Con un hisopo entintado marcó cada cosa con su nombre: mesa, silla, reloj, puerta, pared, cama, cacerola. Fue al corral y marcó los animales y las plantas: vaca, chivo, puerca, gallina, yuca, malanga, guineo. Paca a poca, estudiando las infinitas posibilidades del olvido, se dio cuenta de que podía llegar un día en que se reconocieran las cosas por sus inscripciones, pero no se recordara su utilidad. Entonces fue más explícito. El letrero que colgó en la cerviz de la vaca era una muestra ejemplar de la forma en que los habitantes de Macondo estaban dispuestas a luchar contra el olvido: Ésta es la vaca, hay que ordeñarla todas las mañanas para que produzca leche y a la leche hay que herviría para mezclarla con el café y hacer café con leche. Así continuaron viviendo en una realidad escurridiza, momentáneamente capturada por las palabras, pero que había de fugarse sin remedio cuando olvidaran los valores de la letra escrita.
En la entrada del camino de la ciénaga se había puesto un anuncio que decía Macondo y otro más grande en la calle central que decía Dios existe. En todas las casas se habían escrito claves para memorizar los objetas y los sentimientos. Pero el sistema exigía tanta vigilancia y tanta fortaleza moral, que muchos sucumbieron al hechizo de una realidad imaginaria, inventada por ellos mismos, que les resultaba menos práctica pero más reconfortante. Pilar Ternera fue quien más contribuyó a popularizar esa mistificación, cuando concibió el artificio de leer el pasado en las barajas como antes había leído el futuro. Mediante ese recurso, los insomnes empezaron a vivir en un mundo construido por las alternativas inciertas de los naipes, donde el padre se recordaba apenas como el hombre moreno que había llegada a principios de abril y la madre se recordaba apenas como la mujer trigueña que usaba un anillo de oro en la mano izquierda, y donde una fecha de nacimiento quedaba reducida al último martes en que cantó la alondra en el laurel. Derrotado por aquellas prácticas de consolación, José Arcadio Buendía decidió entonces construir la máquina de la memoria que una vez había deseado para acordarse de los maravillosos inventos de los gitanos. El artefacto se fundaba en la posibilidad de repasar todas las mañanas, y desde el principio hasta el fin, la totalidad de los conocimientos adquiridos en la vida. Lo imaginaba como un diccionario giratorio que un individuo situada en el eje pudiera operar mediante una manivela, de modo que en pocas horas pasaran frente a sus ojos las naciones más necesarias para vivir.”