Hace muchos años, en 1988, hice
para una asignatura de Filosofía un trabajo sobre la naturaleza del Universo
según Giordano Bruno. Me fascinaba
la historia de un hombre que, sin instrumentos de medición, con la única fuerza
de su pensamiento, esbozó su teoría de un Universo en infinita expansión, que
comprendía tanto lo inmensamente grande, como lo minúsculo, lo delicadamente
pequeño. Lo más grande pudiera ser el colapso de la materia –la fusión de
galaxias y de agujeros negros--; lo más reducido, la mecánica cuántica, los
átomos, hadrones, quarks, leptones. Bruno no debió de estar muy lejos de la
verdad. Arriesgarse a pensar de un modo libre y distinto le costó la vida. El
17 de febrero de 1600, en Roma, este antiguo fraile dominico de cincuenta y dos
años, que coqueteó en sus buenos días con el protestantismo, fue atado a un
poste, atravesada su lengua con alfileres –para impedirle hablar o gritar--, y
quemado vivo. Era entonces Papa Clemente VIII.
Sí, leí Del Infinito Universo y los mundos (1584), donde desarrolla su idea
de un espacio panteísta en continua expansión, sin motivo de principio ni de
fin. Donde defiende que haya otros planetas habitados, similares al nuestro.
Que la materia corporal de las cosas no cambia sustancialmente, sino que solo
se transforma. Muda su apariencia. Me volví un devoto del nolano, a quien
consideré, desde entonces, una mente privilegiada, una inteligencia asombrosa,
desperdiciada por el contexto sociocultural en que le tocó vivir.
Soy católico y siempre he
respetado, en la medida de lo posible, a mi Iglesia. Pero lamento que el
dogmatismo haya estropeado a menudo tan buenas ideas y tan nobles hombres.
Claro que sirva de consuelo que Bruno fue tildado de hereje apóstata tanto por
católicos como por luteranos. Él mismo siempre desconfió del calvinismo, por
considerarlo tan hermético y soberbio como cualquier otro sistema religioso del
momento. Durante unos años, encontró acomodo entre los protestantes londinenses
y germanos, pero sus ideas terminaron incomodando también a estos. Una pena.
El Teatro Valle-Inclán da la oportunidad de ver ahora una adaptación simplificada del Galileo Galilei de Bertolt Brecht. Se recupera el caso Galileo en la interpretación desenfadada de Ramón Fontserè, que le quita solemnidad al personaje, y su hierro a los inquisidores. Galileo observó la Luna y los satélites de Júpiter con un rudimentario telescopio, y pudo saber que los planetas no tienen luz propia, sino que reflejan la que reciben del Sol. No existen esferas de cristal que suspendan los planetas, en torno a la Tierra, porque en torno al propio Júpiter orbitan al menos tres pequeños satélites que varían de posición. Este movimiento tridimensional no sería posible si hubiera un cristal. La Tierra no es el centro del universo, sino que gira alrededor del Sol, y este quizá, a su vez, rota sobre sí mismo.
Con estas observaciones caían varios mitos. Primero, la supuesta ciencia infalible de Aristóteles no era tal. El gran clásico –pilar del tomismo—se equivocó. Segundo, Ptolomeo no construyó sino un escaparate de cristal rígido donde colgar todo lo del cielo, poniendo a la Tierra –madre del cordero de la Creación—en el centro. A los padres de la Iglesia esto les vino divinamente –nunca mejor dicho—porque así aparecía el Papa y la cátedra de San Pedro en el único punto admisible y lógico: el núcleo de la esfera. Tercero: las ciencias adelantan que es una barbaridad muy bárbara. El hombre, libre de dictados y ataduras, mediante la razón, la observación y la experimentación, puede llegar casi donde quiera. Es decir, el conocimiento del mundo natural está en proceso, es una estructura variable. Se podrán poner puertas y cerrojos, pero, aun a través de las celosías, el hombre de ciencia siempre atisbará más allá. Y llegará más lejos, en el secreto de su taller o de su laboratorio. En dictamen genial de Giordano Bruno, “Si la verdad no se cambia es porque es aceptada, o no lo es, por la mayoría de la gente”.
Hoy la prensa ha publicado el último gran avance en el conocimiento e interpretación del cosmos, un descubrimiento largo tiempo anhelado, que corrobora la predicción de Albert Einstein. Ha sido, por fin, posible medir la levísima radiación de las ondas gravitacionales, unas perturbaciones del espacio-tiempo que se originan, por ejemplo, con la tempestuosa fusión de dos agujeros negros o bien por el estallido de una supernova. Si tiro una piedra en un recinto de agua estancada y perfectamente quieta, se originan de inmediato unas ondas exocéntricas que van perdiendo fuerza según se alejan del epicentro. Esas ondas terminan volviéndose indetectables a simple vista, pero siguen su andadura. De modo muy similar se comporta la energía desprendida de dos agujeros negros fusionados. Es muy leve, porque la condensación de la materia fagocita casi todo, no dejando escapar salvo una ligerísima impresión. Ayer, 11 de febrero de 2016, festividad de Nuestra Señora de Lourdes, los detectores LIGO (Laser Interferometer Gravitational-wave Observatory) instalados en Livingston (Louisiana) y en Hanford (Washington, Estados Unidos), fueron capaces de medir las ondas gravitacionales producidas por el choque de dos agujeros negros, con una masa estimada en entre 29 y 36 veces la de nuestro Sol, que se produjo hace 1,3 billones de años. En una sola fracción de segundo una cantidad de masa de tres veces la del Sol quedó convertida en ondas gravitacionales. Las ondas gravitacionales son rugosidades en el espacio-tiempo.
El espacio-tiempo no es
permanente, ni lineal, como lo suponía Newton, sino que varía por efecto de la
masa. Se “curva”. O lo que es lo mismo: la luz, máximo valor de velocidad, no siempre
sigue una línea recta. Se comba por las masas de los cuerpos celestes y su
fuerza gravitatoria.
Einstein y el holandés Willem de
Sitter (1872-1934) concibieron un Universo en constante expansión –con alejamiento
progresivo de la materia estelar--, y a la vez recesivo. Las galaxias se separan
desde la Gran Explosión, pero también, paradójicamente, se van frenando. Acaso
por efecto de la materia oscura, esa parte no identificada del cosmos, que
puede llegar a ocupar cerca del 90%, muy poco densa, y desprovista de fotones.
© Antonio Ángel Usábel, febrero de 2016.
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