“Y mi universo es de nuevo como había sido antaño,
una pequeña isla de sufrimiento flotando
en un océano de indiferencia.”
(Sigmund Freud, 16 de
junio de 1939)
Últimos días para ver La sesión final de Freud,
del dramaturgo Mark St. Germain, en
la sala Arapiles 16, patrocinada por la Fundación UNIR (Universidad
Internacional de La Rioja).
3 de septiembre de 1939. Ante la
negativa alemana de retirar sus fuerzas de Polonia, Gran Bretaña declara la
guerra a Hitler. Ese día Sigmund Freud
–padre del psicoanálisis—recibe en su despacho de su casa de Londres al
escritor y catedrático católico C. S.
Lewis, autor de las Crónicas de
Narnia. Lewis, ateo originariamente, es un converso, y un decidido defensor
de la fe, pese a las incongruencias de un Dios que parece permitir el dolor y
la injusticia. Freud es un no creyente, que ve muchos males en esa religiosidad
que a menudo adormece a los pueblos. El famoso psiquiatra, judío, ha tenido que
abandonar Viena, donde los nazis queman sus libros. Se ha refugiado en tierra
inglesa, pero va muy enfermo, pues un cáncer de boca terminal le está haciendo
padecer seriamente. De hecho, Freud morirá tan solo veinte días más tarde, el
23 de septiembre, alrededor de las tres de la madrugada. Una despedida
planificada entre él y su médico Max Schur. Tres oportunas sobredosis de
morfina causarán primero un coma, y en seguida la muerte.
El 3 de septiembre, mientras su
esposa y el ama de llaves han ido de compras, Freud abre la puerta al profesor
de Oxford Lewis. El psiquiatra está molesto por las críticas del escritor a sus
trabajos. Quiere debatir con él sobre si la vida tiene una razón o no. Para
Freud la religión es un cuento reconfortante que los hombres de todas las
culturas se han contado a sí mismos para suavizar lo inevitable: la aspereza de
la muerte, y luego el vacío, la nada. No existe la trascendencia, ni se les
pueden encontrar explicación a los infortunios del ser humano. El dolor es un
mal que no tiene sentido. ¿Para qué puede querer un Dios que un niño muera de
enfermedad? ¿Cuál es el sentido de ese golpe para sus familiares? Ninguno. La
única que puede contrarrestar en algo lo absurdo del dolor es la Medicina como
ciencia. Los médicos están en guerra contra el dolor.
Lewis, en cambio, intenta dar un
sentido final al sufrimiento humano: este quizá sea la campana que Dios utiliza
para que no se pierda la fe y la esperanza en otra vida “auténtica”. Para
despertar las conciencias y combatir la cerrazón del hombre sobre sí mismo: su antropocentrismo.
A pesar de su desconfianza hacia el
hecho religioso, Freud es un estudioso de las creencias y los tabúes como
fenómeno multicultural. Colecciona valiosos ídolos y figuritas de culturas
primitivas y antiguas, que adornan su pasillo. El carcinoma corroe su boca,
carente de paladar, reemplazado por una incomodísima prótesis que le hiere y le
hace sangrar constantemente.
Freud acusa a la teología de
haber fustigado a la ciencia durante siglos, como en el caso Galileo. Lewis no
exculpa los desmanes cometidos en nombre de la fe, pero contraataca asegurando
que él no está resentido con los hombres de ciencia por no atinar o ponerse de
acuerdo sobre ciertas cuestiones; la causa de la extinción de los dinosaurios,
por ejemplo.
Freud ve en Cristo un lunático
fracasado, cuya filosofía antivitalista provoca la laxitud y la indefensión: “--¿Poner la otra mejilla? Debería poner
Polonia su otra mejilla a Hitler? ¿Debería amar a sus vecinos mientras los
tanques alemanes aplastan sus casas? ¿O podría seguir el ejemplo de Cristo y
aceptar su martirio, porque los mansos heredarán la tierra? ¡Desde luego que la
heredarán, pero enterrados en ella! (Freud suelta su pañuelo. Su discurso se
torna susurrante, su dolor aflora) ¿Piensa que es una coincidencia que Jesús
exigiera a sus seguidores que fueran como niños para entrar en el Reino? ¡Es
únicamente porque el hombre no ha madurado lo bastante como para admitir que
está solo en el Universo, y que la religión hace del mundo una guardería! Tengo
dos palabras para usted: ¡Madure!”
El vienés sigue en su ataque con
la cuestión del mal. Si existe Dios, este ha permitido el Diablo, cuando lo más
lógico es que quien es todo bien ponga fin a quien es todo perjuicio. Lewis
responde que Dios no nos quiere autómatas obedientes, leales y sumisos, sino
que nos da la oportunidad de elegir entre el bien y el mal. Y en un alarde de
positivismo histórico, admite que el hombre ha creado sus propios males al
margen de Dios y del Diablo. “El
sufrimiento humano –dice—es la culpa del
hombre”. A lo que Freud contesta con una pregunta que descoloca a Lewis: “¿Acaso me he causado yo mi propio cáncer?
¿O es la venganza de Dios la que me está matando?”
Evidentemente, asistimos a un
torneo dialéctico interminable, como una correa sin fin. Pero en un instante
muy crítico para la Historia de Europa, como es el comienzo de la Segunda
Guerra Mundial, con las vidas que se cobraría, y a la vez, definitivo para un
enfermo terminal condenado, esta disputa cobra especial intensidad y
resonancia. Los niños parten hacia el campo, en trenes. Los convictos salen en
masa de las cárceles, ante los próximos bombardeos. Cualquier desencuentro
ideológico se antoja, en esos trágicos e inciertos momentos, banal. Freud, todo
un genio, lúcido insumiso, enfrentado a un intelectual diletante como C. S.
Lewis. Las simpatías del autor –y las del público—van hacia el genio austriaco,
indudablemente. (Freud es uno de los mejores prosistas que he leído; resultan
fascinantes sus ensayos de tema humanístico o científico. Tienen una redacción
impecable.)
Confieso sentir debilidad hacia
los dramas históricos con dos personajes antagónicos. Mi otra gran predilección
teatral es ver a Lope y a Valle bien representados. Recuerdo con mucha
satisfacción las últimas versiones de las obras de Jean-Claude Brisville, a cargo de Josep-María Flotats: La cena (Teatro Bellas Artes, 2004); El encuentro de Descartes con Pascal joven
(Teatro Español, 2009). Me agrada la tensión del teatro donde el espectador
puede escoger entre posturas morales o ideológicas diversas. Por eso, he
acogido con enorme dicha esta pieza solvente de Mark St. Germain, más cuando
viene impecablemente interpretada por Helio
Pedregal –en el papel de Freud--, y por Eleazar Ortiz –en el de Lewis--. La caracterización, ademanes,
inflexiones de Pedregal componen una plena reencarnación del médico vienés.
Parece que Freud ha resucitado, y que está ante nosotros. La dirección corre a
cargo de Tamzim Townsend, y la
traducción se debe a Ignacio García May.
Sobresaliente, también, la escenografía de Ricardo
Sánchez Cuerda.
La sesión final de Freud, un grato descubrimiento. Un drama para
recordar y revisitar siempre.
(A Marion Hall)
© Antonio
Ángel Usábel, febrero de 2016.
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Que sepamos, nunca se produjo un
debate tal entre Sigmund Freud y C. S. Lewis. La obra de St. Germain es una
ucronía –una impostura histórica--. El 3 de septiembre de 1939, Freud lo pasó
en su casa, pero leyendo una carta de su discípulo y futuro biógrafo Ernest
Jones. Los estudiosos de Freud para nada lo relacionan con C. S. Lewis. Sin
embargo, un ensayo sirvió de fuente e inspiración a St. Germain: La cuestión de Dios: C.S. Lewis y Sigmund
Freud debaten sobre Dios, Amor, Sexo y el sentido de la vida (Nueva York,
Simon & Schuster, 2002), del Dr.
Armand M. Nicholi, Jr., psiquiatra y profesor en Harvard. Las dos
contrapuestas figuras las utilizó Nicholi para representar posiciones-clave
acerca de temas existenciales y emocionales de las civilizaciones humanas.
La sesión final de Freud (Freud’s
Last Session) fue estrenada el 10 de junio de 2009, en Pittsfield
(Massachussetts, Estados Unidos), por la compañía Barrington Stage, con
dirección de Tyler Marchant. El reestreno en Nueva York (Marjorie S. Deane
Little Theater) se produjo el 22 de julio de 2010. Contó con la misma dirección
y protagonistas (Martin Rayner como Freud; Mark H. Dold como C. S. Lewis). Se
estrenó en España en enero de 2015, en la sala pequeña del Teatro Español, con
exacto montaje al que ahora se puede ver en la Sala Arapiles 16.
"La sesión final de Freud"_Programa UNIR.
BENJAMÍN MARTÍN RAMOS ME ESCRIBE ESTA EXCELENTE VALORACIÓN:
ResponderEliminarAl argumento: “Existe el mal, luego Dios no existe”; se le puede oponer el que dice: “Existe el universo, luego Dios existe”.
Ambos argumentos son simples e inteligibles, pero no igualmente evidentes si los valoramos cuantitativamente en el conjunto de las creencias humanas.
El ser humano es ante todo un ser histórico, y la evaluación de la historia humana demuestra que son muchos más los que han considerado o consideran la evidencia del segundo argumento en detrimento del primero.
A mí me gusta mucho Freud, he leído varios libros suyos. Comparto en gran parte su idea según la cual la vida humana no consiste sintéticamente sino en la búsqueda de lenitivos para poder soportarla.
En cambio no creo que los que hablamos de Dios y hacia Dios, lo hagamos para vivir aliviadamente adormecidos, sino precisamente por todo lo contrario, porque queremos vivir completamente despiertos.
Los católicos somos perfectamente conscientes de la existencia del mal dentro de un mundo creado por Dios.
En la oración de la Salve Regina, compuesta por el santo español Pedro Mezonzo, y completada por San Bernardo, los católicos comparamos la existencia humana con un valle de lágrimas. Y para Santa Teresa de Jesús, por ejemplo, la vida es una mala noche en una mala posada.
Hay demasiadas cosas escritas sobre ello, tratados amplios y profundos que intentan explicarlo; pero, una vez más, ¿cómo podemos aceptar filosófica y científicamente la coexistencia de Dios y del mal en el mundo?
Los que llevamos mucho tiempo estudiando astrología, vemos que el bien y el mal manifestados en el mundo parecen depender empíricamente de los ángulos que los astros configuran en el cielo. Y que la suma de los ángulos considerados como negativos, supera a los considerados como positivos. Es la triste realidad tras muchas observaciones realizadas.
Esta podría ser la causa del sufrimiento global del hombre y de su carácter mortal.
Hay un filósofo español del siglo XVI, Luis de Molina, quien en su fundamental Concordia, nombre acortado de un libro de muy largo título, aclara mucho acerca de la posición de Dios con respecto al mundo:
“Dios se acomoda y respeta la naturaleza de las causas segundas, sean conscientes o inconscientes”.
Esto explicaría por qué se producen los terremotos devastadores, los homicidios y el cáncer de boca.
Una posición de Dios tal vez tomada desde el principio de los tiempos, o motivada para los que creen, por la caída de Adán y Eva. En este último caso lo único que tuvo que hacer Dios fue cambiar la naturaleza de los ángulos, y acomodarse.
Desde la pérdida mítica del Paraíso, el hombre ha quedado condenado y abandonado a la intemperie del mundo.
Pero decía Ortega que la intemperie es cosa sana, tonifica el músculo y aligera la cabeza.
La intemperie permite comprobar al ser consciente que el mundo tiene más de épico que de dramático. Y ése es el grandioso destino del hombre.
Un destino tan sublime como lo es el final de El paraíso perdido de John Milton:
“Adán y Eva derramaron algunas lágrimas naturales, que enjugaron en seguida. El mundo entero estaba ante ellos para que eligieran el sitio de su reposo, y la Providencia era su guía. Asidos de las manos y con inciertos y lentos pasos, siguieron a través del Edén su solitario camino”.