Con el cartel de “No hay billetes
para todas las representaciones”, vuelve a resplandecer, en la sala Margarita
Xirgu del Teatro Español, Una habitación propia,
en versión libre y dirección de María Ruiz. El texto se
basa en un ensayo capital de Virginia Woolf sobre los derechos de la
mujer y su acceso a la Cultura. Virginia fue una escritora aclamada y traducida
por Borges, cuya novela Orlando debe leerse, al menos, una vez
en la vida. Orlando es la historia de
un personaje que vive varias existencias, bien como hombre o como mujer. Sus
descripciones, a medio camino entre el verismo y la alucinación, están en el
origen del realismo mágico de García Márquez (tal y como señalé en mi tesis
doctoral). En su peculiar relato histórico, la autora recordaba a sus lectores:
“La vida normal de una
mujer era una sucesión de partos. Se casaba a los diecinueve años, y a los
treinta ya había tenido quince o dieciocho hijos, porque abundaban los gemelos.
Así nació el Imperio Británico.”
Hasta el siglo
XVIII, las mujeres no comenzaron a ser reconocidas como personas. Su educación
era somera y muy limitada. En 1866, aparecen las dos primeras facultades
inglesas que admiten mujeres. Hasta 1880, la mujer no era propietaria de sus
bienes, que correspondían a su marido. En 1919, llegó en Reino Unido el
sufragio femenino. Alcances lentos. Costó mucho que la mujer pudiera pensar
libremente. En España, la escritora y poetisa Concha Méndez Cuesta anotaba con
amargura cómo, siendo ella una niña, un amigo de su padre, que preguntaba a sus
hermanos lo que querían ser de mayores, le espetó, sin reparo alguno: “—Las
niñas no son nada.”
Leer a Virginia
Woolf es dejarse llevar por una de las virtuosas esenciales de las letras
inglesas. Es gozar de una prosa exquisita, cuidada. Una habitación propia
(1929) es una lectura que tampoco se debe postergar mucho. Cargada de un
agradable humor y de una sutil ironía, repasa el pasado y el presente de
mujeres con inquietudes intelectuales. Tal vez Shakespeare tuviera una hermana,
que se llamara Judith, y osara a ser poeta y actriz en Londres. Imagina a la
pobre mujer muerta por la pérdida de su buen nombre y enterrada junto a un
cruce de caminos, convertido luego en una parada de autobús. Todavía en agosto
de 1928, Sir Egerton Brydges pontificaba: “Las mujeres novelistas deben solo
aspirar a descollar por el valiente conocimiento de las limitaciones de su
sexo.” ¡Las limitaciones de su sexo! Mayor fogosidad, especial inclinación
al pecado de lascivia, cerebro disminuido…
“Cada vez que una lee de una bruja tirada al
agua, de una mujer poseída por los demonios, de una curandera vendiendo hierbas
y aun de la madre de un hombre célebre pienso que estamos en la pista de un
novelista, un poeta abortado, o una Jane Austen muda.” Para
la autonomía relativa de la mujer, más importante que el voto, fue la posesión
de su propio peculio. Cuando fallece una tía de la narradora, de una caída de
caballo en Bombay, y se prescribe una renta anual vitalicia de quinientas
libras, se anota que es preferible contar con dinero que con el sufragio. Con
dinero, una persona puede arreglarse mejor. A pesar de ello, el acceso a las
bibliotecas universitarias seguía restringido, como no fuera salvado mediante
una oportuna carta de presentación, o una visita en ilustre compañía de un
profesor. “Que una mujer haya maldecido una biblioteca famosa es asunto del
todo indiferente a la biblioteca famosa.”
Clara Sanchís, soberbia
intérprete a quien se pudo aclamar en La lengua en pedazos (de Juan
Mayorga), compone una Virginia Woolf recia, firme, deslumbrante. Acompaña su
disertación de varios solos de piano, hábiles apóstrofes, vigorosos subrayados
de su ansiedad creativa. Clara Sanchís es Profesionalidad en el escenario, entregada
en cuerpo y alma a un complejo ejercicio memorístico y expresivo de hora y
cuarto.
Una obra para
celebrar y recordar, con el brillante compromiso de leer Una habitación
propia.
© Antonio Ángel
Usábel, octubre de 2017.
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