Otra vez ha sido mi amigo Leo Zelada el que me ha impelido a escribir sobre un tema al abrigo de sus sustanciosas tertulias de los viernes. Así pues, tomo la máquina, y a él le dedico estas reflexiones que siempre me ha dictado a la conciencia la cuidada lectura del Lazarillo.
Vamos a hablar de un libro de ficción de cariz realista, publicado en 1554, de un autor de nombre desconocido pero vinculado a la disidencia espiritual, y de una época concreta: la España del siglo XVI, embarcada en plena cruzada contra el protestantismo, el iluminismo y demás licencias interpretativas del canon evangélico. La persecución de los antidogmáticos era asunto de Estado para Carlos V y su hijo Felipe II. Se diría que heredaron el celo de los Reyes Católicos en su empeño de depurar sus dominios de herejes y judaizantes. A la cruzada antisemita habría que añadir con ellos el exordio antiluterano y antierasmista. Los estatutos de limpieza de sangre –sumamente rigurosos, pues se extendían a varias generaciones precedentes-- abocaban a algunos a no poder ocupar ciertos cargos ni oficios, como le sucedió a Miguel de Cervantes, autor del Quijote, quien por dos veces recibió negativa para emigrar a América y hacer fortuna en ella. Estamos hablando, por tanto, de una España donde no había libertad, y donde la cuna de nacimiento y la estirpe condicionaban sine qua non el destino de un individuo. Todavía en el decadentismo económico del Barroco, cuando la tramoya quimérica de la apariencia rizó el rizo, Quevedo tachaba a Góngora de judío, y se preciaba de poder comprarle la casa y de echarlo de ella cuando el otro no tenía donde caerse muerto.
Leo Zelada defiende la tesis de que el Lazarillo presenta un protagonista cuya modernidad residiría en su ejercicio de un libre albedrío. Es decir, justamente la libertad de obrar, de medrar, de pecar, de arrepentirse o de salvarse que prescribía para el buen católico del siglo XVI el movimiento de la Contrarreforma. Pero ya hemos enunciado cómo en España lo que menos había era libertad de poder elegir fama y fortuna. ¿Cómo va a poder ejercer su libre albedrío una persona nacida sin ningún tipo de honra, que carece de los medios esenciales para vivir dignamente, y que se tiene que conformar con arrimarse a la concubina de un cura para que lo hagan pregonero de sentencias y tener, lo que se dice, un “oficio”? Lo que nos está diciendo al oído el anónimo responsable de esa biografía novelada es que la España de su tiempo representaba la prueba perfecta de que el libre albedrío no existe. Era tan ficticio como los gigantes y los encantadores de las novelas de caballerías. Por eso don Quijote, en el mundo de su ficción, se tuvo que inventar su libertad de obrar que, sin embargo, chocaba, en el cuadro de la realidad, con el contrapunto impuesto: esos malvados magos y hechiceros que intervenían para arruinarle el gozo. Quien quiera entender, que entienda. A los inquisidores y actantes contra el protestantismo les estaba saliendo el tiro de arcabuz por la culata. Por fin había llegado un autor que se lo estaba diciendo a la cara: el hombre no es libre, sino que cumple el destino que el Ser ha previsto para él. Ya sea por motivos de raza, de nación, de familia, de inteligencia, de aptitudes, de moralidad, de inmoralidad, de oficio, de apariencia o de las limitaciones que se tercien en cada momento. El hombre no puede huir de un destino que le ha sido propuesto. Y hay una oración clave, enormemente elocuente, que, sin embargo, ningún crítico comenta. Cuando, al final del Tratado Primero, Lázaro escapa del ciego, después de haberle dejado oportunamente descalabrado en venganza por las palizas recibidas por su mano, concluye literalmente, ¡atención!: “No supe más lo que Dios dél hizo, ni curé de lo saber”. Es decir, no me importó averiguar qué hizo Dios de él después de ese episodio. ¡Qué hizo Dios de él! Lázaro nos está diciendo que Dios trazaría su destino como hace con cualquier otra criatura. Con él mismo incluso, quien cansado de caminar con un sueño en el alma, y viendo que tal ilusión no toma forma por ninguna parte, termina claudicando y aceptando el trabajo que se le propone, aun cornudo y apaleado, pues otra cosa no llega de Dios: “Y pensando en qué modo de vivir haría mi asiento, por tener descanso y ganar algo para la vejez, quiso Dios alumbrarme y ponerme en camino y manera provechosa” (Tratado Séptimo; el subrayado es nuestro). Lázaro firma el armisticio con los suyos, con su sociedad, y aun queda contento, pues en esta vida lo importante es ganarse el sustento, y más se merece que no falte nunca éste, que toda la apariencia del mundo (no lo entiende, empero, en perjuicio suyo, el contumaz escudero a quien Lázaro sirve y auxilia). Se podría asegurar que al fin se alza con una plaza, aunque ínfima, de funcionario público, esto es, un cargo seguro. Y ahí está, precisamente, la modernidad de la obra: los únicos que viven con plena seguridad de que no va a faltarles trabajo son los empleados del Estado. En ese sentido, lo mismo sucedía en el siglo XVI que ahora. A vivir del gobierno, que son dos días. Lázaro pone su mano en el fuego por ello: “ Todos mis trabajos y fatigas hasta entonces pasados fueron pagados con alcanzar lo que procuré, que fue un oficio real, viendo que no hay nadie que medre, sino los que le tienen.” [Tratado Séptimo] La plaza que ocupa Lázaro es una de las más viles, similar a la de verdugo, pero es un comienzo, que unido al comercio de los vinos del señor arcipreste de San Salvador, da para vivir. Y como el propio arcipreste se encarga de meterle en la mollera, “no mires a lo que puedan decir, sino a lo que te toca, digo, a tu provecho”. Nos añade Lázaro que él se ha convertido en un mafiosillo en Toledo, una especie de prometedor Corleone: “Casi todas las cosas al oficio tocantes pasan por mi mano. Tanto, que, en toda la ciudad, el que ha de echar vino a vender, o algo, si Lázaro de Tormes no entiende en ello, hacen cuenta de no sacar provecho” [ibíd.] Por aquel entonces Lázaro ya ha comprendido lo importante que es el vestido, porque, con lo que gana como aguador en los cuatro años que sirve a un capellán, se compra un jubón raído, una capa y una espada vieja. Por cierto, otro detalle, no de luteranismo, sino esta vez de judaísmo recalcitrante, como ya notaron C. V. Aubrun y Maurice Molho: “Daba cada día a mi amo treinta maravedís ganados, y los sábados ganaba para mí, y todo lo demás, entre semana, de treinta maravedís.” (Tratado Sexto). Lázaro no es converso, porque no le importa pecar y mancharse trabajando en sábado, pero su amo el capellán, sí debe serlo, pues lo libera de la obligación de vender agua ese día. Ya tenemos a nuestro Lázaro modestamente ataviado y contento con su colocación estable en Toledo, ciudad conventual, donde los clérigos –a juicio del embajador italiano Andrea Navagero en 1525—hacían o deshacían a su antojo, puesto que a través de las confesiones y la exculpación de los pecados, se volvían diablos cojuelos de la vida privada de las personas. El arcipreste de San Salvador, oída la fama mercantilista de su pregonero de vinos, decide apadrinarlo casándolo con una criada y amante suya. Percibamos el remedo grotesco de enlace honroso: perito en misas une a su entretenida con espabilado ruin. Lo mayúsculo es que, con tal desposorio, el Pater agradece emparentar incluso con quien ningún escaño posee, si no es el del lodo del río en que le nacieron. Nuestro Lázaro, para defender su bien ganada honra, está dispuesto a batirse con quien le mente la barraganía de su mujer, e incluso a cometer blasfemia en defensa de tal apaño: “Que yo juraré sobre la hostia consagrada, que es tan buena mujer como vive dentro de las puertas de Toledo”. Una mujer a la que permite entrar y salir de noche, a cambio de llevarse bien con ella y mejor con el arcipreste, de quien hereda, hacia el final del invierno, por el 25 de abril o San Marcos, las calzas viejas que deja. “En este tiempo estaba en mi prosperidad y en la cumbre de toda buena fortuna”. Lázaro se nota en la cumbre, en la cima del mundo, en lo máximo a lo que puede aspirar un advenedizo sin solera como él. Esa resignación, ese contento por lo módico, esa ausencia de mayores aspiraciones, cabe interpretarla de dos maneras: a) mi sociedad, estamental y honorable, me condiciona de tal modo, que me he probado a mí mismo que no puedo alcanzar nada mejor; y b) Dios no ha querido convertirme en otra cosa, y en gracia y paz con su divino designio he de permanecer. Ambas no se excluyen, sino que se complementan, pues hablamos de dos condicionamientos históricos que se estaban produciendo en aquel contexto preciso. Cuando llegue el siglo XIX, con la Revolución Industrial, el auge del comercio a gran escala y la consolidación de la alta burguesía como clase dirigente, habrá un autor que sugerirá lo mismo: la ausencia de libre albedrío en el ser humano, por parecidas razones de posicionamiento estamental, dado esta vez por el dinero: “En donde quiera que vivan los hombres, o verbigracia, mujeres, habrá ingratitud, egoísmo, y unos que manden a los otros y les cojan la voluntad” (Benito Pérez Galdós, Misericordia, 1897, XL). A lo que Benina –entrañable creación galdosiana-- suma la dulce y aconsejable receta, que coincide punto por punto con la expresada por Lázaro de Tormes: “…Por lo que debemos hacer lo que nos manda la conciencia, y dejar que se peleen aquéllos por un hueso, como los perros; los otros por un juguete, como los niños, o éstos por mangonear, como los mayores, y no reñir con nadie, y tomar lo que Dios nos ponga delante, como los pájaros.” La ficción de libertad, ese algodón azucarado, se ha vivido siempre. La siente ingenuamente Areúsa en la imperecedera Tragicomedia del también converso Rojas: “Por esto me vivo sobre mí, desde que me sé conocer. Que jamás me precié de llamarme de otrie, sino mía” (Noveno auto). Cómo se piensa dueña de su propia vida, sin ver que Celestina la maneja a su antojo, por ejemplo, para ganarse a Pármeno para la causa contra el honor de Melibea, sin notar que en el mundo “todo es contienda o batalla”, donde el pez grande se come al chico, y lo único importante es sobrevivir. En ese “juego de hombres que andan en corro”, Areúsa ocupa su plaza y se las da de libre, arrimada, ya que se tercia, a un soldado, que le proporciona cuanto ha menester, y la tiene honrada y trata como a su señora (v. La Celestina, Séptimo auto).
Contestada la ausencia del libre albedrío en el Lazarillo, como proyección veraz de lo que la sociedad y ciertas disposiciones confesionales exigían e imponían, pasemos a continuación a preguntarnos a quién puede estar escribiendo el protagonista de la novelita sobre su caso. Lo que viene a argumentar Lázaro en el prólogo a su relato es que hay que felicitar a quienes aciertan a llegar a buen puerto contra viento y marea, que por méritos se vuelven superiores a aquellos otros que nacieron con un pan debajo del brazo. La pírrica conquista final de Lázaro se contempla así como eminentemente más valiosa que cualquier otra hazaña de hidalgo al arrimo de corte para conseguir un título o cargo. Como mandó poner Lope de Vega en el dintel de su casa en Madrid, “Parva propria magna, magna aliena parva” (‘Una casa se hace grande cuando es propia; la grande, cuando ajena, se antoja pequeña’). El caso que va a referir Lázaro es su deshonra –que los intrigantes airean por Toledo--, pero que se convierte en pelillos a la mar una vez vista la procelosa biografía del criticado. Para Lázaro es cruenta e irresponsable difamación, venida de aquéllos que poco comprenden de las artes de la vida. Con el fin de que se comprenda adecuadamente su consoladora filosofía, la emprende con sus mayores andanzas en una carta cabal que dirige a “Vuestra Merced”. La identidad de dicha “Vuestra Merced” ha hecho correr ríos de tinta. Evidentemente, se trata de un potentado, alguien con cierto predicamento en Toledo, pues el protagonista se refiere al arcipreste de San Salvador, causa de su alborozo y de su escarnio, como “servidor y amigo de Vuestra Merced”, mientras que él mismo, Lázaro, se tiene por servidor “de Dios y de Vuestra Merced” (Tratado Séptimo). La interpretación más lógica lleva a pensar que las malas lenguas habían manchado el crédito honroso del dicho arcipreste, y que esa “Vuestra Merced” se creía obligado a tomar cartas en el asunto, debido a la amistad que le unía al cura, quien de paso era lacayo suyo. Lázaro intenta justificarse: nació sin honra, pero no hizo en su vida nada malo (en esto se distinguirá de pícaros y delincuentes posteriores al uso); vio mucho mal a su alrededor, y tuvo varios amos que no eran precisamente dechados de virtudes, pero no adquirió de ellos malos hábitos, sino que se mantuvo fiel al don de la gracia divina de obrar con rectitud y apechugar con lo que le viniere. ¿Podría estar dirigiéndose Lázaro a alguien muy vinculado con los asuntos de la fe y de la Iglesia, a, por ejemplo, un familiar del Santo Oficio, quien habría ordenado iniciar una investigación al respecto? Dado el marcado anticlericalismo del relato –aun cuando éste pudiera interpretarse como de naturaleza moralizante--, amén de la inclusión de fórmulas blasfematorias a las que hemos aludido, no podemos defender sin puntuales reparos dicha hipótesis. En la excelente y modélica adaptación cinematográfica llevada a cabo por César F. Ardavín en 1959, que se alzó con el Oso de Oro del Festival de Cine de Berlín, se supone que el protagonista se está confesando con un clérigo, como un acto de contrición hacia una nueva vida, que siempre le hace, sin embargo, abrazarse --en un memorable, inteligentísimo e irónico epílogo apócrifo-- a un árbol sin hojas. (Por cierto, que Ardavín sigue la edición, con adiciones, de Alcalá). No obstante nuestros reparos, cabría la posibilidad de contar con un religioso de cierto nivel jerárquico amigo de luteranos y judaizantes, es decir, de gente de mucha maña y de poca honra. Toledo estaba plagado de ellos. En 1529 cayó una secta de alumbrados, que seguían a la beata Isabel de la Cruz y al clérigo P. Alcázar. Se consideraban criaturas gobernadas y determinadas en todo por la voluntad única del Creador, al cual debían “abandonarse” en sorda meditación, exentas siempre de pecado y contrarias a cualquier dogma y acto de religiosidad exterior. Consideraban la sagrada forma como un simple e idolátrico “pedazo de masa”, que no les movía a piedad alguna. Debemos en este punto recordar que, en el Tratado Segundo, burlescamente bautiza Lázaro a los panes que se guardan en el arcón como “la cara de Dios”, uno de los cuales despacha él “en dos credos”, y, en otro momento, se postra ante este condumio con adoración, “no osando rescebillo”. Es decir, existe en el pasaje una clara parodia de la consagración de la misa, lo que llevaría de nuevo a tildar directamente al personaje de “alumbrado” o protestante, e indirectamente también de lo mismo a su autor. Así pues, podemos imaginar que Lázaro, en Toledo, se arrima a una sombra de su natural conveniencia, que participa, al menos en secreto, de su actitud irreverente hacia ciertos dogmas de fe. Nuestro protagonista, en unión con el curita de San Salvador, con “Vuestra Merced” y otros liberados, formarían un contubernio de heterodoxos marcados por el erasmismo, el luteranismo y el iluminismo quietista.
Pasemos ahora al esbozo del autor del Lazarillo. Américo Castro lo creyó converso judaizante. Manuel J. Asensio lo relacionaba, en 1959, con alguna secta de alumbrados. Hemos visto que su personaje, Lázaro de Tormes, no puede ser un judaizante, puesto que no se comporta como tal, al no hacerle ascos a trabajar en sábado. Más parece cercano a la despreocupación de erasmistas, alumbrados y protestantes hacia todo el ritual de la vida cristiana ortodoxa. Sin embargo, de los nombres de eventual autoría que se han dado hasta ahora, predominan claramente los de conversos o descendientes de ellos, como Sebastián de Horozco o Alfonso de Valdés. La profesora Rosa Navarro Durán, en colaboración con Milagros Rodríguez Cáceres, ha publicado la novela con la autoría explícita de Alfonso de Valdés en Ediciones Octaedro (Barcelona, abril de 2003). Cree ver el estilo y las lecturas humanísticas de Valdés reflejados en el Lazarillo. Alfonso de Valdés, nacido en Cuenca a finales del siglo XV y fallecido en octubre de 1532 en Viena de una epidemia de peste, fue secretario de cartas latinas del emperador Carlos. Menéndez Pelayo, en su Historia de los heterodoxos españoles, habla de él como de un erasmista contumaz, pero no lo considera protestante, por cuanto no cree en las tesis de Lutero sobre gracia, justificación, libre albedrío y transustanciación eucarística. Esto lo apartaría, entonces, de su personaje, quien –según hemos visto-- parece negar la importancia del libre albedrío en las decisiones humanas. Rosa Navarro defiende, así mismo, la teoría de que la “Vuestra Merced” a quien Lázaro dirige su relación era una mujer, una señora principal que quiere tener noticia del comportamiento de su confesor, ni más ni menos que el taimado arcipreste de San Salvador (v., ed. cit., pp. 16-20). Bajo este prisma tan peculiar, Lázaro estaría traicionando a su amo el arcipreste, poniéndolo y poniéndose en evidencia él mismo ante el criterio o juicio moral de una dama. No parece una maniobra muy lógica; sobre todo, si nuestro hombre no quiere ver perjudicada la fórmula contractual que acata con el clérigo. Por otra parte, al tildar al arcipreste de “amigo” de “Vuestra Merced” podría dar a entender incluso una relación ilícita a la que jamás hubiera convenido aludir por escrito. Consideremos que el Tesoro de Covarrubias (1611) toma “amigo” / “amiga” como sinónimos ambos de “amante”. “Amigarse” sería lo mismo que “amancebarse”, especialmente entre individuos de distinto sexo. Tendríamos, pues, al clérigo de San Salvador amancebado con una noble, quien a resultas de qué iba a pedir entonces razón de lo que se estaba amasando en la casa del de Tormes. “Vuestra Merced” no solicita noticia biográfica del clérigo, sino del pregonero. Por algo será. Y éste se justifica. Por algo será también.
El anticlericalismo del autor es manifiesto, e indiscutible su intención sarcástica. Cuatro de los amos que Lázaro tiene son clérigos: el de Maqueda (Tratado Segundo), el fraile de la Merced (Tratado Cuarto), el capellán (Tratado Sexto) y el arcipreste (Tratado Séptimo). Otros dos, al menos, se relacionan por su habilidad con la Iglesia: el vendedor de bulas (Tratado Quinto) y el pintor (Tratado Sexto). Incluso el ciego va vendiendo oraciones, algunas, como la de la emparedada (mencionada en la edición de Alcalá), incluida como hechicería en el Índice de Libros Prohibidos (1559). Está claro que el autor tenía fobia a la Iglesia como institución; es más, debía de padecer contra ella una neurosis obsesiva. Acaso fue un antiguo monje o sacerdote, convertido después al luteranismo o a prácticas de alumbrados, que se la tenía jurada a la Iglesia católica, y quiso así tomar cumplida venganza de ella. Y la Iglesia no fue insensible ni indiferente a este propósito, pues prohibió la novela, incluyéndola en el citado Índice de 1559. En 1573 se levanta parcialmente el veto, permitiéndose la versión expurgada del texto (como volverá a suceder con la edición de 1599: sin los episodios del mercedario y del buldero, y de frases suprimidas aquí y allá). Si a un gorrión se le quitan las plumas, ¿qué es lo que queda para ganarse una indigestión?
Hablemos, para finalizar, de los lectores de la obra. Probablemente en su mayoría, de descendencia conversa o de filiación alumbrada. Eso parece poder deducirse del descubrimiento, en el verano de 1992, de un ejemplar hasta entonces desconocido del Lazarillo, editado en Medina del Campo en marzo de 1554 –es decir, en el año de su espectacular aparición “mariana” en otros tres sitios diferentes: Burgos, Alcalá y Amberes--. Dicho ejemplar se descubrió al derribarse un tabique de una casa del centro de Barcarrota, en la provincia extremeña de Badajoz. Formaba parte de una biblioteca de obras heterodoxas encontradas junto a él, no escritas en castellano sólo, sino también en latín, griego, hebreo, portugués, francés e italiano. Por lo tanto, la biblioteca de alguien muy culto, y además relacionado con medios discrepantes, quizá un humanista converso, o lo que es más probable, un alumbrado. Hoy sabemos que, en 1573, se desató una feroz persecución contra los alumbrados de esa zona de Extremadura. El hecho de que los libros permanecieran ocultos hasta la actualidad hace pensar en la muerte de su propietario, natural o por ajusticiamiento, o bien en su rápida huida para evitar ser apresado e interrogado.
Todo cuanto hemos argumentado a lo largo de los párrafos precedentes nos impide “descontextualizar” la obra de su momento histórico y de su idiosincrasia ideológica y heterodoxa. Aun cuando la novela ha sobrevivido al paso del tiempo como buen clásico de nuestra Literatura en castellano, y sigue hoy leyéndose como una muestra genial de relato cómico e irónico, sin tal vez importar mucho --para un lector medio o elemental-- sus vinculaciones críticas, no podemos ni debemos olvidar los verdaderos motivos y condicionamientos por los que fue escrita. No hay asomo en ella de la doctrina católica del libre albedrío, ni puede ser hombre libre moderno quien es esclavo de su nacimiento. Todavía no había llegado la Ilustración ni la Revolución Francesa, y no estamos, pues, ante alguien que encarnara una actitud revolucionaria en ese sentido. Lázaro es un antihéroe: por mucho que se empeña, en su lucha poco consigue. Pero no se engaña: él toma rápida consciencia de ello, de su segura limitación. Como tampoco consiguió gran cosa Areúsa en La Celestina (1499) con su famosa reivindicación: “las obras hacen linaje, que al fin todos somos hijos de Adán y Eva. Procure de ser cada uno bueno por sí y no vaya a buscar en la nobleza de sus pasados la virtud” (Noveno auto). En esa defensa de la virtud vinculada a la valía personal, a la actitud general ante la vida, se empecinará también Cervantes, pero no cuaja hasta mucho tiempo después, cuando la habilidad para montar un negocio y triunfar en él sustituye al don para ser alimentado sin esfuerzo con el trabajo esclavo de otros.
Antonio Ángel Usábel
(Madrid, 31 de mayo de 2009)
[Dedico la presente disertación a mis amigos Leo Zelada, Félix Rosado y Francisco Salvador, a quien debo tener hoy un ejemplar de la edición facsímil de Medina del Campo. A título de curiosidad desvelaré que esta defensa del carácter luterano del Lazarillo me hizo ganar, en 2004, la plaza de docente de Lengua castellana y Literatura en las oposiciones al Cuerpo de Profesores de Enseñanza Secundaria de la C.A.M. Así pues, mi eterna gratitud, oh tú, anónimo creador de Lázaro de Tormes, buen amigo mío también, seas quien seas]
miércoles, 17 de junio de 2009
miércoles, 10 de junio de 2009
Nanopoesía.
He visitado la sección de Poesía de unos grandes almacenes y he visto lo que había (o lo que no había): Neruda, J.R. Jiménez, Ángel González, Juan Gelman, Luis Alberto de Cuenca, una antología de clásicos de Rico. Muy poco más. La poesía no vende, es la pariente pobre de la Literatura. Lo malo es que va uno a una señora librería y la (¿de-?)gradación es todavía mayor: Alberti y Lorca, y ahí se acaba. Ni siquiera asoman a José Hierro, que hace unos años vendía con Cuaderno de Nueva York. El Museo de Cera. Un enfoque minúsculo, la nanopoesía, se adueña de un tercio maldito de anaquel. Baudelaire, Leo, no silba por ninguna parte. No se consume, no alimenta… o alimenta demasiado; tiene, quizás, demasiadas proteínas, no vayamos a engordar. ¿Qué les cabe esperar a los jóvenes valores? ¿Quién les puede conocer, fuera del círculo de las tertulias, los recitales en los cafés, las terrazas de verano, las reuniones en casa de los amigos, o los espejos (reverdecidos) del callejón del Gato?
Que publiquen ellos. Ya ves, van a tener que bajarse al Metro con una estrella cosida en la solapa que diga “poeta” si es amarilla, o “poetisa” si es rosa. “—Perdón, señor[a], se le han caído unos versos”. Esto es el gran campo de concentración de la ignorancia, de la insensibilidad, porque ni falta que hace saber que la vecina escribe versos; basta con que esté buena, que le sonría a uno, y de ahí para arriba todo cabe.
No llega un “fenómeno editorial mundial”, no hacen, todavía, palomitas de maíz de versos. Los suplementos literarios de los grandes medios deshojan narrativa, ensayo, teatro, música, ópera, cine, y demás artículos de belleza. Las revistas literarias ya casi ni existen, o se han escondido en las cuatro suscripciones para no ser violadas por los mastodontes de la prensa rosa, la prensa amarilla, la prensa verde, la prensa violeta, la prensa roja. ¡Pobre chica miope y reservada, acogida en la biblioteca detrás de una columna, Rosa Púrpura de El Cairo ella sola!
Y, sin embargo, a algunos nos parece que los poetas son como los seres vivos: respiran, comen, copulan, ventosean, eructan, defecan, y, especialmente, hacen versos. Deberían ser especie protegida.
Voy a presentarles ahora a uno de esos seres vivos, sensibles, perceptivos, delicados, alicaídos… Mejor dicho, una poetisa, porque es mujer. Se llama Marian Raméntol Serratosa. Sólo la conozco por la microbiografía que hay que deducir de sus libros. Algo parecido a “debe de ser barcelonesa”. Pero tengo la corazonada de que debe de tener también su blog, y hasta dirigir una revista literaria. Acaso no importe demasiado conocer nada de ella pudiendo afrontar directamente sus poemas, que es su obra, lo que importa al juramentado que gusta. Marian construye poesía de corte absolutamente neosurrealista y neocreacionista, con imágenes con puntas de plomo, aceradas e impactantes. Su ámbito, el cuerpo, lo cotidiano, lo íntimo, lo réprobo. Encierra toda una pajarita de papel en un sobrecito de té. La facultad de condensación licúa todo prosaísmo cansino, y hace que el lector desee descubrir cuál es la siguiente invención, la fonda donde arriba la genialidad. Así, en el intento “El sol exagera en su papel de eremita de mi propia polución”, descubrimos, para nuestra sorpresa, que “El vapor es el fotógrafo perfecto/ que inmortaliza la silueta de mi cadáver/ en los espejos del cuarto de baño”. En “A cada golpe de Luna, el verbo se estremece” se nos recuerda con acierto que la poesía sólo puede permanecer a través de la experiencia y plantarse en la tradición, porque, desde hace tiempo, más sabe el diablo por viejo que por diablo: “¿Dónde van a morir los poemas?/ en los ojos de los ancianos –susurró--/ tras los que se hallan todos los secretos.” No quedan ausentes los mitos, las leyendas, las evocaciones de hambre trascendente: “Escucho voces en la noche,/ creo ver a Dios en los maceteros/ y riego con plomo la esperanza./ ¿Acaso salir a regar las lágrimas/ no es un síntoma de sinceridad?” (de “En este eterno glamour de cielo enfermo”). Incluso espejea el hálito maldito de la Condesa Sangrienta: “…Hay dráculas de papel/ que siguen incendiando el cuello a la inocencia,/ aunque lo más terrible llega/ cuando nos ponemos el Blues en la solapa/ y entramos en un bar a por una copa de sangre…” Recordemos, en Cortázar, la resurrección del mito: “El comensal gordo había pedido un castillo sangriento, su voz había concitado otras cosas, sobre todo el libro y la condesa…” (62/Modelo para armar) Incluso se conjuran referentes históricos del pasado europeo: “…Hace tanto que la primavera se fugó de Praga,/ que ahora se me antoja absurdo/ morir atentos a la tensión arterial de la lírica.”
El gris cenital, apocalíptico, del hormigón armado, la penumbra y frialdad del loft o del almacén de libros desde el que largar un tiro mortal, acogen la autoinquina, el reproche masoquista, la empresa de autodestrucción que conforma, a la vez, un nihilismo ferviente y una amenaza fantasma: “Hace tiempo que uso la misma vestimenta que la muerte.” Hembra fatal, Mata-Hari aliada de la nada que también se permite lanzar, en un alarde de grueso narcisismo, el envite de una diva: “Hay un área de descanso,/ un poco más abajo de mi vientre,/ donde para hacer noche,/ se precisa tarjeta VIP…”
Marian, madonna aperta. En definitiva, la caza de una pantera con pelambre de nocturnidad y alevosía, que crea y recrea una y mil veces sus visiones, en la paleta neorrealista de mezclar lo íntimo y lo cotidiano con lo perecedero y lo innombrable.
[Véanse los libros de Marian Raméntol Hay un área de descanso un poco más abajo de mi vientre, Barcelona, Ediciones Atenas, 2006, Col. Serie Clásica, nº 8; Duología poética, Barcelona, Ediciones Atenas, 2008, Col. Serie Clásica, nº 24. Pedidos a edicionesatenas@ono.com / info@ediciones-atenas.com, Tel. +34932760410. Edita ambos libros José María Pinilla]
Que publiquen ellos. Ya ves, van a tener que bajarse al Metro con una estrella cosida en la solapa que diga “poeta” si es amarilla, o “poetisa” si es rosa. “—Perdón, señor[a], se le han caído unos versos”. Esto es el gran campo de concentración de la ignorancia, de la insensibilidad, porque ni falta que hace saber que la vecina escribe versos; basta con que esté buena, que le sonría a uno, y de ahí para arriba todo cabe.
No llega un “fenómeno editorial mundial”, no hacen, todavía, palomitas de maíz de versos. Los suplementos literarios de los grandes medios deshojan narrativa, ensayo, teatro, música, ópera, cine, y demás artículos de belleza. Las revistas literarias ya casi ni existen, o se han escondido en las cuatro suscripciones para no ser violadas por los mastodontes de la prensa rosa, la prensa amarilla, la prensa verde, la prensa violeta, la prensa roja. ¡Pobre chica miope y reservada, acogida en la biblioteca detrás de una columna, Rosa Púrpura de El Cairo ella sola!
Y, sin embargo, a algunos nos parece que los poetas son como los seres vivos: respiran, comen, copulan, ventosean, eructan, defecan, y, especialmente, hacen versos. Deberían ser especie protegida.
Voy a presentarles ahora a uno de esos seres vivos, sensibles, perceptivos, delicados, alicaídos… Mejor dicho, una poetisa, porque es mujer. Se llama Marian Raméntol Serratosa. Sólo la conozco por la microbiografía que hay que deducir de sus libros. Algo parecido a “debe de ser barcelonesa”. Pero tengo la corazonada de que debe de tener también su blog, y hasta dirigir una revista literaria. Acaso no importe demasiado conocer nada de ella pudiendo afrontar directamente sus poemas, que es su obra, lo que importa al juramentado que gusta. Marian construye poesía de corte absolutamente neosurrealista y neocreacionista, con imágenes con puntas de plomo, aceradas e impactantes. Su ámbito, el cuerpo, lo cotidiano, lo íntimo, lo réprobo. Encierra toda una pajarita de papel en un sobrecito de té. La facultad de condensación licúa todo prosaísmo cansino, y hace que el lector desee descubrir cuál es la siguiente invención, la fonda donde arriba la genialidad. Así, en el intento “El sol exagera en su papel de eremita de mi propia polución”, descubrimos, para nuestra sorpresa, que “El vapor es el fotógrafo perfecto/ que inmortaliza la silueta de mi cadáver/ en los espejos del cuarto de baño”. En “A cada golpe de Luna, el verbo se estremece” se nos recuerda con acierto que la poesía sólo puede permanecer a través de la experiencia y plantarse en la tradición, porque, desde hace tiempo, más sabe el diablo por viejo que por diablo: “¿Dónde van a morir los poemas?/ en los ojos de los ancianos –susurró--/ tras los que se hallan todos los secretos.” No quedan ausentes los mitos, las leyendas, las evocaciones de hambre trascendente: “Escucho voces en la noche,/ creo ver a Dios en los maceteros/ y riego con plomo la esperanza./ ¿Acaso salir a regar las lágrimas/ no es un síntoma de sinceridad?” (de “En este eterno glamour de cielo enfermo”). Incluso espejea el hálito maldito de la Condesa Sangrienta: “…Hay dráculas de papel/ que siguen incendiando el cuello a la inocencia,/ aunque lo más terrible llega/ cuando nos ponemos el Blues en la solapa/ y entramos en un bar a por una copa de sangre…” Recordemos, en Cortázar, la resurrección del mito: “El comensal gordo había pedido un castillo sangriento, su voz había concitado otras cosas, sobre todo el libro y la condesa…” (62/Modelo para armar) Incluso se conjuran referentes históricos del pasado europeo: “…Hace tanto que la primavera se fugó de Praga,/ que ahora se me antoja absurdo/ morir atentos a la tensión arterial de la lírica.”
El gris cenital, apocalíptico, del hormigón armado, la penumbra y frialdad del loft o del almacén de libros desde el que largar un tiro mortal, acogen la autoinquina, el reproche masoquista, la empresa de autodestrucción que conforma, a la vez, un nihilismo ferviente y una amenaza fantasma: “Hace tiempo que uso la misma vestimenta que la muerte.” Hembra fatal, Mata-Hari aliada de la nada que también se permite lanzar, en un alarde de grueso narcisismo, el envite de una diva: “Hay un área de descanso,/ un poco más abajo de mi vientre,/ donde para hacer noche,/ se precisa tarjeta VIP…”
Marian, madonna aperta. En definitiva, la caza de una pantera con pelambre de nocturnidad y alevosía, que crea y recrea una y mil veces sus visiones, en la paleta neorrealista de mezclar lo íntimo y lo cotidiano con lo perecedero y lo innombrable.
[Véanse los libros de Marian Raméntol Hay un área de descanso un poco más abajo de mi vientre, Barcelona, Ediciones Atenas, 2006, Col. Serie Clásica, nº 8; Duología poética, Barcelona, Ediciones Atenas, 2008, Col. Serie Clásica, nº 24. Pedidos a edicionesatenas@ono.com / info@ediciones-atenas.com, Tel. +34932760410. Edita ambos libros José María Pinilla]
lunes, 1 de junio de 2009
44 balas para matar a un poeta.
"Para matar a un poeta
sólo hacen falta 44 balas.
44 balas,
ciprés de fuego,
y el cuerpo que ya no
puede con su alma.
Esta mañana
lo han asesinado.
Ya es inmortal
la voz de Víctor Jara.
Machacaron sus manos,
su rostro,
cortaron las cuerdas
de su guitarra.
¿Qué más pueden hacerle?
No temas, chiquita,
no nos deja...
En la gramola
vuelve a sonar
'Te recuerdo Amanda'".
[A Víctor Jara, asesinado el 16
de septiembre de 1973 en Santiago
de Chile. In memoriam, Antonio Ángel Usábel,
1 de junio de 2009]
"A VÍCTOR JARA LE METIERON 44 BALAZOS EN EL CUERPO"
(El asesinato del cantante chileno, relatado por Ramy Wurgaft en "EL MUNDO", domingo, 31 de mayo de 2009. EXTRACTO DEL REPORTAJE:)
“A ese pajarraco cantor me lo separan del resto”, dijo el teniente Nelson Haase. Y enseguida empezaron las palizas. Lo último que el ex militar José Alfonso Paredes —«un pelao, no más», eso es lo que dice que era él entonces— recuerda de Víctor Jara es haberlo metido en una bolsa negra que luego subió a una camioneta, junto con otros cadáveres. La operación le llevó un largo rato, pues resbalaba en la sangre que escurría (…)
La fuerza expedicionaria se instaló en el Estadio Nacional, que a falta de otros espacios, había sido habilitado como un campo de detención. Al día siguiente, una sección a cargo del capitán Marcelo Moren, se dirigió a la sede de la Universidad Técnica del estado (UTE), donde estaban atrincherados unos 600 estudiantes y profesores. En menos de dos horas, Moren había reducido el foco de resistencia y trasladado a los insurgentes al coliseo deportivo. Entre los prisioneros se encontraba Víctor Jara, quien dictaba clases de canto en el citado establecimiento. Uno de los oficiales a cargo de dar la bienvenida a los que ingresaban al estadio, lo reconoció de inmediato: su melena aleonada era inconfundible.
RULETA RUSA
Desde su puesto de guardia, el recluta Paredes (…) vio como Jara recibía su primera paliza. En el improvisado campo de detención reinaba el caos: 5.600 personas se hacinaban en los camarines y en las tribunas (…) Al segundo día de su reclusión. Víctor Jara aparece en las graderías del estadio, tras una prolongada sesión de torturas. «Compañeros, me están matando», balbucea antes de perder el conocimiento.
Los celadores le habían triturado las manos y desfigurado e! rostro. Los detenidos tratan de cambiar su aspecto cubriéndole con una chaqueta azul y esquilándole los rizos con un cortauñas. Es inútil. La tarde del 16 de septiembre, los militares lo vuelven a arrastrar a la cámara de torturas. A la misma hora, un suboficial ordena a los conscriptos Paredes y Quiroz que desciendan a los vestuarios a cumplir con una misión especial. Paredes presiente que esa misión tiene que ver con un grupo selecto de prisioneros entre los que se encuentra un tal Víctor Jara.
TUMBOS EN EL SUELO
«El teniente Haase estaba sentado con los pies sobre una mesa y sonreía. Al músico lo apoyaron contra la pared y su subteniente que era como la sombra de Haase, comenzó a jugar a la ruleta rusa con un revólver pegado a la sien del prisionero. Sonó un estampido y Jara cayó al suelo. Era horrible cómo su cuerpo daba tumbos sobre las baldosas. Uno de los jefes gritó "¡Qué esperan para rematarlo, imbéciles!" Me temblaba tanto la mano que no pude apretar el gatillo», dice José Paredes, en su testimonio (...)
El 17 de septiembre de 1973, una patrulla policial encontró el cuerpo sin vida de un adulto cerca del Cementerio Metropolitano. De allí lo trasladaron al patio de la morgue de Santiago, donde fue identificado por Héctor Herrera (ya jubilado), entonces funcionario del Registro Civil. «Su rostro era un amasijo y su cuerpo tenía 44 impactos de bala. Pero me pareció que era él», cuenta Herrera. El hombre le tomó las huellas dactilares y, confirmada su sospecha, se comunicó con Joan Turner, la esposa de Víctor Jara.
En otra acción temeraria, el funcionario y la viuda envolvieron al difunto en un poncho y, bajo las narices de los militares, le trasladaron al Cementerio General. «Allí le dimos sepultura. No iba a permitir que al autor de Te REcuerdo Amanda, esa bonita canción, le arrojaran a una fosa común», concluye Herrera.
sólo hacen falta 44 balas.
44 balas,
ciprés de fuego,
y el cuerpo que ya no
puede con su alma.
Esta mañana
lo han asesinado.
Ya es inmortal
la voz de Víctor Jara.
Machacaron sus manos,
su rostro,
cortaron las cuerdas
de su guitarra.
¿Qué más pueden hacerle?
No temas, chiquita,
no nos deja...
En la gramola
vuelve a sonar
'Te recuerdo Amanda'".
[A Víctor Jara, asesinado el 16
de septiembre de 1973 en Santiago
de Chile. In memoriam, Antonio Ángel Usábel,
1 de junio de 2009]
"A VÍCTOR JARA LE METIERON 44 BALAZOS EN EL CUERPO"
(El asesinato del cantante chileno, relatado por Ramy Wurgaft en "EL MUNDO", domingo, 31 de mayo de 2009. EXTRACTO DEL REPORTAJE:)
“A ese pajarraco cantor me lo separan del resto”, dijo el teniente Nelson Haase. Y enseguida empezaron las palizas. Lo último que el ex militar José Alfonso Paredes —«un pelao, no más», eso es lo que dice que era él entonces— recuerda de Víctor Jara es haberlo metido en una bolsa negra que luego subió a una camioneta, junto con otros cadáveres. La operación le llevó un largo rato, pues resbalaba en la sangre que escurría (…)
La fuerza expedicionaria se instaló en el Estadio Nacional, que a falta de otros espacios, había sido habilitado como un campo de detención. Al día siguiente, una sección a cargo del capitán Marcelo Moren, se dirigió a la sede de la Universidad Técnica del estado (UTE), donde estaban atrincherados unos 600 estudiantes y profesores. En menos de dos horas, Moren había reducido el foco de resistencia y trasladado a los insurgentes al coliseo deportivo. Entre los prisioneros se encontraba Víctor Jara, quien dictaba clases de canto en el citado establecimiento. Uno de los oficiales a cargo de dar la bienvenida a los que ingresaban al estadio, lo reconoció de inmediato: su melena aleonada era inconfundible.
RULETA RUSA
Desde su puesto de guardia, el recluta Paredes (…) vio como Jara recibía su primera paliza. En el improvisado campo de detención reinaba el caos: 5.600 personas se hacinaban en los camarines y en las tribunas (…) Al segundo día de su reclusión. Víctor Jara aparece en las graderías del estadio, tras una prolongada sesión de torturas. «Compañeros, me están matando», balbucea antes de perder el conocimiento.
Los celadores le habían triturado las manos y desfigurado e! rostro. Los detenidos tratan de cambiar su aspecto cubriéndole con una chaqueta azul y esquilándole los rizos con un cortauñas. Es inútil. La tarde del 16 de septiembre, los militares lo vuelven a arrastrar a la cámara de torturas. A la misma hora, un suboficial ordena a los conscriptos Paredes y Quiroz que desciendan a los vestuarios a cumplir con una misión especial. Paredes presiente que esa misión tiene que ver con un grupo selecto de prisioneros entre los que se encuentra un tal Víctor Jara.
TUMBOS EN EL SUELO
«El teniente Haase estaba sentado con los pies sobre una mesa y sonreía. Al músico lo apoyaron contra la pared y su subteniente que era como la sombra de Haase, comenzó a jugar a la ruleta rusa con un revólver pegado a la sien del prisionero. Sonó un estampido y Jara cayó al suelo. Era horrible cómo su cuerpo daba tumbos sobre las baldosas. Uno de los jefes gritó "¡Qué esperan para rematarlo, imbéciles!" Me temblaba tanto la mano que no pude apretar el gatillo», dice José Paredes, en su testimonio (...)
El 17 de septiembre de 1973, una patrulla policial encontró el cuerpo sin vida de un adulto cerca del Cementerio Metropolitano. De allí lo trasladaron al patio de la morgue de Santiago, donde fue identificado por Héctor Herrera (ya jubilado), entonces funcionario del Registro Civil. «Su rostro era un amasijo y su cuerpo tenía 44 impactos de bala. Pero me pareció que era él», cuenta Herrera. El hombre le tomó las huellas dactilares y, confirmada su sospecha, se comunicó con Joan Turner, la esposa de Víctor Jara.
En otra acción temeraria, el funcionario y la viuda envolvieron al difunto en un poncho y, bajo las narices de los militares, le trasladaron al Cementerio General. «Allí le dimos sepultura. No iba a permitir que al autor de Te REcuerdo Amanda, esa bonita canción, le arrojaran a una fosa común», concluye Herrera.
martes, 26 de mayo de 2009
Los escritores y la guerra.
Nadie que esté en su sano juicio ama la guerra. La guerra es la pérdida de equilibrio mental. Una persona normal, un individuo corriente, incluso un militar de oficio, no piensa en la guerra como estado natural de la vida civilizada. La guerra es la perdición absoluta para todos: vidas, haciendas, respeto, convivencia, sentido común. Y aun así, las guerras nacen, crecen, se reproducen y finalmente caen en un sueño letárgico, del cual volverán a despertarlas los megalómanos e imprudentes. Cuando una nación es atacada por otra, esta tiene el deber moral de responder: si no con la diplomacia, con la represalia más iracunda. Y ya se organiza “El duelo a garrotazos”.
¿Cuáles han sido las actitudes de los escritores ante la guerra? Básicamente, cabría establecer dos muy principales: la actitud épica, propagandística y enaltecedora del heroísmo; y la impronta pacifista, de rechazo y condena. Aquella la bisbisea al oído el maldito ángel caído; esta, nuestro animoso ángel de la guarda, que sólo quiere nuestro bien y nuestra Salvación.
Veamos, paso a paso y con matices, ambas posiciones:
1ª. La visión ÉPICA de la guerra:
Habría que comenzar comentando la postura belicista de las religiones del Libro. En ellas la guerra se concibe como azote o castigo de Dios al pueblo ofensor, idólatra e impío. En el Antiguo Testamento, la toma de Jericó, por ejemplo, bendecida y propiciada por el dios judío para enaltecer a su pueblo (Jos, 6), que acaba grotescamente con la inmolación autorizada de mujeres, niños y ancianos. En el Corán, la yihad o guerra santa, que según los islamistas moderados hay que interpretar como una respuesta defensiva de la comunidad ante la opresión y la injusticia. Debe contar con el consenso de las distintas comunidades musulmanas, y prohíbe la destrucción indiscriminada de vidas, propiedades y centros de culto. Está prohibido matar a mujeres, niños y civiles desarmados. Es como la guerra, pero menos.
En la epopeya griega clásica y en la épica medieval se manifiesta el mismo celo bélico. Hay una exaltación de la batalla como prueba de valor y de concreción de las virtudes nacionales de un pueblo, que exige desarrollar un “espíritu de cruzada”. Ejemplos palpables: la Ilíada, de Homero; y dentro de la épica medieval castellana, el Poema de Mio Cid. La violencia también se contempla como firme alternativa en el ciclo artúrico y en la novela de caballerías, donde ya no tanto se necesita defender un ideal nacional, como sí probar las virtudes personales de un paladín heroico. Estos paladines perseguían objetivar el ideal de justicia, bien defendiendo la causa del Redentor de la Humanidad, a través de la custodia de su Santo Grial, bien combatiendo contra la injusticia y la opresión y liberando a damas en compromiso.
Estos ideales artúricos fueron asumidos por los caballeros guerreros del Renacimiento, virtuosos en armas y en letras, como Garcilaso de la Vega. Y es también la visión que conforma a don Quijote, y a su propio autor, Miguel de Cervantes, combatiente en Lepanto y gloriosamente herido durante la batalla. Tiempo después, Cervantes, un descastado descendiente de conversos a quien se prohibió viajar a América a hacer fortuna, intentó sin éxito medrar en España esgrimiendo su esfuerzo, su sacrificio y su valor en esa cruzada de la cristiana Europa. Ese fracaso, motivado por la misma ingratitud que hizo alzarse a Lope de Aguirre, el traidor, contra Felipe II, quedará esculpido en tinta indeleble al crear a don Quijote. Don Quijote es un héroe fuera de tiempo, fuera de contexto, como lo fue Cervantes –iluso él—en un país que imponía limpieza de sangre para alcanzar el mecenazgo. Sabemos hoy que Avellaneda, el firmante del falso Quijote, menospreciaba el talento heroico de Cervantes, porque este se defendió como gato panza arriba en el prólogo de su segunda parte:
“Lo que no he podido dejar de sentir es que me note de viejo y de manco, como si hubiera sido en mi mano haber detenido el tiempo, que no pasase por mí, o si mi manquedad hubiera nacido en alguna taberna, sino en la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros. Si mis heridas no resplandecen en los ojos de quien las mira, son estimadas, a lo menos, en la estimación de los que saben dónde se cobraron; que el soldado más bien parece muerto en la batalla que libre en la fuga; y es esto en mí de manera, que si ahora me propusieran y facilitaran un imposible, quisiera antes haberme hallado en aquella facción prodigiosa que sano ahora de mis heridas sin haberme hallado en ella. Las que el soldado muestra en el rostro y en los pechos, estrellas son que guían a los demás al cielo de la honra…”
Avellaneda se burla del aguerrido idealismo de Cervantes, como del esmerado don Quijote se ríen cuantos le salen al paso. El sarcasmo se eleva por los aires cual alfombra mágica en el palacio de los duques, donde don Quijote polemiza con el capellán, que no entiende las razones de tanta pulcritud: “Mis intenciones siempre las enderezo a buenos fines, que son de hacer bien a todos y mal a ninguno; si el que esto entiende, si el que esto obra, si el que desto trata merece ser llamado bobo, díganlo vuestras grandezas, duque y duquesa excelentes.” (II, 32). La paranoia presente en el personaje, que ve malévolos encantadores por todos lados, obstaculizando el éxito de sus empresas, podría ser reflejo de la administrada en vida por el autor, despechado contra esa “raza maldita, nacida en el mundo para escurecer y aniquilar las hazañas de los buenos, y para dar luz y levantar los fechos de los malos.” (II, 32)
Cervantes pretendía hacerse un importante hueco en la sociedad por la gloria de la valentía. Lázaro de Tormes también buscaba su huequecito, pero con muchas menos pretensiones de honor; mejor dicho, con acomodo a lo que viniera aun con aparejo de escasísima honra. Termina casado, ya sabemos, con la manceba de un arcipreste, pregonando sus vinos a la par que vocea sus cuernos. Pero –y esto es lo que de verdad le importa—arrimado al engranaje del poder, al ser nombrado pregonero de faltas y de penas de los condenados por causa de la justicia del rey.
Damos un brinco histórico, y nos situamos a comienzos del siglo XX, en pleno auge de los movimientos de vanguardia. El futurismo de Marinetti comenzó a hablar de la guerra como “única higiene del mundo”, y pedía glorificarla junto al militarismo, el patriotismo, la acción destructiva del anarquista, las ideas bellas que matan, y el desprecio a la mujer. Cuando estalló la Gran Guerra, hubo escritores íntegramente arrojados a la causa armada, como Apollinaire, D’Annunzio, Rudyard Kipling, Chesterton, Conan Doyle, o Edward M. Forster. Ernst Jünger se destacó también del lado alemán por escribir un sonoro alegato de sus vivencias heroicas de combatiente, que tituló Tempestades de acero, francamente admirado por los jóvenes revanchistas de la República de Weimar y, por supuesto, por los gestantes del nacionalsocialismo. Después se dijo de él que inspiró, con sus pasquines clandestinos, la rebelión de los oficiales contra Hitler. Pero su posición, aunque presuntamente favorable al pacifismo en obras como Sobre los acantilados de mármol, fue siempre ambigua. De hecho, llegó a concebir la guerra como un mal necesario impuesto por Alemania a otras naciones, para que pudieran nacer en ella el orden moral, el trabajo y la revolución técnica.
Igualmente ambigua fue la posición adoptada por Romain Gary en su primera novela, El bosque del odio, sobre la resistencia partisana contra los alemanes. Hay justificación de un impulso resuelto, determinista y liberador, pero la generosidad en el retrato no acuna sólo al rebelde resistente, sino también al nazi y al colaboracionista polaco. Al fin y al cabo, todos son seres humanos, y no bestias, porque cada uno obra según lo que le dicta la conciencia de lo que debe hacer en cada momento, esté equivocado o no. El germen de humanitarismo que existe en el hombre posibilitará la trascendencia de la guerra hacia una sociedad más justa, unida y solidaria. [Galaxia Gutenberg acaba de publicar la primera edición de esta novela en castellano.]
Con esto llegamos al realismo socialista –o fascista-- y su visión de la guerra como un apósito desagradable, pero imprescindible, para alcanzar la esperanza de mejoras sociales. “Flash back”: se equivoca de medio a medio Nietzsche cuando considera pusilánime a Cristo. El Mesías cristiano no vino a traer paz, sino espada, pues para conseguir la expansión de su mensaje había que discutir enormemente: los hijos con los padres, las hijas con las madres, las nueras con las suegras, de modo que los enemigos del hombre estuvieran en su propia casa. Dicen los expertos que sus palabras las recoge el mítico primer evangelio, el Documento Q (v. 12, 51.53), del cual bebieron Mateo y Lucas por lo menos. Se estima que ese texto perdido fue el más próximo al tiempo histórico de Jesús, y consiguientemente, el más fiel a su predicación original. Como igualmente asevera el mismo informe, quien abandona a su pareja y se casa con otra, comete adulterio (v. Q, 16, 18). El testimonio no sinóptico de Juan nos trae otra gracia añadida, espectacular: “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos (…) Si alguno no persevera en mí, fue expulsado fuera, como el sarmiento, y se secó, y los recogen y los echan al fuego y arden.” (Jn 15, 5-6). ¡La de hogueras que encendieron los señores inquisidores al amparo del pie de la letra de estas palabras recogidas por Juan! El evangelio preferido, dicho sea de paso, por Isabel la Católica y por los estudiosos de la Sábana Santa de Turín.
Para los escritores de los extremismos izquierdista y derechista, la literatura es un arma legítimamente útil para obrar cambios triunfales. Max Aub, Ramón J. Sender, Miguel Hernández, actuaron convencidos de esta premisa. Miguel Hernández concebía la poesía como un arma: “En la guerra, la esgrimo como un arma, y en la paz será un arma también aunque reposada.
Vivo para exaltar los valores puros del pueblo, y a su lado estoy tan dispuesto a vivir como a morir.” (en Nuestra Bandera n° 40, 22 de agosto de 1937)
De sus correrías junto al Campesino por los alrededores de Madrid, nos han llegado estremecedores relatos como el que se reproduce a continuación:
“Los terribles días de noviembre me cogieron con él y sus soldados en los alrededores de Madrid: Boadilla del Monte, Pozuelo. Sufrimos hambres y derrotas. Mantenernos días en unas posiciones nos costaba un capital de sangre y energía. El «Campesino» contenía la desbandada a ráfagas de ametralladora. Era fatal que actuase así. Si no hubiera sido por unos cuantos hombres que actuaron de esta manera, Madrid hubiera caído.
En una de las forzadas retiradas que tuvimos hacia Madrid, en la primera en que me vi envuelto, me sucedió algo significativo. La artillería, la aviación, los tanques enemigos se cebaban en nuestros batallones, sin más armas que fusiles y algún que otro cañón, que no volvía el alma al cuerpo al oírlo de tarde en tarde. Nos retirábamos, por no decir que huíamos, dentro del más completo desorden. Las encinas de las lomas de Boadilla temblaban a nuestro paso enloquecido, y algunos troncos se precipitaban degollados bajo las explosiones de las granadas. En medio del fragor de las huida, de los cartuchos y los fusiles que los soldados arrojaban para correr con menos impedimento, me hirió de arriba abajo este grito: «¡Me dejáis solo, compañeros!». Una bala rasgó por el hombro izquierdo mi chaqueta de pana, que conservaré mientras viva, y las explosiones de los morteros me cegaban y me hacían escupir tierra. «¡Me dejáis solo, compañeros!». Se oían muchos ayes, muchos rumores sordos de cuerpos cayendo para siempre, y aquel grito desesperado, amargo: «¡Me dejáis solo, compañeros! ¡A mí me falta y me sobra corazón para todo!». En aquel instante sentí que se me desbordaba el pecho; orienté mis pasos hacia el grito y encontré a un herido que sangraba como si su cuerpo fuera una fuente generosa. «¡Me dejáis sólo, compañeros!» Le ceñí mi pañuelo, mis vendas, la mitad de mi ropa. «¡Me dejáis solo, compañeros!» Le abracé para que no se sintiera más solo. Pasaban huyendo ante nosotros, sin vernos, sin querer vernos, hombres espantados. «¡Me dejáis solo, compañeros!» Le eché sobre mis espaldas: el calor de su sangre golpeó mi piel como un martillo doloroso. «¡No hay quien te deje solo!» le grité. Me arrastré con él hasta donde quisieron las pocas fuerzas que me quedaban. Cuando ya no pude más, le recosté en la tierra, me arrodillé a su lado y le repetí muchas veces:«¡no hay quien te deje solo, compañero!». Y ahora, como entonces, me siento en disposición de no dejar solo en sus desgracias a ningún hombre.” (14-11-1937)
Hernández tenía el mismo concepto de heroísmo sobrevenido que defendía Tolstoi. Los héroes son gente del común, obligada a comportarse de una manera sobresaliente, pero pasajera, según las circunstancias: “¿Quiénes son los héroes? Entiendo por heroísmo un movimiento del corazón que arrastra el mayor peligro por defender y salvar desinteresadamente algo que ocupa lugar en la pureza de sus sentimientos. A los guardias civiles de Sierra Morena se les puede considerar valientes, pero para ser héroes andan demasiado manchados de sucios intereses. Se revelaron recelosos y temerosos de la justicia popular que, más temprano o más tarde, juzgaría y liquidaría su organización de villanos, y se han defendido por desesperación. Los héroes son los hombres que les han atacado por espacio de varios meses con escopetas y con el solo deseo de acabar con la lucha para regresar al digno arado, a la vida sencilla. El héroe actúa por el impulso generoso, no por una mala pasión, aunque sea sin armas. Estos que han luchado contra los de Cortés representan al héroe.” (13-05-1937)
2ª. La depuración PACIFISTA de la guerra:
La guerra, para los autores del idealismo pacifista, es un hecho trágico e injustificable. Un absurdo, porque todo el mundo pierde en una guerra. La contienda es pergeñada por mentalidades con una enferma y fatal megalomanía, que utilizan a los combatientes como piezas de un tablero, anónimas, involuntarias, forzadas, despersonalizadas y alienadas. La Primera Guerra Mundial de nuevo incubó a varios: Louis-Ferdinand Céline, con Viaje al fin de la noche, donde habla de la guerra como de una puta a la que hay que saber ver bien, de frente y de perfil; Henri Barbusse, con El fuego, relato semiautobiográfico sobre la primera línea del frente que ganó el Premio Goncourt en 1916; Erich María Remarque, con las novelas Sin novedad en el frente, y Tiempo de amar, tiempo de morir; o Robert Graves, con Adiós a todo eso, donde un oficial tacha de cobardes a sus subordinados sin percatarse de que, a sus espaldas, una ametralladora los ha barrido a todos. El caso del español Vicente Blasco Ibáñez con Los cuatro jinetes del Apocalipsis es especialmente emblemático, pues desarrolla el concepto evangélico de contienda familiar, extendida a otra más amplia, la contienda europea. La Segunda Guerra Mundial también tuvo sus vigías y sus heraldos blancos: Norman Mailer (Los desnudos y los muertos); James Jones (La delgada línea roja); Matadero cinco o La cruzada de los niños, de Kurt Vonnegut. Los desnudos y los muertos, de 1948, es una obra de una obscenidad moral implacable. En el marco de una batalla larga y compleja, leemos los pensamientos contradictorios de soldados y oficiales, a menudo divagaciones de gran brutalidad, propiciadas por el impacto sordo de los obuses. Cuando llegue el momento de actuar, una áspera y ruda inclemencia brotará de las gargantas ahogadas por el terror, impulsadas a la hecatombe ritual de la venganza heroica. Mailer seguirá conmocionando a la sociedad norteamericana de los años sesenta predicando la consigna de “haz el amor y no la guerra” y manifestándose en contra de la participación de su país en Vietnam (¿Por qué estamos nosotros en Vietnam?, 1967; Los ejércitos de la noche, 1968)
Alegato de que los soldados piensan, y no sólo los mandos, es Escuadra hacia la muerte, el conmovedor drama antibélico de Alfonso Sastre.
Así la guerra interrumpe vidas y destruye paraísos: La Reina de África (1935), de Cecil Scott Forester; Las bicicletas son para el verano, de Fernando Fernán Gómez; ¡Ay, Carmela!, de José Sanchís Sinisterra; La lengua de las mariposas (cuento), de Manuel Rivas; Soldados de Salamina, de Javier Cercas; Los girasoles ciegos, de Alberto Méndez. La huida de la guerra conduce a veces a un espacio soñado, el Shangri-La de Horizontes perdidos (1933), de James Hilton.
Quizá el lector piense que nos hemos olvidado de un escritor fundamental: Ernest Hemingway. No, nada más lejos de la verdad. Sólo que Hemingway aprovechó la guerra para el romance, para la historia de enamorados golpeada por un medio hostil y revuelto. Ahí están los ejemplos que cualquiera recuerda de Adiós a las armas y Por quien doblan las campanas. Los uniformes y el heroísmo siempre son atractivos, porque visten bien y desfilan bien, pero a veces incordian para reproducir la maldita, la frágil pero legítima felicidad de aquel Edén que nunca existió.
Antonio Ángel Usábel
(Madrid, 25 de mayo de 2009)
¿Cuáles han sido las actitudes de los escritores ante la guerra? Básicamente, cabría establecer dos muy principales: la actitud épica, propagandística y enaltecedora del heroísmo; y la impronta pacifista, de rechazo y condena. Aquella la bisbisea al oído el maldito ángel caído; esta, nuestro animoso ángel de la guarda, que sólo quiere nuestro bien y nuestra Salvación.
Veamos, paso a paso y con matices, ambas posiciones:
1ª. La visión ÉPICA de la guerra:
Habría que comenzar comentando la postura belicista de las religiones del Libro. En ellas la guerra se concibe como azote o castigo de Dios al pueblo ofensor, idólatra e impío. En el Antiguo Testamento, la toma de Jericó, por ejemplo, bendecida y propiciada por el dios judío para enaltecer a su pueblo (Jos, 6), que acaba grotescamente con la inmolación autorizada de mujeres, niños y ancianos. En el Corán, la yihad o guerra santa, que según los islamistas moderados hay que interpretar como una respuesta defensiva de la comunidad ante la opresión y la injusticia. Debe contar con el consenso de las distintas comunidades musulmanas, y prohíbe la destrucción indiscriminada de vidas, propiedades y centros de culto. Está prohibido matar a mujeres, niños y civiles desarmados. Es como la guerra, pero menos.
En la epopeya griega clásica y en la épica medieval se manifiesta el mismo celo bélico. Hay una exaltación de la batalla como prueba de valor y de concreción de las virtudes nacionales de un pueblo, que exige desarrollar un “espíritu de cruzada”. Ejemplos palpables: la Ilíada, de Homero; y dentro de la épica medieval castellana, el Poema de Mio Cid. La violencia también se contempla como firme alternativa en el ciclo artúrico y en la novela de caballerías, donde ya no tanto se necesita defender un ideal nacional, como sí probar las virtudes personales de un paladín heroico. Estos paladines perseguían objetivar el ideal de justicia, bien defendiendo la causa del Redentor de la Humanidad, a través de la custodia de su Santo Grial, bien combatiendo contra la injusticia y la opresión y liberando a damas en compromiso.
Estos ideales artúricos fueron asumidos por los caballeros guerreros del Renacimiento, virtuosos en armas y en letras, como Garcilaso de la Vega. Y es también la visión que conforma a don Quijote, y a su propio autor, Miguel de Cervantes, combatiente en Lepanto y gloriosamente herido durante la batalla. Tiempo después, Cervantes, un descastado descendiente de conversos a quien se prohibió viajar a América a hacer fortuna, intentó sin éxito medrar en España esgrimiendo su esfuerzo, su sacrificio y su valor en esa cruzada de la cristiana Europa. Ese fracaso, motivado por la misma ingratitud que hizo alzarse a Lope de Aguirre, el traidor, contra Felipe II, quedará esculpido en tinta indeleble al crear a don Quijote. Don Quijote es un héroe fuera de tiempo, fuera de contexto, como lo fue Cervantes –iluso él—en un país que imponía limpieza de sangre para alcanzar el mecenazgo. Sabemos hoy que Avellaneda, el firmante del falso Quijote, menospreciaba el talento heroico de Cervantes, porque este se defendió como gato panza arriba en el prólogo de su segunda parte:
“Lo que no he podido dejar de sentir es que me note de viejo y de manco, como si hubiera sido en mi mano haber detenido el tiempo, que no pasase por mí, o si mi manquedad hubiera nacido en alguna taberna, sino en la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros. Si mis heridas no resplandecen en los ojos de quien las mira, son estimadas, a lo menos, en la estimación de los que saben dónde se cobraron; que el soldado más bien parece muerto en la batalla que libre en la fuga; y es esto en mí de manera, que si ahora me propusieran y facilitaran un imposible, quisiera antes haberme hallado en aquella facción prodigiosa que sano ahora de mis heridas sin haberme hallado en ella. Las que el soldado muestra en el rostro y en los pechos, estrellas son que guían a los demás al cielo de la honra…”
Avellaneda se burla del aguerrido idealismo de Cervantes, como del esmerado don Quijote se ríen cuantos le salen al paso. El sarcasmo se eleva por los aires cual alfombra mágica en el palacio de los duques, donde don Quijote polemiza con el capellán, que no entiende las razones de tanta pulcritud: “Mis intenciones siempre las enderezo a buenos fines, que son de hacer bien a todos y mal a ninguno; si el que esto entiende, si el que esto obra, si el que desto trata merece ser llamado bobo, díganlo vuestras grandezas, duque y duquesa excelentes.” (II, 32). La paranoia presente en el personaje, que ve malévolos encantadores por todos lados, obstaculizando el éxito de sus empresas, podría ser reflejo de la administrada en vida por el autor, despechado contra esa “raza maldita, nacida en el mundo para escurecer y aniquilar las hazañas de los buenos, y para dar luz y levantar los fechos de los malos.” (II, 32)
Cervantes pretendía hacerse un importante hueco en la sociedad por la gloria de la valentía. Lázaro de Tormes también buscaba su huequecito, pero con muchas menos pretensiones de honor; mejor dicho, con acomodo a lo que viniera aun con aparejo de escasísima honra. Termina casado, ya sabemos, con la manceba de un arcipreste, pregonando sus vinos a la par que vocea sus cuernos. Pero –y esto es lo que de verdad le importa—arrimado al engranaje del poder, al ser nombrado pregonero de faltas y de penas de los condenados por causa de la justicia del rey.
Damos un brinco histórico, y nos situamos a comienzos del siglo XX, en pleno auge de los movimientos de vanguardia. El futurismo de Marinetti comenzó a hablar de la guerra como “única higiene del mundo”, y pedía glorificarla junto al militarismo, el patriotismo, la acción destructiva del anarquista, las ideas bellas que matan, y el desprecio a la mujer. Cuando estalló la Gran Guerra, hubo escritores íntegramente arrojados a la causa armada, como Apollinaire, D’Annunzio, Rudyard Kipling, Chesterton, Conan Doyle, o Edward M. Forster. Ernst Jünger se destacó también del lado alemán por escribir un sonoro alegato de sus vivencias heroicas de combatiente, que tituló Tempestades de acero, francamente admirado por los jóvenes revanchistas de la República de Weimar y, por supuesto, por los gestantes del nacionalsocialismo. Después se dijo de él que inspiró, con sus pasquines clandestinos, la rebelión de los oficiales contra Hitler. Pero su posición, aunque presuntamente favorable al pacifismo en obras como Sobre los acantilados de mármol, fue siempre ambigua. De hecho, llegó a concebir la guerra como un mal necesario impuesto por Alemania a otras naciones, para que pudieran nacer en ella el orden moral, el trabajo y la revolución técnica.
Igualmente ambigua fue la posición adoptada por Romain Gary en su primera novela, El bosque del odio, sobre la resistencia partisana contra los alemanes. Hay justificación de un impulso resuelto, determinista y liberador, pero la generosidad en el retrato no acuna sólo al rebelde resistente, sino también al nazi y al colaboracionista polaco. Al fin y al cabo, todos son seres humanos, y no bestias, porque cada uno obra según lo que le dicta la conciencia de lo que debe hacer en cada momento, esté equivocado o no. El germen de humanitarismo que existe en el hombre posibilitará la trascendencia de la guerra hacia una sociedad más justa, unida y solidaria. [Galaxia Gutenberg acaba de publicar la primera edición de esta novela en castellano.]
Con esto llegamos al realismo socialista –o fascista-- y su visión de la guerra como un apósito desagradable, pero imprescindible, para alcanzar la esperanza de mejoras sociales. “Flash back”: se equivoca de medio a medio Nietzsche cuando considera pusilánime a Cristo. El Mesías cristiano no vino a traer paz, sino espada, pues para conseguir la expansión de su mensaje había que discutir enormemente: los hijos con los padres, las hijas con las madres, las nueras con las suegras, de modo que los enemigos del hombre estuvieran en su propia casa. Dicen los expertos que sus palabras las recoge el mítico primer evangelio, el Documento Q (v. 12, 51.53), del cual bebieron Mateo y Lucas por lo menos. Se estima que ese texto perdido fue el más próximo al tiempo histórico de Jesús, y consiguientemente, el más fiel a su predicación original. Como igualmente asevera el mismo informe, quien abandona a su pareja y se casa con otra, comete adulterio (v. Q, 16, 18). El testimonio no sinóptico de Juan nos trae otra gracia añadida, espectacular: “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos (…) Si alguno no persevera en mí, fue expulsado fuera, como el sarmiento, y se secó, y los recogen y los echan al fuego y arden.” (Jn 15, 5-6). ¡La de hogueras que encendieron los señores inquisidores al amparo del pie de la letra de estas palabras recogidas por Juan! El evangelio preferido, dicho sea de paso, por Isabel la Católica y por los estudiosos de la Sábana Santa de Turín.
Para los escritores de los extremismos izquierdista y derechista, la literatura es un arma legítimamente útil para obrar cambios triunfales. Max Aub, Ramón J. Sender, Miguel Hernández, actuaron convencidos de esta premisa. Miguel Hernández concebía la poesía como un arma: “En la guerra, la esgrimo como un arma, y en la paz será un arma también aunque reposada.
Vivo para exaltar los valores puros del pueblo, y a su lado estoy tan dispuesto a vivir como a morir.” (en Nuestra Bandera n° 40, 22 de agosto de 1937)
De sus correrías junto al Campesino por los alrededores de Madrid, nos han llegado estremecedores relatos como el que se reproduce a continuación:
“Los terribles días de noviembre me cogieron con él y sus soldados en los alrededores de Madrid: Boadilla del Monte, Pozuelo. Sufrimos hambres y derrotas. Mantenernos días en unas posiciones nos costaba un capital de sangre y energía. El «Campesino» contenía la desbandada a ráfagas de ametralladora. Era fatal que actuase así. Si no hubiera sido por unos cuantos hombres que actuaron de esta manera, Madrid hubiera caído.
En una de las forzadas retiradas que tuvimos hacia Madrid, en la primera en que me vi envuelto, me sucedió algo significativo. La artillería, la aviación, los tanques enemigos se cebaban en nuestros batallones, sin más armas que fusiles y algún que otro cañón, que no volvía el alma al cuerpo al oírlo de tarde en tarde. Nos retirábamos, por no decir que huíamos, dentro del más completo desorden. Las encinas de las lomas de Boadilla temblaban a nuestro paso enloquecido, y algunos troncos se precipitaban degollados bajo las explosiones de las granadas. En medio del fragor de las huida, de los cartuchos y los fusiles que los soldados arrojaban para correr con menos impedimento, me hirió de arriba abajo este grito: «¡Me dejáis solo, compañeros!». Una bala rasgó por el hombro izquierdo mi chaqueta de pana, que conservaré mientras viva, y las explosiones de los morteros me cegaban y me hacían escupir tierra. «¡Me dejáis solo, compañeros!». Se oían muchos ayes, muchos rumores sordos de cuerpos cayendo para siempre, y aquel grito desesperado, amargo: «¡Me dejáis solo, compañeros! ¡A mí me falta y me sobra corazón para todo!». En aquel instante sentí que se me desbordaba el pecho; orienté mis pasos hacia el grito y encontré a un herido que sangraba como si su cuerpo fuera una fuente generosa. «¡Me dejáis sólo, compañeros!» Le ceñí mi pañuelo, mis vendas, la mitad de mi ropa. «¡Me dejáis solo, compañeros!» Le abracé para que no se sintiera más solo. Pasaban huyendo ante nosotros, sin vernos, sin querer vernos, hombres espantados. «¡Me dejáis solo, compañeros!» Le eché sobre mis espaldas: el calor de su sangre golpeó mi piel como un martillo doloroso. «¡No hay quien te deje solo!» le grité. Me arrastré con él hasta donde quisieron las pocas fuerzas que me quedaban. Cuando ya no pude más, le recosté en la tierra, me arrodillé a su lado y le repetí muchas veces:«¡no hay quien te deje solo, compañero!». Y ahora, como entonces, me siento en disposición de no dejar solo en sus desgracias a ningún hombre.” (14-11-1937)
Hernández tenía el mismo concepto de heroísmo sobrevenido que defendía Tolstoi. Los héroes son gente del común, obligada a comportarse de una manera sobresaliente, pero pasajera, según las circunstancias: “¿Quiénes son los héroes? Entiendo por heroísmo un movimiento del corazón que arrastra el mayor peligro por defender y salvar desinteresadamente algo que ocupa lugar en la pureza de sus sentimientos. A los guardias civiles de Sierra Morena se les puede considerar valientes, pero para ser héroes andan demasiado manchados de sucios intereses. Se revelaron recelosos y temerosos de la justicia popular que, más temprano o más tarde, juzgaría y liquidaría su organización de villanos, y se han defendido por desesperación. Los héroes son los hombres que les han atacado por espacio de varios meses con escopetas y con el solo deseo de acabar con la lucha para regresar al digno arado, a la vida sencilla. El héroe actúa por el impulso generoso, no por una mala pasión, aunque sea sin armas. Estos que han luchado contra los de Cortés representan al héroe.” (13-05-1937)
2ª. La depuración PACIFISTA de la guerra:
La guerra, para los autores del idealismo pacifista, es un hecho trágico e injustificable. Un absurdo, porque todo el mundo pierde en una guerra. La contienda es pergeñada por mentalidades con una enferma y fatal megalomanía, que utilizan a los combatientes como piezas de un tablero, anónimas, involuntarias, forzadas, despersonalizadas y alienadas. La Primera Guerra Mundial de nuevo incubó a varios: Louis-Ferdinand Céline, con Viaje al fin de la noche, donde habla de la guerra como de una puta a la que hay que saber ver bien, de frente y de perfil; Henri Barbusse, con El fuego, relato semiautobiográfico sobre la primera línea del frente que ganó el Premio Goncourt en 1916; Erich María Remarque, con las novelas Sin novedad en el frente, y Tiempo de amar, tiempo de morir; o Robert Graves, con Adiós a todo eso, donde un oficial tacha de cobardes a sus subordinados sin percatarse de que, a sus espaldas, una ametralladora los ha barrido a todos. El caso del español Vicente Blasco Ibáñez con Los cuatro jinetes del Apocalipsis es especialmente emblemático, pues desarrolla el concepto evangélico de contienda familiar, extendida a otra más amplia, la contienda europea. La Segunda Guerra Mundial también tuvo sus vigías y sus heraldos blancos: Norman Mailer (Los desnudos y los muertos); James Jones (La delgada línea roja); Matadero cinco o La cruzada de los niños, de Kurt Vonnegut. Los desnudos y los muertos, de 1948, es una obra de una obscenidad moral implacable. En el marco de una batalla larga y compleja, leemos los pensamientos contradictorios de soldados y oficiales, a menudo divagaciones de gran brutalidad, propiciadas por el impacto sordo de los obuses. Cuando llegue el momento de actuar, una áspera y ruda inclemencia brotará de las gargantas ahogadas por el terror, impulsadas a la hecatombe ritual de la venganza heroica. Mailer seguirá conmocionando a la sociedad norteamericana de los años sesenta predicando la consigna de “haz el amor y no la guerra” y manifestándose en contra de la participación de su país en Vietnam (¿Por qué estamos nosotros en Vietnam?, 1967; Los ejércitos de la noche, 1968)
Alegato de que los soldados piensan, y no sólo los mandos, es Escuadra hacia la muerte, el conmovedor drama antibélico de Alfonso Sastre.
Así la guerra interrumpe vidas y destruye paraísos: La Reina de África (1935), de Cecil Scott Forester; Las bicicletas son para el verano, de Fernando Fernán Gómez; ¡Ay, Carmela!, de José Sanchís Sinisterra; La lengua de las mariposas (cuento), de Manuel Rivas; Soldados de Salamina, de Javier Cercas; Los girasoles ciegos, de Alberto Méndez. La huida de la guerra conduce a veces a un espacio soñado, el Shangri-La de Horizontes perdidos (1933), de James Hilton.
Quizá el lector piense que nos hemos olvidado de un escritor fundamental: Ernest Hemingway. No, nada más lejos de la verdad. Sólo que Hemingway aprovechó la guerra para el romance, para la historia de enamorados golpeada por un medio hostil y revuelto. Ahí están los ejemplos que cualquiera recuerda de Adiós a las armas y Por quien doblan las campanas. Los uniformes y el heroísmo siempre son atractivos, porque visten bien y desfilan bien, pero a veces incordian para reproducir la maldita, la frágil pero legítima felicidad de aquel Edén que nunca existió.
Antonio Ángel Usábel
(Madrid, 25 de mayo de 2009)
lunes, 18 de mayo de 2009
HISTORIA DE UNA AMISTAD.
Francisco S., mi buen, enorme amigo y maestro, que me quiere bien, me prestaba hace unos días un clásico revelador totalmente desconocido para mí, el estudio de Vicente Marrero Historia de una amistad (Madrid, Ed. Magisterio Español, 1971). Para quienes amamos Santander, con su Sardinero, sus cafés, sus atalayas, sus playas y su romántica bahía, este libro de Marrero es un goce para los sentidos y un bálsamo para el corazón. Se centra en detallar la profunda, emotiva y larga amistad entre mentalidades muy dispares, las de los escritores José María de Pereda, Benito Pérez Galdós y Marcelino Menéndez Pelayo. Un trío de ases sublimado si contamos con la participación añadida del decano de las letras del siglo XIX, Juan Valera, del crítico más audaz, Leopoldo Alas “Clarín”, y del emperador de la poesía hispanoamericana, Rubén Darío.
Sin demeritar a los otros, vamos a detenernos ahora en aquellos genios de las veladas de San Quintín y de la guantería de Juan Alonso. Pereda y Galdós eran edecanes consumados del Realismo narrativo. Pereda era un tradicionalista acérrimo, historiador ultramontano de su terruño, patriarca de los cántabros, sus decires, sus usos y costumbres. Militante en el carlismo, apenas salía de su comarca y odiaba en lo más profundo viajar a Madrid. Galdós era un santanderino de adopción; a Santander iba a echar sus mejores “canas al aire”, y desde aquel extraordinario puerto de indianos retrataba como nadie el Madrid de la Restauración. Agnóstico, que nunca ateo ni descreído, hablaba más del cristianismo de espíritu que del catolicismo inquisidor, que aborrecía, dada su vinculación con posturas republicano-socialistas. Don Marcelino, curiosamente el benjamín de los tres, amaba la Historia de España y de su Literatura, y se convirtió pronto, casi durante su adolescencia, en el mejor conocedor del pasado creativo del país, y en el primer gran filólogo que hemos tenido los españoles. También, uno de los mejores conocedores de la poesía latinoamericana. Católico convencido, era un monárquico de tradición divina. Cuando se propuso a Galdós dos veces para el Nobel, los españoles “que no podían ser otra cosa” vitoreaban a Don Marcelino para igual galardón. Y, sin embargo, ni unos ni otros parecían comprender que no existía rivalidad, sino camaradería: la que da el asombro desprovisto de envidia. “Clarín” se dio cuenta de que eran las ideas cristianas, la religión en definitiva, aunque observada desde distinto ángulo, la que posibilitó el acercamiento respetuosísimo de aquellos grandes talentos.
Cuando Galdós alcanzó cierto éxito con Gloria, sus dos amigos alabaron la trabazón del relato, su ágil estilo, pero también deploraron respetuosamente su sentido maniqueo de la vida, su carácter de “novela de tesis”, donde el progresismo y la tolerancia caminan del lado del judaísmo, y el inmovilismo intolerante y teocrático queda para los curas católicos. El escenario velado de Gloria es, además, Santander. Pereda soñaba en sus adentros, y en sus cartas a Menéndez Pelayo, con la conversión sincera y definitiva de su querido Galdós. ¿Por qué no había puesto éste en su Gloria un buen sacerdote, un ejemplo de las verdaderas virtudes católicas, que sirviera de contrapunto a los diáconos amargados y perversos? Al fin y al cabo, otras confesiones también tienen sus lacerantes lacras, y no hay por qué entrar ni en exaltaciones ni en persecuciones injustas. La tolerancia debe ser primera ley, mientras el buen Dios no se decida a iluminar por igual a todos los hombres con la fuerza preclara de su Espíritu. Por su parte, Don Benito veía con ternura los cuadros costumbristas de su compadre Pereda; se sonreía ante su ingenuidad, pero evitaba denigrarlos o efectuar cualquier comentario ridiculizador. Don Marcelino contemplaba con agrado el arte narrativo de Pereda y Galdós, y se congraciaba con tener por amigos a tan sublimes prosistas. Él era, además, un niño cuando Pereda era aclamado ya como maestro en Santander.
Detengámonos en ese niño prodigio, en ese bibliófilo impenitente y lector voraz. Cuando Pereda y Galdós se conocieron en una fonda de la calle Atarazanas, en el verano de 1871, Marcelino Menéndez Pelayo contaba sólo quince años. Tres años antes ya se había comenzado a dar a conocer en los periódicos locales, contestando con éxito a sesudos acertijos de tema histórico. Hijo de don Marcelino Menéndez Pintado, catedrático de Matemáticas de Enseñanza Secundaria, en el instituto destacaba nuestro genio por sus extraordinarios trabajos de investigación. En ese mismo año de 1871, inicia Filosofía y Letras en Barcelona, de la mano del gran Milá y Fontanals. Con dieciocho años, estudiando ya en Madrid, era capaz de dar cumplida noticia de manuscritos y códices guardados en la Biblioteca Nacional. Por desavenencias ideológicas con Salmerón, catedrático de Metafísica de la Universidad Central, traslada la matrícula a Valladolid, donde se licencia. El Ayuntamiento de Santander y la Diputación le otorgan becas de ampliación de estudios en el extranjero por un importe total de siete mil pesetas, que don Marcelino invierte, sobre todo, en la compra de valiosos libros antiguos. Entonces comenzará su más largo y fructífero matrimonio: los libros, su apabullante biblioteca que llegará a contar con más de 50.000 volúmenes, y que él donará generosamente a la capital cántabra.
Viajes por Lisboa, Roma, París, Lovaina, Bruselas, La Haya… y más libros en la maleta, para traer a casa. Comienza a escribir el primer tomo de la Historia de los heterodoxos españoles, la biblia de las herejías nacionales. Decía su buen hermano Enrique, el poeta, que Marcelino “amaba a Dios sobre todas las cosas y al libro como a sí mismo”. Corre el mito del atril doble para leer con comodidad dos libros a la vez mientras come. La leyenda de ser capaz de recitar de memoria un libro recién leído. Su enorme conocimiento de ocho lenguas antiguas y modernas… De niño, visitaba con su padre las librerías de bibliófilo, o las bibliotecas particulares de consumados latinistas. Con doce años, montó su primer estante sobre un aparador. Veinte libros tan sólo. Después convirtió el estante en un armario, como los de las antiguas bibliotecas monacales. Pronto su padre, que lo quería y tenía posibilidades para ello, ordenó construir para los libros un pabellón en el jardín. Su hijo había heredado, quintuplicada, la pasión del abuelo. En 1892, con treinta y cinco años, pasaban de 8.000 los volúmenes de su colección, y entonces fue cuando ordenó levantar un edificio expreso para albergarlos en la casa familiar de Santander. Entre ellos, 23 incunables y 563 manuscritos. Autógrafos originales de Quevedo y Lope de Vega, una obra de Plotino que había pertenecido a Isabel la Católica y regalada a ella por Lorenzo el Magnífico. Y con ellos, los 67 volúmenes alumbrados por el propio polígrafo. [Recomendamos encarecidamente a nuestros lectores que visiten la página web de su biblioteca: www.bibliotecademenendezpelayo.org, con importantes enlaces a bibliotecas privadas y universitarias del mundo entero, obras hispanas, latinas y griegas (que se pueden descargar) y revistas literarias del ámbito hispano. Además, el interesado puede bajarse todos los manuscritos de obras de la colección que ya han sido digitalizados.]
Despega su fulgurante carrera. En 1878, don Marcelino se presenta a la cátedra de Literatura de la Universidad Central, rivalizando con el mismísimo Canalejas. La obtiene. 21 años. El bedel apagaba las luces de la Facultad, se iba el sol, y seguía perorando don Marcelino sobre literatura con sus alumnos, ensimismados por la tremenda erudición y la exacta precisión demostradas en sus explicaciones.
En 1880, es elegido académico de la R.A.E. 24 años. En 1882, con 26, concluye la Historia de los heterodoxos y entra en la Real Academia de la Historia. Comienza su Historia de las ideas estéticas en España y edita las Obras Completas de Milá y Fontanals. 1889: es nombrado bibliotecario interino de la Real Academia de la Historia, y aceptado en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. Entre 1890 y 1893, publica sus antologías de poetas líricos castellanos y de poetas hispanoamericanos (en cuatro tomos). Esta última obra era su preferida, de la que se sentía más orgulloso. Sobre ella ha dejado expresado el historiador Carlos Pereira:
«Vistas de este modo las cosas, Menéndez Pelayo es el primero de los americanistas españoles. Los hubo antes que él, pero nadie antes que él dio la fórmula del americanismo integral. De Menéndez Pelayo parte un sentido de la solidaridad que no se había actualizado en obra alguna.La Historia de la Poesía Hispano-Americana es un libro capital para España y fundamental para América. Este libro parecía llegar a su hora, como suele decirse. Pero si llegaba a su hora para la crítica, para el público llegaba con un adelanto de medio siglo. Era, en suma, uno de esos libros que, tal vez inconscientemente, van dirigidos a la posteridad y que tiene como destino una renovación de las ideas. No había público para el libro de Menéndez Pelayo. No lo había en España y no lo había en América. La Historia de la Poesía Hispano- Americana es la mejor de sus obras o, por lo menos, la que él mismo conceptuaba la mejor. Pero el público carecía de preparación para su lectura, tanto por deficiencia de saber como de entusiasmo. Nadie sentía lo americano en España. Nadie sentía lo americano en América. "Esta obra es de todas las mías –dice Menéndez Pelayo– la menos conocida en España, donde el estudio formal de América interesa a muy poca gente, a pesar de las vanas apariencias de discursos teatrales y banquetes de confraternidad." De dos maneras puede leerse la Historia de la Poesía Hispano-Americana: o vemos en ella un libro de erudición, compuesto minuciosamente, de acuerdo con un plan de divisiones geográficas, en el que lo más importante es la compilación de noticias curiosas, instructivas, útiles y, sobre todo, exactas, o bien leyendo las 900 páginas de recorrido atendemos a la impresión de un conjunto grandioso, del que se destacan como de la masa arquitectónica de una catedral, de una abadía o de un castillo, torres y explanadas, pórticos, estatuas, relieves, hornacinas, arboledas, jardines y fuentes...»
En 1898 –la triste fecha del Desastre--, a los 42 años, ocupa el cargo de director de la Biblioteca Nacional. Impulsa la Revista de Archivos, hito en la investigación erudita española. En 1901, ingresa en la Academia de Bellas Artes de San Fernando. En 1911, un año antes de su muerte, es elegido director de la Academia de la Historia. Su sueldo más abultado, aunque bien generoso para la época, fue de doce mil pesetas, con descuentos. Lo que no necesitaba para vivir y para mantener sus dos casas, lo invertía en adquirir preciados volúmenes en subastas nacionales y extranjeras.
Así llegamos a 1912… El 7 de abril, don Marcelino hace testamento, y lega a la ciudad de Santander, su patria, su biblioteca así como el edificio en que se halla. En los últimos tiempos se le veía vagar solo por los cafés de su ciudad --el Suizo entre ellos--, asistido por su capa, meneando la cabeza, como asintiendo o negando para sus adentros. Leía algunos periódicos ingleses, y de Madrid La Época, su favorito. El domingo, 19 de agosto, sufre un colapso por la mañana del que tarda en recuperarse. Pide que le asista el mismo padre confesor que antaño acompañara a su señora madre, de la vecina parroquia de San Francisco. Entre sus últimas palabras, mirando por última vez al pabellón de su biblioteca, las que mejor esculpen en mármol de Carrara su figura inmortal: “Qué lástima tener que morir cuando me faltaban tantas cosas que leer”. Luego soltó el libro y la pluma y tomó el crucifijo. Ya lo llamaban sus buenos amigos, Laverde, “Clarín”, Valera y Pereda. Así pues, pasó a la eternidad. Tenía 56 años. Fue amortajado con el hábito de la orden franciscana, y sepultado en la nave lateral de la catedral de Santander. Planeando, suspendidos en el aire como un nimbo perenne, los mágicos, bellísimos versos que dedicó a su tierra:
“Puso Dios en mis cántabras montañas
auras de libertad, tocas de nieve,
y la vena del hierro en sus entrañas”
* * *
Volvamos ahora a “Clarín” y a su propuesta de la religiosidad como panacea. Para el agudo y acerado escritor zamorano, nuestra alma necesita creer, y es por medio de las creencias religiosas comunes como se dota de fraternidad y de cohesión a un pueblo. Lo asevera en Un discurso (1891), presentado en la apertura del año universitario, y enviado a Menéndez Pelayo, quien lo elogia con emoción, pues ve en “Clarín” a un hombre que no ha perdido la fe: “Se me ensancha el alma cuando veo a un liberal como usted coincidir conmigo en lo esencial del terrible problema […] la absoluta necesidad de la educación religiosa, no ya sólo para que la vida colectiva no acabe de disolverse, sino, lo que importa más, para la salvación del alma propia, como quiera que esto se entienda.” El más díscolo de los amigos, por lo escéptico, era Galdós, quien reconocía, en carta a Pereda, que el catolicismo “es la más perfecta de las religiones positivas”, aun cuando él dice carecer de fe, lo que le lleva a ir tirando en un estado que no termina --justamente y por eso--, de agradarle. A propósito de los descalificativos contra Gloria, el insigne narrador canario se define decididamente: “Ninguna religión positiva, ni aun el catolicismo, satisface el pensamiento ni el corazón del hombre en nuestros días. No hay quien me arranque esta idea ni con tenazas. El catolicismo no puede seguir rigiendo en absoluto la vida. Convengo en que marchamos rápidamente al caos; pero este desconsolador hecho no puede ser un argumento en contra de aquella idea.” (El subrayado es nuestro). Es decir, el propio Galdós reconoce hacia dónde conduce el agnosticismo, y lo que es peor consuelo, el ateísmo: a la destrucción del orden social, a la pérdida de los valores morales, esenciales del ciudadano y de la persona. Se vio a las claras décadas después, durante la malograda II República Española, con la persecución sistemática de la Iglesia y de sus seguidores, para proponer un nihilismo pseudocomunista a cambio. El dramático resultado –del cual nadie decente se vanagloria—fue nuestra contienda civil. Y todavía hay quien ve en el nacionalcatolicismo del régimen franquista un decorado de cartón-piedra. Aquella dictadura, chapuceramente contradictoria como son todas, paraíso de crueldad y de represalia, esgrimió sin embargo con relativo tino la vertiente religiosa como fórmula de estabilidad social. El descreimiento de épocas pasadas radicalizó las posturas, e hizo levantar la barbacana del mazo y del hisopo. Se pidió una suerte de estado teocrático como lo hubo durante la Edad Media y el absolutismo imperial. El aleccionamiento de catecismo tuvo como nota positiva inculcar un cierto respeto por los valores éticos de la religión, aun cuando muchas parejas, obligadas a admitir el único matrimonio autorizado, el católico, firmaran de antemano ante notario un “documento de dudas razonables sobre el dogma” por si la relación fracasaba y había que recurrir a Roma y al Tribunal de la Rota.
El cristianismo, en su variante católica, forma parte innegable de la idiosincrasia española e hispana. Por mucho que algunos vocingleros, en época republicana o actual, intenten desconocerlo. Quieren alienarnos de nuestras creencias tradicionales, volviéndose irrespetuosos frente a quien no piensa como ellos. Poco han aprendido del genio galdosiano, o clariniano, que abogaba por una espiritualidad innata en el ser del español, aunque la tal no corroborara taxativamente los dogmas del catolicismo. Hoy día, quienes no creen se molestan por la presencia de quienes creen, y ni siquiera abrazan posiciones de espiritualidad conciliadoras, como el krausismo o la teosofía. Ahí están ataques despiadadamente frontales a la Historia del cristianismo y de la Iglesia católica, como el esgrimido con verdadera saña por el escritor colombiano Fernando Vallejo (La puta de Babilonia, 2007). De acuerdo que el papado no ha sido ninguna institución perfecta, y que Roma ha cometido errores de bulto, algunos extraordinariamente vergonzosos, crueles y jactanciosos, como beatificar a quienes amparaban a los clérigos responsables de las matanzas del campo croata de Jasenovac. Pero tampoco se puede negar la emprendedora labor social de la Iglesia, en caridad, sanidad, infancia, educación y formación. No es cierto que Pío XII fuera un aliado del nazismo y un antisemita convencido, como dice ese autor, que ignora lo imprescindible que es la diplomacia para la supervivencia. Si Pío XII hubiera criticado abiertamente el régimen de Hitler, éste habría ocupado el estado Vaticano y silenciado al papa, como de hecho hizo con sacerdotes y monjas católicos internados en los campos de exterminio (Kolbe, Sangel, Stein…) Aún vive hoy en Israel Zeev Steinberg, músico, una de las personas salvadas de la Shoa gracias a la orden dictada expresamente por Pío XII para acoger y esconder en los monasterios a los judíos perseguidos por los nazis (v. Alfa y Omega, nº 641, 14-05-2009). Es obvio que cada cual cuenta la feria según le va en ella. Si creemos en Dios, sólo Él conoce objetivamente el grado de inocencia o de culpabilidad de cada ser humano. Pero Vallejo, llevado de aprensión supina, difunde otras severas imprecisiones, como asegurar que los nazis eran cristianos, cuando en realidad –todos lo sabemos-- sólo difundían el culto al Führer y a la raza aria. Mas se ve que, para él, el cristianismo ha sido la bestia negra de toda la cultura occidental.
Tanto España como la cultura hispánica, la que extendimos los españoles por el mundo, al otro lado del océano, es lo que es merced a su trayectoria confesional. Lo ha expresado magistralmente el nuevo arzobispo de Toledo, Monseñor Braulio Rodríguez Plaza: “La unidad verdadera es siempre la que nace de la confesión de la fe común. En la historia de España es evidente que la confesión de fe común ha fecundado la vida de las personas, de los pueblos, de la cultura, en orden a la conquista del respeto de la dignidad de la persona humana. La realidad histórica de España difícilmente se entendería, ni antes ni ahora, sin esa unidad de confesión de fe que la ha configurado y caracterizado. Los obispos españoles, en la Instrucción pastoral Orientaciones morales ante la actual situación de España, de noviembre de 2006, que no ha perdido un ápice de vigencia, señalábamos que «esta unidad cultural básica de los pueblos de España, a pesar de las vicisitudes sufridas a lo largo de la Historia, ha buscado también, de distintas maneras, su configuración política. Ninguna de las regiones actualmente existentes, más o menos diferentes, hubiera sido posible tal como es ahora, sin esta antigua unidad espiritual y cultural de todos los pueblos de España». No debemos olvidar esta afirmación.” (v. Alfa y Omega, nº 638, 23-04-2009, p. 26).
Sin embargo, la tremenda crisis de valores por las que atraviesa España en esta primera década del siglo XXI no es exclusivamente nuestra. Individualismo, conformismo, tedio, apatía, extravío de un rumbo y de un proyecto de vida, se dieron también en, por ejemplo, la sociedad norteamericana de 1950-55, tal y como atestigua con los personajes de su novela Richard Yates (Revolutionary Road, 1961). La cultura estadounidense aparecía “narcotizada y moribunda”, y sólo la vieja Europa, la cuna madre, parecía ofrecer alguna esperanza de recuperación, con sus tradiciones ancestrales, su impulso civilizador, sus matrimonios fieles y sus oportunidades de vida realizada y dichosa. Europa era como un Edén. El país de las grandes comodidades, la industria de primera línea y la Estatua de la Libertad miraba a Europa. Ahora Europa, ¿hacia dónde mira?
A los hombres con valores, con ética y con preocupaciones trascendentales, dirige Juan Manuel de Prada su urgente y muy necesario libro La nueva tiranía. El sentido común frente al Mátrix progre (Ed. Libroslibres, 1ª ed., abril de 2009). La cultura de la idolatría, despersonalizada, globalizadora y alienante, pretende vencer a lo “caduco” y “reaccionario”, sustituyendo las lámparas viejas por otras nuevas como en el cuento de Aladino. Pero las nuevas lámparas de latón, aun por muy relucientes, no sacan genio por mucho que se froten. “Y, contra este nuevo orden cuasirreligioso, sólo se alza el orden religioso, que restituye al hombre su verdadera naturaleza y le propone una visión cabal del mundo que ataca los cimientos del trampantojo sobre los que se asienta la nueva tiranía, disolviendo sus falsificaciones•” (v., op. cit., p. 14). Como dejó sentenciado Chesterton hace ya muchos años, quien no cree en Dios, cree en cualquier cosa. Hemos de recordar siempre que no nos limitamos a vivir, sino que convivimos. Por tal motivo, fundamentado y fundamental, pidamos al menos para que los que no creen en Dios respeten el derecho a creer de los demás, y que jamás veamos de nuevo rota la base de nuestra tolerancia y convivencia.
Antonio Ángel Usábel
(Madrid, 17 de mayo de 2009)
* PARA SABER MÁS: recomendamos la consulta de la bibliografía siguiente:
I. Sobre la vida de Marcelino Menéndez Pelayo:
-- Artigas Ferrando, Miguel. Menéndez y Pelayo, Madrid, Ed. Voluntad, 1927.
--Artigas Ferrando, Miguel, La vida y la obra de Menéndez Pelayo, Zaragoza, Heraldo de Aragón, 1939.
--Bonilla Sanmartín, A., Marcelino Menéndez Pelayo, Madrid, 1914.
--Cossío, José Mª de, Rutas literarias de la Montaña, Santander, Ediciones de la Librería Estudio.
--García de Castro, R., Menéndez Pelayo.
--González Piedra, Juan, Vida y obra de Menéndez Pelayo, Madrid, Publicaciones Españolas, 1952, col. Temas españoles, nº 12.
--Pellón Gómez de Rueda, Adela, “Perfil humano de Menéndez Pelayo”, en Menéndez Pelayo. Setenta y cinco aniversario, Santander, Sociedad Menéndez Pelayo, 1989, pp. 10-35.
--Rodríguez Alcalde, Leopoldo, “Marcelino Menéndez Pelayo”, en Retablo biográfico de montañeses ilustres, Ediciones de la Librería Estudio, 1978, t. I, pp. 107-114.
--Sánchez Reyes, Enrique, Menéndez Pelayo. Biografía del último de nuestros humanistas, Santander, 1956.
--Sánchez Reyes, Enrique, Biografía crítica y documental de Marcelino Menéndez Pelayo, Madrid, C.S.I.C., 1974.
II. Sobre Benito Pérez Galdós en Santander:
--Madariaga, Benito, Pérez Galdós. Biografía santanderina, Santander, Institución Cultural de Cantabria / Instituto de Literatura “José Mª de Pereda”, 1979.
--Madariaga de la Campa, Benito, Pérez Galdós en Santander, Santander, Ediciones de la Librería Estudio, 2005.
III: Sobre la vida de José Mª de Pereda:
--Cossío, José Mª de, Rutas literarias de la Montaña, Santander, Ediciones de la Librería Estudio.
--Menéndez Pelayo, Enrique, y otros, “Apuntes para la biografía de Pereda”, en El Diario Montañés, 1 de mayo de 1906, recogido en el t. XVII de las Obras Completas de D. José M. de Pereda, Madrid, Librería General de Victoriano Suárez, 1922 (3ª ed.).
Sin demeritar a los otros, vamos a detenernos ahora en aquellos genios de las veladas de San Quintín y de la guantería de Juan Alonso. Pereda y Galdós eran edecanes consumados del Realismo narrativo. Pereda era un tradicionalista acérrimo, historiador ultramontano de su terruño, patriarca de los cántabros, sus decires, sus usos y costumbres. Militante en el carlismo, apenas salía de su comarca y odiaba en lo más profundo viajar a Madrid. Galdós era un santanderino de adopción; a Santander iba a echar sus mejores “canas al aire”, y desde aquel extraordinario puerto de indianos retrataba como nadie el Madrid de la Restauración. Agnóstico, que nunca ateo ni descreído, hablaba más del cristianismo de espíritu que del catolicismo inquisidor, que aborrecía, dada su vinculación con posturas republicano-socialistas. Don Marcelino, curiosamente el benjamín de los tres, amaba la Historia de España y de su Literatura, y se convirtió pronto, casi durante su adolescencia, en el mejor conocedor del pasado creativo del país, y en el primer gran filólogo que hemos tenido los españoles. También, uno de los mejores conocedores de la poesía latinoamericana. Católico convencido, era un monárquico de tradición divina. Cuando se propuso a Galdós dos veces para el Nobel, los españoles “que no podían ser otra cosa” vitoreaban a Don Marcelino para igual galardón. Y, sin embargo, ni unos ni otros parecían comprender que no existía rivalidad, sino camaradería: la que da el asombro desprovisto de envidia. “Clarín” se dio cuenta de que eran las ideas cristianas, la religión en definitiva, aunque observada desde distinto ángulo, la que posibilitó el acercamiento respetuosísimo de aquellos grandes talentos.
Cuando Galdós alcanzó cierto éxito con Gloria, sus dos amigos alabaron la trabazón del relato, su ágil estilo, pero también deploraron respetuosamente su sentido maniqueo de la vida, su carácter de “novela de tesis”, donde el progresismo y la tolerancia caminan del lado del judaísmo, y el inmovilismo intolerante y teocrático queda para los curas católicos. El escenario velado de Gloria es, además, Santander. Pereda soñaba en sus adentros, y en sus cartas a Menéndez Pelayo, con la conversión sincera y definitiva de su querido Galdós. ¿Por qué no había puesto éste en su Gloria un buen sacerdote, un ejemplo de las verdaderas virtudes católicas, que sirviera de contrapunto a los diáconos amargados y perversos? Al fin y al cabo, otras confesiones también tienen sus lacerantes lacras, y no hay por qué entrar ni en exaltaciones ni en persecuciones injustas. La tolerancia debe ser primera ley, mientras el buen Dios no se decida a iluminar por igual a todos los hombres con la fuerza preclara de su Espíritu. Por su parte, Don Benito veía con ternura los cuadros costumbristas de su compadre Pereda; se sonreía ante su ingenuidad, pero evitaba denigrarlos o efectuar cualquier comentario ridiculizador. Don Marcelino contemplaba con agrado el arte narrativo de Pereda y Galdós, y se congraciaba con tener por amigos a tan sublimes prosistas. Él era, además, un niño cuando Pereda era aclamado ya como maestro en Santander.
Detengámonos en ese niño prodigio, en ese bibliófilo impenitente y lector voraz. Cuando Pereda y Galdós se conocieron en una fonda de la calle Atarazanas, en el verano de 1871, Marcelino Menéndez Pelayo contaba sólo quince años. Tres años antes ya se había comenzado a dar a conocer en los periódicos locales, contestando con éxito a sesudos acertijos de tema histórico. Hijo de don Marcelino Menéndez Pintado, catedrático de Matemáticas de Enseñanza Secundaria, en el instituto destacaba nuestro genio por sus extraordinarios trabajos de investigación. En ese mismo año de 1871, inicia Filosofía y Letras en Barcelona, de la mano del gran Milá y Fontanals. Con dieciocho años, estudiando ya en Madrid, era capaz de dar cumplida noticia de manuscritos y códices guardados en la Biblioteca Nacional. Por desavenencias ideológicas con Salmerón, catedrático de Metafísica de la Universidad Central, traslada la matrícula a Valladolid, donde se licencia. El Ayuntamiento de Santander y la Diputación le otorgan becas de ampliación de estudios en el extranjero por un importe total de siete mil pesetas, que don Marcelino invierte, sobre todo, en la compra de valiosos libros antiguos. Entonces comenzará su más largo y fructífero matrimonio: los libros, su apabullante biblioteca que llegará a contar con más de 50.000 volúmenes, y que él donará generosamente a la capital cántabra.
Viajes por Lisboa, Roma, París, Lovaina, Bruselas, La Haya… y más libros en la maleta, para traer a casa. Comienza a escribir el primer tomo de la Historia de los heterodoxos españoles, la biblia de las herejías nacionales. Decía su buen hermano Enrique, el poeta, que Marcelino “amaba a Dios sobre todas las cosas y al libro como a sí mismo”. Corre el mito del atril doble para leer con comodidad dos libros a la vez mientras come. La leyenda de ser capaz de recitar de memoria un libro recién leído. Su enorme conocimiento de ocho lenguas antiguas y modernas… De niño, visitaba con su padre las librerías de bibliófilo, o las bibliotecas particulares de consumados latinistas. Con doce años, montó su primer estante sobre un aparador. Veinte libros tan sólo. Después convirtió el estante en un armario, como los de las antiguas bibliotecas monacales. Pronto su padre, que lo quería y tenía posibilidades para ello, ordenó construir para los libros un pabellón en el jardín. Su hijo había heredado, quintuplicada, la pasión del abuelo. En 1892, con treinta y cinco años, pasaban de 8.000 los volúmenes de su colección, y entonces fue cuando ordenó levantar un edificio expreso para albergarlos en la casa familiar de Santander. Entre ellos, 23 incunables y 563 manuscritos. Autógrafos originales de Quevedo y Lope de Vega, una obra de Plotino que había pertenecido a Isabel la Católica y regalada a ella por Lorenzo el Magnífico. Y con ellos, los 67 volúmenes alumbrados por el propio polígrafo. [Recomendamos encarecidamente a nuestros lectores que visiten la página web de su biblioteca: www.bibliotecademenendezpelayo.org, con importantes enlaces a bibliotecas privadas y universitarias del mundo entero, obras hispanas, latinas y griegas (que se pueden descargar) y revistas literarias del ámbito hispano. Además, el interesado puede bajarse todos los manuscritos de obras de la colección que ya han sido digitalizados.]
Despega su fulgurante carrera. En 1878, don Marcelino se presenta a la cátedra de Literatura de la Universidad Central, rivalizando con el mismísimo Canalejas. La obtiene. 21 años. El bedel apagaba las luces de la Facultad, se iba el sol, y seguía perorando don Marcelino sobre literatura con sus alumnos, ensimismados por la tremenda erudición y la exacta precisión demostradas en sus explicaciones.
En 1880, es elegido académico de la R.A.E. 24 años. En 1882, con 26, concluye la Historia de los heterodoxos y entra en la Real Academia de la Historia. Comienza su Historia de las ideas estéticas en España y edita las Obras Completas de Milá y Fontanals. 1889: es nombrado bibliotecario interino de la Real Academia de la Historia, y aceptado en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. Entre 1890 y 1893, publica sus antologías de poetas líricos castellanos y de poetas hispanoamericanos (en cuatro tomos). Esta última obra era su preferida, de la que se sentía más orgulloso. Sobre ella ha dejado expresado el historiador Carlos Pereira:
«Vistas de este modo las cosas, Menéndez Pelayo es el primero de los americanistas españoles. Los hubo antes que él, pero nadie antes que él dio la fórmula del americanismo integral. De Menéndez Pelayo parte un sentido de la solidaridad que no se había actualizado en obra alguna.La Historia de la Poesía Hispano-Americana es un libro capital para España y fundamental para América. Este libro parecía llegar a su hora, como suele decirse. Pero si llegaba a su hora para la crítica, para el público llegaba con un adelanto de medio siglo. Era, en suma, uno de esos libros que, tal vez inconscientemente, van dirigidos a la posteridad y que tiene como destino una renovación de las ideas. No había público para el libro de Menéndez Pelayo. No lo había en España y no lo había en América. La Historia de la Poesía Hispano- Americana es la mejor de sus obras o, por lo menos, la que él mismo conceptuaba la mejor. Pero el público carecía de preparación para su lectura, tanto por deficiencia de saber como de entusiasmo. Nadie sentía lo americano en España. Nadie sentía lo americano en América. "Esta obra es de todas las mías –dice Menéndez Pelayo– la menos conocida en España, donde el estudio formal de América interesa a muy poca gente, a pesar de las vanas apariencias de discursos teatrales y banquetes de confraternidad." De dos maneras puede leerse la Historia de la Poesía Hispano-Americana: o vemos en ella un libro de erudición, compuesto minuciosamente, de acuerdo con un plan de divisiones geográficas, en el que lo más importante es la compilación de noticias curiosas, instructivas, útiles y, sobre todo, exactas, o bien leyendo las 900 páginas de recorrido atendemos a la impresión de un conjunto grandioso, del que se destacan como de la masa arquitectónica de una catedral, de una abadía o de un castillo, torres y explanadas, pórticos, estatuas, relieves, hornacinas, arboledas, jardines y fuentes...»
En 1898 –la triste fecha del Desastre--, a los 42 años, ocupa el cargo de director de la Biblioteca Nacional. Impulsa la Revista de Archivos, hito en la investigación erudita española. En 1901, ingresa en la Academia de Bellas Artes de San Fernando. En 1911, un año antes de su muerte, es elegido director de la Academia de la Historia. Su sueldo más abultado, aunque bien generoso para la época, fue de doce mil pesetas, con descuentos. Lo que no necesitaba para vivir y para mantener sus dos casas, lo invertía en adquirir preciados volúmenes en subastas nacionales y extranjeras.
Así llegamos a 1912… El 7 de abril, don Marcelino hace testamento, y lega a la ciudad de Santander, su patria, su biblioteca así como el edificio en que se halla. En los últimos tiempos se le veía vagar solo por los cafés de su ciudad --el Suizo entre ellos--, asistido por su capa, meneando la cabeza, como asintiendo o negando para sus adentros. Leía algunos periódicos ingleses, y de Madrid La Época, su favorito. El domingo, 19 de agosto, sufre un colapso por la mañana del que tarda en recuperarse. Pide que le asista el mismo padre confesor que antaño acompañara a su señora madre, de la vecina parroquia de San Francisco. Entre sus últimas palabras, mirando por última vez al pabellón de su biblioteca, las que mejor esculpen en mármol de Carrara su figura inmortal: “Qué lástima tener que morir cuando me faltaban tantas cosas que leer”. Luego soltó el libro y la pluma y tomó el crucifijo. Ya lo llamaban sus buenos amigos, Laverde, “Clarín”, Valera y Pereda. Así pues, pasó a la eternidad. Tenía 56 años. Fue amortajado con el hábito de la orden franciscana, y sepultado en la nave lateral de la catedral de Santander. Planeando, suspendidos en el aire como un nimbo perenne, los mágicos, bellísimos versos que dedicó a su tierra:
“Puso Dios en mis cántabras montañas
auras de libertad, tocas de nieve,
y la vena del hierro en sus entrañas”
* * *
Volvamos ahora a “Clarín” y a su propuesta de la religiosidad como panacea. Para el agudo y acerado escritor zamorano, nuestra alma necesita creer, y es por medio de las creencias religiosas comunes como se dota de fraternidad y de cohesión a un pueblo. Lo asevera en Un discurso (1891), presentado en la apertura del año universitario, y enviado a Menéndez Pelayo, quien lo elogia con emoción, pues ve en “Clarín” a un hombre que no ha perdido la fe: “Se me ensancha el alma cuando veo a un liberal como usted coincidir conmigo en lo esencial del terrible problema […] la absoluta necesidad de la educación religiosa, no ya sólo para que la vida colectiva no acabe de disolverse, sino, lo que importa más, para la salvación del alma propia, como quiera que esto se entienda.” El más díscolo de los amigos, por lo escéptico, era Galdós, quien reconocía, en carta a Pereda, que el catolicismo “es la más perfecta de las religiones positivas”, aun cuando él dice carecer de fe, lo que le lleva a ir tirando en un estado que no termina --justamente y por eso--, de agradarle. A propósito de los descalificativos contra Gloria, el insigne narrador canario se define decididamente: “Ninguna religión positiva, ni aun el catolicismo, satisface el pensamiento ni el corazón del hombre en nuestros días. No hay quien me arranque esta idea ni con tenazas. El catolicismo no puede seguir rigiendo en absoluto la vida. Convengo en que marchamos rápidamente al caos; pero este desconsolador hecho no puede ser un argumento en contra de aquella idea.” (El subrayado es nuestro). Es decir, el propio Galdós reconoce hacia dónde conduce el agnosticismo, y lo que es peor consuelo, el ateísmo: a la destrucción del orden social, a la pérdida de los valores morales, esenciales del ciudadano y de la persona. Se vio a las claras décadas después, durante la malograda II República Española, con la persecución sistemática de la Iglesia y de sus seguidores, para proponer un nihilismo pseudocomunista a cambio. El dramático resultado –del cual nadie decente se vanagloria—fue nuestra contienda civil. Y todavía hay quien ve en el nacionalcatolicismo del régimen franquista un decorado de cartón-piedra. Aquella dictadura, chapuceramente contradictoria como son todas, paraíso de crueldad y de represalia, esgrimió sin embargo con relativo tino la vertiente religiosa como fórmula de estabilidad social. El descreimiento de épocas pasadas radicalizó las posturas, e hizo levantar la barbacana del mazo y del hisopo. Se pidió una suerte de estado teocrático como lo hubo durante la Edad Media y el absolutismo imperial. El aleccionamiento de catecismo tuvo como nota positiva inculcar un cierto respeto por los valores éticos de la religión, aun cuando muchas parejas, obligadas a admitir el único matrimonio autorizado, el católico, firmaran de antemano ante notario un “documento de dudas razonables sobre el dogma” por si la relación fracasaba y había que recurrir a Roma y al Tribunal de la Rota.
El cristianismo, en su variante católica, forma parte innegable de la idiosincrasia española e hispana. Por mucho que algunos vocingleros, en época republicana o actual, intenten desconocerlo. Quieren alienarnos de nuestras creencias tradicionales, volviéndose irrespetuosos frente a quien no piensa como ellos. Poco han aprendido del genio galdosiano, o clariniano, que abogaba por una espiritualidad innata en el ser del español, aunque la tal no corroborara taxativamente los dogmas del catolicismo. Hoy día, quienes no creen se molestan por la presencia de quienes creen, y ni siquiera abrazan posiciones de espiritualidad conciliadoras, como el krausismo o la teosofía. Ahí están ataques despiadadamente frontales a la Historia del cristianismo y de la Iglesia católica, como el esgrimido con verdadera saña por el escritor colombiano Fernando Vallejo (La puta de Babilonia, 2007). De acuerdo que el papado no ha sido ninguna institución perfecta, y que Roma ha cometido errores de bulto, algunos extraordinariamente vergonzosos, crueles y jactanciosos, como beatificar a quienes amparaban a los clérigos responsables de las matanzas del campo croata de Jasenovac. Pero tampoco se puede negar la emprendedora labor social de la Iglesia, en caridad, sanidad, infancia, educación y formación. No es cierto que Pío XII fuera un aliado del nazismo y un antisemita convencido, como dice ese autor, que ignora lo imprescindible que es la diplomacia para la supervivencia. Si Pío XII hubiera criticado abiertamente el régimen de Hitler, éste habría ocupado el estado Vaticano y silenciado al papa, como de hecho hizo con sacerdotes y monjas católicos internados en los campos de exterminio (Kolbe, Sangel, Stein…) Aún vive hoy en Israel Zeev Steinberg, músico, una de las personas salvadas de la Shoa gracias a la orden dictada expresamente por Pío XII para acoger y esconder en los monasterios a los judíos perseguidos por los nazis (v. Alfa y Omega, nº 641, 14-05-2009). Es obvio que cada cual cuenta la feria según le va en ella. Si creemos en Dios, sólo Él conoce objetivamente el grado de inocencia o de culpabilidad de cada ser humano. Pero Vallejo, llevado de aprensión supina, difunde otras severas imprecisiones, como asegurar que los nazis eran cristianos, cuando en realidad –todos lo sabemos-- sólo difundían el culto al Führer y a la raza aria. Mas se ve que, para él, el cristianismo ha sido la bestia negra de toda la cultura occidental.
Tanto España como la cultura hispánica, la que extendimos los españoles por el mundo, al otro lado del océano, es lo que es merced a su trayectoria confesional. Lo ha expresado magistralmente el nuevo arzobispo de Toledo, Monseñor Braulio Rodríguez Plaza: “La unidad verdadera es siempre la que nace de la confesión de la fe común. En la historia de España es evidente que la confesión de fe común ha fecundado la vida de las personas, de los pueblos, de la cultura, en orden a la conquista del respeto de la dignidad de la persona humana. La realidad histórica de España difícilmente se entendería, ni antes ni ahora, sin esa unidad de confesión de fe que la ha configurado y caracterizado. Los obispos españoles, en la Instrucción pastoral Orientaciones morales ante la actual situación de España, de noviembre de 2006, que no ha perdido un ápice de vigencia, señalábamos que «esta unidad cultural básica de los pueblos de España, a pesar de las vicisitudes sufridas a lo largo de la Historia, ha buscado también, de distintas maneras, su configuración política. Ninguna de las regiones actualmente existentes, más o menos diferentes, hubiera sido posible tal como es ahora, sin esta antigua unidad espiritual y cultural de todos los pueblos de España». No debemos olvidar esta afirmación.” (v. Alfa y Omega, nº 638, 23-04-2009, p. 26).
Sin embargo, la tremenda crisis de valores por las que atraviesa España en esta primera década del siglo XXI no es exclusivamente nuestra. Individualismo, conformismo, tedio, apatía, extravío de un rumbo y de un proyecto de vida, se dieron también en, por ejemplo, la sociedad norteamericana de 1950-55, tal y como atestigua con los personajes de su novela Richard Yates (Revolutionary Road, 1961). La cultura estadounidense aparecía “narcotizada y moribunda”, y sólo la vieja Europa, la cuna madre, parecía ofrecer alguna esperanza de recuperación, con sus tradiciones ancestrales, su impulso civilizador, sus matrimonios fieles y sus oportunidades de vida realizada y dichosa. Europa era como un Edén. El país de las grandes comodidades, la industria de primera línea y la Estatua de la Libertad miraba a Europa. Ahora Europa, ¿hacia dónde mira?
A los hombres con valores, con ética y con preocupaciones trascendentales, dirige Juan Manuel de Prada su urgente y muy necesario libro La nueva tiranía. El sentido común frente al Mátrix progre (Ed. Libroslibres, 1ª ed., abril de 2009). La cultura de la idolatría, despersonalizada, globalizadora y alienante, pretende vencer a lo “caduco” y “reaccionario”, sustituyendo las lámparas viejas por otras nuevas como en el cuento de Aladino. Pero las nuevas lámparas de latón, aun por muy relucientes, no sacan genio por mucho que se froten. “Y, contra este nuevo orden cuasirreligioso, sólo se alza el orden religioso, que restituye al hombre su verdadera naturaleza y le propone una visión cabal del mundo que ataca los cimientos del trampantojo sobre los que se asienta la nueva tiranía, disolviendo sus falsificaciones•” (v., op. cit., p. 14). Como dejó sentenciado Chesterton hace ya muchos años, quien no cree en Dios, cree en cualquier cosa. Hemos de recordar siempre que no nos limitamos a vivir, sino que convivimos. Por tal motivo, fundamentado y fundamental, pidamos al menos para que los que no creen en Dios respeten el derecho a creer de los demás, y que jamás veamos de nuevo rota la base de nuestra tolerancia y convivencia.
Antonio Ángel Usábel
(Madrid, 17 de mayo de 2009)
* PARA SABER MÁS: recomendamos la consulta de la bibliografía siguiente:
I. Sobre la vida de Marcelino Menéndez Pelayo:
-- Artigas Ferrando, Miguel. Menéndez y Pelayo, Madrid, Ed. Voluntad, 1927.
--Artigas Ferrando, Miguel, La vida y la obra de Menéndez Pelayo, Zaragoza, Heraldo de Aragón, 1939.
--Bonilla Sanmartín, A., Marcelino Menéndez Pelayo, Madrid, 1914.
--Cossío, José Mª de, Rutas literarias de la Montaña, Santander, Ediciones de la Librería Estudio.
--García de Castro, R., Menéndez Pelayo.
--González Piedra, Juan, Vida y obra de Menéndez Pelayo, Madrid, Publicaciones Españolas, 1952, col. Temas españoles, nº 12.
--Pellón Gómez de Rueda, Adela, “Perfil humano de Menéndez Pelayo”, en Menéndez Pelayo. Setenta y cinco aniversario, Santander, Sociedad Menéndez Pelayo, 1989, pp. 10-35.
--Rodríguez Alcalde, Leopoldo, “Marcelino Menéndez Pelayo”, en Retablo biográfico de montañeses ilustres, Ediciones de la Librería Estudio, 1978, t. I, pp. 107-114.
--Sánchez Reyes, Enrique, Menéndez Pelayo. Biografía del último de nuestros humanistas, Santander, 1956.
--Sánchez Reyes, Enrique, Biografía crítica y documental de Marcelino Menéndez Pelayo, Madrid, C.S.I.C., 1974.
II. Sobre Benito Pérez Galdós en Santander:
--Madariaga, Benito, Pérez Galdós. Biografía santanderina, Santander, Institución Cultural de Cantabria / Instituto de Literatura “José Mª de Pereda”, 1979.
--Madariaga de la Campa, Benito, Pérez Galdós en Santander, Santander, Ediciones de la Librería Estudio, 2005.
III: Sobre la vida de José Mª de Pereda:
--Cossío, José Mª de, Rutas literarias de la Montaña, Santander, Ediciones de la Librería Estudio.
--Menéndez Pelayo, Enrique, y otros, “Apuntes para la biografía de Pereda”, en El Diario Montañés, 1 de mayo de 1906, recogido en el t. XVII de las Obras Completas de D. José M. de Pereda, Madrid, Librería General de Victoriano Suárez, 1922 (3ª ed.).
domingo, 19 de abril de 2009
Lorca, Lorquita.
Los homófilos están de enhorabuena. Pintan oros para ellos. Los homófobos, a esconderse. A la espera de que se abra la fosa de Lorca, y en el supuesto de que se dé con sus restos, lo cual brindará a Ian Gibson la oportunidad de escribir otros dos nuevos libros por lo menos, nos presenta este consagrado hispanista pionero un acercamiento pormenorizado al universo homosexual del inmortal poeta granadino. Su título: “Caballo azul de mi locura”. Lorca y el mundo gay (Barcelona, Ed. Planeta, 1ª ed. marzo de 2009). A lo largo de 463 páginas, con profusión de fotografías esclarecedoras y explícitas, y un notable y valioso índice onomástico, Gibson se aplica a desgranar la trayectoria homosexual del autor de El público, por medio del estudio de su obra y del análisis de las amistades “gays” que fue sosteniendo. De su horizonte homófilo no se escapa ni San Miguel Arcángel.
El hispanista achaca a Miguel Primo de Rivera el ambiente declaradamente discriminatorio y homófobo que metió en sus respectivos armarios a intelectuales como García Lorca. Una homofobia azuzada por plumas ilustres, como la del Dr. Marañón, pero que en parte resultó también compartida por los propios amigos del retoño granadino, como el cineasta Luis Buñuel (“Con los maricones nunca pisa uno terreno firme”). Esto obligó a que tanto el poeta, como Salvador Dalí y el resto de amigos más o menos comunes, vivieran su opción sexual de una manera estanca y reprimida, que en ocasiones llegó a desmaterializarse como Houdini, y que contrastaba con esa actitud “locuela” de Eduardo Blanco-Amor, que lucía descocado su palmito por la misteriosa Buenos Aires. Blanco-Amor era el casanova provocativo de aquella lencería indiscreta que causaba repugnancia en muchas conciencias. Ya se sabía antes que Lorca se granjeó los favores de homosexuales reconocidos, pero discretos, como Emilio Aladrén, pero no tanto de otras conquistas, como la que afectó al “indeciso” Rafael Rodríguez Rapún. Con Lorca, Rodríguez Rapún hacía de macho en Algeciras. Gibson señala que no hubo vuelta atrás. Sucumbió a la contemplación hipnótica de los culos floreados del Bosco en El jardín de las delicias.
Así mismo, hubo conatos, "gatillazos", aventuras que no llegaron a despuntar en la vida del gran poeta, como la del silencioso y feérico empleado de banca Eduardo Rodríguez Valdivieso, quien cruzó con aquella dulce alma seis cartas, guardadas como oro en paño y publicadas por El País en “Babelia” en 1993. Las cartas de Lorca demuestran ásperamente que aún no había encontrado, en 1932, su amor fundamental.
Hay también una revelación extraordinariamente sorprendente, que le hizo Dalí a Gibson, y que éste ya aireó en El País dominical, el 26 de enero de 1986. Una única relación con penetración de Federico con una mujer, la liberada muchacha de diecisiete años Margarita Manso en la primavera de 1926. Margarita se ofreció a sustituir a Dalí en el altar del sacrificio homosexual y, presumiblemente, se dejó sodomizar por Lorca.
En el libro de Gibson se revelan algunos detalles íntimos del mundillo lorquiano, como que Dalí gustaba de la masturbación anal, según le confesó a Alberti el propio Federico. Por eso Lorca no podía dar crédito a que el hijo del notario se la pegara con una pareja hetero. Se dan cabida a gruesos rumores que circulaban en el mundillo literario de entonces, como el decir del pintor Beberide en Montparnasse de que el padre de Lorca había enviado a su hijo a Nueva York para que se dejara de perseguir a jovencitos en las vegas de Granada. O las aventuras con negros cimarrones en Cuba de un poeta inteligente, pero misógino hasta el tuétano. A raíz del estreno de Un perro andaluz, en carta dirigida a Dalí el 24 de junio de 1929, Buñuel llamaba “hijo de puta” a Federico, y “zorra ágil” a Concha Méndez, quien celebraba el fracaso del cortometraje entre quienes lo habían podido ver. En cuanto a sumisos admiradores como Cernuda, alaban la atracción de Lorca hacia los cuerpos masculinos desnudos, en contraposición a la teoría juanramoniana de la poesía como mujer sin aderezos. En fin, del escritor y fan de Federico Enrique Amorim, se reproduce una epístola secuestrada por un temblor cachondo, espinodorsal, muestreo más que explícito de las correrías cuasiinfantiles de la camarilla del poeta:
“Federicoooooooooo... Federiquísimo... Chorpatélico de mi alma... Mi maravilloso epente cruel, que no escribe, que no quiere a nadie, que se deja querer, que se fue al fondo de la gloria y desde allá, vivo, satánico, terrible, con un ramito de laurel en la mano, se asoma por arriba de los hombros de las nubes. Chorpatélico, que te has ido dejando polvo de estrellas en el aire de América. Un lagrimear (sí, mear, querida máquina mía, has escrito bien, mear) de Totilas Tótilas, todas llenas de cosméticos y batones ajados por la esta [las dos primeras letras cortadas], esa babosa de América que las embadurna y las lame.
Federicooooooooo... Epente que ama las frentes bravas y las ideas [faltan unas letras] melenadas. Chorpatélico que levanta la columna de ceniza y se va, se va tras los mares, mientras la poesía de América se queda machacando ajos, desmenuzando perejiles, atónita, y él, ÉL, corre por el mar y en Madrid Yerma, Yerma de aquella tarde en el hotel Carrasco, Yerma se yergue e ilumina y limpia y libra! ... Federicooooooooooo!...” [febrero de 1935]
Antonio Ángel Usábel
(18-19 de abril de 2009)
El hispanista achaca a Miguel Primo de Rivera el ambiente declaradamente discriminatorio y homófobo que metió en sus respectivos armarios a intelectuales como García Lorca. Una homofobia azuzada por plumas ilustres, como la del Dr. Marañón, pero que en parte resultó también compartida por los propios amigos del retoño granadino, como el cineasta Luis Buñuel (“Con los maricones nunca pisa uno terreno firme”). Esto obligó a que tanto el poeta, como Salvador Dalí y el resto de amigos más o menos comunes, vivieran su opción sexual de una manera estanca y reprimida, que en ocasiones llegó a desmaterializarse como Houdini, y que contrastaba con esa actitud “locuela” de Eduardo Blanco-Amor, que lucía descocado su palmito por la misteriosa Buenos Aires. Blanco-Amor era el casanova provocativo de aquella lencería indiscreta que causaba repugnancia en muchas conciencias. Ya se sabía antes que Lorca se granjeó los favores de homosexuales reconocidos, pero discretos, como Emilio Aladrén, pero no tanto de otras conquistas, como la que afectó al “indeciso” Rafael Rodríguez Rapún. Con Lorca, Rodríguez Rapún hacía de macho en Algeciras. Gibson señala que no hubo vuelta atrás. Sucumbió a la contemplación hipnótica de los culos floreados del Bosco en El jardín de las delicias.
Así mismo, hubo conatos, "gatillazos", aventuras que no llegaron a despuntar en la vida del gran poeta, como la del silencioso y feérico empleado de banca Eduardo Rodríguez Valdivieso, quien cruzó con aquella dulce alma seis cartas, guardadas como oro en paño y publicadas por El País en “Babelia” en 1993. Las cartas de Lorca demuestran ásperamente que aún no había encontrado, en 1932, su amor fundamental.
Hay también una revelación extraordinariamente sorprendente, que le hizo Dalí a Gibson, y que éste ya aireó en El País dominical, el 26 de enero de 1986. Una única relación con penetración de Federico con una mujer, la liberada muchacha de diecisiete años Margarita Manso en la primavera de 1926. Margarita se ofreció a sustituir a Dalí en el altar del sacrificio homosexual y, presumiblemente, se dejó sodomizar por Lorca.
En el libro de Gibson se revelan algunos detalles íntimos del mundillo lorquiano, como que Dalí gustaba de la masturbación anal, según le confesó a Alberti el propio Federico. Por eso Lorca no podía dar crédito a que el hijo del notario se la pegara con una pareja hetero. Se dan cabida a gruesos rumores que circulaban en el mundillo literario de entonces, como el decir del pintor Beberide en Montparnasse de que el padre de Lorca había enviado a su hijo a Nueva York para que se dejara de perseguir a jovencitos en las vegas de Granada. O las aventuras con negros cimarrones en Cuba de un poeta inteligente, pero misógino hasta el tuétano. A raíz del estreno de Un perro andaluz, en carta dirigida a Dalí el 24 de junio de 1929, Buñuel llamaba “hijo de puta” a Federico, y “zorra ágil” a Concha Méndez, quien celebraba el fracaso del cortometraje entre quienes lo habían podido ver. En cuanto a sumisos admiradores como Cernuda, alaban la atracción de Lorca hacia los cuerpos masculinos desnudos, en contraposición a la teoría juanramoniana de la poesía como mujer sin aderezos. En fin, del escritor y fan de Federico Enrique Amorim, se reproduce una epístola secuestrada por un temblor cachondo, espinodorsal, muestreo más que explícito de las correrías cuasiinfantiles de la camarilla del poeta:
“Federicoooooooooo... Federiquísimo... Chorpatélico de mi alma... Mi maravilloso epente cruel, que no escribe, que no quiere a nadie, que se deja querer, que se fue al fondo de la gloria y desde allá, vivo, satánico, terrible, con un ramito de laurel en la mano, se asoma por arriba de los hombros de las nubes. Chorpatélico, que te has ido dejando polvo de estrellas en el aire de América. Un lagrimear (sí, mear, querida máquina mía, has escrito bien, mear) de Totilas Tótilas, todas llenas de cosméticos y batones ajados por la esta [las dos primeras letras cortadas], esa babosa de América que las embadurna y las lame.
Federicooooooooo... Epente que ama las frentes bravas y las ideas [faltan unas letras] melenadas. Chorpatélico que levanta la columna de ceniza y se va, se va tras los mares, mientras la poesía de América se queda machacando ajos, desmenuzando perejiles, atónita, y él, ÉL, corre por el mar y en Madrid Yerma, Yerma de aquella tarde en el hotel Carrasco, Yerma se yergue e ilumina y limpia y libra! ... Federicooooooooooo!...” [febrero de 1935]
Antonio Ángel Usábel
(18-19 de abril de 2009)
sábado, 18 de abril de 2009
El mundo documental de ALAIN RESNAIS.
Acaban de ser editados en España dos DVD que contienen importantes trabajos documentales de este realizador francés (Vannes, 1922), precursor del “cine de la memoria”. Un tipo de cinematografía que se pregunta por el significado de la realidad, e intenta interpretar críticamente los principales acontecimientos históricos del siglo en que se desarrolla: la Shoa, la escalada nuclear, el colaboracionismo durante la ocupación de Francia por Alemania, la resistencia antifranquista, o la guerra de Argelia, han sido algunos de los temas abordados por la mirada de este cineasta.
Se le considera un precursor y un maestro del cine documental, al que incluso da cabida en largometrajes de ficción, como su ya mítica Hiroshima, mon amour (1959), basada en un guión de la escritora de las palabras y los silencios, Marguerite Duras. Dicha película se abre con una reflexión testimonial sobre los efectos del bombardeo de la ciudad japonesa.
Es en esa década de los años cincuenta del pasado siglo, coincidiendo con la Nouvelle Vague y con la renovación de la técnica de la novela, a cargo de Alain Robbe-Grillet, cuando Resnais se entrega de lleno a la realización de cortos, algunos muy extraños y por encargo, como El canto del estireno (1958), rodado en color y en cinemascope, y que muestra el proceso de obtención y de aplicación de este plástico derivado de los hidrocarburos, pero contado al revés, desde el final al principio, con una voz en off que va recitando unos versos alejandrinos inspirados en la antigua poesía didáctica francesa del primer racionalismo. Resnais contó, a tal fin, con la precisa colaboración del escritor Raymond Queneau, involucrado con el mítico sello Gallimard.
A famosos pintores posimpresionistas y cubistas dedicó también Resnais algunos cortos, aunque realizados –y esto es lo malo para el aspecto vital del cromatismo—en blanco y negro. Miradas a las vidas marginales de Van Gogh y de Gauguin (1948-1950). Sobrecogedor es su testimonio de la destrucción de Guernika por la Legión Cóndor, donde introduce recortes de prensa a modo de collage, y para el que tuvo en cuenta la contribución del poeta Paul Eluard.
Pero debemos destacar dos piezas maestras del conjunto editado ahora: Toda la memoria del mundo (Tout le mémoire du monde, 1956) y Noche y niebla (Nuit et brouillard, 1955). La primera es un claro homenaje al Borges de la Biblioteca de Babel (1941), esa biblioteca infinita –en este caso, la Nacional de Francia—construida y reconstruida cuantas veces haga falta, aprovechada hasta el último recoveco, para albergar la memoria eterna de la Humanidad. Se siguen los pasos que se dan para registrar los libros, desde que llegan, hasta que se catalogan, se ubican y se pueden consultar. Se repasa el tesoro de los manuscritos medievales y de los legados de los escritores contemporáneos. Y una afirmación curiosa: los hombres construyeron las bibliotecas como fortalezas para defenderse de los libros.
El segundo corto que destacamos, de treinta minutos de duración, rodado en blanco y negro y color, es una denuncia crudísima de los campos de exterminio alemanes. Repaso pormenorizado al funcionamiento industrial y metódico de las “fábricas de la muerte”. Ojos como platos sorprendidos por la agonía, enormes mares de pelambre humana, pieles utilizadas para dibujar sobre ellas, cámaras de gas cuyo hormigón del techo aparece arañado por cientos de uñas ensangrentadas. Es tal la crudeza de este documental que fue prohibido. Y sin embargo, su horror exhala majestuosa poesía, y un poder de captación visual inigualable. Noche y niebla es el mejor testimonio gráfico sobre la memoria de la Shoa que hayamos visto. Una obra maestra que se acuerda de aquellos tres mil españoles, en su mayoría excombatientes republicanos, que dejaron sus vidas construyendo las célebres escaleras de la muerte de Mauthausen.
Ningún aficionado al cine ha de perderse esta serie de documentales, editados por dos sellos: Alain Resnais: Cortometrajes, al cuidado de Versus Entertainment, S.L. (C/ Cronos, 24-26, Portal 2, Estudio E-22, 28037 Madrid); incluye un libreto de comentario a cargo de Roberto Cueto; y Noche y niebla, presentado por Filmax Home Video (Sogedasa, Hospitalet de Llobregat, Barcelona).
Antonio Ángel Usábel
(18 de abril de 2009)
Se le considera un precursor y un maestro del cine documental, al que incluso da cabida en largometrajes de ficción, como su ya mítica Hiroshima, mon amour (1959), basada en un guión de la escritora de las palabras y los silencios, Marguerite Duras. Dicha película se abre con una reflexión testimonial sobre los efectos del bombardeo de la ciudad japonesa.
Es en esa década de los años cincuenta del pasado siglo, coincidiendo con la Nouvelle Vague y con la renovación de la técnica de la novela, a cargo de Alain Robbe-Grillet, cuando Resnais se entrega de lleno a la realización de cortos, algunos muy extraños y por encargo, como El canto del estireno (1958), rodado en color y en cinemascope, y que muestra el proceso de obtención y de aplicación de este plástico derivado de los hidrocarburos, pero contado al revés, desde el final al principio, con una voz en off que va recitando unos versos alejandrinos inspirados en la antigua poesía didáctica francesa del primer racionalismo. Resnais contó, a tal fin, con la precisa colaboración del escritor Raymond Queneau, involucrado con el mítico sello Gallimard.
A famosos pintores posimpresionistas y cubistas dedicó también Resnais algunos cortos, aunque realizados –y esto es lo malo para el aspecto vital del cromatismo—en blanco y negro. Miradas a las vidas marginales de Van Gogh y de Gauguin (1948-1950). Sobrecogedor es su testimonio de la destrucción de Guernika por la Legión Cóndor, donde introduce recortes de prensa a modo de collage, y para el que tuvo en cuenta la contribución del poeta Paul Eluard.
Pero debemos destacar dos piezas maestras del conjunto editado ahora: Toda la memoria del mundo (Tout le mémoire du monde, 1956) y Noche y niebla (Nuit et brouillard, 1955). La primera es un claro homenaje al Borges de la Biblioteca de Babel (1941), esa biblioteca infinita –en este caso, la Nacional de Francia—construida y reconstruida cuantas veces haga falta, aprovechada hasta el último recoveco, para albergar la memoria eterna de la Humanidad. Se siguen los pasos que se dan para registrar los libros, desde que llegan, hasta que se catalogan, se ubican y se pueden consultar. Se repasa el tesoro de los manuscritos medievales y de los legados de los escritores contemporáneos. Y una afirmación curiosa: los hombres construyeron las bibliotecas como fortalezas para defenderse de los libros.
El segundo corto que destacamos, de treinta minutos de duración, rodado en blanco y negro y color, es una denuncia crudísima de los campos de exterminio alemanes. Repaso pormenorizado al funcionamiento industrial y metódico de las “fábricas de la muerte”. Ojos como platos sorprendidos por la agonía, enormes mares de pelambre humana, pieles utilizadas para dibujar sobre ellas, cámaras de gas cuyo hormigón del techo aparece arañado por cientos de uñas ensangrentadas. Es tal la crudeza de este documental que fue prohibido. Y sin embargo, su horror exhala majestuosa poesía, y un poder de captación visual inigualable. Noche y niebla es el mejor testimonio gráfico sobre la memoria de la Shoa que hayamos visto. Una obra maestra que se acuerda de aquellos tres mil españoles, en su mayoría excombatientes republicanos, que dejaron sus vidas construyendo las célebres escaleras de la muerte de Mauthausen.
Ningún aficionado al cine ha de perderse esta serie de documentales, editados por dos sellos: Alain Resnais: Cortometrajes, al cuidado de Versus Entertainment, S.L. (C/ Cronos, 24-26, Portal 2, Estudio E-22, 28037 Madrid); incluye un libreto de comentario a cargo de Roberto Cueto; y Noche y niebla, presentado por Filmax Home Video (Sogedasa, Hospitalet de Llobregat, Barcelona).
Antonio Ángel Usábel
(18 de abril de 2009)
viernes, 17 de abril de 2009
Las propuestas poéticas de LEO ZELADA.
El pasado martes, 14 de abril, tuvo lugar, en la Asociación de Escritores y Artistas de España (C/ Leganitos, 10, 1º, Madrid) la presentación de la antología Nueva poesía y narrativa hispanoamericana (Madrid, Ed. Visión Libros, 2009; http://www.distribuciondepublicacion.com/; pedidos@visionnet.es). El acto corrió a cargo del propio responsable de la selección, el reconocido poeta peruano Leo Zelada, y del secretario de la entidad que cedía el local, D. Emilio Porta, quien contribuye también con algunos poemas al libro. Entre el reducido, pero disciplinado público asistente, se encontraban algunos de los autores de los textos escogidos, que fueron saliendo a la palestra para recitar o leer su obra.
En principio, hemos de felicitar a Leo Zelada y a D. Emilio Porta por la iniciativa que han tenido, primero de elaborar dicha antología, y seguidamente de presentarla ante gente comprometida y ante ciertos medios de comunicación. Se trata, evidentemente, de un proyecto a agradecer; no por modesto e independiente menos interesante y valioso. Empresas de este tipo hacen mucha falta para dar la oportunidad de expresarse y darse a conocer a poetas y narradores cuyas obras están teniendo (o sufriendo) una discretísima difusión, tanto en España como en sus países latinoamericanos de origen. Y como el caso de los que quedan en este volumen recogidos, cientos, quizá miles más. Pues si algo de negativo tienen las antologías es el hecho de excluir o no tener en cuenta a otros creadores u otras obras igualmente válidos. Toda selección suele acometerse con ciertos criterios personales, desde el subjetivismo del gusto propio. Y es aquí donde nos conviene aclarar algunos conceptos un tanto particulares que animan la obra del amigo Zelada.
No hace muchos meses (enero de este año), la revista RollingStone se hacía con la gracia de elegir los cien mejores cantantes de la Historia, pero aplicando a la propuesta una extremista condición: tenían que haber participado del espíritu de vanguardia, es decir, haber sido radicales, rebeldes, revolucionarios y contestatarios. Esto eliminaba de un plumazo a voces como las de los grandes crooners (vocalistas), capitaneados por la enorme figura, controvertida, de Frank Sinatra. ¿Cuál fue el resultado de aquel sesgado expositor? Que más que brillar el talento de los glorificados en él, lucía su desmañada trayectoria vital, o lo que es lo mismo, sus provocaciones y retos continuados al sistema que los vio nacer. Pero los responsables de RollingStone se olvidaban con ello de que el arte es una propuesta dirigida primero a los sentidos, y después, y sobre todo, al sentimiento. El arte es aceptado en la medida en que despierta el gusto (una clave desvelada a la perfección por Lope de Vega). Si algo “gusta”, es aceptado, y despierta una reacción positiva, que se traduce en una empatía hacia la obra y el estilo de su creador. Es el “yo” subjetivo el que decide lo que le gusta, lo que le hace disfrutar. No olvidemos nunca esta circunstancia selectiva. Aparte --muy aparte--, están otros factores que envuelven a un autor: su pertenencia a una determinada generación, a un movimiento estético, a un posicionamiento ideológico. John Ford, director de cine, no gustaba en los años cincuenta porque parecía un reaccionario; más tarde, los mismos “progres” que lo criticaban comenzaron a reconocerle como un maravilloso esteta, como un poeta de la mirada fílmica. Quienes troneaban a Ford reivindicaban por su parte la genialidad transgresora y fetichista de un Alfred Hitchcock, popularmente aclamado como el maestro del suspense. Y así los adictos a una causa entronizan o demonizan según la moda que su gurú les impone en el momento. Actúan con prejuicios que originan serios perjuicios contra un autor y su obra. Pasó lo mismo con Heidegger, o con Ezra Pound, de quien pocos saben que era un serio admirador del mejor narrador que ha dado la cultura española tras Cervantes: “España tiene un buen novelista, Galdós”.
No sólo el poder mediático selecciona dictatorial e impositivamente a los autores que deben ser publicados y leídos. También, partiendo de ciertos supuestos que nada o poco tienen que ver con la estética de la obra en sí, puede comportarse como un Robespierre el digno emprendedor de una tarea selectiva.
Leo Zelada enuncia en su prólogo su declaración de principios: las vanguardias fueron reemplazadas por el arte con criterios burgueses, acomodaticios, inofensivos. Un arte homogéneo, insensato por lo insensible. Acreedor de la “estética del pastiche”, como la bautiza Leo. No sabemos qué manía asalta a los posmodernos de subrayar lo discrepante como novedoso, estableciendo su elenco de los “elegidos para otra gloria”: quienes realmente “valen”, con sus posiciones arriesgadas, que merecen ser destacados del resto, los anodinos y parasitarios de las campañas de aceptación generalizada y de promoción editorial. Pero, además de las promociones que pudieron hacer triunfar a un Dalí, a un Picasso, o a un Dan Brown, existe la cuestión de estilo, la verdadera clave –insistimos—para despertar el agrado y la curiosidad hacia un creador y su obra. Dalí fue promocionado por su propia musa, Gala, que fue la artífice que lo convirtió en un genio de la pintura. Picasso, aparte de sus amistades políticas, se encumbró a sí mismo comprando su propia obra para así incrementar su cotización internacional. Lejos de estas peculiares maniobras está el gusto, la valoración del espectador. Y, sin embargo, hoy son pocos quienes no aceptan reconocer los méritos de esos dos artistas. Podrá gustar más una época que otra de su respectiva evolución, pero, en líneas generales, algo “gustan”. Es decir, a su triunfo absoluto han contribuido, más o menos por igual, dos elementos: la acción promocional, y el criterio particular del público. Se les reconoce un estilo propio, una innovación acertada sobre lo que antes existía –o se daba—que, además, es apreciado, “gusta”. Trasladado el caso a la literatura, ahí están los grandes autores que han creado estilo: Cervantes, Shakespeare, Lope, Quevedo, Bécquer, Dickens, Balzac, Tolstoi, Dostoievski, Zola, Galdós, “Clarín”, Valle-Inclán, Antonio Machado, Lorca, Cela, Carpentier, García Márquez, Vargas Llosa, Neruda… Coincidencia de crítica y público. Chapeau! Ya están convertidos en clásicos enormes. Se les seguirá leyendo, porque han sabido gustar. Han sabido ser “vanguardistas a su modo”, es decir, genuinos y geniales colosos “universalistas”. Esto no ha pasado con los simples autores de vanguardia. La vanguardia crítica porque sí, disruptiva, es efímera; estrella fugaz que apenas ilumina el cielo reposado de una noche de verano.
Visto el ideario que anima a nuestro Leo Zelada, veamos su efecto en su antología. En poesía, guerra declarada contra el lirismo. Destierro significativo y mortal de la poesía lírica rimada. Allí se colaron sólo José Mañoso, barcelonés del 56, con sus elogios asonantes o consonantes a las grandes figuras de otros tiempos, y Marina Muñoz Cervera, del 60. Fuera de ellos, algún caso de ritmo conseguido con la rima interna: Fernando Ruiz Granados (México, 1958), con su excelente poema Transformaciones. Con esto no insinuamos que todo lo demás no vale, que no merecería estar. La poesía en verso blanco es perfectamente admisible, porque es poderosamente testimonial de un tiempo y de una entidad. Pero no lo es todo para despertar los sentidos y la acción del sentimiento. Lo ideal es que un índice antológico recoja poesía libre y poesía rimada, el Lorca del Romancero gitano y el Lorca de Poeta en Nueva York, por poner un ejemplo mayoritario. Cada lector atravesará entonces distintos momentos y grados de afinidad y de emoción con los autores de los textos. Cada lector vivirá, en tal caso, su terciopelo azul.
En cuanto a la parte narrativa de la antología preparada por Leo, asoman relatos que conectan con la llamada “nueva narrativa histórica”, la visión de los vencidos y su conexión con su supervivencia mítica, en, por ejemplo, De cuando el niño lobo fue guerrillero, de Cristián Vila Riquelme (Chile, 1955). Más convencional y canónica resulta Ana Bolena, de Maria Sanguesa (Marruecos, 1955), poniendo voz a los devaneos de la reina inglesa en sus últimas horas. Incluso podemos encontrar relumbres de intertextualidad cinéfila en Cíclope, de la mexicana Elizabeth Vivero (1976). O de reivindicación del sentimiento social en Raíces mágicas, de Félix Rosado (España, 1965).
Proyecto valioso –concluyamos-- para disfrutar de lo ignoto, para recordarnos que la poesía y la narrativa de alcances modestos siguen vivas hoy día. Pero empresa poco generosa con otras formas de entender lo artístico.
No obstante, gracias a Leo Zelada por reivindicar Madrid como actual paraíso de la cultura mundial, y por regalarnos el sueño de aquella puerta entreabierta al saborear el primer verso de esta antología: “Fui peregrina del amor…”. Sigamos siendo todos peregrinos del arte de la literatura, del arte de escribir y de leer.
(Antonio Ángel Usábel,
Madrid, 16 de abril de 2009)
En principio, hemos de felicitar a Leo Zelada y a D. Emilio Porta por la iniciativa que han tenido, primero de elaborar dicha antología, y seguidamente de presentarla ante gente comprometida y ante ciertos medios de comunicación. Se trata, evidentemente, de un proyecto a agradecer; no por modesto e independiente menos interesante y valioso. Empresas de este tipo hacen mucha falta para dar la oportunidad de expresarse y darse a conocer a poetas y narradores cuyas obras están teniendo (o sufriendo) una discretísima difusión, tanto en España como en sus países latinoamericanos de origen. Y como el caso de los que quedan en este volumen recogidos, cientos, quizá miles más. Pues si algo de negativo tienen las antologías es el hecho de excluir o no tener en cuenta a otros creadores u otras obras igualmente válidos. Toda selección suele acometerse con ciertos criterios personales, desde el subjetivismo del gusto propio. Y es aquí donde nos conviene aclarar algunos conceptos un tanto particulares que animan la obra del amigo Zelada.
No hace muchos meses (enero de este año), la revista RollingStone se hacía con la gracia de elegir los cien mejores cantantes de la Historia, pero aplicando a la propuesta una extremista condición: tenían que haber participado del espíritu de vanguardia, es decir, haber sido radicales, rebeldes, revolucionarios y contestatarios. Esto eliminaba de un plumazo a voces como las de los grandes crooners (vocalistas), capitaneados por la enorme figura, controvertida, de Frank Sinatra. ¿Cuál fue el resultado de aquel sesgado expositor? Que más que brillar el talento de los glorificados en él, lucía su desmañada trayectoria vital, o lo que es lo mismo, sus provocaciones y retos continuados al sistema que los vio nacer. Pero los responsables de RollingStone se olvidaban con ello de que el arte es una propuesta dirigida primero a los sentidos, y después, y sobre todo, al sentimiento. El arte es aceptado en la medida en que despierta el gusto (una clave desvelada a la perfección por Lope de Vega). Si algo “gusta”, es aceptado, y despierta una reacción positiva, que se traduce en una empatía hacia la obra y el estilo de su creador. Es el “yo” subjetivo el que decide lo que le gusta, lo que le hace disfrutar. No olvidemos nunca esta circunstancia selectiva. Aparte --muy aparte--, están otros factores que envuelven a un autor: su pertenencia a una determinada generación, a un movimiento estético, a un posicionamiento ideológico. John Ford, director de cine, no gustaba en los años cincuenta porque parecía un reaccionario; más tarde, los mismos “progres” que lo criticaban comenzaron a reconocerle como un maravilloso esteta, como un poeta de la mirada fílmica. Quienes troneaban a Ford reivindicaban por su parte la genialidad transgresora y fetichista de un Alfred Hitchcock, popularmente aclamado como el maestro del suspense. Y así los adictos a una causa entronizan o demonizan según la moda que su gurú les impone en el momento. Actúan con prejuicios que originan serios perjuicios contra un autor y su obra. Pasó lo mismo con Heidegger, o con Ezra Pound, de quien pocos saben que era un serio admirador del mejor narrador que ha dado la cultura española tras Cervantes: “España tiene un buen novelista, Galdós”.
No sólo el poder mediático selecciona dictatorial e impositivamente a los autores que deben ser publicados y leídos. También, partiendo de ciertos supuestos que nada o poco tienen que ver con la estética de la obra en sí, puede comportarse como un Robespierre el digno emprendedor de una tarea selectiva.
Leo Zelada enuncia en su prólogo su declaración de principios: las vanguardias fueron reemplazadas por el arte con criterios burgueses, acomodaticios, inofensivos. Un arte homogéneo, insensato por lo insensible. Acreedor de la “estética del pastiche”, como la bautiza Leo. No sabemos qué manía asalta a los posmodernos de subrayar lo discrepante como novedoso, estableciendo su elenco de los “elegidos para otra gloria”: quienes realmente “valen”, con sus posiciones arriesgadas, que merecen ser destacados del resto, los anodinos y parasitarios de las campañas de aceptación generalizada y de promoción editorial. Pero, además de las promociones que pudieron hacer triunfar a un Dalí, a un Picasso, o a un Dan Brown, existe la cuestión de estilo, la verdadera clave –insistimos—para despertar el agrado y la curiosidad hacia un creador y su obra. Dalí fue promocionado por su propia musa, Gala, que fue la artífice que lo convirtió en un genio de la pintura. Picasso, aparte de sus amistades políticas, se encumbró a sí mismo comprando su propia obra para así incrementar su cotización internacional. Lejos de estas peculiares maniobras está el gusto, la valoración del espectador. Y, sin embargo, hoy son pocos quienes no aceptan reconocer los méritos de esos dos artistas. Podrá gustar más una época que otra de su respectiva evolución, pero, en líneas generales, algo “gustan”. Es decir, a su triunfo absoluto han contribuido, más o menos por igual, dos elementos: la acción promocional, y el criterio particular del público. Se les reconoce un estilo propio, una innovación acertada sobre lo que antes existía –o se daba—que, además, es apreciado, “gusta”. Trasladado el caso a la literatura, ahí están los grandes autores que han creado estilo: Cervantes, Shakespeare, Lope, Quevedo, Bécquer, Dickens, Balzac, Tolstoi, Dostoievski, Zola, Galdós, “Clarín”, Valle-Inclán, Antonio Machado, Lorca, Cela, Carpentier, García Márquez, Vargas Llosa, Neruda… Coincidencia de crítica y público. Chapeau! Ya están convertidos en clásicos enormes. Se les seguirá leyendo, porque han sabido gustar. Han sabido ser “vanguardistas a su modo”, es decir, genuinos y geniales colosos “universalistas”. Esto no ha pasado con los simples autores de vanguardia. La vanguardia crítica porque sí, disruptiva, es efímera; estrella fugaz que apenas ilumina el cielo reposado de una noche de verano.
Visto el ideario que anima a nuestro Leo Zelada, veamos su efecto en su antología. En poesía, guerra declarada contra el lirismo. Destierro significativo y mortal de la poesía lírica rimada. Allí se colaron sólo José Mañoso, barcelonés del 56, con sus elogios asonantes o consonantes a las grandes figuras de otros tiempos, y Marina Muñoz Cervera, del 60. Fuera de ellos, algún caso de ritmo conseguido con la rima interna: Fernando Ruiz Granados (México, 1958), con su excelente poema Transformaciones. Con esto no insinuamos que todo lo demás no vale, que no merecería estar. La poesía en verso blanco es perfectamente admisible, porque es poderosamente testimonial de un tiempo y de una entidad. Pero no lo es todo para despertar los sentidos y la acción del sentimiento. Lo ideal es que un índice antológico recoja poesía libre y poesía rimada, el Lorca del Romancero gitano y el Lorca de Poeta en Nueva York, por poner un ejemplo mayoritario. Cada lector atravesará entonces distintos momentos y grados de afinidad y de emoción con los autores de los textos. Cada lector vivirá, en tal caso, su terciopelo azul.
En cuanto a la parte narrativa de la antología preparada por Leo, asoman relatos que conectan con la llamada “nueva narrativa histórica”, la visión de los vencidos y su conexión con su supervivencia mítica, en, por ejemplo, De cuando el niño lobo fue guerrillero, de Cristián Vila Riquelme (Chile, 1955). Más convencional y canónica resulta Ana Bolena, de Maria Sanguesa (Marruecos, 1955), poniendo voz a los devaneos de la reina inglesa en sus últimas horas. Incluso podemos encontrar relumbres de intertextualidad cinéfila en Cíclope, de la mexicana Elizabeth Vivero (1976). O de reivindicación del sentimiento social en Raíces mágicas, de Félix Rosado (España, 1965).
Proyecto valioso –concluyamos-- para disfrutar de lo ignoto, para recordarnos que la poesía y la narrativa de alcances modestos siguen vivas hoy día. Pero empresa poco generosa con otras formas de entender lo artístico.
No obstante, gracias a Leo Zelada por reivindicar Madrid como actual paraíso de la cultura mundial, y por regalarnos el sueño de aquella puerta entreabierta al saborear el primer verso de esta antología: “Fui peregrina del amor…”. Sigamos siendo todos peregrinos del arte de la literatura, del arte de escribir y de leer.
(Antonio Ángel Usábel,
Madrid, 16 de abril de 2009)
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