“Con la edad, los ojos ven más lejos, no en la distancia, pero sí en el tiempo.” (aausábel, 2017)

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En este país...

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sábado, 11 de abril de 2020

Hermano sol.


El sol, astro rey, ha sido reverenciado por todas las grandes civilizaciones y por todas las culturas en general.
En el Antiguo Egipto, el sol era Ra, el disco solar. Cuando el sol se ocultaba por el horizonte, al faraón difunto le correspondía atravesar el río de la noche, la corriente de las tinieblas repleta de peligros, de monstruos horribles de los que el faraón debía salir triunfante para llevar de nuevo el día a su tierra amada. El renacer del sol era la victoria del faraón difunto sobre el reino de la muerte. Significaba que la vida podía seguir para todos.

Durante la décimo octava dinastía, el rey Amenofis IV, convertido en Akenatón, eligió el disco solar como único dios verdadero. Los rayos del sol inundan los valles y las calles, los patios y las casas, los oasis y los desiertos. Es un dios democrático, que se da y distribuye uniformemente, por igual y por doquier. Esto molestó mucho a los sacerdotes de las diferentes deidades, pues les quitaba su razón de ser, su modo de vida. Ahora “dios” no existía en el oscuro y vetado interior de un santuario, sino que estaba en la calle y cuidaba, iluminaba y acariciaba a los egipcios. A todos: sacerdotes, médicos, escribas, generales, artesanos, pobres y ricos. La revolución de Amarna (capital Aketatón, “El horizonte de Atón”, a unos trescientos kilómetros al norte de Tebas), fue el segundo movimiento monoteísta de la Historia, después del sugerido por el caldeo Abraham (‘padre de muchos pueblos’, del hebreo y del semita, entre ellos). Por cierto, que Sara, la esposa de Abraham, era mujer codiciada por muchos reyes; entre ellos, el faraón de Egipto, quien la tuvo en su compañía mientras prodigaba a Abraham (su supuesto hermano) de grandes bienes. Un caso honesto de prostitución consentida. Quién sabe si la estancia de Abraham en Egipto no conllevó una influencia religiosa, en su deriva hacia un concepto de Dios único creador. Esta noción comenzaba a estar arraigada con Amenhotep (o Amenofis) II, antecesor dinástico del revolucionario Akenatón, en torno a 1400 a. C., de cuyo reinado se conserva un himno dedicado a Amón Ra, el Dios Sol, como absoluto creador, benefactor y motor de la vida de todas las criaturas: “¡Alabado seas, Amón Ra, señor de Karnak, príncipe de Tebas! Tú eres el creador de todas las cosas, el único, que ha creado lo que existe. Que produce el forraje que alimenta los rebaños, y los árboles frutales para los hombres, que crea aquello de lo que viven los peces en la corriente, y las aves bajo el cielo, que da el aire al embrión en el huevo, que nutre las crías del gusano, que crea aquello de lo que viven los mosquitos, y las serpientes y las moscas, que crea lo que necesitan los ratones  en sus agujeros y nutre a los pájaros sobre cada árbol.”
Entre los griegos, Apolo conducía el carro del sol triunfador por el firmamento. En una fuente del palacio de Versalles, se representa a Apolo conduciendo su carro, que brota literalmente de las aguas.
Las culturas precolombinas también rindieron un culto eminente al sol. Los aztecas y los mayas celebraban rituales en lo alto de sus templos escalonados, que incluían sacrificios humanos. Se abría el pecho de la víctima con un cuchillo de obsidiana y su corazón, aún vivo, era ofrecido al astro rey. Los incas adoraban al sol, y fabricaron en oro discos votivos reproduciéndolo. El sol era el responsable de las cosechas. 
 No sabemos hoy en qué grado estos antiguos grandes pueblos concebían el sol como fundamental para los procesos biológicos que se producen en nuestro metabolismo. La luz del sol nos proporciona vitamina D y es la responsable de la melatonina, una hormona que nuestro cerebro sintetiza, y que es necesaria para guardar las horas de sueño. Si no recibimos suficiente luz natural, nuestro cerebro (la glándula pineal) es incapaz de segregar melatonina. Es decir, el sol contribuye directamente a nuestra salud, a que llevemos una vida sana.

Voy a contar un hecho que es verídico, y que protagonizó una familiar mía. Mi bisabuela materna, Dña. Matilde Cortázar Lizaur, natural de Elorrio (Vizcaya), viuda de médico de cabecera, fallecida nonagenaria en marzo de 1984, se examinó de unas oposiciones a enfermería del Ayuntamiento de Madrid. Eran los años treinta del siglo XX. Pues bien, las ganó merced a una pregunta del tribunal que resultó clave, eliminatoria: “Si usted tuviera a su cuidado un pabellón de enfermos y no dispusiera de los medicamentos necesarios y adecuados para ellos, ¿cómo podría conseguir su estabilidad o incluso mejoría?” Mi bisabuela, una mujer recia muy inteligente, contestó al tribunal: “—Los sacaría al sol. Que tomaran sol a diario.” Esta hábil y acertada respuesta le adjudicó a ella la plaza de enfermera. ¡Bien por mi bisabuela Matilde!
En estos días de prolongado aislamiento es fundamental que tomemos algo el sol. Diez o quince minutos diarios, cuando menos. Desde la ventana, desde un balcón o terraza. Desde un jardín particular, los que puedan. Los de Madrid hacemos honor al astro rey con nuestra Puerta, la del Sol, ahora vacía por efecto de las medidas de alerta por este cruel Covid-19, que está suponiendo para España un diez por ciento de defunciones. A 10 de abril de 2020, según datos oficiales de nuestro Ministerio de Sanidad, ha habido 157.022 casos de infectados, de los cuales han fallecido 15.843, y se han recobrado con bien 55.668. Los 71.511 de diferencia deben de ser los hospitalizados, o los que lo están pasando en sus casas. Según el Ministerio, la cifra de fallecimientos comienza a acercarse a ese diez por ciento que decíamos a partir de los sesenta años de edad (8,8%), elevándose al 26% sobre los setenta años y alcanzando la cumbre del 42% en los ochenta.

El sol es indispensable para la regulación de nuestro organismo: para nuestros huesos, para la función renal e intestinal, para conciliar el sueño reparador. No dejemos de tomarlo. No descuidemos gozar del sol en nuestro quehacer diario. El sol nos fortalece. Nos da salud y favorece que la mantengamos. Cara al sol, como en un pabellón de reposo. “Hermano sol”, como en la bibliografía cristiana lo bautizó el Pobre de Asís, San Francisco, desligando ya al astro de su naturaleza divina. En la versión de León Felipe:

“Loado seas por toda criatura, mi Señor,

y en especial loado por el hermano sol,

que alumbra, y abre el día, y es bello en su esplendor,

y lleva por los cielos noticia de su autor.”

© Antonio Ángel Usábel, abril de 2020.

1 comentario:

  1. Qué sagaz tu bisabuela. Igual se había leído La montaña mágica de Thomas Mann donde a los enfermos de pulmón se los sacaba al sol.

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