“En mi tierra desierta eres la última rosa”
(Pablo Neruda)
Miró por la ventana. La alameda se parecía a un andén, justo como aquel donde una tarde ella despidió a su novio. Había mujeres paseando con cochecitos de niño; entonces, junto a las vías, viajeros tirando de sus equipajes y buscando ansiosamente su vagón. Armando iba como un cordero, triste, apagado, lloroso. Ella tampoco podía retener la emoción y hacía rato que goterones de lágrimas rodaban por sus mejillas y sus surcos se adherían a ellas como pegamento. Era imposible no separarse, y esta vez para siempre. Ella lo había decidido; era la mejor alternativa, aunque doliera profundamente a los dos. En los días previos, durante largas caminatas por el paseo marítimo, o al abrigo del rincón de una cafetería, se lo había intentado hacer comprender a Armando. No podían seguir unidos. Vivían en ciudades diferentes, distantes y opuestas. Ella debió regresar de su larga estancia en Dublín, donde era profesora de Literatura española y donde Armando la visitaba en vacaciones. Debió regresar, porque su familia era lo más importante. Se la necesitaba aquí.
Nina –tal era su nombre—evocó sobre el cristal de la ventana la cara ensombrecida de Armando, su boca contraída por el dolor y sus ojos pardos acuosos, mirando en la distancia, como a ninguna parte. En la estancia el compás perpetuo de un reloj de pared. Nina se volvió. Sentados en un tresillo, una pareja de ancianos miraba bobaliconamente un documental de Naturaleza. El enorme televisor sin sonido.
--Niña, tengo frío—dijo el viejo.
Nina fue a buscar una escocesa y arropó al anciano.
La anciana se pasaba la lengua por el labio superior, relamiendo los restos de miel de una tostada.
--Niña, tengo frío—repitió el viejo.
--No, ya no puedes tener frío. Ya estás tapado, tío.
--Niña, ¿qué día es hoy?
--Viernes.
--¿Es la hora de dormir?—prosiguió el viejo.
--Todavía falta un rato.
--¿Eh?
--Que aún no, tío. Todavía falta un rato para ir a la cama.
El anciano se quedó interrogando a Nina con la mirada, como si tuviera que descifrar cuánto podría ser un rato.
--Yo le aviso, tío, cuando haya que ir a dormir.
--¿Me avisas? ¿Cuándo me avisas? Di.
--Luego le aviso, tío. Vea la televisión. No se preocupe.
El anciano pareció volver a querer distraerse con el aparato.
Nina se sentó en una butaca de felpa, junto al tresillo.
Así era ahora la vida de Nina: mañanas, tardes y noches igual. Atendiendo a aquella pareja de seres indefensos con la memoria congelada por una glaciación salvaje. Suerte que, a sus cincuenta años, había podido ahorrar dinero suficiente de sus clases en la universidad, de las publicaciones y de las tesis doctorales que había dirigido. Su madre, recientemente fallecida, le había dejado en herencia dos pisos, uno bastante grande, que llegado el caso podría vender. Ella se arreglaría con el apartamento.
Sus tíos tenían algún dinero en el banco, y su casa en propiedad. Pero Nina no pensaba llevarlos a ninguna residencia por el momento. No, hasta que la situación se volviera demasiado complicada como para continuarla por sus propios medios. Después, tiraría del dinero de sus tíos, y vendería su casa, para pagar los enormes gastos de un asilo.
Ella se estaría junto a ellos, no haciendo banda aparte, muerta para el mundo como una monja de clausura casi. Solo pedía a Dios fuerzas para resistir, para sobrellevarlo sin volverse chalada. No contaba con especiales dotes de enfermera, pero había leído dos manuales sobre cuidado a ancianos con demencia senil, y esperaba hacerlo bien. La muchacha a la que pagaba para limpiar la casa le venía tres veces a la semana y alguna ayuda le echaba. Además, así tenía a alguien con quien conversar, aparte de las mudas paredes. Con decisión y fortaleza de ánimo, saldría adelante.
¿Cuánto podría durar aquello? No podía precisarse, tratándose de dos personas. Quizá cinco años, quizá ocho, quizá diez. Lo que Dios la deparara. Pensar en Dios como aliado daba entereza a Nina. No estaba sola. Había alguien que la quería, aparte de sus tíos y del pobre Armando. Pediría mucho en sus oraciones vespertinas también por Armando, para que la olvidara pronto y encontrara una buena novia en su ciudad. ¡Cuánto sentía haberlo sacrificado! Pero no había otra forma. El mal los había sorprendido demasiado pronto y avanzaba a su aire. No podía continuar con Armando. No hubieran podido verse, tratarse, amarse. Ella debía cuidar a sus tíos. El piso de Armando era pequeño, y no habría espacio suficiente para dos ancianos con la cabeza perdida. Armando tenía su trabajo en su ciudad, y, aunque hubiera logrado conseguir más cerca otro empleo, allí mismo o a ochenta kilómetros, ella no iba a tener vida normal. Era mucho pedir a un hombre, por mucho que la amara.
Al fin Armando había comprendido, pero sin estar concienciado. A la fuerza ahorcan. ¿No sufrir? Imposible: a ambos les tocaba sufrir. Armando había dejado atrás un divorcio, tenía dos hijos estudiando en la facultad, y su vida social parecía no llevar una dirección determinada. Pocos amigos, mucho mundo interior, hábitos espiritualmente sedentarios. Nina era parecida a él, pero con mayor empuje y determinación de carácter. Lo sentía por Armando; tal y como era, no le resultaría fácil empatizar de nuevo con alguien. Pero siempre cabría una posibilidad… o un par de ellas. En cuanto a sí misma, en Dublín había disfrutado de amigos, buenos y entregados amigos, pero nunca de una relación estable. Atraía a los hombres en principio, pero luego se iban desinflando hasta perder por ella su grado de compromiso inicial. Y a Nina le solía suceder otro tanto: siempre volvía a añorar la alianza con una solitud asumida e independiente. Con Armando no había podido llegar a comprobar la consistencia del edificio, pese a que realmente le quisiera hasta pisar los umbrales de una peligrosa adoración.
El compás del reloj marcaba las horas. Era el timbre rítmico de aquel salón. Voz demasiado acompasada, pero preferible a un volumen desproporcionado del televisor, como les gustaba escucharlo a sus tíos.
--¿No se oye la tele?
--No, tía. Se ha estropeado. Mañana la arreglan.
--¡Ah!
En su pecho, un pálpito de nostalgia, como una ráfaga de recuerdo ametrallado. Sería el ramito de violetas que le regalaría este atardecer:
Recreaba a Armando, en el descansillo, despidiéndose de aquella veterana pareja hace dos veranos.
Su tío, aún con curiosidad consciente, no atisbaba la respuesta a un interrogante:
--Oye, pero ¿a ti qué te gusta de Nina?
--Todo.
© Antonio Ángel Usábel, agosto de 2020.
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