“Con la edad, los ojos ven más lejos, no en la distancia, pero sí en el tiempo.” (aausábel, 2017)

“Con la edad, los ojos ven más lejos, no en la distancia, pero sí en el tiempo.” (aausábel, 2017)

En este país...

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sábado, 18 de enero de 2020

Recordando a Julio Rodríguez Puértolas.


Era de izquierdas. Y bastante. Julio Rodríguez Puértolas, zaragozano de nacimiento, galdosiano y castrista de espíritu, madrileño de adopción y ciudadano de ultramar, pues había sido el catedrático (“Full Professor”) más joven de la UCLA, después de pasar por Buffalo, era catedrático de Literatura española en la Universidad Autónoma de Madrid. Se formó en la Complutense, de la mano de Dámaso Alonso, con quien hizo la tesis doctoral, que le publicó en la Editorial Gredos (Fray Íñigo de Mendoza y sus “Coplas de Vita Christi”, leída en 1963 y editada en 1968). Ante la perspectiva de tener que dar clases particulares, aceptó un puesto de lector de español que Alonso le propuso en Inglaterra. Después marchó a Estados Unidos, donde se carteó con el historiador Américo Castro, al que luego frecuentaría en su piso de la calle Segre, en Madrid, y donde conoció a escritores de la talla de Ramón J. Sender. Rodríguez Puértolas no podía separar literatura de vida, de sociedad. Para él, los autores y sus obras eran reflejo de las inquietudes sociales, morales, artísticas y políticas de su tiempo. No cabe interpretar cualquier producción literaria si no es a la luz de unos acontecimientos históricos determinados. Ellos influyen decisivamente en la concepción e implicación de lo escrito. Además, Julio tenía una visión hegeliana y marxista de la Historia: las clases y sus luchas, el dominio del otro, el poder y sometimiento de las conciencias, como se palpa –sin ir más lejos—en su trabajo “Fortunata y Jacinta, entre la libertad y el orden”. Este artículo sintetiza espléndidamente su concepción de la Historia como conflicto permanente, con el deseo --también eterno y sustancial-- de mandar unos sobre los otros, como ya dejó advertido Pérez Galdós en su Fortunata y en Misericordia.
Tuve a Puértolas de profesor de Literatura contemporánea española en mi último año de carrera (1989-1990). Después, le pude elegir en un curso de doctorado. Fue una experiencia maravillosa, pese a su fuerte lado maniático y a sus prejuicios (solo le interesaban los escritores “sociales”, descartando y aun criticando implacablemente a los tradicionalistas, como Alarcón, Pereda y Fernán Caballero). Él fue quien me llevó a saber de Benito Pérez Galdós, a quien dedicaba varias semanas de clase. Lo que sé de Galdós se lo debo, sobre todo, a él. Oírle comentar Fortunata y Jacinta era algo único: el gusto admirativo, el denodado énfasis que ponía al examinar las clases sociales presentes en la novela, las impagables anécdotas del pueblo castizo, el vampirismo religioso de los pobres por parte de los burgueses adinerados. La Restauración como gran traca y artificio del conservadurismo de levita: “¿Has visto el rey que hemos traído [por Alfonso XII]? Ahora sí que vamos a estar a lo grande.” Lamentablemente, Julio no puede celebrar con nosotros este primer centenario de la desaparición de Galdós, en enero de 1920, pues él mismo falleció el 19 de septiembre de 2017, a la edad de 81 años. Se mantuvo como emérito de la Autónoma, hasta su retirada definitiva. 
Julio era taxativo y a veces cortante en sus clases. Llevarle la contraria explícitamente era despertar el arrojo de un huracán. Se podría estar de acuerdo o no con sus tesis (yo difería bastante de su pragmatismo y de su cerrazón ideológica), pero no te dejaba para nada indiferente y te hacía vivir y disfrutar la Literatura. Él lo vivía como un presente constante, y te llevaba a saborearlo de forma pareja. Se preparaba cada hora a conciencia, era puntual y no se ausentaba nunca. Un profesor universitario modélico y un profesional de gran magnitud.

Pero había que ser prudente y comprenderlo. En doctorado nos encargó preparar la lectura crítica de un capítulo de Fortunata. Teníamos que exponer nuestro trabajo en mesa redonda. Cierto día le tocó leer su investigación a una compañera y, sin más ni más, al terminar su lectura, Julio se puso a criticarla ásperamente, hasta el punto de casi hacerla llorar. Yo, entonces, por debajo de la mesa le tomé la mano a la compañera, como para decirle: “Quieta. Aguanta que esto pasa.” Lo peor hubiera sido que ella hubiese estallado en lágrimas y en cólera contra Julio. La tormenta pasó, aunque la compañera se ausentó de clases varios días, en respuesta tácita al ataque del profesor. 
Julio manejaba sus observaciones como un estilete, con la precisión de cirujano el bisturí parlante. Era muy irónico y mordaz a veces. Lo diseccionaba absolutamente todo, cualquier mínimo detalle, por intrascendente que pudiera parecer. Su capacidad de análisis era para quitarse el cráneo, que no el sombrero, porque acertaba en muchas ocasiones. En otras, por supuesto, no tanto. Y eso te entristecía algo: sus prejuicios y limitaciones, que un experto docente y especialista no debe tener, pues es como si un profesor de Medicina obviara las funciones de ciertos órganos del cuerpo.

Yo simpatizaba con él, le caía bien, y me tenía respeto y consideración. Es así que, cuando leí mi tesis en 1998 sobre Novela histórica hispanoamericana (que él no me dirigió, y quizá fue un error mío), me encargó que lo reemplazara en un curso monográfico de doctorado sobre narrativa española contemporánea para graduados estadounidenses en el Instituto Internacional Americano de la calle Miguel Ángel (donde fue bibliotecaria Gloria Fuertes). Conté con un solo pupilo, muy generoso hacia mí, de origen hispano. Desde entonces, después de agradecerle mucho esta oportunidad que me ofreció, perdí todo contacto con Julio. Su esperada edición de Fortunata y Jacinta (en Akal) no cumplió el plan que él había trazado, con profusión de anotaciones, seguramente por razones de espacio y limitación editorial. 
Julio era marxista, pero no positivista. No todo lo explica la Ciencia de hoy. Él y yo compartíamos mutua reverencia hacia la literatura gótica anglosajona del siglo XIX. En especial, hacia el Drácula de Bram Stoker, al que Julio dedicaba una sola clase magistral a final de curso, abierta a todos. Relato subyugante, polifónico, Julio lo relacionaba con La Celestina: el poder hipnótico del ardor pasional juvenil: “Oh mi amor y señor Calisto! Espérame, ya voy”—le exclama Melibea a Calisto, muerto ya, desde la torre. Es el mismo poder de telepatía del conde Drácula con Mina Harker. El control de la mente a distancia. Como el irracionalista Nietzsche, Puértolas creía en la relación amorosa como mecanismo de control y de poder sobre el otro. Nadie actúa libremente cuando está enamorado; sus acciones y determinaciones parece que vienen dictadas por otra conciencia. No hay libertad en el amor. Eso creía. El fracaso en el amor conduce al desengaño y a la introversión.



Acerca de las enormes limitaciones como converso del autor de La Celestina, Julio manejaba como canónico el manual de Stephen Gilman La España de Fernando de Rojas. También me dio a conocer a un excelente crítico literario, además de escritor: Juan Goytisolo. Castrista como él, centró sus estudios en autores conversos, islámicos y judaizantes. Cuando yo conocí en persona a Goytisolo en la UIMP de Santander, grabé una charla suya cuya copia pasé luego a Puértolas.

Como anécdota curiosa confesaré que realicé su examen de fin de curso cuando justo aquella mañana dieron por la radio la extraordinaria noticia de las psicofonías en el Palacio de Linares. La de Raimunda me puso muy nervioso. Los pelos de punta. Así que fui al examen conmocionado por esas voces guturales de ultratumba. Aun con eso, me defendí bien. Luego se descubrió que esas psicofonías eran un montaje muy bien orquestado, aunque todavía permanezca cierta aureola de misterios inexplicables en torno a las estancias de dicho lugar: perros guardianes que no quieren entrar en la capilla, reflejos en la escalera, sonidos inesperados.

En sus últimos años, en las conferencias que impartió, Rodríguez Puértolas perdió el norte. Llegó a igualar la autoridad paterna con la franquista. Es decir, con la imposición dictatorial. Defendió el feminismo militante –lo que tocaba— y se permitió algunas veleidades más. Por lo que supe, tuvo una hija, pequeñita, a la que cuidó en su última etapa. La disfrutó poco más de siete años. Sin duda, su última gran alegría.
© Antonio Ángel Usábel, enero de 2020.

sábado, 4 de enero de 2020

Pérez Galdós, novelista ejemplar.

El domingo 04 de enero de 1920, a las tres y media de la madrugada, Galdós estaba solo en su dormitorio de su casa de Hilarión Eslava (Madrid). Agonizaba por unas úlceras intestinales, consecuencia de un ataque de uremia. De repente, trató de alzarse de su cama y soltó un grito intenso. Entraron sus allegados, con su hija María a la cabeza. Lo encontraron acabado por un colapso espasmódico que le había dejado en la boca una mueca de horrible dolor. Acababa de morir el mejor y más completo y prolífico escritor español después de Cervantes.
Benito Pérez Galdós fue el gran observador de la vida de la época que va entre la Revolución liberal «Gloriosa» de 1868, el Sexenio Revolucionario (o Democrático) y la Restauración borbónica a partir de 1875. Su influencia impregna la llamada «Edad de Plata» de la cultura de nuestro país, con el Modernismo, el Desastre del 98, el Novecentismo y hasta la Generación de 1927 (Federico García Lorca llegó a conocer --anciano y prácticamente ciego-- a su admirado novelista antes de que expirara). Galdós es el retratista más esmerado de Madrid: sus barriadas, sus clases sociales, sus calles y comercios, sus cafés, sus animadas tertulias, y, también y especialmente, su habla castiza. Galdós se inspiró en los sainetes de Ramón de la Cruz para decidirse a plasmar con extraordinaria precisión cómo usaban el castellano las gentes de Madrid. Es así que la presunción, la arrogancia o espíritu jactancioso, pasando por la falsa sapiencia ridícula, hasta llegar a la ignorancia humilde e ingenua, caracterizan a los distintos personajes del autor canario como nadie antes lo había conseguido. El friso de individuos de ambos sexos y condición social es tan extenso como el salón de batallas del monasterio de El Escorial. Enorme. Galdós esgrimía una habilidad innata para reproducir tipos reales, y hacer de ellos entes literarios redondos o, según naturaleza del lienzo, apuntes rápidos de genial caricatura. No en vano, mientras estudiaba en la capital esa carrera de Derecho que no le gustaba, se ganó algunos reales como dibujante para la prensa, para la que igualmente componía artículos de muy variopintos temas que no le pagaban. Galdós dibujó a Higinia Balaguer, la sirvienta condenada a muerte en el proceso por el crimen de la calle Fuencarral (1888). El futuro novelista se pulió como redactor de prensa en diarios como La Nación y la Revista de España. Confraternizó con científicos, políticos, juristas e intelectuales en el antiguo Ateneo de la calle Montera. De las conversaciones aprendía grandemente; algo retraído desde niño, prefería, sobre todo, escuchar, prestar oídos a quien tenía algo que decir. Era muy respetuoso, aunque luego liberaba una fina y aguda ironía en sus comentarios escritos. De templado temperamento, Galdós gastaba tez cobriza y ojos rasgados de guanche, pero porte esbelto, delgado y firme. Hijo de una madre autoritaria, fría y escasamente cariñosa, el escritor mantuvo su distancia frente a las mujeres: nunca se casó, porque no creía que un amor durara para siempre, ni tampoco que dos personas que juntan sus vidas deban ser esclavas la una por la otra (en esto coincide con la definición de Ambrose Bierce sobre el matrimonio como institución: «comunidad formada por un amo, un ama y dos esclavos, todos los cuales suman dos»). Tuvo y mantuvo a varias amantes (alguna psíquicamente inestable), a quienes nunca llevó a su vivienda particular, por respeto a su intimidad y a sus hermanas y cuñada, que vivían con él. Fue compañero sentimental, durante un tiempo, de la condesa de Pardo Bazán, para quien era su «miquiño», su «ratoncito» y con la que viajó por Europa central. El 31 de diciembre de 1919 falleció de bronconeumonía su última y más encandilada amante, Teodosia Gandarias, mujer vasca y con la que se carteaba desde Santander cuando ella permanecía en Madrid. Este idilio duró ocho años, de 1907 a 1915, y pudo implicar un hijo para el novelista que debió de morir al nacer o muy poco después. Galdós se retrata a sí mismo en el independiente coronel Evaristo González Feijoo, de Fortunata y Jacinta, el cual mantiene durante una temporada al lozano capricho de Juanito Santa Cruz y perdición de Maximiliano Rubín. «Yo no soy celoso --le decía [Feijoo]--, y aunque no pongo mi mano en el fuego por ninguna mujer, creo que no me faltarás...» Feijoo da libertad para entrar y salir del nido de amor a Fortunata, así como capacidad de determinación cuando se canse de aquel estado. Hay varios «viejos verdes» en las novelas de Galdós; recordemos, por ejemplo, también a don Lope Garrido en Tristana. Por descontado que el don Jaime que tienta a su sobrina en Viridiana, de Luis Buñuel --una libérrima versión de Halma--, se inspira, asimismo, en los maduros fogosos de don Benito.
Pérez Galdós era un hombre progresista, agnóstico aunque no ateo, liberal, tolerante, amigable y comprensivo. Le agradaba llevarse bien con todo el mundo, porque las ideas no han de quebrar nunca la buena amistad. Mantuvo una estrecha camaradería con escritores conservadores y neocatólicos, como los cántabros Pereda y Menéndez Pelayo. Para Galdós la novela debe ser el pulso de los acontecimientos, y en ello se asimila a Balzac y a Dickens. Galdós pone al día la narrativa en español, y pasa de ser narrador partidista en sus novelas primeras, de tesis (Gloria, Doña Perfecta), a narrador testigo más o menos imparcial en sus grandes relatos sobre los madriles. En su ciclo espiritualista (el último) se alía con el pueblo llano para combatir la indiferencia de la clase media hacia el futuro de España. En las novelas galdosianas, la aristocracia ha perdido influencia, pero no poder económico (sobre todo, en el ámbito rural); se intenta acercar a la alta burguesía, comerciante, acaparadora en la ciudad de fincas y de antiguos espacios conventuales. Las profesiones liberales (médicos, abogados, farmacéuticos, libreros, artesanos, tenderos) forman la clase media baja, en quien Galdós confía para que lleve a cabo avances no revolucionarios ni violentos. Mas pronto ve cómo esta clase esforzada y modesta decide cruzarse de brazos y ceder terreno a la involución, en detrimento de un país más justo y equitativo socialmente. Esa apatía lo aproxima, hacia 1905, a posiciones republicanas de izquierda (como la representada por el PSOE de Pablo Iglesias); Galdós llega a participar en mítines socialistas en Madrid. Como anécdota puede contarse que Claudio López, segundo marqués de Comillas, decidió retirarle el saludo de honor de sus barcos a su paso por la bahía de Santander. Galdós vivió el mismo dilema que Larra: un ilustrado adalid de una educación universal, científica y abierta, pero incapaz de asir las riendas de potros jacobinos. Galdós se atrevió a dar algún paso más, que seguramente le granjeó sobradas antipatías y le costaría el Nobel de Literatura, aunque entiéndase que dentro de la dialéctica parlamentaria y no fuera de ella, entre las barricadas del 65 y del 73. De hecho, vivió los tempestuosos acontecimientos de la sargentada liberal de 1866 entre las paredes de su pensión de la calle del Olivo, de la que solo salió para ver cómo conducían a los depuestos sublevados hasta la tapia del coso taurino frente al Retiro, para fusilarlos allí.
Como perfectamente ha comprendido Francisco Cánovas Sánchez, «En toda la obra de Galdós existe una búsqueda permanente de la identidad española. En sus primeras novelas expresó su fe en la capacidad reformista de las clases medias. Durante el régimen de la Restauración advirtió con pesar que las clases medias se habían integrado en el sistema y que habían claudicado ante los poderosos. A principios del siglo XX, consideró que la verdadera patria estaba integrada por los trabajadores que luchaban para mejorar sus condiciones de vida y construir una sociedad más solidaria.» (v. Benito Pérez Galdós. Vida, obra y compromiso, Madrid, Alianza Editorial, 2019, pp. 123-124)
Para Galdós, la clase popular es la fértil, la preparada para engendrar retoños, la que pare sin detenerse a pensar en las ventajas y los inconvenientes, la que aumenta la población de un país. Fortunata y su carácter libre, irreverente e indómito, alejado de los prejuicios morales y de las beaterías ñoñas, representa la fuerza y empuje del pueblo llano. Fortunata es la vida y da la vida. Su primer hijo muere, no consigue sobreponerse al hambre, la mugre y la miseria. Pero el segundo (adoptado por Jacinta, la señorita burguesa estéril) puede tener un porvenir más prometedor. Cuando Juanito se prenda de Fortunata, la descubre en la pollería sorbiendo un huevo crudo, evidente símbolo de vitalidad, de naturaleza recia y vacunada contra el escrúpulo. Vale la pena recrear ahora ese pasaje:
«La moza tenía pañuelo azul claro por la cabeza y un mantón sobre los hombros, y en el momento de ver al Delfín, se infló con él, quiero decir, que hizo ese característico arqueo de brazos y alzamiento de hombros con que las madrileñas del pueblo se agasajan dentro del mantón, movimiento que les da cierta semejanza con una gallina que esponja su plumaje y se ahueca para volver luego a su volumen natural.  
Juanito no pecaba de corto, y al ver a la chica y observar lo linda que era y lo bien calzada que estaba, diéronle ganas de tomarse confianzas con ella.  
-¿Vive aquí -le preguntó- el Sr. de Estupiñá?  
-¿D. Plácido?... en lo más último de arriba -contestó la joven, dando algunos pasos hacia fuera.  
Y Juanito pensó: «Tú sales para que te vea el pie. Buena bota»... Pensando esto, advirtió que la muchacha sacaba del mantón una mano con mitón encarnado y que se la llevaba a la boca. La confianza se desbordaba del pecho del joven Santa Cruz, y no pudo menos de decir:  
-¿Qué come usted, criatura?  
-¿No lo ve usted? -replicó mostrándoselo- Un huevo.  
-¡Un huevo crudo! 
Con mucho donaire, la muchacha se llevó a la boca por segunda vez el huevo roto y se atizó otro sorbo.  
-No sé cómo puede usted comer esas babas crudas -dijo Santa Cruz, no hallando mejor modo de trabar conversación.  
-Mejor que guisadas. ¿Quiere usted? -replicó ella ofreciendo al Delfín lo que en el cascarón quedaba.   Por entre los dedos de la chica se escurrían aquellas babas gelatinosas y transparentes. Tuvo tentaciones Juanito de aceptar la oferta; pero no; le repugnaban los huevos crudos.  
-No, gracias. 
Ella entonces se lo acabó de sorber, y arrojó el cascarón, que fue a estrellarse contra la pared del tramo inferior.» (Parte Primera, III)
Fortunata no teme a la vida. La afronta como viene, y en determinados momentos (cuando disfruta junto a Juanito y tiene sus hijos con él) hasta la vuelve suya, la doma y somete. Pero al final pierde su partida, por fuerzas mayores incontrolables: infidelidad constante del Delfín, represión familiar, y una pelea por su derecho natural que termina en hemorragia y en septicemia.

En las tertulias del café del Siglo, o en las del Gallo, disemina Galdós retazos de la forma de pensar de la clase media, que él no compartía de por sí. En este sentido, es significativo lo que apostilla José Ido del Sagrario ante Maximiliano, como la fórmula ideal del moderantismo:
«Porque mire usted, cuando el pueblo se desmanda, los ciudadanos se ven indefensos, y francamente, naturalmente, buena es la libertad; pero primero es vivir. ¿Qué sucede? Que todos piden orden. Por consiguiente, salta el dictador, un hombre que trae una macana muy grande, y cuando  empieza a funcionar la macana, todos la bendicen. O hay lógica o no hay lógica. Vino, pues, Napoleón Bonaparte, y empezó a meter en cintura a aquella gente. Y que lo hizo muy bien, y yo le aplaudo, sí señor, yo le aplaudo». 
-Y yo también -dijo Maxi, con la mayor buena fe, observando que aquel hombre razonaba discretamente. 
-¿Quiere esto decir que yo sea partidario de la tiranía?... -prosiguió Ido-. No señor. Me gusta la libertad; pero respetando... respetando a Juan, Pedro y Diego... y que cada uno piense como quiera, pero sin desmandarse, sin desmandarse, mirando siempre para la ley. Muchos creen que el ser liberal consiste en pegar gritos, insultar a los curas, no trabajar, pedir aboliciones y decir que mueran las autoridades. No señor. ¿Qué se desprende de esto? Que cuando hay libertad mal entendida y muchas aboliciones, los ricos se asustan, se van al extranjero, y no se ve una peseta por ninguna parte. No corriendo el dinero, la plaza está mal, no se vende nada, y el bracero que tanto chillaba dando vivas a la Constitución, no tiene qué comer. Total, que yo digo siempre: «Lógica, liberales» y de aquí no me saca nadie. 
«Este hombre tiene mucho talento» pensaba Rubín, apoyando con movimientos de cabeza la aseveración de aquel sujeto.» (Parte Cuarta, V)
 
Verdadera lección de Economía recibida por Rubín en un café, como si nada, más sucinta y sencilla que una clase magistral de facultad. Un gobierno populista espanta al capital, que se refugia en otro país. Y la alteración del orden que conviene al adinerado puede traer, además, la dictadura, el «cirujano de hierro» que vaticinaron los regeneracionistas como Joaquín Costa. Lo secunda el Delfín, dándoselas de entendido: «--Esto es una pillería, esto es una vergüenza. Cada país tiene el gobierno que merece, y aquí no puede gobernar más que un hombre que esté siempre con una estaca en la mano.» (Parte Primera, VIII) Retablo de panchitos, retozo y gozo de títeres de cachiporra.
«Buena es la libertad; pero primero es vivir». En eso se resume la consigna de quien desea llevar una existencia tranquila, pacífica y honrada. Que cada palo aguante su vela, y cada estrobo vaya a su tolete.

Respecto a sus creencias religiosas, el autor canario no las tenía claras. Admiraba la doctrina evangélica de la caridad, la misericordia y el perdón, pero no toleraba imposiciones dogmáticas ni en lo que se había convertido la Iglesia católica como institución de dominio, tiranía y poder autoritario. Hasta cierto punto, Galdós defendía los principios cristianos, siempre que se ejercieran desinteresadamente sin pedir del beneficiario nada en concreto. Apostaba don Benito, en última instancia, por una piedad interior, saboreada en silencio, privadamente. El proselitismo confesional le exasperaba y sacaba de quicio. La «Rata eclesiástica» de Fortunata y Jacinta es ese ejemplo de religiosidad controladora y directriz que Galdós no podía entender ni aprobar. Las Micaelas funcionan como un correccional para el sometimiento de las mujeres descarriadas y rebeldes. Quien amaba la capacidad de decisión individual no podía defender ese planteamiento reaccionario. La Iglesia era otro brazo armado de la alta burguesía, otro poder fáctico junto con parte del ejército y la monarquía alfonsina. Forma parte de ese orden decretado contra la libertad individual, como dejó señalado el profesor Julio Rodríguez Puértolas.
El cristianismo es una filosofía muy noble, pero que no funciona en la vida diaria, en la Naturaleza. Es traicionado y hasta pisoteado por los intereses egoístas e insolidarios, por esa tremenda y repetida ingratitud que se enfrenta a la caridad, al amor dispensado por el prójimo. Lo plasmó acertadamente Luis Buñuel en su versión de Nazarín, con el actor Paco Rabal de protagonista. Nazarín es un cura cabal, consecuente con el principio evangélico de humildad y pobreza. Es un santo varón predestinado a una vida penitente, y a poner siempre la otra mejilla:
«—Pero tengan por seguro que no me la dan [una parroquia] —añadía con seguridad exenta de amargura—. Y con plaza y sin plaza, siempre me verían ustedes tal como ahora me ven, porque es condición mía esencialísima la pobreza, y si me lo permiten les diré que el no poseer es mi suprema aspiración. Así como otros son felices en sueños, soñando que adquieren riquezas, mi felicidad consiste en soñar la pobreza, en recrearme pensando en ella y en imaginar, cuando me encuentro en mal estado, un estado peor. Ambición es ésta que nunca se sacia; pues cuanto más se tiene más se quiere tener, o, hablando propiamente, cuanto menos, menos. Presumo que no me entienden ustedes o que me miran con lástima piadosa. Si es lo primero, no me esforzaré en convencerles; si lo segundo, agradezco la compasión y celebro que mi absoluta carencia de bienes haya servido para inspirar ese cristiano sentimiento.»
El sacrificio de Nazarín no es comprendido ni por el pueblo llano, que lo ve anacrónico, inútil y sin sentido:
 «—Es un santo, créanme, caballeros; es un santo. Pero como a mí me cargan los santos..., ¡ay, no les puedo ver!..., yo le daría de morradas al padre Nazarín si no fuera por el aquel de que es clérigo, con perdón... ¿Para qué sirve un santo? Para nada de Dios. Porque en otros tiempos paíce que hacían milagros, y con el milagro daban de comer, convirtiendo las piedras   en peces, o resucitaban los cadáveres difuntos, y sacaban los demonios humanos del cuerpo. Pero ahora, en estos tiempos de tanta sabiduría, con eso del teleforo o teléforo, y los ferroscarriles y tanto infundio de cosas que van y vienen por el mundo, ¿para qué sirve un santo más que para divertir a los chiquillos de las calles?... Este cuitado que ustedes han visto tiene el corazón de paloma [...] ¿Enfadarse él ? Nunca. Si ustedes le dan un palo, es un suponer, lo agradece... Es así... Y si ustedes le dicen perro judío, se sonríe como si le echaran flores...»

Puede haber hombres santos, pero se ríen de ellos y no sirven para cambiar la muy áspera turgencia de la vida. Benigna, en Misericordia, es otra santa, y sin embargo pocos reconocen su entrega y sacrificio por su señora. Los santos no hacen el paraíso. Las conciencias no cambian, no se doblegan al altruismo. Por la misma razón, es difícil que todo buen propósito revolucionario triunfe en verdad y cambie este mundo mezquino para siempre. He ahí el callejón sin salida en que se encuentra el ser humano. Más de lo mismo. Es preciso que todo se modifique, para que también todo siga igual.

Que Galdós hacía hablar, e imponerse, al corazón, hasta llevarlo a temblar, da buena cuenta El abuelo. Un relato escrito contra las crudas tesis del naturalismo: la nieta que más quiere al anciano Albrit no es de su misma carne y sangre. El amor es un don espiritual que se tiene o no se tiene. A veces,es la última esperanza.
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Cuando Galdós hace testamento en marzo de 1919, tenía cien pesetas en su cuenta bancaria. Su mobiliario lo estimaba en cuatrocientas pesetas; sus libros y manuscritos en unas quince mil; su chalet de Santander lo valoraba en 125.000 pesetas; los derechos de autor (novelas y, sobre todo, adaptaciones teatrales) en 65.000 pesetas. A Teodosia Gandarias le asignaba una pensión mensual vitalicia de 250 pesetas. Sin embargo, el escritor reconocía una importante deuda acumulada de 34.325 pesetas. Pasó apuros económicos en sus diez o quince últimos años, hasta el punto de proponerse una cuestación popular para acudir en su auxilio.  Galdós hubo de operarse de cataratas en los ojos, intervención con la que no consiguió recuperar la agudeza visual. Se dio buena vida y gestionó malamente sus recursos e ingresos. Con el teatro ganó más que como novelista. Por eso se determinó a adaptar a las tablas los argumentos de algunas narraciones, ya que el teatro rendía mayores derechos de autor. Aun así, no escapó a la penuria monetaria. La pobreza le mordía como un perro enfurecido.
Al morir, recibió el postrer homenaje del pueblo de Madrid. Su capilla ardiente se instaló, a las siete y media de la mañana, en el patio acristalado del consistorio. El ataúd de caoba estaba sellado con una protección de cristal. A las tres y cuarto de la tarde partió la comitiva fúnebre hacia el cementerio del Este (La Almudena). A las cinco y media, Galdós era enterrado en un panteón en el suelo con lápida de granito.
©Antonio Ángel Usábel, enero de 2020.

jueves, 2 de enero de 2020

El tesoro de la lectura.

Hay una persona que lleva un tiempo refugiándose por las noches en una oficina de Liberbank, en el espacio dispuesto para el cajero, para de ese modo escapar del frío de enero.
No está solo. En apariencia, sí. Pero lo acompañan sus lecturas, once libros (si no he contado mal) que apila uniformemente en el suelo, y sobre los que apoya su teléfono móvil, como si fuera su pantalla abierta al mundo, con sus auriculares y todo, en pos de la mayor intimidad.

Por las razones que sea, esta persona tiene que dormir (y seguramente vivir) en la calle. Puede ser lo que conocemos como un pobre o un indigente, es decir, alguien carente de medios con que vestirse, alimentarse, y subsistir, en una palabra.

Pero no es pobre completamente, porque se lleva con él, como compañeros de desventura, sus libros. Es una persona que, ante todo y sobre todo, agradece leer. Le faltarán otras cosas, pero, por favor, que no le falte leer, que nunca lo abandonen sus queridos amigos --y fieles amigos--, los libros. Esos objetos de papel que los ladrones desprecian por su muy poco valor. Y sin embargo, para un ser inteligente, qué valiosos pueden ser los libros. No por su valor material de mercado, sino por la honda y grata satisfacción que causan a quien los sabe usar bien.

Para un analfabeto insensible, un incunable o un códice medieval son útiles para envolver en sus hojas los chorizos. Para alguien que sabe leer y que goza con el misterio de los libros, el arcano infinito constituye una aventura insustituible. El lector atento es el halcón encaperuzado de Juan de la Cuesta aguardando a que se haga la luz y otear la presa.
Un libro nos habla siempre, nos desvela cómo ven los demás el mundo. Nos lleva a preguntarnos, a reflexionar, a descubrir lo que no sabíamos, a ampliar nuestros horizontes. Hasta cierto punto, es mejor vivir que leer, construir nosotros nuestra propia novela (como decía Pérez Galdós que era toda vida), pues nada es más real ni más auténtico que la experiencia propia. La experiencia abre los ojos, espabila, proporciona modos y maneras de sobrevivir y de superar las dificultades. No podemos leer y olvidarnos de vivir, porque entonces solo vivimos las vidas de los entes de ficción, como trató de hacer infructuosa y patéticamente don Quijote al creerse nuevo paladín andante. Muchas veces, la literatura no funciona como la vida real, porque es traslación de los caprichos y excentricidades de un autor, que, aunque imite la realidad, no deja de jugar con sus reglas particulares. Si no nos olvidamos de vivir, la lectura puede suplir esos espacios que la realidad no llena, y es entonces cuando resulta más beneficiosa. Incluso formativa.

A la persona que ahora duerme y lee en el espacio de un cajero la vida le está enseñando lo más duro. Quizá hasta se está ensañando con ella. Tiene perfecto y legítimo derecho a tener en sus libros su principal compañía. Su mayor tesoro. Su herramienta para pensar (con que mantener la mente despejada); también para escapar por unos instantes de su entorno indigno y nada benévolo. La persona que se refugia en el hueco de un cajero aprecia verdaderamente cada línea, cada página, cada capítulo. Son once libros que lleva consigo. Once tesoros para no olvidar en ningún sitio ni cambiar por nada. Once amigos que le cuentan, a la vez quietos y en marcha, secretos desconocidos entre sus mismas palabras.

Ojalá tenga suerte esta persona y pueda, un día cercano, ordenar sus libros en un anaquel, en el cuarto de estar de una casa que lo cobije dignamente, como todo ser humano --por el hecho de haber nacido-- se merece. Entonces se dirá: «Ya estoy con mis amigos en casa».

©Antonio Ángel Usábel, enero de 2020.