Hay una persona que lleva un tiempo refugiándose por las noches en una oficina de Liberbank, en el espacio dispuesto para el cajero, para de ese modo escapar del frío de enero.
No está solo. En apariencia, sí. Pero lo acompañan sus lecturas, once libros (si no he contado mal) que apila uniformemente en el suelo, y sobre los que apoya su teléfono móvil, como si fuera su pantalla abierta al mundo, con sus auriculares y todo, en pos de la mayor intimidad.
Por las razones que sea, esta persona tiene que dormir (y seguramente vivir) en la calle. Puede ser lo que conocemos como un pobre o un indigente, es decir, alguien carente de medios con que vestirse, alimentarse, y subsistir, en una palabra.
Pero no es pobre completamente, porque se lleva con él, como compañeros de desventura, sus libros. Es una persona que, ante todo y sobre todo, agradece leer. Le faltarán otras cosas, pero, por favor, que no le falte leer, que nunca lo abandonen sus queridos amigos --y fieles amigos--, los libros. Esos objetos de papel que los ladrones desprecian por su muy poco valor. Y sin embargo, para un ser inteligente, qué valiosos pueden ser los libros. No por su valor material de mercado, sino por la honda y grata satisfacción que causan a quien los sabe usar bien.
Para un analfabeto insensible, un incunable o un códice medieval son útiles para envolver en sus hojas los chorizos. Para alguien que sabe leer y que goza con el misterio de los libros, el arcano infinito constituye una aventura insustituible. El lector atento es el halcón encaperuzado de Juan de la Cuesta aguardando a que se haga la luz y otear la presa.
Un libro nos habla siempre, nos desvela cómo ven los demás el mundo. Nos lleva a preguntarnos, a reflexionar, a descubrir lo que no sabíamos, a ampliar nuestros horizontes. Hasta cierto punto, es mejor vivir que leer, construir nosotros nuestra propia novela (como decía Pérez Galdós que era toda vida), pues nada es más real ni más auténtico que la experiencia propia. La experiencia abre los ojos, espabila, proporciona modos y maneras de sobrevivir y de superar las dificultades. No podemos leer y olvidarnos de vivir, porque entonces solo vivimos las vidas de los entes de ficción, como trató de hacer infructuosa y patéticamente don Quijote al creerse nuevo paladín andante. Muchas veces, la literatura no funciona como la vida real, porque es traslación de los caprichos y excentricidades de un autor, que, aunque imite la realidad, no deja de jugar con sus reglas particulares. Si no nos olvidamos de vivir, la lectura puede suplir esos espacios que la realidad no llena, y es entonces cuando resulta más beneficiosa. Incluso formativa.
A la persona que ahora duerme y lee en el espacio de un cajero la vida le está enseñando lo más duro. Quizá hasta se está ensañando con ella. Tiene perfecto y legítimo derecho a tener en sus libros su principal compañía. Su mayor tesoro. Su herramienta para pensar (con que mantener la mente despejada); también para escapar por unos instantes de su entorno indigno y nada benévolo. La persona que se refugia en el hueco de un cajero aprecia verdaderamente cada línea, cada página, cada capítulo. Son once libros que lleva consigo. Once tesoros para no olvidar en ningún sitio ni cambiar por nada. Once amigos que le cuentan, a la vez quietos y en marcha, secretos desconocidos entre sus mismas palabras.
Ojalá tenga suerte esta persona y pueda, un día cercano, ordenar sus libros en un anaquel, en el cuarto de estar de una casa que lo cobije dignamente, como todo ser humano --por el hecho de haber nacido-- se merece. Entonces se dirá: «Ya estoy con mis amigos en casa».
©Antonio Ángel Usábel, enero de 2020.
Tú lo dices en una frase fundamental de tu artículo: "Para un ser inteligente..." Y de eso hay muy poco. Por eso, por ser inteligente, ama los libros por encima de todo. Gracias por compartir tus pensamientos.
ResponderEliminarEmocionada con tu historia y con la bella forma de contarla. Los libros son amigos que siempre te hacen soñar alto. Besotes
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