Era de izquierdas. Y bastante. Julio Rodríguez Puértolas,
zaragozano de nacimiento, galdosiano y castrista de espíritu, madrileño de
adopción y ciudadano de ultramar, pues había sido el catedrático (“Full Professor”)
más joven de la UCLA, después de pasar por Buffalo, era catedrático de
Literatura española en la Universidad Autónoma de Madrid. Se formó en la
Complutense, de la mano de Dámaso Alonso, con quien hizo la tesis doctoral, que
le publicó en la Editorial Gredos (Fray Íñigo de Mendoza y sus “Coplas de
Vita Christi”, leída en 1963 y editada en 1968). Ante la perspectiva de
tener que dar clases particulares, aceptó un puesto de lector de español que
Alonso le propuso en Inglaterra. Después marchó a Estados Unidos, donde se
carteó con el historiador Américo Castro, al que luego frecuentaría en
su piso de la calle Segre, en Madrid, y donde conoció a escritores de la talla
de Ramón J. Sender. Rodríguez Puértolas no podía separar literatura de vida, de
sociedad. Para él, los autores y sus obras eran reflejo de las inquietudes
sociales, morales, artísticas y políticas de su tiempo. No cabe interpretar
cualquier producción literaria si no es a la luz de unos acontecimientos
históricos determinados. Ellos influyen decisivamente en la concepción e
implicación de lo escrito. Además, Julio tenía una visión hegeliana y marxista
de la Historia: las clases y sus luchas, el dominio del otro, el poder y
sometimiento de las conciencias, como se palpa –sin ir más lejos—en su trabajo
“Fortunata y Jacinta, entre la libertad y el orden”. Este artículo sintetiza
espléndidamente su concepción de la Historia como conflicto permanente, con el
deseo --también eterno y sustancial-- de mandar unos sobre los otros, como ya
dejó advertido Pérez Galdós en su Fortunata y en Misericordia.
Tuve a Puértolas de profesor de
Literatura contemporánea española en mi último año de carrera (1989-1990).
Después, le pude elegir en un curso de doctorado. Fue una experiencia
maravillosa, pese a su fuerte lado maniático y a sus prejuicios (solo le
interesaban los escritores “sociales”, descartando y aun criticando
implacablemente a los tradicionalistas, como Alarcón, Pereda y Fernán
Caballero). Él fue quien me llevó a saber de Benito Pérez Galdós, a quien
dedicaba varias semanas de clase. Lo que sé de Galdós se lo debo, sobre todo, a
él. Oírle comentar Fortunata y Jacinta era algo único: el gusto
admirativo, el denodado énfasis que ponía al examinar las clases sociales
presentes en la novela, las impagables anécdotas del pueblo castizo, el
vampirismo religioso de los pobres por parte de los burgueses adinerados. La
Restauración como gran traca y artificio del conservadurismo de levita: “¿Has
visto el rey que hemos traído [por Alfonso XII]? Ahora sí que vamos a estar a
lo grande.” Lamentablemente, Julio no puede celebrar con nosotros este primer
centenario de la desaparición de Galdós, en enero de 1920, pues él mismo
falleció el 19 de septiembre de 2017, a la edad de 81 años. Se mantuvo como
emérito de la Autónoma, hasta su retirada definitiva.
Julio era taxativo y a veces
cortante en sus clases. Llevarle la contraria explícitamente era despertar el
arrojo de un huracán. Se podría estar de acuerdo o no con sus tesis (yo difería
bastante de su pragmatismo y de su cerrazón ideológica), pero no te dejaba para
nada indiferente y te hacía vivir y disfrutar la Literatura. Él lo vivía como
un presente constante, y te llevaba a saborearlo de forma pareja. Se preparaba
cada hora a conciencia, era puntual y no se ausentaba nunca. Un profesor
universitario modélico y un profesional de gran magnitud.
Pero había que ser prudente y
comprenderlo. En doctorado nos encargó preparar la lectura crítica de un
capítulo de Fortunata. Teníamos que exponer nuestro trabajo en mesa redonda.
Cierto día le tocó leer su investigación a una compañera y, sin más ni más, al
terminar su lectura, Julio se puso a criticarla ásperamente, hasta el punto de
casi hacerla llorar. Yo, entonces, por debajo de la mesa le tomé la mano a la
compañera, como para decirle: “Quieta. Aguanta que esto pasa.” Lo peor hubiera
sido que ella hubiese estallado en lágrimas y en cólera contra Julio. La
tormenta pasó, aunque la compañera se ausentó de clases varios días, en
respuesta tácita al ataque del profesor.
Julio manejaba sus observaciones
como un estilete, con la precisión de cirujano el bisturí parlante. Era muy
irónico y mordaz a veces. Lo diseccionaba absolutamente todo, cualquier mínimo
detalle, por intrascendente que pudiera parecer. Su capacidad de análisis era
para quitarse el cráneo, que no el sombrero, porque acertaba en muchas
ocasiones. En otras, por supuesto, no tanto. Y eso te entristecía algo: sus
prejuicios y limitaciones, que un experto docente y especialista no debe tener,
pues es como si un profesor de Medicina obviara las funciones de ciertos
órganos del cuerpo.
Yo simpatizaba con él, le caía
bien, y me tenía respeto y consideración. Es así que, cuando leí mi tesis en
1998 sobre Novela histórica hispanoamericana (que él no me dirigió, y quizá fue
un error mío), me encargó que lo reemplazara en un curso monográfico de
doctorado sobre narrativa española contemporánea para graduados estadounidenses
en el Instituto Internacional Americano de la calle Miguel Ángel (donde fue
bibliotecaria Gloria Fuertes). Conté con un solo pupilo, muy generoso hacia mí,
de origen hispano. Desde entonces, después de agradecerle mucho esta oportunidad
que me ofreció, perdí todo contacto con Julio. Su esperada edición de Fortunata
y Jacinta (en Akal) no cumplió el plan que él había trazado, con profusión
de anotaciones, seguramente por razones de espacio y limitación editorial.
Julio era marxista, pero no
positivista. No todo lo explica la Ciencia de hoy. Él y yo compartíamos mutua
reverencia hacia la literatura gótica anglosajona del siglo XIX. En especial,
hacia el Drácula de Bram Stoker, al que Julio dedicaba una sola clase
magistral a final de curso, abierta a todos. Relato subyugante, polifónico, Julio
lo relacionaba con La Celestina: el poder hipnótico del ardor pasional
juvenil: “Oh mi amor y señor Calisto! Espérame, ya voy”—le exclama Melibea a
Calisto, muerto ya, desde la torre. Es el mismo poder de telepatía del conde
Drácula con Mina Harker. El control de la mente a distancia. Como el
irracionalista Nietzsche, Puértolas creía en la relación amorosa como mecanismo
de control y de poder sobre el otro. Nadie actúa libremente cuando está enamorado;
sus acciones y determinaciones parece que vienen dictadas por otra conciencia.
No hay libertad en el amor. Eso creía. El fracaso en el amor conduce al
desengaño y a la introversión.
Acerca de las enormes
limitaciones como converso del autor de La Celestina, Julio manejaba
como canónico el manual de Stephen Gilman La España de Fernando de Rojas.
También me dio a conocer a un excelente crítico literario, además de escritor: Juan
Goytisolo. Castrista como él, centró sus estudios en autores conversos,
islámicos y judaizantes. Cuando yo conocí en persona a Goytisolo en la UIMP de
Santander, grabé una charla suya cuya copia pasé luego a Puértolas.
Como anécdota curiosa confesaré
que realicé su examen de fin de curso cuando justo aquella mañana dieron por la
radio la extraordinaria noticia de las psicofonías en el Palacio de Linares. La
de Raimunda me puso muy nervioso. Los pelos de punta. Así que fui al examen
conmocionado por esas voces guturales de ultratumba. Aun con eso, me defendí
bien. Luego se descubrió que esas psicofonías eran un montaje muy bien
orquestado, aunque todavía permanezca cierta aureola de misterios inexplicables
en torno a las estancias de dicho lugar: perros guardianes que no quieren
entrar en la capilla, reflejos en la escalera, sonidos inesperados.
En sus últimos años, en las
conferencias que impartió, Rodríguez Puértolas perdió el norte. Llegó a igualar
la autoridad paterna con la franquista. Es decir, con la imposición
dictatorial. Defendió el feminismo militante –lo que tocaba— y se permitió
algunas veleidades más. Por lo que supe, tuvo una hija, pequeñita, a la que
cuidó en su última etapa. La disfrutó poco más de siete años. Sin duda, su
última gran alegría.
© Antonio Ángel Usábel, enero de 2020.
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