“Con la edad, los ojos ven más lejos, no en la distancia, pero sí en el tiempo.” (aausábel, 2017)

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En este país...

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sábado, 18 de enero de 2020

Recordando a Julio Rodríguez Puértolas.


Era de izquierdas. Y bastante. Julio Rodríguez Puértolas, zaragozano de nacimiento, galdosiano y castrista de espíritu, madrileño de adopción y ciudadano de ultramar, pues había sido el catedrático (“Full Professor”) más joven de la UCLA, después de pasar por Buffalo, era catedrático de Literatura española en la Universidad Autónoma de Madrid. Se formó en la Complutense, de la mano de Dámaso Alonso, con quien hizo la tesis doctoral, que le publicó en la Editorial Gredos (Fray Íñigo de Mendoza y sus “Coplas de Vita Christi”, leída en 1963 y editada en 1968). Ante la perspectiva de tener que dar clases particulares, aceptó un puesto de lector de español que Alonso le propuso en Inglaterra. Después marchó a Estados Unidos, donde se carteó con el historiador Américo Castro, al que luego frecuentaría en su piso de la calle Segre, en Madrid, y donde conoció a escritores de la talla de Ramón J. Sender. Rodríguez Puértolas no podía separar literatura de vida, de sociedad. Para él, los autores y sus obras eran reflejo de las inquietudes sociales, morales, artísticas y políticas de su tiempo. No cabe interpretar cualquier producción literaria si no es a la luz de unos acontecimientos históricos determinados. Ellos influyen decisivamente en la concepción e implicación de lo escrito. Además, Julio tenía una visión hegeliana y marxista de la Historia: las clases y sus luchas, el dominio del otro, el poder y sometimiento de las conciencias, como se palpa –sin ir más lejos—en su trabajo “Fortunata y Jacinta, entre la libertad y el orden”. Este artículo sintetiza espléndidamente su concepción de la Historia como conflicto permanente, con el deseo --también eterno y sustancial-- de mandar unos sobre los otros, como ya dejó advertido Pérez Galdós en su Fortunata y en Misericordia.
Tuve a Puértolas de profesor de Literatura contemporánea española en mi último año de carrera (1989-1990). Después, le pude elegir en un curso de doctorado. Fue una experiencia maravillosa, pese a su fuerte lado maniático y a sus prejuicios (solo le interesaban los escritores “sociales”, descartando y aun criticando implacablemente a los tradicionalistas, como Alarcón, Pereda y Fernán Caballero). Él fue quien me llevó a saber de Benito Pérez Galdós, a quien dedicaba varias semanas de clase. Lo que sé de Galdós se lo debo, sobre todo, a él. Oírle comentar Fortunata y Jacinta era algo único: el gusto admirativo, el denodado énfasis que ponía al examinar las clases sociales presentes en la novela, las impagables anécdotas del pueblo castizo, el vampirismo religioso de los pobres por parte de los burgueses adinerados. La Restauración como gran traca y artificio del conservadurismo de levita: “¿Has visto el rey que hemos traído [por Alfonso XII]? Ahora sí que vamos a estar a lo grande.” Lamentablemente, Julio no puede celebrar con nosotros este primer centenario de la desaparición de Galdós, en enero de 1920, pues él mismo falleció el 19 de septiembre de 2017, a la edad de 81 años. Se mantuvo como emérito de la Autónoma, hasta su retirada definitiva. 
Julio era taxativo y a veces cortante en sus clases. Llevarle la contraria explícitamente era despertar el arrojo de un huracán. Se podría estar de acuerdo o no con sus tesis (yo difería bastante de su pragmatismo y de su cerrazón ideológica), pero no te dejaba para nada indiferente y te hacía vivir y disfrutar la Literatura. Él lo vivía como un presente constante, y te llevaba a saborearlo de forma pareja. Se preparaba cada hora a conciencia, era puntual y no se ausentaba nunca. Un profesor universitario modélico y un profesional de gran magnitud.

Pero había que ser prudente y comprenderlo. En doctorado nos encargó preparar la lectura crítica de un capítulo de Fortunata. Teníamos que exponer nuestro trabajo en mesa redonda. Cierto día le tocó leer su investigación a una compañera y, sin más ni más, al terminar su lectura, Julio se puso a criticarla ásperamente, hasta el punto de casi hacerla llorar. Yo, entonces, por debajo de la mesa le tomé la mano a la compañera, como para decirle: “Quieta. Aguanta que esto pasa.” Lo peor hubiera sido que ella hubiese estallado en lágrimas y en cólera contra Julio. La tormenta pasó, aunque la compañera se ausentó de clases varios días, en respuesta tácita al ataque del profesor. 
Julio manejaba sus observaciones como un estilete, con la precisión de cirujano el bisturí parlante. Era muy irónico y mordaz a veces. Lo diseccionaba absolutamente todo, cualquier mínimo detalle, por intrascendente que pudiera parecer. Su capacidad de análisis era para quitarse el cráneo, que no el sombrero, porque acertaba en muchas ocasiones. En otras, por supuesto, no tanto. Y eso te entristecía algo: sus prejuicios y limitaciones, que un experto docente y especialista no debe tener, pues es como si un profesor de Medicina obviara las funciones de ciertos órganos del cuerpo.

Yo simpatizaba con él, le caía bien, y me tenía respeto y consideración. Es así que, cuando leí mi tesis en 1998 sobre Novela histórica hispanoamericana (que él no me dirigió, y quizá fue un error mío), me encargó que lo reemplazara en un curso monográfico de doctorado sobre narrativa española contemporánea para graduados estadounidenses en el Instituto Internacional Americano de la calle Miguel Ángel (donde fue bibliotecaria Gloria Fuertes). Conté con un solo pupilo, muy generoso hacia mí, de origen hispano. Desde entonces, después de agradecerle mucho esta oportunidad que me ofreció, perdí todo contacto con Julio. Su esperada edición de Fortunata y Jacinta (en Akal) no cumplió el plan que él había trazado, con profusión de anotaciones, seguramente por razones de espacio y limitación editorial. 
Julio era marxista, pero no positivista. No todo lo explica la Ciencia de hoy. Él y yo compartíamos mutua reverencia hacia la literatura gótica anglosajona del siglo XIX. En especial, hacia el Drácula de Bram Stoker, al que Julio dedicaba una sola clase magistral a final de curso, abierta a todos. Relato subyugante, polifónico, Julio lo relacionaba con La Celestina: el poder hipnótico del ardor pasional juvenil: “Oh mi amor y señor Calisto! Espérame, ya voy”—le exclama Melibea a Calisto, muerto ya, desde la torre. Es el mismo poder de telepatía del conde Drácula con Mina Harker. El control de la mente a distancia. Como el irracionalista Nietzsche, Puértolas creía en la relación amorosa como mecanismo de control y de poder sobre el otro. Nadie actúa libremente cuando está enamorado; sus acciones y determinaciones parece que vienen dictadas por otra conciencia. No hay libertad en el amor. Eso creía. El fracaso en el amor conduce al desengaño y a la introversión.



Acerca de las enormes limitaciones como converso del autor de La Celestina, Julio manejaba como canónico el manual de Stephen Gilman La España de Fernando de Rojas. También me dio a conocer a un excelente crítico literario, además de escritor: Juan Goytisolo. Castrista como él, centró sus estudios en autores conversos, islámicos y judaizantes. Cuando yo conocí en persona a Goytisolo en la UIMP de Santander, grabé una charla suya cuya copia pasé luego a Puértolas.

Como anécdota curiosa confesaré que realicé su examen de fin de curso cuando justo aquella mañana dieron por la radio la extraordinaria noticia de las psicofonías en el Palacio de Linares. La de Raimunda me puso muy nervioso. Los pelos de punta. Así que fui al examen conmocionado por esas voces guturales de ultratumba. Aun con eso, me defendí bien. Luego se descubrió que esas psicofonías eran un montaje muy bien orquestado, aunque todavía permanezca cierta aureola de misterios inexplicables en torno a las estancias de dicho lugar: perros guardianes que no quieren entrar en la capilla, reflejos en la escalera, sonidos inesperados.

En sus últimos años, en las conferencias que impartió, Rodríguez Puértolas perdió el norte. Llegó a igualar la autoridad paterna con la franquista. Es decir, con la imposición dictatorial. Defendió el feminismo militante –lo que tocaba— y se permitió algunas veleidades más. Por lo que supe, tuvo una hija, pequeñita, a la que cuidó en su última etapa. La disfrutó poco más de siete años. Sin duda, su última gran alegría.
© Antonio Ángel Usábel, enero de 2020.

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