“Con la edad, los ojos ven más lejos, no en la distancia, pero sí en el tiempo.” (aausábel, 2017)

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En este país...

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sábado, 4 de enero de 2020

Pérez Galdós, novelista ejemplar.

El domingo 04 de enero de 1920, a las tres y media de la madrugada, Galdós estaba solo en su dormitorio de su casa de Hilarión Eslava (Madrid). Agonizaba por unas úlceras intestinales, consecuencia de un ataque de uremia. De repente, trató de alzarse de su cama y soltó un grito intenso. Entraron sus allegados, con su hija María a la cabeza. Lo encontraron acabado por un colapso espasmódico que le había dejado en la boca una mueca de horrible dolor. Acababa de morir el mejor y más completo y prolífico escritor español después de Cervantes.
Benito Pérez Galdós fue el gran observador de la vida de la época que va entre la Revolución liberal «Gloriosa» de 1868, el Sexenio Revolucionario (o Democrático) y la Restauración borbónica a partir de 1875. Su influencia impregna la llamada «Edad de Plata» de la cultura de nuestro país, con el Modernismo, el Desastre del 98, el Novecentismo y hasta la Generación de 1927 (Federico García Lorca llegó a conocer --anciano y prácticamente ciego-- a su admirado novelista antes de que expirara). Galdós es el retratista más esmerado de Madrid: sus barriadas, sus clases sociales, sus calles y comercios, sus cafés, sus animadas tertulias, y, también y especialmente, su habla castiza. Galdós se inspiró en los sainetes de Ramón de la Cruz para decidirse a plasmar con extraordinaria precisión cómo usaban el castellano las gentes de Madrid. Es así que la presunción, la arrogancia o espíritu jactancioso, pasando por la falsa sapiencia ridícula, hasta llegar a la ignorancia humilde e ingenua, caracterizan a los distintos personajes del autor canario como nadie antes lo había conseguido. El friso de individuos de ambos sexos y condición social es tan extenso como el salón de batallas del monasterio de El Escorial. Enorme. Galdós esgrimía una habilidad innata para reproducir tipos reales, y hacer de ellos entes literarios redondos o, según naturaleza del lienzo, apuntes rápidos de genial caricatura. No en vano, mientras estudiaba en la capital esa carrera de Derecho que no le gustaba, se ganó algunos reales como dibujante para la prensa, para la que igualmente componía artículos de muy variopintos temas que no le pagaban. Galdós dibujó a Higinia Balaguer, la sirvienta condenada a muerte en el proceso por el crimen de la calle Fuencarral (1888). El futuro novelista se pulió como redactor de prensa en diarios como La Nación y la Revista de España. Confraternizó con científicos, políticos, juristas e intelectuales en el antiguo Ateneo de la calle Montera. De las conversaciones aprendía grandemente; algo retraído desde niño, prefería, sobre todo, escuchar, prestar oídos a quien tenía algo que decir. Era muy respetuoso, aunque luego liberaba una fina y aguda ironía en sus comentarios escritos. De templado temperamento, Galdós gastaba tez cobriza y ojos rasgados de guanche, pero porte esbelto, delgado y firme. Hijo de una madre autoritaria, fría y escasamente cariñosa, el escritor mantuvo su distancia frente a las mujeres: nunca se casó, porque no creía que un amor durara para siempre, ni tampoco que dos personas que juntan sus vidas deban ser esclavas la una por la otra (en esto coincide con la definición de Ambrose Bierce sobre el matrimonio como institución: «comunidad formada por un amo, un ama y dos esclavos, todos los cuales suman dos»). Tuvo y mantuvo a varias amantes (alguna psíquicamente inestable), a quienes nunca llevó a su vivienda particular, por respeto a su intimidad y a sus hermanas y cuñada, que vivían con él. Fue compañero sentimental, durante un tiempo, de la condesa de Pardo Bazán, para quien era su «miquiño», su «ratoncito» y con la que viajó por Europa central. El 31 de diciembre de 1919 falleció de bronconeumonía su última y más encandilada amante, Teodosia Gandarias, mujer vasca y con la que se carteaba desde Santander cuando ella permanecía en Madrid. Este idilio duró ocho años, de 1907 a 1915, y pudo implicar un hijo para el novelista que debió de morir al nacer o muy poco después. Galdós se retrata a sí mismo en el independiente coronel Evaristo González Feijoo, de Fortunata y Jacinta, el cual mantiene durante una temporada al lozano capricho de Juanito Santa Cruz y perdición de Maximiliano Rubín. «Yo no soy celoso --le decía [Feijoo]--, y aunque no pongo mi mano en el fuego por ninguna mujer, creo que no me faltarás...» Feijoo da libertad para entrar y salir del nido de amor a Fortunata, así como capacidad de determinación cuando se canse de aquel estado. Hay varios «viejos verdes» en las novelas de Galdós; recordemos, por ejemplo, también a don Lope Garrido en Tristana. Por descontado que el don Jaime que tienta a su sobrina en Viridiana, de Luis Buñuel --una libérrima versión de Halma--, se inspira, asimismo, en los maduros fogosos de don Benito.
Pérez Galdós era un hombre progresista, agnóstico aunque no ateo, liberal, tolerante, amigable y comprensivo. Le agradaba llevarse bien con todo el mundo, porque las ideas no han de quebrar nunca la buena amistad. Mantuvo una estrecha camaradería con escritores conservadores y neocatólicos, como los cántabros Pereda y Menéndez Pelayo. Para Galdós la novela debe ser el pulso de los acontecimientos, y en ello se asimila a Balzac y a Dickens. Galdós pone al día la narrativa en español, y pasa de ser narrador partidista en sus novelas primeras, de tesis (Gloria, Doña Perfecta), a narrador testigo más o menos imparcial en sus grandes relatos sobre los madriles. En su ciclo espiritualista (el último) se alía con el pueblo llano para combatir la indiferencia de la clase media hacia el futuro de España. En las novelas galdosianas, la aristocracia ha perdido influencia, pero no poder económico (sobre todo, en el ámbito rural); se intenta acercar a la alta burguesía, comerciante, acaparadora en la ciudad de fincas y de antiguos espacios conventuales. Las profesiones liberales (médicos, abogados, farmacéuticos, libreros, artesanos, tenderos) forman la clase media baja, en quien Galdós confía para que lleve a cabo avances no revolucionarios ni violentos. Mas pronto ve cómo esta clase esforzada y modesta decide cruzarse de brazos y ceder terreno a la involución, en detrimento de un país más justo y equitativo socialmente. Esa apatía lo aproxima, hacia 1905, a posiciones republicanas de izquierda (como la representada por el PSOE de Pablo Iglesias); Galdós llega a participar en mítines socialistas en Madrid. Como anécdota puede contarse que Claudio López, segundo marqués de Comillas, decidió retirarle el saludo de honor de sus barcos a su paso por la bahía de Santander. Galdós vivió el mismo dilema que Larra: un ilustrado adalid de una educación universal, científica y abierta, pero incapaz de asir las riendas de potros jacobinos. Galdós se atrevió a dar algún paso más, que seguramente le granjeó sobradas antipatías y le costaría el Nobel de Literatura, aunque entiéndase que dentro de la dialéctica parlamentaria y no fuera de ella, entre las barricadas del 65 y del 73. De hecho, vivió los tempestuosos acontecimientos de la sargentada liberal de 1866 entre las paredes de su pensión de la calle del Olivo, de la que solo salió para ver cómo conducían a los depuestos sublevados hasta la tapia del coso taurino frente al Retiro, para fusilarlos allí.
Como perfectamente ha comprendido Francisco Cánovas Sánchez, «En toda la obra de Galdós existe una búsqueda permanente de la identidad española. En sus primeras novelas expresó su fe en la capacidad reformista de las clases medias. Durante el régimen de la Restauración advirtió con pesar que las clases medias se habían integrado en el sistema y que habían claudicado ante los poderosos. A principios del siglo XX, consideró que la verdadera patria estaba integrada por los trabajadores que luchaban para mejorar sus condiciones de vida y construir una sociedad más solidaria.» (v. Benito Pérez Galdós. Vida, obra y compromiso, Madrid, Alianza Editorial, 2019, pp. 123-124)
Para Galdós, la clase popular es la fértil, la preparada para engendrar retoños, la que pare sin detenerse a pensar en las ventajas y los inconvenientes, la que aumenta la población de un país. Fortunata y su carácter libre, irreverente e indómito, alejado de los prejuicios morales y de las beaterías ñoñas, representa la fuerza y empuje del pueblo llano. Fortunata es la vida y da la vida. Su primer hijo muere, no consigue sobreponerse al hambre, la mugre y la miseria. Pero el segundo (adoptado por Jacinta, la señorita burguesa estéril) puede tener un porvenir más prometedor. Cuando Juanito se prenda de Fortunata, la descubre en la pollería sorbiendo un huevo crudo, evidente símbolo de vitalidad, de naturaleza recia y vacunada contra el escrúpulo. Vale la pena recrear ahora ese pasaje:
«La moza tenía pañuelo azul claro por la cabeza y un mantón sobre los hombros, y en el momento de ver al Delfín, se infló con él, quiero decir, que hizo ese característico arqueo de brazos y alzamiento de hombros con que las madrileñas del pueblo se agasajan dentro del mantón, movimiento que les da cierta semejanza con una gallina que esponja su plumaje y se ahueca para volver luego a su volumen natural.  
Juanito no pecaba de corto, y al ver a la chica y observar lo linda que era y lo bien calzada que estaba, diéronle ganas de tomarse confianzas con ella.  
-¿Vive aquí -le preguntó- el Sr. de Estupiñá?  
-¿D. Plácido?... en lo más último de arriba -contestó la joven, dando algunos pasos hacia fuera.  
Y Juanito pensó: «Tú sales para que te vea el pie. Buena bota»... Pensando esto, advirtió que la muchacha sacaba del mantón una mano con mitón encarnado y que se la llevaba a la boca. La confianza se desbordaba del pecho del joven Santa Cruz, y no pudo menos de decir:  
-¿Qué come usted, criatura?  
-¿No lo ve usted? -replicó mostrándoselo- Un huevo.  
-¡Un huevo crudo! 
Con mucho donaire, la muchacha se llevó a la boca por segunda vez el huevo roto y se atizó otro sorbo.  
-No sé cómo puede usted comer esas babas crudas -dijo Santa Cruz, no hallando mejor modo de trabar conversación.  
-Mejor que guisadas. ¿Quiere usted? -replicó ella ofreciendo al Delfín lo que en el cascarón quedaba.   Por entre los dedos de la chica se escurrían aquellas babas gelatinosas y transparentes. Tuvo tentaciones Juanito de aceptar la oferta; pero no; le repugnaban los huevos crudos.  
-No, gracias. 
Ella entonces se lo acabó de sorber, y arrojó el cascarón, que fue a estrellarse contra la pared del tramo inferior.» (Parte Primera, III)
Fortunata no teme a la vida. La afronta como viene, y en determinados momentos (cuando disfruta junto a Juanito y tiene sus hijos con él) hasta la vuelve suya, la doma y somete. Pero al final pierde su partida, por fuerzas mayores incontrolables: infidelidad constante del Delfín, represión familiar, y una pelea por su derecho natural que termina en hemorragia y en septicemia.

En las tertulias del café del Siglo, o en las del Gallo, disemina Galdós retazos de la forma de pensar de la clase media, que él no compartía de por sí. En este sentido, es significativo lo que apostilla José Ido del Sagrario ante Maximiliano, como la fórmula ideal del moderantismo:
«Porque mire usted, cuando el pueblo se desmanda, los ciudadanos se ven indefensos, y francamente, naturalmente, buena es la libertad; pero primero es vivir. ¿Qué sucede? Que todos piden orden. Por consiguiente, salta el dictador, un hombre que trae una macana muy grande, y cuando  empieza a funcionar la macana, todos la bendicen. O hay lógica o no hay lógica. Vino, pues, Napoleón Bonaparte, y empezó a meter en cintura a aquella gente. Y que lo hizo muy bien, y yo le aplaudo, sí señor, yo le aplaudo». 
-Y yo también -dijo Maxi, con la mayor buena fe, observando que aquel hombre razonaba discretamente. 
-¿Quiere esto decir que yo sea partidario de la tiranía?... -prosiguió Ido-. No señor. Me gusta la libertad; pero respetando... respetando a Juan, Pedro y Diego... y que cada uno piense como quiera, pero sin desmandarse, sin desmandarse, mirando siempre para la ley. Muchos creen que el ser liberal consiste en pegar gritos, insultar a los curas, no trabajar, pedir aboliciones y decir que mueran las autoridades. No señor. ¿Qué se desprende de esto? Que cuando hay libertad mal entendida y muchas aboliciones, los ricos se asustan, se van al extranjero, y no se ve una peseta por ninguna parte. No corriendo el dinero, la plaza está mal, no se vende nada, y el bracero que tanto chillaba dando vivas a la Constitución, no tiene qué comer. Total, que yo digo siempre: «Lógica, liberales» y de aquí no me saca nadie. 
«Este hombre tiene mucho talento» pensaba Rubín, apoyando con movimientos de cabeza la aseveración de aquel sujeto.» (Parte Cuarta, V)
 
Verdadera lección de Economía recibida por Rubín en un café, como si nada, más sucinta y sencilla que una clase magistral de facultad. Un gobierno populista espanta al capital, que se refugia en otro país. Y la alteración del orden que conviene al adinerado puede traer, además, la dictadura, el «cirujano de hierro» que vaticinaron los regeneracionistas como Joaquín Costa. Lo secunda el Delfín, dándoselas de entendido: «--Esto es una pillería, esto es una vergüenza. Cada país tiene el gobierno que merece, y aquí no puede gobernar más que un hombre que esté siempre con una estaca en la mano.» (Parte Primera, VIII) Retablo de panchitos, retozo y gozo de títeres de cachiporra.
«Buena es la libertad; pero primero es vivir». En eso se resume la consigna de quien desea llevar una existencia tranquila, pacífica y honrada. Que cada palo aguante su vela, y cada estrobo vaya a su tolete.

Respecto a sus creencias religiosas, el autor canario no las tenía claras. Admiraba la doctrina evangélica de la caridad, la misericordia y el perdón, pero no toleraba imposiciones dogmáticas ni en lo que se había convertido la Iglesia católica como institución de dominio, tiranía y poder autoritario. Hasta cierto punto, Galdós defendía los principios cristianos, siempre que se ejercieran desinteresadamente sin pedir del beneficiario nada en concreto. Apostaba don Benito, en última instancia, por una piedad interior, saboreada en silencio, privadamente. El proselitismo confesional le exasperaba y sacaba de quicio. La «Rata eclesiástica» de Fortunata y Jacinta es ese ejemplo de religiosidad controladora y directriz que Galdós no podía entender ni aprobar. Las Micaelas funcionan como un correccional para el sometimiento de las mujeres descarriadas y rebeldes. Quien amaba la capacidad de decisión individual no podía defender ese planteamiento reaccionario. La Iglesia era otro brazo armado de la alta burguesía, otro poder fáctico junto con parte del ejército y la monarquía alfonsina. Forma parte de ese orden decretado contra la libertad individual, como dejó señalado el profesor Julio Rodríguez Puértolas.
El cristianismo es una filosofía muy noble, pero que no funciona en la vida diaria, en la Naturaleza. Es traicionado y hasta pisoteado por los intereses egoístas e insolidarios, por esa tremenda y repetida ingratitud que se enfrenta a la caridad, al amor dispensado por el prójimo. Lo plasmó acertadamente Luis Buñuel en su versión de Nazarín, con el actor Paco Rabal de protagonista. Nazarín es un cura cabal, consecuente con el principio evangélico de humildad y pobreza. Es un santo varón predestinado a una vida penitente, y a poner siempre la otra mejilla:
«—Pero tengan por seguro que no me la dan [una parroquia] —añadía con seguridad exenta de amargura—. Y con plaza y sin plaza, siempre me verían ustedes tal como ahora me ven, porque es condición mía esencialísima la pobreza, y si me lo permiten les diré que el no poseer es mi suprema aspiración. Así como otros son felices en sueños, soñando que adquieren riquezas, mi felicidad consiste en soñar la pobreza, en recrearme pensando en ella y en imaginar, cuando me encuentro en mal estado, un estado peor. Ambición es ésta que nunca se sacia; pues cuanto más se tiene más se quiere tener, o, hablando propiamente, cuanto menos, menos. Presumo que no me entienden ustedes o que me miran con lástima piadosa. Si es lo primero, no me esforzaré en convencerles; si lo segundo, agradezco la compasión y celebro que mi absoluta carencia de bienes haya servido para inspirar ese cristiano sentimiento.»
El sacrificio de Nazarín no es comprendido ni por el pueblo llano, que lo ve anacrónico, inútil y sin sentido:
 «—Es un santo, créanme, caballeros; es un santo. Pero como a mí me cargan los santos..., ¡ay, no les puedo ver!..., yo le daría de morradas al padre Nazarín si no fuera por el aquel de que es clérigo, con perdón... ¿Para qué sirve un santo? Para nada de Dios. Porque en otros tiempos paíce que hacían milagros, y con el milagro daban de comer, convirtiendo las piedras   en peces, o resucitaban los cadáveres difuntos, y sacaban los demonios humanos del cuerpo. Pero ahora, en estos tiempos de tanta sabiduría, con eso del teleforo o teléforo, y los ferroscarriles y tanto infundio de cosas que van y vienen por el mundo, ¿para qué sirve un santo más que para divertir a los chiquillos de las calles?... Este cuitado que ustedes han visto tiene el corazón de paloma [...] ¿Enfadarse él ? Nunca. Si ustedes le dan un palo, es un suponer, lo agradece... Es así... Y si ustedes le dicen perro judío, se sonríe como si le echaran flores...»

Puede haber hombres santos, pero se ríen de ellos y no sirven para cambiar la muy áspera turgencia de la vida. Benigna, en Misericordia, es otra santa, y sin embargo pocos reconocen su entrega y sacrificio por su señora. Los santos no hacen el paraíso. Las conciencias no cambian, no se doblegan al altruismo. Por la misma razón, es difícil que todo buen propósito revolucionario triunfe en verdad y cambie este mundo mezquino para siempre. He ahí el callejón sin salida en que se encuentra el ser humano. Más de lo mismo. Es preciso que todo se modifique, para que también todo siga igual.

Que Galdós hacía hablar, e imponerse, al corazón, hasta llevarlo a temblar, da buena cuenta El abuelo. Un relato escrito contra las crudas tesis del naturalismo: la nieta que más quiere al anciano Albrit no es de su misma carne y sangre. El amor es un don espiritual que se tiene o no se tiene. A veces,es la última esperanza.
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Cuando Galdós hace testamento en marzo de 1919, tenía cien pesetas en su cuenta bancaria. Su mobiliario lo estimaba en cuatrocientas pesetas; sus libros y manuscritos en unas quince mil; su chalet de Santander lo valoraba en 125.000 pesetas; los derechos de autor (novelas y, sobre todo, adaptaciones teatrales) en 65.000 pesetas. A Teodosia Gandarias le asignaba una pensión mensual vitalicia de 250 pesetas. Sin embargo, el escritor reconocía una importante deuda acumulada de 34.325 pesetas. Pasó apuros económicos en sus diez o quince últimos años, hasta el punto de proponerse una cuestación popular para acudir en su auxilio.  Galdós hubo de operarse de cataratas en los ojos, intervención con la que no consiguió recuperar la agudeza visual. Se dio buena vida y gestionó malamente sus recursos e ingresos. Con el teatro ganó más que como novelista. Por eso se determinó a adaptar a las tablas los argumentos de algunas narraciones, ya que el teatro rendía mayores derechos de autor. Aun así, no escapó a la penuria monetaria. La pobreza le mordía como un perro enfurecido.
Al morir, recibió el postrer homenaje del pueblo de Madrid. Su capilla ardiente se instaló, a las siete y media de la mañana, en el patio acristalado del consistorio. El ataúd de caoba estaba sellado con una protección de cristal. A las tres y cuarto de la tarde partió la comitiva fúnebre hacia el cementerio del Este (La Almudena). A las cinco y media, Galdós era enterrado en un panteón en el suelo con lápida de granito.
©Antonio Ángel Usábel, enero de 2020.

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