José Luis Collado y Gerardo Vera
han puesto en escena la versión dramatizada de uno de los hitos del realismo
ruso, Los hermanos Karamázov, de Fiódor
Dostoievski. Recuerdo aún la gratísima impresión, el desconcierto ante la
existencia de un alma agusanada y una psique desnuda como la madre que la
parió, que me produjo la lectura, con dieciséis años, de Crimen y castigo. Entonces entendí que hay un antes y un después de
Dostoievski, como también lo hay con Zola, del cual descubrí Naná. No ha existido mejor momento para
la narración, para la creación de personajes vivos, como la segunda mitad del
siglo XIX. Toda la novela está ahí. Un momento álgido y sublime que no se ha
repetido.
Los hermanos Karamázov es una de esas biblias del alma rusa, y por
extensión, del alma humana. La otra es Guerra
y paz. Una novela, en sus últimas ediciones en español, de 1.038 páginas.
¿Cómo llevar la esencia de ese torrente narrativo, de esa vida transmutada en
literatura, a tres horas de representación? Muy difícil, un trabajo complejo,
porque son muchos los matices, percepciones y sugerencias que pueden quedar
fuera. En un encuentro que quieren volver mítico entre el director Gerardo Vera
y el actor Juan Echanove –que interpreta a Fiódor Karamázov--, en el clausurado
Café Comercial de Madrid, ambos profesionales se plantearon este reto, como si
fuera algo novedoso, que no contara con prolegómenos. Pero sí, existe un claro
antecedente, que el adaptador del texto, José Luis Collado, sigue muy de cerca:
la versión cinematográfica que estrenó, en 1958, Richard Brooks, firmante, ese mismo año, de la más brillante
traslación del teatro al cine: La gata
sobre el tejado de zinc. Brooks y los Epstein (responsables del guion de Casablanca) se pusieron manos a la obra
para intentar captar la esencia del gran relato de Dostoievski. Y es que la
mayor parte de las secuencias de la película finalmente rodada, incluso con sus
diálogos exactos, los recoge Collado en su reciente versión. En aquel
largometraje, el patriarca déspota, mujeriego y calavera no podía ser otro que
el ampuloso Lee J. Cobb, ese león rugiente que reaparece como Julio Madariaga
en Los cuatro jinetes del Apocalipsis
(Vicente Minnelli, 1962). Dimitri Karamázov, militar, hijo suyo, jugador,
depravado, era Yul Brynner (quien parecía nacido para el papel, sin ser nunca
un intérprete relevante). El personaje de la indómita Grushenka recayó en las
delicadas facciones de María Schell, esa deliciosa actriz austriaca, formada en
Francia y Suiza, que no se prodigó mucho en cine, pero que tenía calidez y
magnetismo. Fue Natalia en Noches blancas
(1957), de Visconti, también sobre un texto de Dostoievski, la ciega Elizabeth
Mahler, a la que sana Gary Cooper en El
árbol del ahorcado (1959), y la emprendedora periodista Sabra Cravat en Cimarrón (1960). El resto del elenco de Los hermanos Karamázov lo completaban
Richard Basehart (Iván), William Shatner (Alekséi) y Albert Salmi (Smerdiakov).
Los dos últimos, muy apropiados y correctos. A Katya (Claire Bloom) no se la
llegaba a saborear en esa recreación, pues su carácter fue muy descuidado por
los guionistas.
El eje vertebral de este montaje
de Gerardo Vera lo constituye, sin duda, Juan
Echanove, potente actor, territorial intérprete, que imprime toda la fuerza
y vigor al patriarca del clan, Fiódor. En este momento de la Historia, no
habría otro más idóneo en Madrid para este papel. Colosal resulta su
introducción en escena utilizando una alfombra como trineo. Fernando Gil levanta un buen Dimitri,
otra pieza básica de este tablero narrativo. Marta Poveda es una acertada Grushenka. Óscar de la Fuente compone, hábil y maravillosamente, un frágil y
desesperado Smerdiakov, el epiléptico bastardo de Fiódor. Antonio Medina es un
excelente Padre Zosima.
Aunque solo sea por rendir culto
a un maestro ruso de la novela, y teniendo presente la dificultad del montaje
de una obra suya, merece la pena asistir. Eso sí, la representación se hace un
poquito larga.
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Los hermanos Karamázov (1880) nos habla del orden feudal en la
Rusia zarista. Una tierra fría, de siervos sometidos a unos pocos potentados,
donde el cristianismo ortodoxo suple a la ley y confiere cierto orden moral.
Por eso Fiódor, cuando discute con su hijo Dimitri, acude no a un juez
terrenal, sino a un hombre santo, el Padre Zosima, formador de su otro vástago
Alekséi, seminarista, el “amigo de la Humanidad”. Que haya hombres justos no
quiere decir que haya paz. La concordia brilla por su ausencia entre Fiódor y
sus cuatro retoños. Dimitri no hace más que reclamar la parte que le
corresponde de la herencia de su madre difunta. El padre le presta cantidades
de dinero, pero con intereses, y transfiere algunos de esos pagarés a su amante
Grushenka. Lo que no sospecha el viejo Fiódor es que Dimitri ama a Grushenka, y
que esta también se siente muy atraída hacia él. Dimitri ha prestado una
notable cantidad a Katya Verjóvtseva, para que esta saque de un compromiso a su
padre, oficial del ejército. Katya se convierte en una rica heredera al morir
una tía suya. Fiódor Karamázov confía en que ella se case con Dimitri, y que
este herede su fortuna. Pero Dimitri no la ama. Sí, en cambio, Iván Karamázov,
el filósofo positivista de la familia. La inquietud crece en Fiódor, al ver que
pierde a Grushenka. La volubilidad de esta la lleva a torturar a Dimitri,
haciéndole ver que sigue prendada de cierto polaco que la sedujo cuando era una
jovencita. El enfrentamiento y rivalidad entre Fiódor y Dimitri crece por
momentos, hasta volverse crítico e insoportable. Ambos se insultan agriamente
delante del juez espiritual, Padre Zosima. Para resolver este conflicto,
interviene Smerdiakov. Es el bastardo epiléptico y retrasado que engendró
Fiódor una noche de farra y borrachera. El padre no lo reconoce como hijo y lo
trata peor que a un criado. Harto de esta situación, Smerdiakov congenia con
los deseos de Dimitri de ver muerto a su padre, y planea astutamente su
asesinato. Cometido el crimen, se culpa de él a Dimitri, que estaba en el
escenario de los hechos. Smerdiakov se justifica ante Iván, argumentando que ha
asesinado porque si –como aquel afirma y cree—no hay Dios, todo está permitido.
Pero Iván no aprueba esta muerte, y Smerdiakov se siente engañado. Se celebra
una investigación y un juicio. Iván declara e intenta que se exculpe a Dimitri,
sin conseguirlo. Siberia esperará a Dimitri Karamázov.
Los hermanos Karamázov trata, por supuesto, de cómo salen los
hijos sin un modelo paterno moralmente aceptable. El personaje de Alekséi es,
por ello, una de esas raras excepciones: no es el reflejo de su padre, sino que
busca serlo del Padre Zosima.
Dostoievski plantea una visión
relativista del mundo, dividido entre seres inmorales y oscuros, de aciagos
destinos, y hombres de espiritualidad extraordinaria, cuya inclinación hacia la
disculpa, el perdón y el bien, no puede, sin embargo, redimir a los primeros.
Alekséi Karamázov es un ser muy distinto a sus hermanos y a su padre: no quiere
vivir en el mundo real, y encamina sus pasos hacia el monacato. Iván es un
cínico hipócrita y mentiroso que no se llega a creer sus propias doctrinas
materialistas. Dimitri intenta cambiar sus malos hábitos, y sentar cabeza
gracias a Grushenka, pero se cruza Fiódor en su camino, con enrevesadas
consecuencias fatales. Ahora bien, los individuos no son compartimentos
estancos, aunque el propósito del cambio siempre encuentra obstáculos firmes.
Sucedía lo mismo en El jugador (1866).
Por otro lado, las condiciones económicas dictan el sometimiento de las gentes
al bellaco dinero. No se hace lo que se quiere, sino lo que el tiránico capital
permite. Si se sobrepasan los límites, se raya en el delito, en el lado
humillante y vil del infierno personal.
Así, los hombres y las mujeres
son a veces malos, deseando ser buenos; o buenos, si logran escapar de los
principios del mal. Los hombres se hacen a veces conjeturas y promesas de
cambio, de modificación, que luego incumplen. Lo testimonia muy bien Grushenka
en la novela: “--¿Sabes, Mitia? Voy a
entrar en un convento. Sí, sí, algún día lo haré (…) Sí, pero hoy es cuestión de bailar. Mañana, al monasterio, pero hoy
bailemos. Quiero hacer locuras, buena gente, ¿y qué importa?, Dios me
perdonará. Si yo fuera Dios, perdonaría a todo el mundo, diría: ‘Simpáticos
pecadores míos, desde hoy os perdono a todos’ (…) Lo que yo soy es una fiera, eso. Pero quiero rezar (…) ¡Una malvada como yo, y tiene ganas de
rezar! (…) Todos los hombres de la
tierra son buenos, todos, hasta el último. Se está bien en el mundo. Aunque
nosotros somos malos, en el mundo se está bien. Somos malos y buenos, somos a
la vez malos y buenos…” (Tercera Parte, Libro VIII: Mitia).
Cuando, en mis clases de
Bachillerato, explico La Celestina
(1499), hablo del mecanicismo de Rojas. La cadena de oro que regala Calisto a
la astuta alcahueta es algo más que un simple premio; es un símbolo que apunta
a la sumisión de unos a otros, y al poder del dinero. Los personajes de La Celestina no son libres, sino que
unos se deben a las decisiones y al comportamiento de los demás. Celestina no
deja en paz a Pármeno, hasta torcerlo para sus propósitos, porque necesita
tener engañado a Calisto sobre Melibea. El apetito es el iniciador del drama,
al despertarse en Calisto, joven ocioso y lujurioso, y asaltar también después
a Melibea, por influjo de Celestina. En ese momento, en la apabullante visión
de Melibea en el huerto al escaparse un halcón, cae la primera ficha con efecto
dominó. La vieja utiliza a Areúsa para concitar a Pármeno. La prostituta se
piensa dueña de sí, mas no comprende que es una simple pieza en el tablero de
la mediadora. Los personajes saltan y actúan como resortes, como engranajes de
una interminable maquinaria de reloj. Lo asimila perfectamente el triste
Pleberio, en su monólogo final: “Un
laberinto de errores, un desierto espantable, una morada de fieras, juego de
hombres que andan en corro”. Juego de hombres cogidos de la mano, bailando
en corro. Eso es el mundo para Rojas. Y seguramente lo mismo para Dostoievski.
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Según estaba viendo la
representación de Gerardo Vera, más me parecía deudor Valle-Inclán de Dostoievski. Las Comedias bárbaras (estrenadas a partir de 1907) –que se dicen
inspiradas por Shakespeare y su Rey Lear—desgranan
una Galicia rural muy parecida al feudalismo de corte agreste que se sufría en
la Rusia del s. XIX. Aun con la consabida admiración hacia Don Juan Manuel
Montenegro por parte de Valle, aquel no hace sino criar lobos. Los que
desvalijan su casa y asaltan criadas y cementerios, en funesta alegoría y
remedo de su señor padre. Don Juan Manuel es un león rugiente, mujeriego,
descreído y semisalvaje, como Fiódor Karamázov. Dimitri se desdobla en Don
Pedro y sus hermanos. Alekséi podría mudarse en el lado noble de Farruquiño (si
es que alguno le queda a este). Don Miguel, “Cara de Plata”, se enfrenta al
padre, por causa de la ahijada de este, Sabelita, a la cual su tía Jeromita
aleja del pazo. Deshonrada después por Fuso Negro y rescatada tarde por Don
Juan Manuel, la muchacha se enamora de su padrino, e intenta el suicidio por
ello. Un triángulo sentimental (Don Juan Manuel-Sabelita-Cara de Plata)
bastante cercano al de Los hermanos
Karamázov (Fiódor-Grushenka-Dimitri). Además, existe el intento de
“conversión”, de arrepentimiento último de Don Juan Manuel: esa vía purgativa
que señala también el genio ruso. La novela de Dostoievski fue conocida en
España, a finales del s. XIX (de 1885 en adelante), fragmentariamente y por
entregas, desde traducciones francesas. En realidad, hasta 1908 no se asentó un
interés por Dostoievski en España, habiendo sido hasta 1905 Tolstoi el
novelista ruso más celebrado. Una de las primeras traducciones al castellano, en
formato de volumen, de Los hermanos
Karamázov fue la de Alfonso Nadal, en 1927, para Publicaciones Atenea.
© Antonio Ángel Usábel,
diciembre de 2015.
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