“Con la edad, los ojos ven más lejos, no en la distancia, pero sí en el tiempo.” (aausábel, 2017)

“Con la edad, los ojos ven más lejos, no en la distancia, pero sí en el tiempo.” (aausábel, 2017)

En este país...

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martes, 10 de noviembre de 2015

Tirso, a modo de farsa.



La actriz Alejandra Onieva, en el papel de Ana de Ulloa, se ha anudado el cabello rubio sobre la cara, como si fuera un velo lúbrico. Atraviesa el escenario a tientas, con los pechos desnudos. Simboliza la inocencia, la ingenuidad. Esta magnífica escena diseñada por Darío Facal me lleva a reflexionar sobre la vigencia de la mujer burlada hoy. Tras Clara Campoamor y Victoria Kent, las mujeres han dejado de ser inocentes. Han pasado de víctimas a verdugos. En la imaginería de un erotómano muy interesante, Pierre Louÿs, la mujer está mejor con un falo dentro que masturbándose; y no se la puede reprochar nada; es su justo derecho. Ha pasado de dominada, en tiempos de Don Juan, a dominadora, a domadora-emperatriz, a Circe que convierte al macho en pelele. “Métemela sin piedad,/ que la sienta yo muy hondo,/ que me llegue bien hasta el fondo/ de mi coño la libertad”.
En una sociedad que transgrede cánones por sí misma, no tiene mucho sentido la propuesta de un libertino transgresor. Tenía sentido un Casanova en el siglo XVIII, porque era la época de la Razón y del Orden al amparo de las Luces. Pero hoy en día, dentro de unos límites a veces sutiles y delicados, cada uno vive como quiere. Don Juan ha sido la herencia árabe, la defensa de la poligamia frente al código cristiano. Don Juan ha sido el rebelde admirable en un espacio absoluto y dictatorial, ya fuera la Contrarreforma, ya la tiranía fernandina, ya la autarquía del general Franco. Lo aseveró el gran Espronceda, al calificar a su don Félix de Montemar de héroe exitoso e irreverente que pone en sus crímenes mismos un vasto sello de grandeza. Todos los hombres quisieran ser don Félix, pero no se atreven, bien por miedo a la Justicia, bien por temor a sus esposas y prometidas.

No, en la sociedad europea actual, la mujer domina, elige, maneja. No es una niña ingenua rendida por versos galantes. Es ella misma, sola, activa. Quizá tiene un lado de mantis religiosa, que le veían los surrealistas. Hoy a la mujer no se la seduce ni convence con palabras bonitas. Es escrutadora, inteligente, inquietante. Sorbe la psicología del hombre en una única mirada. Por otro lado, Don Juan no sabe seducir si no es mintiendo, con palabrería vana; es un burlador, un farsante, que viene de farsa. Don Juan finge lo que no siente. Góngora se puso de un cínico supino al declamar: “Manda Amor en su fatiga/ que se sienta y no se diga,/ pero a mí más me contenta/ que se diga y no se sienta.” Que se diga y no se sienta: la fórmula del burlador, del farsante. Don Juan necesita llegar a la mujer por un atajo. Quiere gozar más del gozo, para pasar a la siguiente, tal vez en pos del Amor Ideal. Don Juan puede volverse becqueriano y anhelar la Mujer con mayúsculas, intangible, etérea, incorpórea. Don Juan se cansa de lo que ha probado. Por otra parte, lo que le falta es el fruto prohibido. Es la rendición de una virgen por desposar: Aminta, Ana de Pantoja; o de una beata novicia: Inés.


Don Juan, asimismo, es el depredador natural de nuestra especie. El mejor dotado, el que se impone por rapidez y desparpajo, y se lleva a la hembra. Vence en la batalla, en la berrea. Se adelanta al taimado e infeliz Batricio, e incluso al también intrépido y osado don Luis Mejía. Don Juan es el Campeón, el Triunfador. El rebaño no puede oponérsele. Aminta así se conduele: “La desvergüenza en España/ se ha hecho caballería”. Es decir, se ha hundido la moral, y todo el mundo imita al pillo. Y al espantar la ética del Código Civil, la opinión –ni buena, ni mala—cuenta. En Occidente la mujer ha sido liberada incluso de la opinión, y no tiene tanto que perder como antaño, aunque a algunos suene “a campana quebrada”.
Como la sociedad no admitiría muchos donjuanes, se confabula con el Cielo y lo condena, lo hace trizas. Salvo parcialmente el piadoso Zorrilla, que dibuja un Don Juan irreal, de opereta, zarzuelesco, increíble en su impostura si no lo interpreta un notabilísimo y hábil actor. Aun así, Don Juan se fuga al Cielo, rescatado por su amor verdadero hacia doña Inés. No puede quedarse en la Tierra, y criar “donjuanitos”, para que sigan haciendo de las suyas con sus locos devaneos.
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Se representa estos días en el Teatro Español de Madrid, y hasta el próximo 29 de noviembre, El burlador de Sevilla, comedia en tres jornadas atribuida a Tirso de Molina (1579-1648). Tirso, aunque fraile mercedario –y se sabe la mala fama que tenían de calaveras—, se muestra magnánimo con las mujeres, a las que convierte en víctimas de su atroz Tenorio. Al final de El burlador… acuden Aminta y Tisbea al rey, a pedir cuentas por la actitud de Don Juan, quien se llevó su honor. Las simpatías del fraile madrileño están con las pobres hijas del pueblo, deshonradas por un sujeto impostor e infame. Don Juan, impío hasta su última gota de semen, se condena al Infierno. La obra de Tirso es plausible, verosímil, dramática: vemos a Don Juan rescatado del mar y engañando a la pescadora con promesa de matrimonio. Lo vemos seduciendo a la duquesa Isabela en la penumbra, por que no se le reconozca. Confunde al labrador asegurando que su futura fue suya, cuando aún no la ha poseído. Don Juan vive su mocedad, y se proclama enemigo de la muerte y de las responsabilidades: “¡Qué largo me lo fiais!”. Todavía queda cancha. Es un señorito astuto, malévolo, egoísta y malcriado, pendiente solo de los dineros que gastar en juergas. Es la versión viril de la alcahueta Celestina. El “celestimundo”.
La versión del Español viene firmada por Darío Facal, con escenografía de Thomas Schulz, vestuario de Ana López Cobos, y audiovisuales de Iván Mena Tinoco. Cuando el público entra en el patio de butacas, el telón ha sido alzado, y por el espacio vacío deambulan los actores-personajes, descalzos casi todos, y haciendo ejercicios de estiramiento. La obra comienza con la violación de Isabela por el falso duque Octavio, que es retransmitida a la pantalla del foro por una cámara de televisión. Una escena de sexo explícito, de la que solo se ufana después Don Juan en el original de la obra. Los propios actores manipulan las cámaras manuales que van conformando la versión televisada que los espectadores ven. Una filmación del escenario desde distintos ángulos, completada hasta la saciedad, y de manera inoportuna, por imágenes pregrabadas de la circulación sanguínea y de los espermatozoides y óvulos brincando de satisfacción. Parece Érase una vez el cuerpo humano. Las proyecciones no añaden nada nuevo al texto, y distraen constantemente al público.

Pero la adaptación tiene ineludibles aciertos, al dotar de brillante plasticidad a una pieza compuesta en el siglo XVII. Nos referimos al espíritu jovial y festivo, casi veneciano, carnavalesco, de esos bailes modernos al son de rumbas, salsas y blues. Los actores se despelotan en escena, en el buen sentido de crear desenfado y situaciones cómicas, de burlar la tirantez de la solemnidad, y de apartarse de la línea canónica de Miguel Narros, para engatusar con una visión distinta, aunque no desdramatizada. Estaríamos ante una tragicomedia, enfatizada la parte festivalera por músicos con guitarra eléctrica, platillos, bongos, etc. Y lo mejor es que se captan las claves de la obra. No estamos ante interpretaciones de método, sino, más bien, ante una lectura dramatizada en un estudio de radio, con micrófonos abiertos. Los personajes no abandonan nunca el micro. Como si, en cualquier momento, lo fueran a dirigir al público para animarlo: “Y ahora viene eso de…” Parecen cantautores en pleno recital, o un grupo callejero instalado en Preciados. Los versos no los declaman correctamente; los recitan, sin más, sin excesivo arte. Todo suena a farsa, como si se viviera una comedia bárbara, y hasta el monarca es un actor bajito (Emilio Gavira), que se crece imponente desde su puesto de reyezuelo abufonado. Para nosotros, de lo mejor del elenco, junto con Luis Hostalot (Pedro Tenorio).

El vestuario es a veces anacrónico, con trajes de noche y lencería fina. Las chicas dejan resplandecer sus partes pudendas, lo cual, a estas alturas de la vida, es como escandalizarse por la última fantasmada de Kubrick, Eyes Wide Shut (1999). Si el propósito ha sido atraer espectadores para que vean un pubis entre romance y redondilla, la iniciativa no es tampoco nueva. Ya lo hizo en 2008, en este mismo teatro, Hermann Bonnín, al adaptar Don Juan, Príncipe de las Tinieblas, del poeta catalán Josep Palau i Fabre (1917-2008), biógrafo de Pablo Picasso. Por si fuera poco, en aquella obra había hasta un complicado incesto entre Don Juan y su hermana María. Completaban el tándem un diablillo priápico, y un matrimonio irreverente entre el Tenorio y doña Rosamunda Vives, a quien se da a elegir entre ser desvirgada de un modo natural, o por un cetro fálico de sacerdotisa. Los lozanos pechos de la monja Elvira encrespaban entonces un ambiente de cabaret de posguerra, con esmóquines y vestidos de noche. Sin duda, la teatralidad de Facal debe mucho a aquel montaje de Bonnín.
Otra forma de leer y revitalizar a Tirso, novedosa, fresca, desenvuelta, y armonizable con el modo canónico de representar teatro clásico. Amena, nos recuerda que Tirso es.
© Antonio Ángel Usábel, noviembre de 2015.
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* BURLADOR: “El engañador mentiroso, fementido, perjudicial” (Covarrubias, 1611) | “Se usa también como adjetivo, y corresponde a engañoso y fraudulento” (Autoridades, 1726) | “El libertino de profesión, que hace gala de deshonrar a las mujeres, seduciéndolas y engañándolas” (RAE, 1869) | “Libertino habitual que hace gala de deshonrar a las mujeres, seduciéndolas y engañándolas” (DRAE, 23ª ed., 2014) | “Seductor. Hombre que seduce a una mujer y la abandona después” (María Moliner, 1975) | “Hombre libertino que seduce y engaña a las mujeres” (DEA, 1999).
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** POEMA DE DON JUAN / DEMIURGO:
“Ved que su médula es oscura,
fosforescentes sus ungüentos.
En el negror, fosco de vientos,
palpa la luz a la ventura.
Y toda carne es lumbre dura
donde se quiebran sus tormentos;
escribe estrofas en sangrientos
muros que cambian de figura.
¡La vida vive extasiada,
y él, con acero irreligioso
de arcángel loco, busca el poso
--con alear de carne alzada--,
por un cauce vertiginoso,
del Paraíso sin llegada!”

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