El Teatro Español de Madrid
representa estos días, y hasta el 19 de octubre, la tragicomedia de Mario
Vargas Llosa El loco de los balcones, bajo la dirección de Gustavo Tambascio.
Se trata del legítimo empeño de un viejo profesor de arte, Aldo Brunelli, de
rescatar del deterioro y de la demolición los balcones históricos de Lima.
Balcones que escondieron los tesoros de corazones enamorados, que acogieron
conversaciones entre españoles y criollos, entre mucamas y guapas limeñas.
Balcones que vieron venir la Historia a caballo, o que despidieron tropas de
independencia. Balcones que saludaron a piratas y bandoleros, a Sir Francis
Drake y al negro León Escobar. Todo el pasado de Lima desfiló bajo sus
balconadas. A mediados de los años cincuenta del siglo XX, la avanzada del
progreso decidió hacer tabla rasa y destruir las barriadas más antiguas de la
capital, ya convertidos sus otrora señoriales palacetes en tugurios y garitos,
censados como cuadras para la peor ralea mestiza de la ciudad. Timbas de
borrachos, azaleas orinadas y luciérnagas sin brillo, componen el escenario de
esos diablos azules que conjura el joven beodo que increpa a Brunelli en plena
revisión de uno de sus balcones añorados.
Brunelli no está solo en su
quimérica cruzada: lo acompaña su hija Ileana, fiel devota de su padre. A
diferencia de la empresa quijotesca, cuyos fundamentos y cartas de presentación
nunca fueron sino pliegos de literatura fantástica, el sueño de este defensor
del arte tiene una base real. Las balconadas son historia, son parte del
testimonio arquitectónico y social del Perú. Merece la pena, ante el vuelo
iracundo de la impía piqueta, rescatarlas, dándoles cobijo. El paciente
profesor desmonta los balcones y se los lleva uno a uno a su corrala, donde
serán limpiados, desinfectados y restaurados.
Pero no cuenta que, en un redoble
de la simpar tragedia de Shakespeare, el hijo de su mayor enemigo engatusa a su
hija Ileana y se la lleva consigo. Ileana cuestiona la fidelidad al padre por
fuerza de la pasión, cuando se enamora o cree estarlo. No hay devoción familiar
que valga si se trata de elegir entre el zoo de cristal y la madre naturaleza;
por eso, “dejará el hombre a su padre y a
su madre, y se unirá a su mujer, y serán los dos uno solo”.
Ileana reprocha a su padre Aldo
haberla retenido los mejores años de su juventud en pos del ideal salvador. Brunelli,
viudo, al contar con el desafecto de su hija única, despierta de golpe de su
contumacia y nos regala con una nueva Manderley incendiada: quema su colección
de balcones.
Sin embargo, quien ama tanto la
cultura, quien se apasiona tanto con su pasado llegado de Europa, no puede
menos que rendirse a la evidencia de no poder dejar de ser lo que se es. En compañía
del joven vagabundo de los diablos azules, tal vez ganado para la causa cual
segundo Sancho, Brunelli, pese a quien pese, moleste a quien moleste, seguirá
restaurando balcones.
Frente a él se alza la figura del
revolucionario socialista, Teófilo Huamani (Javier Godino): antes que la
salvaguarda del arte, está el bienestar de las personas. Terrible dilema: ¿me
manifiesto por la causa de los balcones, o me decanto por las necesidades de
los hambrientos? ¿Es legítimo, en épocas
de crisis e inestabilidad laboral, defender el culto elitista al arte?
La obra del Nobel peruano incide
en la realidad de que un pueblo no puede desconocer sus raíces, no puede
olvidar su pasado, oh, escrito en su alma vuestro gesto. Igualmente, nos dice
que nadie educado en el amor a los estilos puede abandonar la aventura
artística de lo bello. Que es imposible renunciar a lo que se ha amado y
venerado tantos años. Los bibliófilos no pueden vivir sin estar rodeados de
libros: necesitan verlos, tocarlos, acariciarlos y olerlos. Los coleccionistas
de pintura precisan atesorar lienzos y bocetos, acuarelas, carboncillos y
óleos. Los numismáticos, monedas. Los filatélicos, sellos. Los entomólogos,
insectos. Cada pasión tiene su precio, su lugar y objeto de culto. Desposeer a
estos apasionados de su libido sublimada es como quitar al buzo su bombona de
oxígeno, o al diestro su muleta. Aldo Brunelli no podrá nunca desconocer el
arte de la ebanistería antigua, pasar ante él indiferente, pues lo lleva en las
venas. No le pidan que sea otro hombre, o que viva de otra manera de la que le
gusta vivir.
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El veterano José Sacristán –en comedido esbozo al arribar a un papel serio--
compone un exacto Aldo Brunelli. Los incondicionales del actor –cálidos y
cariñosos mitómanos de los que se paga el teatro-- aplauden sonoramente al
concluir el drama. Siempre quedarán patentes sus atisbos de maestría en la
favorita de todos, el cómico quimérico de El
viaje a ninguna parte (1986), la sublime película de Fernán Gómez. “Para mí –ha confesado Sacristán—esa película no es un trabajo más, es algo
que me toca muy dentro”. Pero hay que destacar, también, otro esfuerzo
inconmensurable del actor: Un hombre
llamado Flor de Otoño (Pedro Olea, 1978), la doble vida de Lluis de
Serracant, como abogado y travesti de cabaret, ambos con su prestigio.
La obra de Vargas Llosa está
basada en hechos reales, vividos en Lima por el propio autor, hacia 1959. Al
parecer se inspiró en el personaje veraz de un profesor de Historia del Arte de
la Universidad de San Marcos, el florentino Bruno Roselli, quien intentó movilizar, sin éxito, a los limeños en
defensa de sus balcones. Algunos sucumbieron, pero otros quedaron. Lima, si
bien es un concierto barroco de iglesias y conventos, posee balconadas que, en
efecto, junto con sus ventanas enrejadas, son de sus mejores joyas, como la
grande esquinera de la Casa del Oidor, o los balcones de la Casa de Larriva, o
los dos espléndidos mudéjares con celosías del Palacio de Torre Tagle.
Del reparto merecen reseñarse las
eficaces composiciones de Juan Antonio
Lumbreras –entrañable vagabundo alcohólico—y Alberto Frías (Panchín). Candela
Serrat (Ileana) estiliza una señorita limeña de alcurnia que se deja
seducir por los embelecos del caché arquitectónico, primero del pasado, y
después del novedoso presente. Blando y muy perdido por la escena anda, sin
embargo, Fernando Soto (Ingeniero Cánepa). Meritorio, Emilio Gavira (Dr. Asdrúbal
Quijano). Cumplidor, Carlos Serrano (Diego).
Esta tragicomedia deja un regusto
de cálida y acogedora nostalgia en el espectador. Recomendable para todos los
amantes de la Cultura, del pasado histórico y del patrimonio artístico.
Programa de mano_El loco de los balconesBruno Roselli, el quijote del balcón.
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