“Con la edad, los ojos ven más lejos, no en la distancia, pero sí en el tiempo.” (aausábel, 2017)

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En este país...

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lunes, 22 de septiembre de 2014

La legitimación de las raíces culturales.


El Teatro Español de Madrid representa estos días, y hasta el 19 de octubre, la tragicomedia de Mario Vargas Llosa El loco de los balcones, bajo la dirección de Gustavo Tambascio. Se trata del legítimo empeño de un viejo profesor de arte, Aldo Brunelli, de rescatar del deterioro y de la demolición los balcones históricos de Lima. Balcones que escondieron los tesoros de corazones enamorados, que acogieron conversaciones entre españoles y criollos, entre mucamas y guapas limeñas. Balcones que vieron venir la Historia a caballo, o que despidieron tropas de independencia. Balcones que saludaron a piratas y bandoleros, a Sir Francis Drake y al negro León Escobar. Todo el pasado de Lima desfiló bajo sus balconadas. A mediados de los años cincuenta del siglo XX, la avanzada del progreso decidió hacer tabla rasa y destruir las barriadas más antiguas de la capital, ya convertidos sus otrora señoriales palacetes en tugurios y garitos, censados como cuadras para la peor ralea mestiza de la ciudad. Timbas de borrachos, azaleas orinadas y luciérnagas sin brillo, componen el escenario de esos diablos azules que conjura el joven beodo que increpa a Brunelli en plena revisión de uno de sus balcones añorados.

Brunelli no está solo en su quimérica cruzada: lo acompaña su hija Ileana, fiel devota de su padre. A diferencia de la empresa quijotesca, cuyos fundamentos y cartas de presentación nunca fueron sino pliegos de literatura fantástica, el sueño de este defensor del arte tiene una base real. Las balconadas son historia, son parte del testimonio arquitectónico y social del Perú. Merece la pena, ante el vuelo iracundo de la impía piqueta, rescatarlas, dándoles cobijo. El paciente profesor desmonta los balcones y se los lleva uno a uno a su corrala, donde serán limpiados, desinfectados y restaurados.

Pero no cuenta que, en un redoble de la simpar tragedia de Shakespeare, el hijo de su mayor enemigo engatusa a su hija Ileana y se la lleva consigo. Ileana cuestiona la fidelidad al padre por fuerza de la pasión, cuando se enamora o cree estarlo. No hay devoción familiar que valga si se trata de elegir entre el zoo de cristal y la madre naturaleza; por eso, “dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán los dos uno solo”.
Ileana reprocha a su padre Aldo haberla retenido los mejores años de su juventud en pos del ideal salvador. Brunelli, viudo, al contar con el desafecto de su hija única, despierta de golpe de su contumacia y nos regala con una nueva Manderley incendiada: quema su colección de balcones.
Sin embargo, quien ama tanto la cultura, quien se apasiona tanto con su pasado llegado de Europa, no puede menos que rendirse a la evidencia de no poder dejar de ser lo que se es. En compañía del joven vagabundo de los diablos azules, tal vez ganado para la causa cual segundo Sancho, Brunelli, pese a quien pese, moleste a quien moleste, seguirá restaurando balcones.
Frente a él se alza la figura del revolucionario socialista, Teófilo Huamani (Javier Godino): antes que la salvaguarda del arte, está el bienestar de las personas. Terrible dilema: ¿me manifiesto por la causa de los balcones, o me decanto por las necesidades de los hambrientos?  ¿Es legítimo, en épocas de crisis e inestabilidad laboral, defender el culto elitista al arte?
La obra del Nobel peruano incide en la realidad de que un pueblo no puede desconocer sus raíces, no puede olvidar su pasado, oh, escrito en su alma vuestro gesto. Igualmente, nos dice que nadie educado en el amor a los estilos puede abandonar la aventura artística de lo bello. Que es imposible renunciar a lo que se ha amado y venerado tantos años. Los bibliófilos no pueden vivir sin estar rodeados de libros: necesitan verlos, tocarlos, acariciarlos y olerlos. Los coleccionistas de pintura precisan atesorar lienzos y bocetos, acuarelas, carboncillos y óleos. Los numismáticos, monedas. Los filatélicos, sellos. Los entomólogos, insectos. Cada pasión tiene su precio, su lugar y objeto de culto. Desposeer a estos apasionados de su libido sublimada es como quitar al buzo su bombona de oxígeno, o al diestro su muleta. Aldo Brunelli no podrá nunca desconocer el arte de la ebanistería antigua, pasar ante él indiferente, pues lo lleva en las venas. No le pidan que sea otro hombre, o que viva de otra manera de la que le gusta vivir.
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El veterano José Sacristán –en comedido esbozo al arribar a un papel serio-- compone un exacto Aldo Brunelli. Los incondicionales del actor –cálidos y cariñosos mitómanos de los que se paga el teatro-- aplauden sonoramente al concluir el drama. Siempre quedarán patentes sus atisbos de maestría en la favorita de todos, el cómico quimérico de El viaje a ninguna parte (1986), la sublime película de Fernán Gómez. “Para mí –ha confesado Sacristán—esa película no es un trabajo más, es algo que me toca muy dentro”. Pero hay que destacar, también, otro esfuerzo inconmensurable del actor: Un hombre llamado Flor de Otoño (Pedro Olea, 1978), la doble vida de Lluis de Serracant, como abogado y travesti de cabaret, ambos con su prestigio.
La obra de Vargas Llosa está basada en hechos reales, vividos en Lima por el propio autor, hacia 1959. Al parecer se inspiró en el personaje veraz de un profesor de Historia del Arte de la Universidad de San Marcos, el florentino Bruno Roselli, quien intentó movilizar, sin éxito, a los limeños en defensa de sus balcones. Algunos sucumbieron, pero otros quedaron. Lima, si bien es un concierto barroco de iglesias y conventos, posee balconadas que, en efecto, junto con sus ventanas enrejadas, son de sus mejores joyas, como la grande esquinera de la Casa del Oidor, o los balcones de la Casa de Larriva, o los dos espléndidos mudéjares con celosías del Palacio de Torre Tagle.

Del reparto merecen reseñarse las eficaces composiciones de Juan Antonio Lumbreras –entrañable vagabundo alcohólico—y Alberto Frías (Panchín). Candela Serrat (Ileana) estiliza una señorita limeña de alcurnia que se deja seducir por los embelecos del caché arquitectónico, primero del pasado, y después del novedoso presente. Blando y muy perdido por la escena anda, sin embargo, Fernando Soto (Ingeniero Cánepa). Meritorio, Emilio Gavira (Dr. Asdrúbal Quijano). Cumplidor, Carlos Serrano (Diego).
Esta tragicomedia deja un regusto de cálida y acogedora nostalgia en el espectador. Recomendable para todos los amantes de la Cultura, del pasado histórico y del patrimonio artístico.
Programa de mano_El loco de los balcones

Bruno Roselli, el quijote del balcón.

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