“Con la edad, los ojos ven más lejos, no en la distancia, pero sí en el tiempo.” (aausábel, 2017)

“Con la edad, los ojos ven más lejos, no en la distancia, pero sí en el tiempo.” (aausábel, 2017)

En este país...

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martes, 22 de abril de 2014

La literatura de Gabriel García Márquez.


Y me enteré de que había “otra literatura” en español leyendo a Gabriel García Márquez (1927-2014). Un periodista que llevó la maestría y el pulso de la crónica al relato de ficción. Lo descubrí primero a través de Relato de un náufrago (1970), lectura escolar casi obligada, y después con La aventura de Miguel Littín, clandestino en Chile (1986), que el diario El País publicó por entregas y que yo debo de tener recogidas aún por alguna parte. Me fascinó esa facilidad increíble suya para dar altura mítica a lo cotidiano, a través de un lenguaje que fluía con la naturalidad sonora de un fresco manantial. García Márquez era “otra cosa”, una poderosa alternativa a la morosidad e insipidez de nuestras nacionales letras.


Hay un después de Carpentier y García Márquez en la narrativa hispana: dos portentos que trazaron las sinuosas líneas de lo mágico, bien por increíble a los ojos de un europeo, bien por recordar la cara oculta de la realidad, que es la fantasía y el ilusionismo. La Naturaleza caribeña da la fuerza colosal y olímpica de los huracanes, los recios goterones de lluvia en torrenciales aguaceros, quizá las nubes de mariposas y las interminables cascadas. Si a ello se une la facultad prodigiosa de fabulación de los cuentos persas de Las mil y una noches, y el espíritu mitómano de Don Quijote, el resultado son las piezas asombrosas del Nobel colombiano.
Voy a recordar, solamente, algunos momentos de las novelas de García Márquez que me dejaron postrado en la apatía del anonadamiento, cuando yo era un joven lector de diecinueve o veinte años.
Gran parte de la maestría fabuladora del Nobel colombiano se debe a su abuela Tranquilina Iguarán Cotes, contadora de historias donde el prodigio copula con la realidad y da pie a un parto satisfactorio.
Empiezo por Cien años de soledad (1967), que es la Biblia de la literatura hispana, libro que no debiera faltar en ninguna habitación de hotel, salvo por aquello de que Macondo embruje al viajero y sustituya en su imaginario a la ciudad que se visita.
Jamás pude suponer que, descendiendo el curso de un río, en un paraje remoto y selvático, se hallara un resto de la ocupación española de América del Sur; pero así era:
Agotados por la prolongada travesía, colgaron las hamacas y durmieron a fondo por primera vez en dos semanas. Cuando despertaron, ya con el sol alto, se quedaron pasmados de fascinación. Frente a ellos, rodeado de helechos y palmeras, blanco y polvoriento en la silenciosa luz de la mañana, estaba un enorme galeón español. Ligeramente volteado a estribor, de su arboladura intacta colgaban las piltrafas escuálidas del velamen, entre jarcias adornadas de orquídeas. El casco, cubierto con una tersa coraza de remora petrificada y musgo tierno, estaba firmemente enclavado en un suelo de piedras. Toda la estructura parecía ocupar un ámbito propio, un espacio de soledad y de olvido, vedado a los vicios del tiempo y a las costumbres de los pájaros. En el interior, que los expedicionarios exploraron con un fervor sigiloso, no había nada más que un apretado bosque de flores.



[…] Muchos años después, el coronel Aureliano Buendía volvió a travesar la región, cuando era ya una ruta regular del correo, y lo único que encontró de la nave fue el costillar carbonizado en medio de un campo de amapolas. Solo entonces convencido de que aquella historia no había sido un engendro de la imaginación de su padre, se preguntó cómo había podido el galeón adentrarse hasta ese punto en tierra firme.”
¡Ah, la avanzada del progreso! Acaba con la ilusión infantil de todo un buque fantasma abandonado. Solo queda medio esqueleto en un descampado común. Una página que parece surgida de la pluma hechicera de Emilio Salgari. Excepto que el gran mago italiano procedería a la inversa: a la vista de cualquier pecio carcomido o roñoso, vestigio de un pobre desguace, levantaría un galeón --con todo su aparejo-- esperando surcar el Lago Maracaibo.
Cualquiera diría que, incluso hoy, adentrándonos en la jungla del Amazonas, sería posible encontrar –reposando sobre un tronco del árbol del caucho, y preservado con látex—el cadáver momificado de un aventurero extremeño, tal vez empuñando todavía su herrumbrosa espada toledana, y con algún resto de armadura guarneciendo el esternón. Algo parecido leemos en Cien años…:
“Empujó con el hombro la puerta principal, y la carcomida armazón de madera se derrumbó sin estrépito, en un callado cataclismo de polvo y tierra de nidos de comején. Aureliano Triste permaneció en el umbral, esperando que se desvaneciera la niebla, y entonces vio en el centro de la sala a la escuálida mujer vestida todavía con ropas del siglo anterior, con unas pocas hebras amarillas en el cráneo pelado, y con unos ojos grandes, aún hermosos, en los cuales se habían apagado las últimas estrellas de la esperanza, y el pellejo del rostro agrietado por la aridez de la soledad. Estremecido por la visión de otro mundo, Aureliano Triste apenas se dio cuenta de que la mujer lo estaba apuntando con una anticuada pistola de militar.”
El aliento de la literatura popular oriental, en especial, de la china, se hace patente en este pasaje de la novela de Márquez:
“Soñó que entraba en una casa vacía, de paredes blancas […] En el sueño recordó que había soñado lo mismo la noche anterior y en muchas noches de los últimos años, y supo que la imagen se habría borrado de su memoria al despertar, porque aquel sueño recurrente tenía la virtud de no ser recordado sino dentro del mismo sueño. Un momento después, en efecto, cuando el peluquero llamó a la puerta del taller, el coronel Aureliano Buendía despertó con la impresión de que involuntariamente se había quedado dormido por breves segundos, y que no había tenido tiempo de soñar nada.”
Un episodio inspirado en el “Sueño de la mariposa”, de Chuang Tzu, que dice: Chuang Tzu soñó que era una mariposa. Al despertar ignoraba si era Tzu que había soñado que era una mariposa o si era una mariposa y estaba soñando que era Tzu”. O en “El sueño de la mosca horripilante” (anónimo chino): Li Wei soñaba que una mosca horripilante rondaba por su habitación, interrumpiendo inoportunamente una de sus profundas meditaciones. Molesto, comenzó a perseguirla tratando de acallar con un golpe su desagradable zumbido. Portaba en la mano, con tal objetivo, la primera edición de ‘Con la copa de vino en la mano interrogo a la luna’, poema épico de su entrañable amigo Li Taibo. Corrió y corrió incansablemente entre el reducido espacio de esas cuatro paredes, sacudiendo sus brazos cual si fuera él mismo una mosca. Dicha empresa le sirvió de poco. La mosca, posada en el marco del retrato de su amada, lo miraba con aburrida indiferencia.
Exhausto por la persecución, Li Wei se despertó agitado. Sobre la mesa de luz estaba posado, distraído, el fastidioso insecto. De un viril manotazo, el filósofo acabó con la corta vida de la triste mosca.
Li Wei jamás sabrá si mató a una mosca o a uno de sus sueños.”
El artificio de cajas chinas o de muñecas rusas se prolonga hasta lo innombrable. Lo utiliza Borges en “Las ruinas circulares” y en “La escritura de Dios”, de donde son estas palabras de mudo sortilegio: “Un día o una noche -entre mis días y mis noches ¿qué diferencia cabe?- soñé que en el piso de la cárcel había un grano de arena. Volví a dormir; soñé que los granos de arena eran tres. Fueron, así, multiplicándose hasta colmar la cárcel, y yo moría bajo ese hemisferio de arena. Comprendí que estaba soñando: con un vasto esfuerzo me desperté. El despertar fue inútil: la innumerable arena me sofocaba. Alguien me dijo: "No has despertado a la vigilia, sino a un sueño anterior. Ese sueño está dentro de otro, y así hasta lo infinito, que es el número de los granos de arena. El camino que habrás de desandar es interminable, y morirás antes de haber despertado realmente”
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En El otoño del patriarca (1975), hay un pasaje ucrónico donde América descubre Europa, y no al revés. Lo reproduzco a continuación:
“Y por fin encontró quién le contara la verdad mi general, que habían llegado unos forasteros que parloteaban en lengua ladina pues no decían el mar sino la mar y llamaban papagayos a las guacamayas, almadías a los cayucos y azagayas a los arpones, y que habiendo visto que salíamos a recibirlos nadando entorno de sus naves se encarapitaron en los palos de la arboladura y se gritaban unos a otros que mirad qué bien hechos, de muy fermosos cuerpos y muy buenas caras, y los cabellos gruesos y casi como sedas de caballos, y habiendo visto que estábamos pintados para no despellejarnos con el sol se alborotaron como cotorras mojadas gritando que mirad que de ellos se pintan de prieto, y ellos son de la color de los canarios, ni blancos ni negros, y dellos de lo que haya, y nosotros no entendíamos por qué carajo nos hacían tanta burla mi general si estábamos tan naturales como nuestras madres nos parieron y en cambio ellos estaban vestidos como la sota de bastos a pesar del calor, que ellos dicen la calor como los contrabandistas holandeses, y tienen el pelo arreglado como mujeres aunque todos son hombres, que dellas no vimos ninguna, y gritaban que no entendíamos en lengua de cristianos cuando eran ellos los que no entendían lo que gritábamos, y después vinieron hacia nosotros con sus cayucos que ellos llaman almadías, como dicho tenemos, y se admiraban de que nuestros arpones tuvieran en la punta una espina de sábalo que ellos llaman diente de pece, y nos cambiaban todo lo que teníamos por estos bonetes colorados y estas sartas de pepitas de vidrio que nos colgábamos en el pescuezo por hacerles gracia, y también por estas sonajas de latón de las que valen un maravedí y por bacinetas y espejuelos y otras mercerías de Flandes, de las más baratas mi general, y como vimos que eran buenos servidores y de buen ingenio nos los fuimos llevando hacia la playa sin que se dieran cuenta, pero la vaina fue que entre el cámbieme esto por aquello y le cambio esto por esto otro se formó un cambalache de la puta madre y al cabo rato todo el mundo estaba cambalachando sus loros, su tabaco, sus bolas de chocolate, sus huevos de iguana, cuanto Dios crio, pues de todo tomaban y daban de aquello que tenían de buena voluntad, y hasta querían cambiar a uno de nosotros por un jubón de terciopelo para mostrarnos en las Europas…”


Aquí se trastocan los papeles, y los verdaderos comerciantes parecen ser los indios, que son quienes no toman en serio a los curiosos forasteros, tan extraños y peculiares por su jerga y su forma de vestir y de llevar el pelo. La desmitificación de la realidad documental es una constante en la novela histórica hispanoamericana desde el “Boom”. Europa entraña la dictadura de la cronología, contraria a la cosmogonía mítica circular de lo precolombino. Se antoja la repetición defendida por Octavio Paz: en esto ver aquello. La reescritura de lo ausente, de lo intemporal, es la “visión de los vencidos”, para escarnio y burla de los vencedores, los cuales dejaron algunos sus huesos en las selvas y desiertos, o en el fondo del mar, tras una galerna o el asalto de bucaneros ingleses u holandeses.
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Continuando con la novela histórica, de 1994 es Del amor y otros demonios, la historia de la falsa endemoniada, Sierva María de Todos los Ángeles, de doce años, que sirve al autor para criticar el celo y el fanatismo católicos. La religión es vista no como consuelo, sino como laceración de almas y cuerpos.
De esta novela me impresionó, sobre todo, el hallazgo de la tumba de la niña y el inquietante estado de sus restos, que detalla el narrador en el prefacio:
“En la tercera hornacina del altar mayor, del lado del Evangelio, allí estaba la noticia. La lápida saltó en pedazos al primer golpe de la piocha, y una cabellera viva de un color de cobre intenso se derramó fuera de la cripta. El maestro de obra quiso sacarla completa con la ayuda de sus obreros, y cuanto más tiraban de ella más larga y abundante parecía, hasta que salieron las últimas hebras todavía prendidas a un cráneo de niña. En la hornacina no quedó nada más que unos huesecillos menudos y dispersos, y en la lápida de cantería carcomida por el salitre sólo era legible un nombre sin apellidos: Sierva María de Todos los Ángeles. Extendida en el suelo, la cabellera espléndida medía veintidós metros con once centímetros.
El maestro de obra me explicó sin asombro que el cabello humano crecía un centímetro por mes hasta después de la muerte, y veintidós metros le parecieron un buen promedio para doscientos años. A mí, en cambio, no me pareció tan trivial, porque mi abuela me contaba de niño la leyenda de una marquesita de doce años cuya cabellera le arrastraba como una cola de novia, que había muerto del mal de rabia por el mordisco de un perro, y era venerada en los pueblos del Caribe por sus muchos milagros. La idea de que esa tumba pudiera ser la suya fue mi noticia de aquel día, y el origen de este libro.”
García Márquez relata la leyenda, ese atisbo de verdad que corre de boca en boca y que a veces muere antes de convertirse en libro. De todo tiene la culpa un perro rabioso, ese can maldito que aparece un día en plena calle y que carga con la mirada y el aliento del diablo.


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El coronel no tiene quien le escriba es de 1961. A pesar de ser una novela sin conflicto, marcada por la monotonía y el tedio provinciano, resulta una buena adaptación a nuestro idioma de Faulkner y de Lowry. En efecto, el coronel del relato está prisionero de aquel lugar en ninguna parte como el excónsul británico en Cuernavaca, en Bajo el volcán. Llueve despacio, pero sin pausa, porque no puede llover de otra manera donde nunca pasa nada. Llueve cansinamente, apaciguadamente, templando voluntades (“Se necesita tener esa paciencia de buey que tú tienes para esperar una carta durante quince años”).
“—Nada para el coronel –dijo.
El coronel se sintió avergonzado.
--No esperaba nada –mintió. Volvió hacia el médico una mirada enteramente infantil. Yo no tengo quien me escriba.
Regresaron en silencio. El médico concentrado en los periódicos. El coronel con su manera de andar habitual que parecía la de un hombre que desanda el camino para buscar una moneda perdida.
[…] –Qué hay de noticias –preguntó el coronel.
El médico le dio varios periódicos.
--No se sabe –dijo--. Es difícil leer entre líneas lo que permite publicar la censura.
El coronel leyó los titulares destacados. Noticias internacionales. Arriba, a cuatro columnas, una crónica sobre la nacionalización del canal de Suez. La primera página estaba casi completamente ocupada por las invitaciones a un entierro.
--No hay esperanza de elecciones –dijo el coronel.
--No sea ingenuo, coronel –dijo el médico--. Ya nosotros estamos muy grandes para esperar al Mesías.”
La invitación a un entierro, lo más notorio de los sucesos locales. Nada importa, puesto que todo se olvida. Todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar:
“Cada día vemos nouedades e las oymos e las passarnos e dexamos atrás. Diminúyelas el tiempo, házelas contingibles. ¿Qué tanto te marauillarías, si dixesen: la tierra tembló o otra semejante cosa, que no oluidases luego?
Assí como: elado está el río, el ciego vee ya, muerto es tu padre, vn rayo cayó, ganada es Granada, el Rey entra oy, el turco es vencido, eclipse ay mañana, la puente es lleuada, aquél  es ya obispo, a Pedro robaron, Ynés se ahorcó. ¿Qué me dirás, sino que a tres días passados o a la segunda vista, no ay quien dello se marauille? Todo es assí, todo passa desta manera, todo se oluida, todo queda atrás.” (Fernando de Rojas, La Celestina, Auto III).
Estamos condenados a vivir, tal vez sin un para qué. La vida de las gentes se extiende a nuestro alrededor, y el mundo gira, pero la tierra ni se inmuta.
Para el cristianismo, la vida tiene un propósito, una finalidad; para los arquitectos de la intrahistoria, acaso ninguno, nada.

En la misma página de El coronel…, el motivo recurrente de los pueblos latinos: la cotidianeidad ordenada por la Iglesia:
“Un poco después de las siete sonaron en la torre las campanadas de la censura cinematográfica. El padre Ángel utilizaba ese medio para divulgar la calificación moral de la película de acuerdo con la lista clasificada que recibía todos los meses por correo. La esposa del coronel contó doce campanadas.
--Mala para todos –dijo. Hace como un año que las películas son malas para todos.
Bajó la tolda del mosquitero y murmuró: ‘El mundo está corrompido’. Pero el coronel no hizo ningún comentario.”
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Gabriel García Márquez ha muerto a los 87 años, en México D.F., el 17 de abril de 2014. Al parecer, sus cenizas van a ser repartidas entre Aracataca o Bogotá (Colombia) y México D.F., lugar donde residía el escritor. En 1999, se le diagnosticó un linfoma, del cual fue tratado durante tres meses en un hospital de Bogotá. En 2006, se le presentó otra grave dolencia hereditaria, el alzheimer, hecho que él mismo pronosticó en las páginas de Cien años de soledad, cuando habla de la epidemia de insomnio que afecta a Macondo y cómo sus habitantes, al olvidar, se refugian en una verdad inventada, otra realidad mágica; entonces, se crean recursos para no soltar todas las amarras con lo ya conocido:
“Fue Aureliano quien concibió la fórmula que había de defenderlos durante varias meses de las evasiones de la memoria. La descubrió por casualidad. Insomne experto, por haber sido uno de los primeros, había aprendido a la perfección el arte de la platería. Un día estaba buscando el pequeño yunque que utilizaba para laminar los metales, y no recordó su nombre. Su padre se lo dijo: «tas». Aureliano escribió el nombre en un papel que pegó con goma en la base del yunquecito: tas. Así estuvo seguro de no olvidarlo en el futuro. No se le ocurrió que fuera aquella la primera manifestación del olvido, porque el objeto tenía un nombre difícil de recordar. Pero pocos días después descubrió que tenía dificultades para recordar casi todas las cosas del laboratorio. Entonces las marcó con el nombre respectivo, de modo que le bastaba con leer la inscripción para identificarlas. Cuando su padre le comunicó su alarma por haber olvidado hasta los hechos más impresionantes de su niñez, Aureliano le explicó su método, y José Arcadio Buendía lo puso en práctica en toda la casa y más tarde la impuso a todo el pueblo. Con un hisopo entintado marcó cada cosa con su nombre: mesa, silla, reloj, puerta, pared, cama, cacerola. Fue al corral y marcó los animales y las plantas: vaca, chivo, puerca, gallina, yuca, malanga, guineo. Paca a poca, estudiando las infinitas posibilidades del olvido, se dio cuenta de que podía llegar un día en que se reconocieran las cosas por sus inscripciones, pero no se recordara su utilidad. Entonces fue más explícito. El letrero que colgó en la cerviz de la vaca era una muestra ejemplar de la forma en que los habitantes de Macondo estaban dispuestas a luchar contra el olvido: Ésta es la vaca, hay que ordeñarla todas las mañanas para que produzca leche y a la leche hay que herviría para mezclarla con el café y hacer café con leche. Así continuaron viviendo en una realidad escurridiza, momentáneamente capturada por las palabras, pero que había de fugarse sin remedio cuando olvidaran los valores de la letra escrita.
En la entrada del camino de la ciénaga se había puesto un anuncio que decía Macondo y otro más grande en la calle central que decía Dios existe. En todas las casas se habían escrito claves para memorizar los objetas y los sentimientos. Pero el sistema exigía tanta vigilancia y tanta fortaleza moral, que muchos sucumbieron al hechizo de una realidad imaginaria, inventada por ellos mismos, que les resultaba menos práctica pero más reconfortante. Pilar Ternera fue quien más contribuyó a popularizar esa mistificación, cuando concibió el artificio de leer el pasado en las barajas como antes había leído el futuro. Mediante ese recurso, los insomnes empezaron a vivir en un mundo construido por las alternativas inciertas de los naipes, donde el padre se recordaba apenas como el hombre moreno que había llegada a principios de abril y la madre se recordaba apenas como la mujer trigueña que usaba un anillo de oro en la mano izquierda, y donde una fecha de nacimiento quedaba reducida al último martes en que cantó la alondra en el laurel. Derrotado por aquellas prácticas de consolación, José Arcadio Buendía decidió entonces construir la máquina de la memoria que una vez había deseado para acordarse de los maravillosos inventos de los gitanos. El artefacto se fundaba en la posibilidad de repasar todas las mañanas, y desde el principio hasta el fin, la totalidad de los conocimientos adquiridos en la vida. Lo imaginaba como un diccionario giratorio que un individuo situada en el eje pudiera operar mediante una manivela, de modo que en pocas horas pasaran frente a sus ojos las naciones más necesarias para vivir.”

 
 
 
 
 
 
 


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