La Fundación Canal presenta estos días, y hasta el 5 de enero de 2015,
en su sede de Mateo Inurria 2 (Madrid), una exposición imprescindible: Caminos a la escuela. 18 historias de
superación. Antesala de un próximo largometraje documental, que se estrenará
en diciembre de este año, es sencillamente ineludible si queremos despertar al
mundo, a menudo terrible, en que vivimos. Porque mientras en el Primer Mundo se
puede decir que aún vivimos, en muchos otros lugares de la Tierra, solo
sobreviven.
Y ya es valentía sobrevivir para
poder recibir una educación elemental. Más difícil incluso, para asistir a una
escuela de enseñanza secundaria. Niños y niñas de padres sin recursos
económicos, que acaso estarían obligados a arrimar el hombro en la manutención
de su familia, deciden, con la valiente aprobación de sus progenitores, iniciar
largas caminatas para acudir a diario a un colegio rudimentario. Saben que si
algo les puede librar del SIDA, de la miseria, del hambre, es la educación.
Tener una educación –un currículum—aumenta las posibilidades de escapar del
hundimiento. Un niño hindú, discapacitado, de apenas ocho años, que quiere ser
médico, opina sabiamente: “Llegamos al
mundo sin nada, y de él nada podremos llevarnos. Solo nuestra voluntad de
educarnos nos puede ayudar en esta vida”. Otro muchachito africano sueña
con esforzarse para ser un día piloto de aviación. Él tiene un sueño. Otra niña
musulmana quiere estudiar Medicina, para curar a los suyos, que tanto sufren.
Una más, hispana, chiquitita, desea ser maestra, para enseñar al que no sabe.
Estos niños tal vez no llegarán a realizar su sueño, pero por lo menos conocen
hacia dónde caminan. Son conscientes de lo que buscan, de lo que anhelan, de lo
que pueden dar a la vida y recibir de ella. “Te voy a dar mi sacrificio, mi
esfuerzo, y a lo mejor Tú, Vida…”
Una niña africana vive con su
madre en un inmenso asentamiento de chabolas. Hace años que no ve a su padre. Camina
sola sorteando zanjas con orines y entre letrinas. Pero va limpia,
impecablemente vestida y aseada. Lo mismo un muchacho hindú, que vive en la
calle de Calcuta con su familia; también viste con meritoria limpieza. Vivir en
la extrema pobreza no significa no tener dignidad. A veces, se tiene, y más que
quien vive en la opulencia. Porque con poco se logra mucho: mostrar el alma, el
interior de la persona, su clamor por recibir lo justo.
Estos niños, que poco o nada
tienen, se ilusionan con el ritual de asistir a una clase. Aunque tengan que
recorrer 180 kilómetros de autobús, durante dos horas, como en cierta región de
Australia; aunque deban atravesar bosques y sabanas; o bien, tomar
transbordadores o canoas entre islas; o bien, como “castigo” por su insolencia
de pretender educarse, trabajar las niñas tras el colegio en un taller de
costura de Casablanca, para ganarse los 180 dólares USA con que costear su
propia educación. Gitanillos desalojados de sus chabolas en la misma región de
París, donde está su escuela, que prueban un nuevo itinerario cada mes por el
solo placer de volver a verla.
Estos son los aventureros de hoy
en día. Los últimos Tigres de Mompracen.
Si desfallecen, si descuidan por un momento su propósito, estarán traicionando
a los suyos y negándose a sí mismos la última oportunidad que les queda.
Nuestros hijos tienen de todo:
una casa digna, elementos de ocio, libros de texto, cuadernos, lápices, y
buenas mochilas para transportarlos. Tienen a veces su centro escolar a diez
minutos de casa, o en una cómoda ruta de apenas veinte. La mayoría –siempre hay
excepciones-- no se tiene que preocupar por trabajar después de sus horas
lectivas. Comen y duermen bien, y el que no lo hace, es porque se distrae hasta
las tantas con el ordenador o la videoconsola. En los recreos, pocos son los
que se mueven practicando algún deporte. Muchos prefieren los corrillos, los
corralitos de perezosa inactividad, con los móviles encendidos y disparando
mensajes y fotografías.
Bastantes de estos chicos sí
aprovechan la oportunidad que se les da en esta sociedad discutible, y estudian
y titulan, “para ser alguien en la vida”. Otros varios –nunca pocos—van al
colegio o al instituto a “calentar el asiento”, y se pasan seis horas todos los
días de aburrida contemplación al techo, por la ventana, o al móvil oculto en
la mochila, donde habita el olvido. Hay quien de ellos ya tiene claro que no le
gusta estudiar, pero que intentará hacerse mecánico o peluquero (profesiones
muy necesarias, loables y legítimas en cualquier momento). Bien, por lo menos
albergan un objetivo en su corazón. Otros, en cambio, ni siquiera saben si
buscan algo, si quieren ser algo, porque todavía no se han encontrado a sí
mismos. Estos adolescentes que no tienen iniciativas, y que luego, el día de
mañana, quizá exijan a la sociedad lo que ellos no se han ganado, perdidos sempiternamente
en su nihilismo, tardarán en reconocer que desaprovecharon lo que un día
tuvieron, porque se les ofreció y no lo admitieron. Estos niños perdidos no
tienen perdón de Dios. Los adolescentes del Tercer Mundo, o hacen por estudiar,
o trabajan. En lo que sea, pero trabajan. Allí no vale un “no”. No vale
desperdiciar un grano de arroz. No vale salirse por la tangente con falsas
excusas. Empleos denigrantes, humillantes, sangrantes… pero allá no se permite
una negativa. Doblar el espinazo, para intentar comer.
La vida de muchos hogares en nuestra sociedad
es lamentable y pasa por periodos verdaderamente críticos: hombres y mujeres –padres
de familia—sin trabajo, sin subsidio de desempleo, con hijos en edad de
emanciparse, y sin poder llegar a ser independientes por la misma ausencia de
una oportunidad. Una sociedad capitalista que impone el trabajo esclavo e
indignamente remunerado, y que solo ofrece como alternativa el exilio forzoso.
Gente joven a puñados, bien preparada en las Universidades, y condenada al
ostracismo. Es cierto que nuestra sociedad ofrece bien poco al que bien se
forma, pero no es menos cierto que todo auxilio comienza en uno mismo,
adoptando aquellas actitudes que mejor nos vayan a favorecer después. Niño
del Primer Mundo, muchacho de Madrid, Sevilla o Barcelona, tienes que intentarlo. No te sirve un “no” por respuesta. Si tus
padres lo tuvieron difícil, tú, a lo mejor, lo tienes casi imposible. Pero,
como decía aquel polémico (y díscolo) teórico del movimiento revolucionario
cubano: “Seamos realistas: hagamos lo
imposible”. Lo imposible no se logra si al menos no se sueña y se lucha por
ello. El camino es largo y tortuoso, lleno de trampas y de alimañas; la noche
fría y traicionera, pero has de seguir siempre con firmeza y tesón tu sendero,
para llegar a alguna parte. Para ser persona. Siempre para defender tu derecho
a ser persona.
© Antonio Ángel Usábel,
octubre de 2014.
Dossier oficial de la exposición "Caminos a la escuela"Largo camino al cole.
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