Hay un después de Carpentier y
García Márquez en la narrativa hispana: dos portentos que trazaron las sinuosas
líneas de lo mágico, bien por increíble a los ojos de un europeo, bien por
recordar la cara oculta de la realidad, que es la fantasía y el ilusionismo. La
Naturaleza caribeña da la fuerza colosal y olímpica de los huracanes, los
recios goterones de lluvia en torrenciales aguaceros, quizá las nubes de
mariposas y las interminables cascadas. Si a ello se une la facultad prodigiosa
de fabulación de los cuentos persas de Las
mil y una noches, y el espíritu mitómano de Don Quijote, el resultado son
las piezas asombrosas del Nobel colombiano.
Voy a recordar, solamente,
algunos momentos de las novelas de García Márquez que me dejaron postrado en la
apatía del anonadamiento, cuando yo era un joven lector de diecinueve o veinte
años.
Gran parte de la maestría
fabuladora del Nobel colombiano se debe a su abuela Tranquilina Iguarán Cotes,
contadora de historias donde el prodigio copula con la realidad y da pie a un
parto satisfactorio.
Empiezo por Cien años de soledad
(1967), que es la Biblia de la literatura hispana, libro que no debiera faltar
en ninguna habitación de hotel, salvo por aquello de que Macondo embruje al
viajero y sustituya en su imaginario a la ciudad que se visita.
Jamás pude suponer que, descendiendo
el curso de un río, en un paraje remoto y selvático, se hallara un resto de la
ocupación española de América del Sur; pero así era:
“Agotados por la prolongada travesía, colgaron las
hamacas y durmieron a fondo por primera vez en dos semanas. Cuando despertaron,
ya con el sol alto, se quedaron pasmados de fascinación. Frente a ellos,
rodeado de helechos y palmeras, blanco y polvoriento en la silenciosa luz de la
mañana, estaba un enorme galeón español. Ligeramente volteado a estribor, de su
arboladura intacta colgaban las piltrafas escuálidas del velamen, entre jarcias
adornadas de orquídeas. El casco, cubierto con una tersa coraza de remora
petrificada y musgo tierno, estaba firmemente enclavado en un suelo de piedras.
Toda la estructura parecía ocupar un ámbito propio, un espacio de soledad y de
olvido, vedado a los vicios del tiempo y a las costumbres de los pájaros. En el
interior, que los expedicionarios exploraron con un fervor sigiloso, no había
nada más que un apretado bosque de flores.
[…] Muchos años después, el coronel Aureliano
Buendía volvió a travesar la región, cuando era ya una ruta regular del correo,
y lo único que encontró de la nave fue el costillar carbonizado en medio de un
campo de amapolas. Solo entonces convencido de que aquella historia no había
sido un engendro de la imaginación de su padre, se preguntó cómo había podido
el galeón adentrarse hasta ese punto en tierra firme.”
¡Ah, la avanzada del progreso! Acaba con la
ilusión infantil de todo un buque fantasma abandonado. Solo queda medio
esqueleto en un descampado común. Una página que parece surgida de la pluma
hechicera de Emilio Salgari. Excepto
que el gran mago italiano procedería a la inversa: a la vista de cualquier
pecio carcomido o roñoso, vestigio de un pobre desguace, levantaría un galeón --con
todo su aparejo-- esperando surcar el Lago Maracaibo.
Cualquiera diría que, incluso hoy,
adentrándonos en la jungla del Amazonas, sería posible encontrar –reposando
sobre un tronco del árbol del caucho, y preservado con látex—el cadáver
momificado de un aventurero extremeño, tal vez empuñando todavía su herrumbrosa
espada toledana, y con algún resto de armadura guarneciendo el esternón. Algo
parecido leemos en Cien años…:
“Empujó con el hombro la puerta principal, y la carcomida armazón de
madera se derrumbó sin estrépito, en un callado cataclismo de polvo y tierra de
nidos de comején. Aureliano Triste permaneció en el umbral, esperando que se
desvaneciera la niebla, y entonces vio en el centro de la sala a la escuálida
mujer vestida todavía con ropas del siglo anterior, con unas pocas hebras
amarillas en el cráneo pelado, y con unos ojos grandes, aún hermosos, en los
cuales se habían apagado las últimas estrellas de la esperanza, y el pellejo
del rostro agrietado por la aridez de la soledad. Estremecido por la visión de
otro mundo, Aureliano Triste apenas se dio cuenta de que la mujer lo estaba
apuntando con una anticuada pistola de militar.”
El aliento de la literatura popular oriental,
en especial, de la china, se hace patente en este pasaje de la
novela de Márquez:
“Soñó que entraba en una casa vacía, de paredes blancas […]
En el sueño recordó que había soñado lo
mismo la noche anterior y en muchas noches de los últimos años, y supo que la imagen
se habría borrado de su memoria al despertar, porque aquel sueño recurrente
tenía la virtud de no ser recordado sino dentro del mismo sueño. Un momento
después, en efecto, cuando el peluquero llamó a la puerta del taller, el
coronel Aureliano Buendía despertó con la impresión de que involuntariamente se
había quedado dormido por breves segundos, y que no había tenido tiempo de
soñar nada.”
Un episodio inspirado en el
“Sueño de la mariposa”, de Chuang Tzu,
que dice: “Chuang Tzu soñó
que era una mariposa. Al despertar ignoraba si era Tzu que había soñado que era
una mariposa o si era una mariposa y estaba soñando que era Tzu”. O en “El sueño de la mosca
horripilante” (anónimo chino): “Li Wei soñaba que una mosca horripilante
rondaba por su habitación, interrumpiendo inoportunamente una de sus profundas
meditaciones. Molesto, comenzó a perseguirla tratando de acallar con un golpe
su desagradable zumbido. Portaba en la mano, con tal objetivo, la primera
edición de ‘Con la copa de vino en la
mano interrogo a la luna’, poema épico de su entrañable amigo Li Taibo.
Corrió y corrió incansablemente entre el reducido espacio de esas cuatro
paredes, sacudiendo sus brazos cual si fuera él mismo una mosca. Dicha empresa
le sirvió de poco. La mosca, posada en el marco del retrato de su amada, lo
miraba con aburrida indiferencia.
Exhausto por la persecución, Li Wei se despertó agitado. Sobre la mesa
de luz estaba posado, distraído, el fastidioso insecto. De un viril manotazo,
el filósofo acabó con la corta vida de la triste mosca.
Li Wei jamás sabrá si mató a una mosca o a uno de sus sueños.”
El artificio de cajas chinas o de
muñecas rusas se prolonga hasta lo innombrable. Lo utiliza Borges en “Las ruinas circulares” y en “La escritura de Dios”, de
donde son estas palabras de mudo sortilegio: “Un día o una noche -entre mis días y mis noches ¿qué diferencia cabe?-
soñé que en el piso de la cárcel había un grano de arena. Volví a dormir; soñé
que los granos de arena eran tres. Fueron, así, multiplicándose hasta colmar la
cárcel, y yo moría bajo ese hemisferio de arena. Comprendí que estaba soñando:
con un vasto esfuerzo me desperté. El despertar fue inútil: la innumerable
arena me sofocaba. Alguien me dijo: "No has despertado a la vigilia, sino
a un sueño anterior. Ese sueño está dentro de otro, y así hasta lo infinito,
que es el número de los granos de arena. El camino que habrás de desandar es
interminable, y morirás antes de haber despertado realmente”.
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En El otoño del patriarca
(1975), hay un pasaje ucrónico donde América descubre Europa, y no al revés. Lo
reproduzco a continuación:
“Y por fin encontró quién le
contara la verdad mi general, que habían llegado unos forasteros que
parloteaban en lengua ladina pues no decían el mar sino la mar y llamaban
papagayos a las guacamayas, almadías a los cayucos y azagayas a los arpones, y
que habiendo visto que salíamos a recibirlos nadando entorno de sus naves se
encarapitaron en los palos de la arboladura y se gritaban unos a otros que mirad
qué bien hechos, de muy fermosos cuerpos y muy buenas caras, y los cabellos
gruesos y casi como sedas de caballos, y habiendo visto que estábamos pintados
para no despellejarnos con el sol se alborotaron como cotorras mojadas gritando
que mirad que de ellos se pintan de prieto, y ellos son de la color de los
canarios, ni blancos ni negros, y dellos de lo que haya, y nosotros no
entendíamos por qué carajo nos hacían tanta burla mi general si estábamos tan
naturales como nuestras madres nos parieron y en cambio ellos estaban vestidos
como la sota de bastos a pesar del calor, que ellos dicen la calor como los
contrabandistas holandeses, y tienen el pelo arreglado como mujeres aunque
todos son hombres, que dellas no vimos ninguna, y gritaban que no entendíamos
en lengua de cristianos cuando eran ellos los que no entendían lo que
gritábamos, y después vinieron hacia nosotros con sus cayucos que ellos llaman
almadías, como dicho tenemos, y se admiraban de que nuestros arpones tuvieran
en la punta una espina de sábalo que ellos llaman diente de pece, y nos
cambiaban todo lo que teníamos por estos bonetes colorados y estas sartas de
pepitas de vidrio que nos colgábamos en el pescuezo por hacerles gracia, y
también por estas sonajas de latón de las que valen un maravedí y por bacinetas
y espejuelos y otras mercerías de Flandes, de las más baratas mi general, y
como vimos que eran buenos servidores y de buen ingenio nos los fuimos llevando
hacia la playa sin que se dieran cuenta, pero la vaina fue que entre el cámbieme
esto por aquello y le cambio esto por esto otro se formó un cambalache de la
puta madre y al cabo rato todo el mundo estaba cambalachando sus loros, su
tabaco, sus bolas de chocolate, sus huevos de iguana, cuanto Dios crio, pues de
todo tomaban y daban de aquello que tenían de buena voluntad, y hasta querían
cambiar a uno de nosotros por un jubón de terciopelo para mostrarnos en las
Europas…”
Aquí se trastocan los papeles, y
los verdaderos comerciantes parecen ser los indios, que son quienes no toman en
serio a los curiosos forasteros, tan extraños y peculiares por su jerga y su
forma de vestir y de llevar el pelo. La desmitificación de la realidad
documental es una constante en la novela histórica hispanoamericana desde el
“Boom”. Europa entraña la dictadura de la cronología, contraria a la cosmogonía
mítica circular de lo precolombino. Se antoja la repetición defendida por
Octavio Paz: en esto ver aquello. La reescritura de lo ausente, de lo
intemporal, es la “visión de los vencidos”, para escarnio y burla de los
vencedores, los cuales dejaron algunos sus huesos en las selvas y desiertos, o
en el fondo del mar, tras una galerna o el asalto de bucaneros ingleses u
holandeses.
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Continuando con la novela
histórica, de 1994 es Del amor y otros demonios, la
historia de la falsa endemoniada, Sierva María de Todos los Ángeles, de doce
años, que sirve al autor para criticar el celo y el fanatismo católicos. La
religión es vista no como consuelo, sino como laceración de almas y cuerpos.
De esta novela me impresionó,
sobre todo, el hallazgo de la tumba de la niña y el inquietante estado de sus
restos, que detalla el narrador en el prefacio:
“En la tercera hornacina del
altar mayor, del lado del Evangelio, allí estaba la noticia. La lápida saltó en
pedazos al primer golpe de la piocha, y una cabellera viva de un color de cobre
intenso se derramó fuera de la cripta. El maestro de obra quiso sacarla
completa con la ayuda de sus obreros, y cuanto más tiraban de ella más larga y
abundante parecía, hasta que salieron las últimas hebras todavía prendidas a un
cráneo de niña. En la hornacina no quedó nada más que unos huesecillos menudos
y dispersos, y en la lápida de cantería carcomida por el salitre sólo era
legible un nombre sin apellidos: Sierva María de Todos los Ángeles. Extendida
en el suelo, la cabellera espléndida medía veintidós metros con once
centímetros.
El maestro de obra me explicó
sin asombro que el cabello humano crecía un centímetro por mes hasta después de
la muerte, y veintidós metros le parecieron un buen promedio para doscientos
años. A mí, en cambio, no me pareció tan trivial, porque mi abuela me contaba
de niño la leyenda de una marquesita de doce años cuya cabellera le arrastraba
como una cola de novia, que había muerto del mal de rabia por el mordisco de un
perro, y era venerada en los pueblos del Caribe por sus muchos milagros. La
idea de que esa tumba pudiera ser la suya fue mi noticia de aquel día, y el
origen de este libro.”
García Márquez relata la leyenda, ese atisbo
de verdad que corre de boca en boca y que a veces muere antes de convertirse en
libro. De todo tiene la culpa un perro rabioso, ese can maldito que aparece un
día en plena calle y que carga con la mirada y el aliento del diablo.
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El coronel no tiene quien le escriba es de 1961. A pesar de ser una
novela sin conflicto, marcada por la monotonía y el tedio provinciano, resulta
una buena adaptación a nuestro idioma de Faulkner y de Lowry. En efecto, el
coronel del relato está prisionero de aquel lugar en ninguna parte como el
excónsul británico en Cuernavaca, en Bajo
el volcán. Llueve despacio, pero sin pausa, porque no puede llover de otra
manera donde nunca pasa nada. Llueve cansinamente, apaciguadamente, templando
voluntades (“Se necesita tener esa
paciencia de buey que tú tienes para esperar una carta durante quince años”).
“—Nada para el coronel –dijo.
El coronel se sintió avergonzado.
--No esperaba nada –mintió. Volvió hacia el médico una mirada
enteramente infantil. Yo no tengo quien me escriba.
Regresaron en silencio. El médico concentrado en los periódicos. El
coronel con su manera de andar habitual que parecía la de un hombre que desanda
el camino para buscar una moneda perdida.
[…] –Qué hay de noticias –preguntó el coronel.
El médico le dio varios periódicos.
--No se sabe –dijo--. Es difícil leer entre líneas lo que permite
publicar la censura.
El coronel leyó los titulares destacados. Noticias internacionales.
Arriba, a cuatro columnas, una crónica sobre la nacionalización del canal de
Suez. La primera página estaba casi completamente ocupada por las invitaciones
a un entierro.
--No hay esperanza de elecciones –dijo el coronel.
--No sea ingenuo, coronel –dijo el médico--. Ya nosotros estamos muy
grandes para esperar al Mesías.”
La invitación a un entierro, lo más notorio
de los sucesos locales. Nada importa, puesto que todo se olvida. Todo pasa y
todo queda, pero lo nuestro es pasar:
“Cada día vemos nouedades e las oymos e las passarnos e dexamos atrás.
Diminúyelas el tiempo, házelas contingibles. ¿Qué tanto te
marauillarías, si dixesen: la tierra tembló o otra semejante cosa, que no
oluidases luego?
Assí como: elado está el río, el ciego vee ya, muerto es tu padre, vn
rayo cayó, ganada es Granada, el Rey entra oy, el turco es vencido, eclipse ay
mañana, la puente es lleuada, aquél es
ya obispo, a Pedro robaron, Ynés se ahorcó. ¿Qué me dirás, sino que a tres días
passados o a la segunda vista, no ay quien dello se marauille? Todo es assí,
todo passa desta manera, todo se oluida, todo queda atrás.” (Fernando de
Rojas, La Celestina, Auto III).
Estamos condenados a vivir, tal
vez sin un para qué. La vida de las gentes se extiende a nuestro alrededor, y
el mundo gira, pero la tierra ni se inmuta.
Para el cristianismo, la vida
tiene un propósito, una finalidad; para los arquitectos de la intrahistoria,
acaso ninguno, nada.
En la misma página de El
coronel…, el motivo recurrente de los pueblos latinos: la cotidianeidad
ordenada por la Iglesia:
“Un
poco después de las siete sonaron en la torre las campanadas de la censura
cinematográfica. El padre Ángel utilizaba ese medio para divulgar la
calificación moral de la película de acuerdo con la lista clasificada que
recibía todos los meses por correo. La esposa del coronel contó doce
campanadas.
--Mala
para todos –dijo. Hace como un año que las películas son malas para todos.
Bajó
la tolda del mosquitero y murmuró: ‘El mundo está corrompido’. Pero el coronel
no hizo ningún comentario.”
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Gabriel García Márquez ha muerto a los 87 años, en México D.F., el
17 de abril de 2014. Al parecer, sus cenizas van a ser repartidas entre Aracataca
o Bogotá (Colombia) y México D.F., lugar donde residía el escritor. En 1999, se
le diagnosticó un linfoma, del cual fue tratado durante tres meses en un
hospital de Bogotá. En 2006, se le presentó otra grave dolencia hereditaria, el
alzheimer, hecho que él mismo pronosticó en las páginas de Cien años de soledad, cuando habla de la epidemia de insomnio que
afecta a Macondo y cómo sus habitantes, al olvidar, se refugian en una verdad inventada,
otra realidad mágica; entonces, se crean recursos para no soltar todas las
amarras con lo ya conocido:
“Fue Aureliano quien concibió
la fórmula que había de defenderlos durante varias meses de las evasiones de la
memoria. La descubrió por casualidad. Insomne experto, por haber sido uno de los
primeros, había aprendido a la perfección el arte de la platería. Un día estaba
buscando el pequeño yunque que utilizaba para laminar los metales, y no recordó
su nombre. Su padre se lo dijo: «tas». Aureliano escribió el nombre en un papel
que pegó con goma en la base del yunquecito: tas. Así estuvo seguro de no
olvidarlo en el futuro. No se le ocurrió que fuera aquella la primera
manifestación del olvido, porque el objeto tenía un nombre difícil de recordar.
Pero pocos días después descubrió que tenía dificultades para recordar casi
todas las cosas del laboratorio. Entonces las marcó con el nombre respectivo,
de modo que le bastaba con leer la inscripción para identificarlas. Cuando su
padre le comunicó su alarma por haber olvidado hasta los hechos más
impresionantes de su niñez, Aureliano le explicó su método, y José Arcadio
Buendía lo puso en práctica en toda la casa y más tarde la impuso a todo el
pueblo. Con un hisopo entintado marcó cada cosa con su nombre: mesa, silla, reloj, puerta, pared, cama,
cacerola. Fue al corral y marcó los animales y las plantas: vaca, chivo, puerca, gallina, yuca, malanga,
guineo. Paca a poca, estudiando las infinitas posibilidades del olvido,
se dio cuenta de que podía llegar un día en que se reconocieran las cosas por
sus inscripciones, pero no se recordara su utilidad. Entonces fue más
explícito. El letrero que colgó en la cerviz de la vaca era una muestra
ejemplar de la forma en que los habitantes de Macondo estaban dispuestas a
luchar contra el olvido: Ésta es la
vaca, hay que ordeñarla todas las mañanas para que produzca leche y a la leche
hay que herviría para mezclarla con el café y hacer café con leche. Así
continuaron viviendo en una realidad escurridiza, momentáneamente capturada por
las palabras, pero que había de fugarse sin remedio cuando olvidaran los
valores de la letra escrita.
En la entrada del camino de
la ciénaga se había puesto un anuncio que decía Macondo y otro más grande en la calle central que decía Dios existe. En todas las casas se
habían escrito claves para memorizar los objetas y los sentimientos. Pero el
sistema exigía tanta vigilancia y tanta fortaleza moral, que muchos sucumbieron
al hechizo de una realidad imaginaria, inventada por ellos mismos, que les
resultaba menos práctica pero más reconfortante. Pilar Ternera fue quien más
contribuyó a popularizar esa mistificación, cuando concibió el artificio de leer
el pasado en las barajas como antes había leído el futuro. Mediante ese
recurso, los insomnes empezaron a vivir en un mundo construido por las
alternativas inciertas de los naipes, donde el padre se recordaba apenas como
el hombre moreno que había llegada a principios de abril y la madre se
recordaba apenas como la mujer trigueña que usaba un anillo de oro en la mano
izquierda, y donde una fecha de nacimiento quedaba reducida al último martes en
que cantó la alondra en el laurel. Derrotado por aquellas prácticas de
consolación, José Arcadio Buendía decidió entonces construir la máquina de la
memoria que una vez había deseado para acordarse de los maravillosos inventos
de los gitanos. El artefacto se fundaba en la posibilidad de repasar todas las
mañanas, y desde el principio hasta el fin, la totalidad de los conocimientos
adquiridos en la vida. Lo imaginaba como un diccionario giratorio que un
individuo situada en el eje pudiera operar mediante una manivela, de modo que
en pocas horas pasaran frente a sus ojos las naciones más necesarias para
vivir.”