“Con la edad, los ojos ven más lejos, no en la distancia, pero sí en el tiempo.” (aausábel, 2017)

“Con la edad, los ojos ven más lejos, no en la distancia, pero sí en el tiempo.” (aausábel, 2017)

En este país...

En este país...

domingo, 23 de julio de 2023

Tony Bennett: De fábula.

“Sé que me iría de fábula,

si solo dijeras que te importa,

y aunque mi bolsillo estuviera vacío,

yo sería millonario.

Mis ropas podrían estar rasgadas y andrajosas,

pero en mi corazón sería un rey.

Tu amor es cuanto alguna vez importó.

Es todo.

Así que abre tus brazos y abrirás la puerta

a cuanto tesoro espero.

Estréchame y bésame y dime que eres mía

mucho más.

¿Debo seguir siendo un mendigo?

¿Quién sueña con fantasías sin cumplir?

¿O es que no me va a ir de fábula?

Mi destino es tuyo.

¿Seguiré siendo un mendigo?...”

Esta letra pertenece a la canción Rags To Riches, que Richard Adler y Jeremy Ross compusieron para que fuera grabada, en Nueva York, por TONY BENNETT con el sello Columbia, el 17 de marzo de 1953, con producción y orquestación de Percy Faith. Estuvo ocho semanas en la Billboard y obtuvo un disco de oro. Percy Faith, el pianista canadiense de las manos abrasadas, el portentoso arreglista que, con dieciocho años, apagó las llamas que rodeaban a su hermana. Porque cada músico tiene su historia y sus secretos.

El director de cine Martin Scorsese incluyó Rags To Riches en la banda sonora de Uno de los nuestros (1990), un drama extraordinario que relata el ascenso de un chico de barrio a familiar de la mafia.


La canción melódica y los “crooners” (vocalistas) tuvieron su momento álgido en la época de la Depresión, la II Guerra Mundial, los años cuarenta y hasta inicios de los sesenta del pasado siglo XX, cuando el pop confraternizó durante un tiempo con el creciente espíritu roquero. Las Grandes Bandas (los hermanos Dorsey, Harry James, Benny Goodman, Glenn Miller, Artie Shaw, Louis Armstrong, Count Basie, Cab Calloway, etc.) actuaban en salas de fiestas y en programas de radio, y solían ser acompañadas por solistas que a menudo alcanzaban fama independiente. Así surgieron nombres como Bing Crosby, Frank Sinatra, Dean Martin, Tony Martin, Vic Damone, Nat “King” Cole, Bobby Darin, Eddie Fisher, Andy Williams, Pat Boone, Perry Como, Al Martino, Mat Monro (británico)… Y, como no, Tony Bennett.

Bennett, que ha fallecido con 96 años el 21 de julio de 2023, no ha sido el mejor, pero sí uno de los grandes vocalistas norteamericanos. Su nombre artístico se lo puso Bob Hope, ya que nació en el barrio neoyorquino de Queens como Anthony Dominick Benedetto, en el seno de una familia muy humilde (su madre, viuda, era costurera). Fue el más jazzístico de los cantores de Swing, puesto que era frecuente que diera tonalidades lentas a ciertas melodías (aunque no tanto como su compañera en Columbia Barbra Streisand). Su voz parecía rasgada como los trapos del mendigo de su canción, pero era una voz singular, no de grandes tonos, pero que acompañaba. Era esa voz que uno espera poder escuchar toda una noche en un solitario club nocturno, al son de un piano de cola. Tony Bennett y un piano: delicadeza, suavidad, serenata para soñar despiertos. Esa voz que serpea lentamente por la espalda desnuda de tu chica hasta acariciar y masajear su nuca, mientras ella recuesta su cabeza en tu hombro.


Tony sabía dar una impronta personal a la noche y a la música que paladeaba. Volvía suya la canción. Por eso dijo de él su amigo Sinatra, en 1965, que “ve lo que el compositor tenía en su mente, y posiblemente un poco más”.

Es así como Bennett ha hecho interpretaciones magistrales de melodías sublimes, a menudo del ámbito de Broadway, como es el caso de Stranger in Paradise, del musical Kismet (Robert Wright y George Forrest, 1953), sobre la base de las Danzas cumanas de Borodin. La canción canta: “Coge mi mano, / soy un extraño en el Paraíso, / extraviado del todo en un país de ensueño; / un extranjero en el Paraíso. / Si mis ojos alucinan, / eso es un peligro allí, / para los mortales que están junto a mí. / Un ángel como tú; / vi tu rostro / y me elevé / lejos del lugar común, / hasta el punto más raro en el espacio, / donde permanezco suspendido, / hasta que sepa / si existe ocasión de que te importe. / ¿No vas a responder a esta oración ferviente / de un extraño en el Paraíso? / No me envíes a una terrible desesperación /  por todos mis anhelos, / sino abre tus brazos de ángel / a este extranjero en el Paraíso, / y dile que necesita ser / simplemente un extraño”.

En 1951 había llegado su versión de Blue Velvet (Terciopelo azul), canción de Bernie Wayne inspirada por una mujer así vestida durante una fiesta en el hotel Jefferson de Richmond (Virginia). Aunque fue estrenada un año antes por Ray Mason, fue Bennett quien la grabó primero. Sin embargo, su consagración habría de demorarse hasta 1963, en la voz del cantante pop Bobby Vinton. “Iba de terciopelo azul, / más azul que su terciopelo era la noche, / más suave que su satén era la luz / de las estrellas”.

En 1959, interpretó Climb every mountain (Escala toda cima), de la opereta de Rodgers y Hammerstein II The Sound of Music: “Escala toda cima, / vadea toda corriente, / sigue todo arcoíris, / hasta que encuentres tu sueño. / Un sueño que te va a pedir, / cuanto amor puedas dar, / todos los días de tu vida, / mientras vivas…”


Otra de sus melodías más emblemáticas –verdadera carta de presentación suya-- fue I Left My Heart in San Francisco (Dejé mi corazón en San Francisco), grabada el 23 de enero de 1962. “Vuelvo a casa, a mi ciudad, junto a la bahía (…) Mi amor me espera allí”.

¿Dónde nos espera Tony Bennett? ¿En qué salón de qué ciudad, y a qué hora?

Acudamos sin demora. Se abre el telón de cielo marino jalonado de estrellas, y hay un piano en la penumbra. Un hombre con pelo rizado y traje adelanta desde la oscuridad; pronto nos va a iluminar con el micrófono que lleva. Pero antes la música despertará, lenta y lejana.

© Antonio Ángel Usábel, julio de 2023.

jueves, 20 de julio de 2023

El ejemplo de Pérez Galdós.

No es un desatino pensar que el extremista de hoy será el conservador de mañana. La edad suele atemperar el criterio de pedir reformas radicales, y el juicio, suavizado por la experiencia, prefiere lo que la realidad posible aconseja y permite hacer.

Las tendencias moderadas suelen ser las garantes de la paz social, tan necesaria para un país. El diálogo entre las partes, el entendimiento, se alcanza si la adversidad no es beligerante y existen puntos coincidentes sobre los cuales construir.

Los países que tienen un sistema parlamentario basado en el bipartidismo (Reino Unido, Estados Unidos) se benefician de cierta e importante calma, de una estabilidad que contrasta con los de otras naciones, en principio más plurales, pero donde confluyen y litigan grupúsculos confusos, de matiz y raíz extremista. En España estamos viendo que se ha pasado de un bipartidismo no declarado (PP / PSOE) a un contubernio de grupos políticos que se alejan del liberalismo y de la socialdemocracia para agitar la bandera radical, ya sea esta de izquierda o derecha. Las consecuencias comenzamos a pagarlas: nacionalismo separatista; feminismo misándrico; cuestionamiento de los géneros naturales; xenofobia; racismo… El problema de estas tendencias es que cada una cree tener la razón y que no hay otras maneras de pensar. Por lo tanto, “su razón “ se transforma en ley, en autoridad legítima. Si un extremo alcanza el poder, desoye, deja de gobernar de acuerdo con principios consensuados, e impone lo que no se ha convenido en común. En ese caso, una sociedad lleva una derrota peligrosa. Sobre todo, porque pierde de vista las señas de identidad de un pueblo, su tradición. Y extraviar la identidad nacional es algo, de veras, desaconsejable.

Me permito utilizar el ejemplo de don Benito Pérez Galdós, ya que puede aconsejarnos el camino que, en su actual situación, España debería seguir. Galdós fue un liberal progresista en su juventud, firme partidario de la revolución de 1868 que destronó a Isabel II, admirador del general Prim, amigo de Pablo Iglesias, y republicano declarado en su madurez. El sistema bipartidista que él vivió (y sufrió) durante la Restauración de Alfonso XII, la Regencia, y la mayoría de edad de Alfonso XIII, no guardaba ninguna similitud con el bipartidismo moderno, puesto que aquel no era electoral, sino pactado, y se apoyaba en el caciquismo regional para sustentarse. La Iglesia católica se resistía a apartarse del poder político, así como a ceder un espacio en la Educación. En Europa se abrían paso, cada vez más, los movimientos obreros, canalizados por socialistas, anarquistas y comunistas, y reprobados por el Vaticano por su raíz no confesional. Los pronunciamientos militares (de uno u otro signo) habían estado a la orden del día durante todo el siglo XIX. A comienzos del siglo XX, el turno pacífico de partidos (conservador y liberal) hacía aguas por todas sus grietas, y no ofrecía ni alternativas ni tampoco un futuro esperanzador. Es por ello que todo el mundo hablaba de regeneracionismo: Joaquín Costa, Ángel Ganivet, los noventayochistas, los intelectuales del krausismo y de la Institución Libre de Enseñanza, los novecentistas. Para bastantes, el sistema monárquico estaba quemado y nada prometedor podría ofrecer. Era necesaria una gran alianza republicana, que englobara a líderes y grupos políticos de diferentes tendencias. Por ese gran pacto nacional apostó fuerte Pérez Galdós, en la absoluta convicción de que el republicanismo soslayaría distancias ideológicas y permitiría sentar las bases de un nuevo y sólido Estado. En la etapa que va de 1900 a 1920 (el final de su vida), el escritor canario participa en mítines de la coalición republicana, o bien envía misivas y discursos para que sean leídos. Pero nada más lejos de hablar en ellos solo para unos, olvidando a los otros, o menospreciándolos. Galdós quería una alianza nacional y un frente común que pusiera en marcha las reformas que el país necesitaba: enseñanza laica, científica y abierta al progreso, verdadero parlamentarismo democrático (y no solo fingido), separación de la Iglesia católica de los organismos de poder, libertad de conciencia y de cultos, libertad de expresión y de movimientos, Cultura al alcance de todos, igualdad entre hombres y mujeres y acceso de estas al trabajo y a la Educación superior. En resumen, la modernización del país y su nivelación con Europa en lo que a progreso se refiere. Un viejo sueño que se inició con los ilustrados, que siguió con Mariano José de Larra, y que alcanza al Grupo del 98 y la crisis de fin de siglo. Pero todo ello conseguido por consenso, nunca bajo imposición, porque la tal no echa raíces y mata el suelo cultivable.

“Ser liberal –escribió Gregorio Marañón – es, precisamente, estas dos cosas: estar dispuesto a entenderse con el que piensa de otro modo; y no admitir jamás que el fin justifica los medios, sino que, por el contrario, son los medios los que justifican el fin”. Saber escuchar siempre, y obrar respetando al otro, aunque sea rival.

En carta a D. Alfredo Vicenti, director de El Liberal, Galdós justifica su acción política del siguiente modo: “Abandono los caminos llanos y me lanzo a la cuesta penosa, movido de un sentimiento que en nuestra edad miserable y femenil es considerado como ridícula antigualla: el patriotismo. Hemos llegado a unos tiempos en que al hablar de patriotismo parece que sacamos de los museos o de los archivos históricos un arma vieja y enmohecida. No es así: ese sentimiento soberano lo encontramos a todas las horas en el corazón del pueblo, donde para bien nuestro existe y existirá siempre en toda su pujanza. Despreciemos las vanas modas que quieren mantenernos en una indolencia fatalista; restablezcamos los sublimes conceptos de Fe nacional, Amor patrio y Conciencia pública, y sean nuevamente bandera de los seres viriles frente a los anémicos y encanijados” (6 de abril de 1907).

En un mitin en Sevilla, de enero de 1911, y en otro en Baracaldo, el 5 de mayo de 1912, se leyeron unos textos de Galdós donde decía, entre otras cosas: Republicanos de la derecha y de la izquierda, que así habré de llamaros por no emplear otros apelativos (…) Formamos una hermandad que tiene por fundamental objetivo el cambio de instituciones (…) Mil veces hemos dicho, y ya lo sabéis todos, que para coadyuvar a los fines de la Conjunción no se ha de mirar al abolengo de los partidos que la constituyen, ni hemos de requerirlos a que dobleguen sus respectivos ideales. Basta que coincidan todos en el programa elemental, reducido a la sencilla y rotunda fórmula de implantar la República lo más pronto posible (…) La experiencia y el patriotismo nos obligarán seguramente a proseguir apiñados hasta que la República se consolide y sea notoriamente inexpugnable”.

Allí también hablaba D. Benito de “Santa Fraternidad”. Poco sospechaba el autor canario que se caminaría, con el tiempo, hacia un proyecto común de República, pero levantado por dos facciones irreconciliables que llevarían al país a una Guerra Civil. La pena de Galdós --de haber vivido el desastre de 1936-- hubiera sido inmensa, una estocada de muerte. La monarquía –aun cuando imperfecta y corrupta—había garantizado una unidad a España; la República no trajo más que odios, enfrentamientos y desunión (aparte de una probable división del territorio nacional, por la escisión de Cataluña).

Continuemos leyendo el sueño de Galdós: “Me lanzo a esta temeraria invocación esperando que a ella respondan todos los españoles de juicio sereno y gallarda voluntad, sin distinción de partidos, sin distinción de doctrinas y afectos, siempre que entre estos resplandezca el amor de la patria (…) lo mismo (…) los que sirven a la nación en esferas civiles y militares, o en los extensísimos campos del arte y de las letras, de la ciencia, del comercio y de la industria. Revístanse de la invulnerable personalidad de ciudadanos españoles, proclamen su derecho al sentir político, al opinar y al pedir imperiosamente las reparaciones del derecho, la paz honrosa, el despejo de las horrendas nubes que cierran el camino a nuestras ansias de buen gobierno, de bienestar y de cultura” (El Cantábrico, 8 de octubre de 1909).

Galdós no concebía –ni por asomo—una España dividida, fragmentada en territorios que desconocieran un empuje patriótico unidireccional y común. Por eso habla, solo, de “ciudadanos españoles”, no de catalanes, vascos, gallegos, madrileños, o andaluces, porque españoles son todos, y no debe haber distinción.

La impresión que causó Galdós entre sus coetáneos era de defensor –dentro de su acendrado republicanismo progresista—de la unidad patria. Así lo manifiestan los Álvarez Quintero, Serafín y Joaquín, en Fuenterrabía, en septiembre de 1931, proclamada ya la II República y más que desaparecido el escritor canario: “Galdós es en España una gloria de todos. Creador de un mundo nacional, bien puede enlazarse en la admiración de los hombres con Cervantes y Lope de Vega, los dos más grandes creadores españoles. Aspira hoy España, la nación española –por lo menos aspiran a lograrlo muchos compatriotas nuestros--, a subdividirse, a fragmentarse, a partir el mapa en pedazos. La obra de Galdós, profunda y altamente española, los abarca a todos, los une, los aprieta y funde en íntima y gloriosa armonía.

D. Benito Pérez Galdós fue un liberal progresista, proclive a la causa obrera, religiosamente agnóstico, decididamente anticlerical, fascinado por el socialismo e indiferente hacia el comunismo (su ejemplar de El Capital, de Carlos Marx, traducido por T. Álvarez, lo tenía sin abrir). Sus mejores amigos santanderinos, además del albaceteño José Estrañi, fundador de El Cantábrico, fueron los muy católicos y conservadores José María de Pereda y Marcelino Menéndez Pelayo. Porque Galdós anteponía el valor de la amistad a las diferencias ideológicas o religiosas. Sabía que muchas de sus novelas no podían gustar –no en la forma, sino en el fondo—a aquellos intelectuales montañeses, pues les resultaban “tendenciosas”, como las consideraba Menéndez Pelayo. Doña Perfecta, Gloria, La familia de León Roch… eran novelas que defendían una postura ideológica clara, o si se quiere, para sintetizarla, antidogmática. Galdós era librepensador y no se ataba a nadie, a ninguna tendencia o grupo que fijara unos postulados inamovibles y autoritarios. Iba por libre, dentro de sus ideas. Pero, desde luego, era un patriota, sentía la patria. No concebía, por ejemplo, sus Islas Canarias fuera de España, arrebatadas por alguna potencia extranjera. Las Canarias eran España, y lo iban a seguir siendo, por espíritu, por cultura, por raíces históricas: “No creamos ni aun en la posibilidad de que pueda haber una mano extranjera con poder bastante para cortarnos o desgajarnos y hacer de nuestro archipiélago una lanza que no sea española(El Cantábrico, 12 de diciembre de 1900). Fue una desgracia que muchos españoles de su momento no vieran que él amaba a España tanto o más como demostraba hacerlo Marcelino Menéndez Pelayo, y que reiteradas veces pidieran para el eminente polígrafo el Premio Nobel de Literatura, y no para Galdós, porque este –en su equivocado juicio-- no los representaba. Al final, el galardón sueco se lo llevó Jacinto Benavente, autor pírrico en comparación con el arte de aquellos dos colosos amigos.

¿Qué nos hubiera pedido hoy Galdós? Que huyéramos de los extremismos, y que no nos apartáramos de una posición liberal, o liberal progresista, esto es, de esa socialdemocracia que muchos, dentro del PSOE, parecen haber desdeñado por ineficiente, pusilánime, corta y perecedera. Creo que, hoy, Galdós --como en su tiempo-- no habría solicitado más. Sobre todo, de haber asistido a julio de 1936, a abril de 1939, y a los cuarenta años de Estado totalitario que vinieron después.

© Antonio Ángel Usábel, julio de 2023.

Fuente documental: Benito Madariaga, Pérez Galdós. Biografía santanderina, Institución Cultural de Cantabria, 1979.

miércoles, 24 de mayo de 2023

Cárceles de espacio.

Gloria, ideada en 1874, y publicada en dos partes en 1876 y 1877, pertenece al grupo de novelas que encaminaban a Benito Pérez Galdós hacia la maestría. No era aún un escritor que supiera dotar de voz autónoma a sus entes, ni de la suficiente espontaneidad y gracejo a sus diálogos. Pero, con todo, su autor estaba ya definido como gran defensor de la libertad individual y, al modo romántico, como abogado de quien la sociedad aprieta y ahoga.

El conflicto religioso conduce, antes o después, a la separación de personas y de civilizaciones. El Dios puede ser único y común, pero las diferentes formas de entenderlo distancian a los que le rinden culto. Ese es el tema de Gloria, que no vamos a analizar aquí en profundidad, ya que lo que me interesa destacar de este relato es la plasmación de una mujer joven que se sueña independiente y libre para elegir.

Hermen Anglada Camarasa, Litografía.

Los Lantigua son una familia tradicionalista del norte de España. Don Juan de Lantigua desea casar a su hija con un muchacho neocatólico con aspiraciones políticas, Rafael del Horro. Piensa que es el compañero ideal para ella. Alguien que vive la religión devotamente, y que cuenta con el beneplácito de la autoridad eclesiástica. Gloria es creyente. Su fe es sólida como roca. Sin embargo, en cuestiones de matrimonio, prefiere escoger por sí misma. Una no se ata a un hombre porque sí. En el capítulo XI de la 1ª parte, estando en el jardín, su padre le habla de las virtudes del candidato a yerno. Se muestra tan seguro de su discurso, de su poder de sugestión, que no repara en la reacción aparentemente inocua de su hija en ese momento: dibujar rayas en la arena, primero horizontales, luego verticales, y, finalmente, diagonales. Lo curioso es que, para no defraudar a su padre, Gloria le contesta: “—Bien, papá, yo haré siempre lo que usted me mande”. No obstante, don Juan, quien no quiere emplear la imposición porque sí, permite que la muchacha se lo piense, lo medite por unos días. Entonces, Gloria -apunta el narrador- se asió “a la idea del pensar, como el náufrago a una tabla”. Poco tiempo después, en el capítulo XXI, una conversación que capta en el mismo jardín entre el tal Horro y el cura de Ficóbriga, la lleva a negar al candidato, y a decírselo así a su padre: “No es oro todo lo que reluce. Verdad es que para mí nunca ha brillado el don Rafaelito sino como hojalata” (cap. XXII). Lo que escucha Gloria -y que no le gusta- es que el católico Horro utiliza la religión como opio del pueblo, como método de control de la sociedad, para que esta no se desmande por temor a Dios. La Iglesia, el catolicismo, es un instrumento de sumisión. El cura Romero no comparte este propósito y cree en que lo sustancial es la fe fidedigna y pura. Pero, por contra, estimula a don Rafael a conseguir ese buen partido que es la señorita de Lantigua, “hija única de un hombre rico”, y su opinión es “que todo no debe ser sentimiento y te amo y te adoro, sino que debe mirarse mucho al bienestar de ambos cónyuges”. Concluye el sacerdote: “Si yo fuera don Juan, saldría del paso diciendo: «Niña; a casarse, y chitón».

Sabemos que Galdós siempre huyó del presidio del matrimonio, y que varios fueron sus amores hasta terminar solo, aun con una hija no del todo reconocida. A su heroína Gloria le quieren imponer los barrotes de una vida dictada, señalando el quién, el cuándo, el cómo y el porqué. 

Isabelle Beaubois, por Hermen Anglada Camarasa

 En enero de 1892, firma el novelista canario Tristana, la historia de otra joven mujer a vueltas con su sociedad. Tristana es la entretenida de un donjuán en decadencia, don Lope Garrido, quien la guarda en su casa como celosa posesión suya. Con la edad y los potingues contra el reúma, “dio en la flor de tener celos”. “Reconociéndose caduco, el egoísmo le devoraba, como una lepra senil”. Y, “al llegar la noche, cuando el viejo y la niña se quedaban solos, recobraba el primero su egoísmo semítico, sometiéndola a interrogatorios humillantes”, e incluso espetándole: “Si te sorprendo en algún mal paso, te mato, cree que te mato. Prefiero terminar trágicamente a ser ridículo en mi decadencia. Encomiéndate a Dios antes de faltarme. Porque yo lo sé, lo sé; para mí no hay secretos; poseo un saber infinito de estas cosas y una experiencia y un olfato… que no es posible pegármela, no es posible”. Es curioso que mente a Dios quien ha hecho de su capa un sayo toda la vida. Tristana, por su parte, no se reduce, en principio, a ser un objeto marital, y se afirma como hembra independiente:

“Aspiro a no depender de nadie, ni del hombre que adoro. No quiero ser su manceba, tipo innoble, la hembra que mantienen algunos individuos para que les divierta, como un perro de caza; ni tampoco que el hombre de mis ilusiones se me convierta en marido. No veo la felicidad en el matrimonio. Quiero, para expresarlo a mi manera, estar casada conmigo misma, y ser mi propia cabeza de familia. No sabré amar por obligación; solo en la libertad comprendo mi fe constante y mi adhesión sin límites. Protesto, me da la gana de protestar contra los hombres, que se han cogido todo el mundo por suyo, y no nos han dejado a nosotras más que las veredas estrechitas por donde ellos no saben andar…” (cap. XVII)

Sin embargo, un tumor en una pierna -que deberá ser amputada- cortará su vuelo no iniciado, y la relegará a quedarse junto a don Lope, casada con él, y mal que le pese, convertida en mujer honrada, piadosa, pía y sacrosanta devota, asidua del culto y organista de unas monjitas. Tristana se adocena, se aburguesa totalmente, como si el mundo no pudiera funcionar de otra manera que obedeciendo.

Y es que la libertad no ha de escapar del sueño. La libertad es una quimera, como la locura puede ser defensa contra lo inadmisible. Lo sabemos por la actitud de Maximiliano Rubín al final de su historia, cuando lo conducen al manicomio de Leganés y va meditando por el camino, en la berlina: “No encerrarán entre murallas mi pensamiento. Resido en las estrellas. Pongan al llamado Maximiliano Rubín en un palacio o en un muladar... lo mismo da”.

En efecto: “Aéreas llaves te me encierran, recluyen, roban”.

© Antonio Ángel Usábel, mayo de 2023.

jueves, 6 de abril de 2023

La aventura épica del Opus Dei.

Estos días de Semana Santa he concluido la lectura del ensayo de Carlos Javier Morales Alonso, Breve historia del Opus Dei. Una institución moderna de la Iglesia católica (Madrid, Alianza Editorial, 2023, Col. “El Libro de bolsillo”, H111). Me cabe la dicha de contar, desde hace muchos años, con la amistad de este buen poeta y prolífico ensayista, miembro numerario del Opus Dei, y, por tanto, conocedor del tema desde dentro.


Yo no soy miembro de esta prelatura personal -hasta el momento, la única autorizada como tal por el Vaticano-, a pesar de que varias veces, en mis años universitarios, se me invitó a acercarme a ella, e incluso a participar en sus retiros espirituales. Mi talante de creyente, pero librepensador, me llevó a seguir siendo simplemente cristiano, sin adscripción a ningún colectivo. Pero parto mi comentario sobre este libro de una premisa: el carácter plenamente legítimo de ser del Opus Dei, puesto que pertenecer a esta institución es un acto voluntario, y no algo forzado. Se hace de la Obra el que lo desea, sin más. Y una vez dentro, también quien lo prefiere, puede salirse, aunque, cuantos más años se sumen de pertenencia, más vinculación se tiene y más “presión moral” se sobrelleva. Porque no es lo mismo vivir dentro del Opus, que fuera de él. Hay una serie de pautas de comportamiento y de conducta, públicos y privados, que un miembro del Opus está obligado a observar. Si se es del “círculo selecto”, el de los numerarios, la vida es muy parecida a la de un sacerdote: castidad, austeridad, obediencia. A ello hay que añadir la labor de “apostolado” (término recogido en este libro de Carlos Morales). Por “apostolado” habría que entender dar a conocer el mensaje de Cristo Jesús a quienes no lo conocen, o bien viven al margen de él. Es decir, una acción “evangelizadora”. La cuestión es si dentro de la Obra se trabaja, simplemente, en favor del cristianismo católico, en general, o si se busca hacer nuevos miembros de la prelatura, o sea, una labor de proselitismo, entendido (así anota el DRAE) como celo de ganar prosélitos, o partidarios de una causa, grupo o facción. Desde sus comienzos en 1928, la Obra ha buscado crecer, expandirse, y una de las consignas de ejecución obligatoria de su fundador era captar nuevos partidarios suyos. Primero, simpatizantes, y en seguida, nuevos numerarios.

¿Es el Opus Dei una “Iglesia paralela”? No. El Opus Dei no es “otra Iglesia” dentro del catolicismo, ni puede que lo pretenda ser nunca. Más bien sirve hoy de auxilio a una Iglesia depauperada y en crisis de vocaciones, de respuestas a muchas preguntas, y de alternativas. A fines de diciembre de 2020, el número de católicos reconocidos en el mundo estaba en 1.359 millones de personas, mientras que, en 2016, la cifra de miembros del Opus era de apenas 93.000, lo que supone un 0,006840 % del total de católicos. Una cantidad nimia. Eso sí, con casas de acogida, centros y representación en muchos países, ahora, incluso, de la Europa del Este. El número de clérigos del Opus es de 2.300, una cantidad más o menos estable en los últimos años, y que no ha descendido de los 1.800.

¿Es el Opus Dei un “grupo de presión”? Evidentemente, entre los numerarios de la Obra hay abogados, políticos, banqueros, jueces, periodistas, economistas, arquitectos, ingenieros, profesores universitarios… gente en la escala alta de la sociedad de un país. Pero también hay personas sencillas, sin autoridad específica, y que no han medrado, ni se han visto favorecidos, por el hecho de ser fieles al pensamiento del fundador. La capacidad de presión de la Obra, sin negar que exista, puede no ser la que a veces se ha supuesto. Durante los años del segundo franquismo, el del acercamiento a la ONU, a Europa, y a los Estados Unidos, el Opus sirvió de alternativa a la Falange, una ideología autoritaria anclada en los fascismos de los años veinte y treinta del pasado siglo. Los “tecnócratas” del Opus Dei fueron llamados a sucesivos gobiernos de la dictadura, por ser gente muy capacitada para desarrollar una economía liberal, aperturista, de no intervención, que atrajera capitales extranjeros y modernizara España. Fue el famoso “Nos han hecho ministros”, que se dice que pronunció entre sus allegados el fundador. A la par de la nueva política económica, los españoles que habían emigrado a Alemania, Suiza, Francia, Bélgica, Holanda, y otros países europeos, enviaban ayuda a sus familias de aquí, con lo cual la entrada de dinero resultó elocuente. Durante los años de democracia, en los gobiernos del Partido Popular ha existido también presencia sustancial de miembros del Opus.



¿Cómo, por quién y cuándo se fundó el Opus Dei? La “iluminación” divina para poner en marcha un instituto laico vinculado a la fe cristiana católica la tuvo San Josemaría Escrivá de Balaguer, un 2 de octubre de 1928, en la casa de los Padres Paúles de la calle García de Paredes, de Madrid, junto a la iglesia y clínica de La Milagrosa (casualmente, donde yo nací). Después de celebrar la misa, en su aposento, el P. Escrivá, de tan solo veintiséis años, vislumbró “una actividad espiritual de alcance universal basada en la santificación de las tareas profesionales y de todas las demás ocupaciones humanas” (v. pág. 48). Materializar todo aquello no iba a ser tarea ni simple, ni fácil, sino titánica, épica. No se tenía la varita mágica del hada madrina de Cenicienta para, de la noche a la mañana, dar vida a la institución. Escrivá era un simple sacerdote, con formación en Derecho, que de niño había seguido unas pisadas en la nieve, que le habían llevado a un convento, como premonición de su vocación futura. Escrivá pensó, en principio, en jóvenes laicos dispuestos a llevar una vida consagrada, pero, en febrero de 1930, abrió el abanico a las mujeres, consciente del enorme potencial y buen talante de estas para la organización y disposición de los servicios. Eso sí, eligió a personas con una buena formación cristiana y cultural, obedientes, fieles a él, y con completo espíritu de entrega y sacrificio a una causa. Los hombres y las mujeres de Escrivá siempre estuvieron dispuestos a hacer lo que fuera, a remover Roma con Santiago, y marchar donde fuera, para sacar ese proyecto de vida cristiana adelante. Esa fue la clave del éxito de la consolidación y expansión de la Obra. Escrivá tuvo mucha suerte (o la Gracia de Dios) con dar a tiempo con el personal idóneo, aunque no fueran pocos los peces que se le escapaban al principio. Lo importante fue que, en las redes de este pescador de hombres y mujeres, quedaron muchas vocaciones buenas comprometidas, enredadas, y que el proyecto, en principio, de academia cristiana de estudios de abogacía y arquitectura, fuera creciendo hasta el rango de instituto secular de la Iglesia católica. La cantidad de favores, de donaciones, de préstamos a bajo o nulo interés, para conseguir locales, material, cubrir gastos, etc., en un momento muy convulso para la Historia de España como fueron los treinta del siglo XX, con la II República, la quema de iglesias y conventos, la persecución religiosa por parte de anarquistas y comunistas, el parlamentarismo falso y sectario que acabó con la concordia y el entendimiento entre españoles, y la llegada del duelo a garrotazos a partir de julio de 1936.

Escrivá tuvo mucha más fortuna que el P. Pedro Poveda, ajusticiado por “rebelde faccioso” junto a las tapias del cementerio de La Almudena. También el P. Poveda creó un instituto laico de enseñanza pública, pero de orientación católica, que fue reprimido por los intolerantes de izquierdas. Él no escapó a Burgos, como hizo Escrivá, vía Pirineos. No le dio tiempo, ya que lo identificaron pronto y lo detuvieron, siendo fusilado el 28 de julio, a muy pocos días de iniciado el conflicto civil.

En el texto de Carlos Javier Morales, de increíble pulcritud y amenidad, se cumple por doquier aquella máxima, atribuida hoy a cierto guerrillero: “Seamos realistas: hagamos lo imposible”. Vemos desfilar a personas rendidas al espíritu de lucha de Escrivá: reparando y acondicionando inmuebles, comprando enseres de segunda mano, viajando por España, sacando tiempo y fuerzas de donde no se tienen, hasta levantar, entre todos/-as, el esqueleto, la estructura de un Titán. Escrivá sopló, esparció su aliento creativo y espiritual, sobre un cuerpo de fieles que nunca se desanimó y que compartía con él unos objetivos claros. Escrivá estaba convencido, y, con la ayuda de Dios, iba a por todas. Con determinación y valentía, sin grandes flaquezas ni titubeos. Así se izó el Opus. Como un estandarte sobre un asta inquebrantable.

Anonada, es maravilloso el panorama que nos ofrece Carlos Javier en su libro: se vive la experiencia histórica como una gran aventura. Dios parecía estar siempre del lado de San Josemaría: hasta cuando hubo que consolidar en Roma la legitimidad de la Obra como instituto laico. Un instituto mayoritariamente constituido por seglares, de vida consagrada a unos modos cristianos, pero bajo la dirección espiritual de sacerdotes. Una extraña y compleja mezcolanza entre dos mundos: el secular y el regular. Algo no visto en la Iglesia católica desde los tiempos de las cruzadas, con las órdenes militares medievales, esa suma polémica y discordante de monjes guerreros. Escrivá y su pequeño séquito llegaron a Roma, y con audiencias vaticanas, cartas por aquí, consignas por allá, se alzaron con el beneplácito de no pocos obispos y cardenales de la curia. Poco a poco, se hizo que la legislación canónica se fuera ajustando a la realidad del Opus Dei. Escrivá fijó su residencia y su casa-madre en Roma, y, tras el Concilio Vaticano II, se comenzó a contemplar la posibilidad de una “prelatura personal”, un prelado ordenado obispo / cardenal, en vez de un presidente. Un prelado que pudiera ordenar a sus propios sacerdotes, aunque contando siempre con la aprobación de los obispos locales. Un prelado escogido por los numerarios de máxima confianza entre los mano derecha sucesivos del fundador, y sancionado por el Papa en las mismas veinticuatro horas de su elección. Así devino primero Álvaro del Portillo, ojo derecho de Escrivá de Balaguer. Luego, Echevarría y Ocáriz. La Obra creció mucho, increíblemente, con Álvaro del Portillo, pues este alentó a los numerarios y supernumerarios (miembros casados) a intensificar las acciones de “apostolado”. Del Portillo se cuidó, asimismo, del rigor en los centros de investigación universitarios. Pero se temía que el Opus no crecía como debiera, en una época muy favorable, pues se gozaba de la absoluta protección del Papa polaco Juan Pablo II, muy amigo del Opus desde sus tiempos de obispo. También, de los Legionarios de Cristo, otro grupo de fieles muy conservador, y con atroces escándalos internos que, con el método vaticanista de guardar el polvo (y los polvos) debajo de la alfombra, tardaron horrores en salir a la luz.

El caso fue que los esfuerzos del primer prelado, Álvaro, dieron pingües frutos, y el Opus duplicó ampliamente el número de adeptos. Y veinte fueron los países donde se abrió casa nueva. Poco a poco, a instancias del fundador y de sus testigos, nacieron residencias, academias de estudios, colegios, universidades, escuelas laborales, de negocios, dispensarios sanitarios, hospitales. De especial relevancia y excepcional prestigio, la Clínica universitaria de Navarra, puntera en España en la investigación oncológica, y con poca presencia, no obstante, en el ensayo que nos ocupa. La Clínica de la Universidad de Navarra cuenta ya, desde hace unos años, con filial en Madrid, primero en la calle General López Pozas (hoy, Hospital Universitario Sanitas Virgen del Mar) y más tarde en la Carretera de Zaragoza, la A 2, en la calle del Marquesado de Santa Marta, 1.

No está nada mal para el viejo sueño de un humilde cura aragonés de veintiséis años. Un hombre para quien una conciencia directora había de ser pura, es decir, célibe (“El matrimonio es para la clase de tropa y no para el estado mayor de Cristo”), altanera (en el sentido de ambiciosa, volar como un águila y no como un pollo de corral) y dispuesta a someterse de continuo a un maestro-guía espiritual. Escrivá defendía el triunfo de la voluntad, máxima obligada entre los filósofos antirracionalistas del último tercio del siglo XIX, e inspiradora de esos totalitarismos belicistas que se enseñorearon de Italia y de Alemania. La sentencia 19 de Camino, texto cumbre de Escrivá, consolidado en 1939, resulta conmovedoramente explícita: “Voluntad. --Es una característica muy importante. No desprecies las cosas pequeñas, porque en el continuo ejercicio de negar y negarte en esas cosas --que nunca son futilidades, ni naderías—fortalecerás, virilizarás, con la gracia de Dios, tu voluntad, para ser muy señor de ti mismo, en primer lugar. Y, después, guía, jefe, ¡caudillo!..., que obligues, que empujes, que arrastres, con tu ejemplo y con tu palabra y con tu ciencia y con tu imperio”. El marchamo caudillista tan propio de los fascismos del siglo XX. Escrivá no quería segundones; quería líderes, astros-reyes, para consolidar su Obra de Dios. Una clase dirigente era esencial para comandar al grupo.

El Opus Dei no es, ni más ni menos, que “otros horizontes en el cristianismo”. Una opción de vida cristiana consagrada, en su vertiente más exigente. Un modo dogmático de entender la vida familiar, en su inclinación más suave. Por eso, discrepo con el autor cuando, en algunos pasajes de su libro, afirma que la Obra está abierta, ecuménicamente, a otras confesiones religiosas, a múltiples maneras de pensar entre sus mismos miembros, que hay un espíritu democrático muy moderno y una libertad responsable. Desconozco si, con el último prelado, Fernando Ocáriz, se está dando una apertura, y haciendo concesiones morales, dentro de la creación de Escrivá. Pero es difícil de contemplar esto en una institución / prelatura que se pretende distinguir. Por otra parte, el canon católico no congenia muy bien con las tendencias asentadas desde la Segunda Guerra Mundial: la corriente existencialista, el orientalismo zen, la “New Age”, el ecologismo, el tecnicismo informático, y toda la posmodernidad. La Iglesia romana lo tiene muy difícil para aconsejar, y ser escuchada, en el mundo de hoy.

El Opus no es una “Iglesia paralela”, repito, ni “otra Iglesia”. Simplemente es una asistencia, un apoyo, un pilar del Catolicismo. Y puede que en cierto modo importante, ahora que está todo confuso, y los árboles no dejan ver el bosque.

© Antonio Ángel Usábel, abril de 2023.

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El rigorismo moral dentro del Opus Dei no es ocultado ni por sus propios miembros numerarios. Viene de confundir la acción de la misericordia cristiana con un estado “ordenado” del cuerpo. La santidad comienza por reprender la carne, para que esta nunca pervierta el espíritu. Con este propósito de purificar el alma del ser, es lícito recurrir los sábados, o cuando resulte oportuno, a la mortificación, mediante flagelo o cilicio. Igualmente, durmiendo en el suelo, o sobre tabla de madera (en el caso de las mujeres). El concepto de “santo”, para el fundador, implicaba no solo la realización de obras buenas, sino un estado de gracia. Es así que él cambiaba la palabra “perfecto” de Mateo 5, 48, por la palabra “santo”, sin tener en cuenta que Jesús está hablando de una actitud hacia los demás (el perdón hasta los enemigos) y no de un estado del cuerpo, de la carne. El pasaje evangélico se esclarece en el equivalente de Lucas 6, 36, donde, después de pedir el amor hacia los contrarios, en boca de Jesús se pone: “Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso”. Es decir, se recomienda un modo de ser hacia los demás, una actitud de bondad, no un estado especial o particular. Añade el Evangelio de Lucas (6, 45): “El hombre bueno, del buen tesoro de su corazón saca cosas buenas, y el malo saca cosas malas de su mal tesoro”. Jesús nunca habló de usar flagelo o cilicio a sus discípulos.

 

sábado, 13 de agosto de 2022

Dios, lector.

 "Y el Señor dijo a Moisés: Al que haya

pecado contra mí, lo borraré de mi libro".

(Ex 32, 33)

Entra dentro de la tradición iconográfica representar a Dios barbado, como un viejo sabio. De hecho, el anciano con mayor sabiduría, pues es el Ser mismo subsistente, creó el mundo y es eterno. Así nos aparece Dios en la escena central de la Capilla Sixtina, dando el aliento a Adán, el primer hombre. Un anciano impetuoso, vigoroso, y con barba blanca, sostenido por sus ángeles y cuya amplia capa roja ahora se advierte de que tiene forma de cerebro humano.

Dios, entonces, es un hombre mayor. ¿Lo habrá sido siempre? ¿Habrá gozado de una juventud, tal vez de una etapa de “aprendizaje”? Si hizo al ser humano a su imagen y semejanza, hemos de creer que pudo Él haber pasado por las mismas fases de crecimiento, y que Él mismo se fue perfeccionando. No parece ser el mismo Dios el terrible justiciero del Antiguo Testamento, que el bondadoso y misericordioso del Nuevo, donde su Hijo nos redime de todos nuestros pecados, segundo Isaac esta vez en efecto sacrificado. Dios, pues, que lo sabe todo, también aprende, se perfecciona.

¿Dios lee libros? Él, que es la Palabra del Principio --el Verbo estaba en Él--, puede tener sus libros escritos, su propia biblioteca. Quizá en esos libros está el pasado, el presente y el destino del mundo. Acaso cada una de nuestras vidas se vaya gestando en ellos, según nuestro propio libre albedrío, y los vaya infinitamente cambiando sobre la marcha. “Hoy voy a leer una jornada de la vida de Andrés García”—se propone Dios; “Mañana tocará asomarnos a las decisiones de Pedro Gómez” – puede pensar. Y, de esta manera, Dios no se aburre. Dios nos deja escribir lo que vamos haciendo con nosotros mismos. Y Dios lo lee, lo verifica. Lee nuestras acciones, pero también nuestros pensamientos. Nos escruta, nos examina por dentro y por fuera, pero sin juzgar.

Hubo un puñado de hombres cuya suerte estuvo determinada: los Apóstoles. Los doce hombres elegidos por Jesucristo para que extendieran su Mensaje. A los que hay que agregar la figura del fundador del movimiento dogmático en sí, Saulo de Tarso, el discípulo que no vio al Maestro vivo, pero que interpretó sus intenciones evangelizadoras. ¿Fueron los únicos verdaderamente dispuestos a una vida fijada de principio a fin? Según la fe cristiana, hasta el Hijo de Dios –Cristo—se sometió a la dura voluntad del Padre.

 
Estamos en la Biblioteca de Dios. Hay una curiosa y fascinante vidriera de un altar de ficción, que aparece en un filme de John Sturges titulado El caso O´Hara (The People Against O´Hara, 1951), que nos presenta a Dios, sentado, con barba, leyendo un libro. Esa original vidriera me ha llevado a esta reflexión. Dios nos lee. Se entretiene con nuestra historia todavía no escrita, aun cuando todos los pelos de nuestra cabeza estén contados. Delante de su imagen, el actor Spencer Tracy lee un panegírico fúnebre. Quizá Dios, en ese preciso momento, lo siga en su libro, y lea no solo la supuesta trayectoria del difunto, sino también el día de rodaje de Spencer y de los demás actores que llenan el templo. 1951. Un plató. Sí, Dios estuvo allí.

 © Antonio Ángel Usábel, agosto de 2022.