«Es tan corto el amor, y es tan
largo el olvido.»
(Pablo Neruda)
En 1939 acabó una guerra civil
que dividió a los españoles en vencedores y vencidos. Los del bando vencedor
alardearon de acabar con las luchas partidistas bajo los auspicios
conciliadores de una hegemonía católica y un régimen unipersonal autárquico.
Los del bando vencido tuvieron dos opciones: o el exilio, o la depuración.
Quedarse en la España de Franco, habiendo alentado la causa republicana,
conllevaba un riesgo importante: ser detenido y encarcelado en espera de
juicio, con resultados finales inciertos.
Tras la muerte del dictador vino
la apertura política y el sistema democrático que todos conocemos. El 15 de
octubre de 1977 se promulgó la Ley de Amnistía, lo que oficialmente terminaba
con la persecución por causa ideológica en España. Fue un punto y final que
llevó a la liberación y exoneración gradual (no automática) de presos
políticos, combatientes u opositores a la dictadura. Pero también supuso la
supresión de total responsabilidad para los funcionarios públicos y los
miembros de las fuerzas de seguridad del Estado. Entre otros, los agentes de la
famosa Brigada de lo Político-Social, es decir, policías que habían participado
en la investigación, detención, interrogatorio, tortura y encarcelación de
opositores al régimen.
Concretamente, la Ley de
Amnistía, dice en su artículo 2º, apartados e y f:
e) Los delitos y faltas que pudieran haber cometido las autoridades,
funcionarios y agentes del orden público, con motivo u ocasión de la
investigación y persecución de los actos incluidos en esta Ley.
f) Los delitos cometidos por los funcionarios y agentes del orden
público contra el ejercicio de los derechos de las personas.
Personajes garantes del orden
público y social, como el apodado “Billy el Niño”, ya podían estar tranquilos.
Habían cumplido durante años con su deber represivo, y no les iba a pasar nada
en democracia. Democracia, demos gracias.
(No obstante, nos preguntamos si
los responsables de matanzas como la de Paracuellos, que afectó a adeptos del
bando de los sublevados, quedarían incluidos, y libres de culpa por esta ley.
Recordemos que se fusiló –en ambos lados-- por causa únicamente de disensión
ideológica, a inocentes que muchas veces no tenían que ver con el conflicto
civil ni con el esfuerzo bélico.)
Pedro Almodóvar ha coproducido un valioso documental que lleva por
título El silencio de otros
(Almudena Carracedo, Robert Bahar –directores y
guionistas--, 2018), recientemente emitido por RTVE. Este filme obtuvo el
Premio del Público al Mejor Documental en el Festival de Berlín (2018), y así
mismo el Goya y el Premio Forqué al Mejor Documental (2018). La película aborda
varios puntos de interés: la exhumación de las víctimas por actos de guerra, con
su correcta identificación; la petición de responsabilidades civiles y penales
para quienes participaron en la represión franquista que aún están vivos; la
investigación e inculpación de quienes sustrajeron niños a madres solteras y a
familias desamparadas.
No hay unos muertos mejores que
otros. Toda persona fallecida se merece un respeto. Sus familiares igualmente.
En virtud de la Ley de Memoria Histórica (octubre de 2007) se reconocía la
dignidad de todos los represaliados durante la Guerra Civil y en la posterior
dictadura de Franco. También se disponían medidas para facilitar la
localización y recuperación de cuerpos sepultados en fosas comunes, aunque su
exhumación debería corresponder a organizaciones y entidades privadas, como la
ARMH (Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica). La ley parecía
querer abrir viejas heridas, presuntamente cicatrizadas tras la Transición, y
fue muy criticada. Sin embargo, es un
hecho justo que descendientes de víctimas de la contienda fratricida deseen
recuperar sus restos. Durante el franquismo ya se hicieron exhumaciones,
que afectaron y beneficiaron, sobre todo, a los muertos afines al bando
vencedor, si bien, con el propósito de su traslado al Valle de los Caídos,
también se extrajeron restos óseos de víctimas republicanas. Hay quien ha participado
en este documental y que ha fallecido sin ver recuperar los despojos de su
madre, rapada al cero, desnudada, fusilada, y enterrada bajo una carretera. (El
caso de María Martín.)
Es una circunstancia histórica
que los perdedores de una guerra tienen poco que hacer y menos que reclamar.
Pero si una sociedad desea caminar hacia un futuro mejor, y transcurrido el
tiempo oportuno que la haya llevado a cambiar muy positivamente en términos de
reconciliación, solidaridad, hermandad, respeto y tolerancia, entonces ha de
dar justicia a sus perdedores de una ya antigua guerra.
Terrible y truculento es que
monumentos a las víctimas del holocausto civil español estén recibiendo
agresiones por parte del odio intolerante. Así ha sucedido con las esculturas
del Mirador de la Memoria en El Torno (Valle del Jerte, Extremadura), obra de
Francisco Cedenilla Carrasco, tiroteadas a poco de su instalación, en 2008. Se
apunta en el documental que al enterarse de los disparos el escultor consideró
completada su obra.
La segunda cuestión que trata la
película de Carracedo y Bahar, aún mucho más delicada y peliaguda, es la
petición de derogación de la Ley de Amnistía del año 1977, para que se pueda
juzgar a los participantes en crímenes de lesa humanidad cometidos durante la
dictadura. Es decir, a individuos como “Billy el Niño”, y otros; incluso a
ministros, como Rodolfo Martín Villa,
uno de los artífices de la reforma política, ministro de la Gobernación
(después Interior) entre julio de 1976 y marzo de 1979, a quien no se le
reconocen actos comprometidos, salvo ser Jefe Nacional del Sindicato de
Estudiantes Universitarios (SEU) y procurador en Cortes, consejero del Reino y
gobernador civil de Barcelona. Martín Villa sujetó tanto a franquistas como a
comunistas (detuvo a Santiago Carrillo, pero lo mantuvo protegido), y hubo de
lidiar con importantes revueltas de la policía y con una huelga general
convocada por el PCE y CC.OO. a solo cuatro días de votar en el parlamento la
Ley para la Reforma Política. Es él quien habla personalmente con cada uno de
los procuradores franquistas para convencerlos sobre la necesidad de un cambio
en España. Martín Villa es quien firma, además, la autorización para la
inscripción del PCE en el Registro de Asociaciones Políticas. Durante su
mandato como ministro sufrió el incesante acoso de los grupos terroristas (ETA,
GRAPO, FRAP y ultraderecha), con 152 asesinatos y varios secuestros (Antonio
María de Oriol, presidente del Consejo de Estado, y teniente general Emilio
Villaescusa, por el GRAPO). Es incomprensible que los represaliados por el
régimen pretendan enjuiciar a esta persona; su única “falta” es haber militado
en el Movimiento Nacional de Franco y continuar con vida. Quizá sí sea
reprochable que mantuviera, ascendiera e incluso condecorara a comisarios de la
antigua Brigada Político-Social, como el mencionado “Billy el Niño”, el cual
participó muy activamente en la desarticulación del GRAPO. En la vida nada es
ni blanco ni negro. A Martín Villa se le reprochan, también, algunas muertes
por actuaciones policiales de control: por disparos en manifestaciones (como
fue el caso de Jesús María Zabala Erasun y de José Luis Cano Pérez) o por lanzamiento
de botes de humo (la estudiante universitaria de veinte años Mari Luz Nájera).
Muertes trágicas de 1977 en manifestaciones violentas y en un clima de mucha
tensión social. Otros cayeron en controles policiales, como Kepa Tolosa
Goicoetxea, tiroteado dentro de su coche por dos guardias civiles cuando estaba
con su novia, en diciembre de 1975.
Han pasado cuarenta y un años
desde la aprobación de la Ley de Amnistía, que libró de culpa a todos: presos y
no presos. Los posibles delitos que cometieran los funcionarios públicos y
policías de la dictadura han prescrito, además de haber sido “limpiados” por la
ley. Como alternativa a esta evidencia, los represaliados y torturados por la
dictadura han llevado su querella a otro país: Argentina. Allí han sido
escuchados y apoyados por una juez, quien ha pedido al Gobierno español permiso
para interrogar a señalados como criminales por los querellantes. Las
declaraciones podrían realizarse por videoconferencia. España se ha opuesto a
estos interrogatorios, por considerar el caso como cerrado. La Audiencia
Nacional dictaminó, además, que los imputados por la demanda no habían cometido
crímenes de lesa humanidad (los cuales no prescriben y pueden ser juzgados
internacionalmente). Un crimen es de lesa humanidad si se comete
sistemáticamente contra un colectivo, o sea, como parte de un ataque
premeditado generalizado. Por ejemplo, los nazis contra los judíos, o los
serbios contra los bosnios y estos contra los croatas, o viceversa. Suele haber
un importante fundamento racial o confesional en estas purgas criminales. Sin
embargo, el concepto de crimen de lesa humanidad se ha visto ampliado en
naciones como Argentina (donde se ha llevado la querella española),
comprendiendo allí cualquier violación de los derechos humanos ejercida desde
el poder dictatorial. Esto es, la violencia contra individuos –no colectivos o
grupos sociales—por el solo hecho de la diferencia ideológica. Eso es lo que se
pretende revitalizar por los querellantes, y que sea de aplicación en nuestro
territorio.
Como declara una afectada por la
dictadura franquista, la Transición impuso el olvido; se exigió a las personas
olvidar. Tenéis todos que olvidar el pasado para construir el futuro. Pero el
olvido no implica ningún acto de justicia. Es más, el olvido hasta se olvida de
hacer justicia, de poner las cosas en su sitio, o, como popularmente se dice,
los puntos sobre las íes. El momento en que se promulgó la Ley de Amnistía fue
extremadamente delicado. Aún no había llegado la Constitución de 1978. España
todavía no era demócrata. Posiblemente, fue una ley básica e imprescindible
para que pudiera venir el cambio político. Legalización de los ilegales y
perdón para los oficiantes del franquismo. No hubo más, ni tampoco menos.
Derogar la Ley de Amnistía sería
retroceder al pasado y traicionar el espíritu de concordia y el pacto grande
que se hizo para conseguir la Transición. Habría que traicionar un pacto, un
acuerdo político. Y sería proceder con una ilegalidad.
Los represaliados por la
dictadura de Franco se quedan así, sin su justicia, a falta de que prosperen o
no nuevas demandas y querellas. Pero los que viven, por lo menos lo pueden
contar. Los muertos, por el contrario, no pueden decir nada. ETA, organización
terrorista armada, mató a más de ochocientos inocentes en presunta defensa de
unos ideales. Sus presos vivos, o los ya excarcelados, lo pueden contar. Sus víctimas
difuntas ya no pueden decir nada.
Lo ideal es que en este país
nunca hubiera habido una guerra civil. Ni vencedores, ni vencidos. Pero la
hubo, desgraciadamente. Y de aquellos polvos vinieron estos lodos. La justicia
no ha alcanzado a todos, y el devenir de los acontecimientos –en presunto bien
de la sociedad entera—ha perjudicado a algunas personas. Un mal inevitable que
surgió de un momento histórico convulso: para algunos beneficioso, o cuando
menos, neutro; para otros, amargo y adverso.
Se cumple ese dicho que define la
realidad: Nunca llueve a gusto de todos.
© Antonio Ángel Usábel, abril de 2019.
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