“Con la edad, los ojos ven más lejos, no en la distancia, pero sí en el tiempo.” (aausábel, 2017)

“Con la edad, los ojos ven más lejos, no en la distancia, pero sí en el tiempo.” (aausábel, 2017)

En este país...

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lunes, 22 de abril de 2019

Una luz sin retorno.

Tengo en mis manos el diario de un viaje por la vida, y como tal las paradas del alma cuando tiene sed. Toda antología merece un enorme respeto, porque encierra lo mejor de uno mismo ofrecido a los demás, el pan compartido con los hermanos. Por eso, no debemos nunca enjuiciarla; la disfrutaremos más o menos, pero salvaguardando prudentemente nuestra opinión y tratando de acercar la vivencia de cada poema escogido a nosotros.
Carlos Javier Morales es una persona sencilla, una buena persona a quien conozco desde hace mucho tiempo. Estudiamos juntos en la Universidad Complutense, pero luego nos hemos tratado poco. Ahora él reside en su querida isla de Tenerife, su patria, donde también trabaja como docente. En abril de 2017, publicó en la Editorial Renacimiento de Sevilla su compendio de poesía Una luz en el tiempo, uno de cuyos ejemplares tuvo la bondad de dedicarme. (Cuando un autor te dedica un ejemplar, te vienen más ganas de saborear la lectura del libro.)
Noto en Carlos Javier la aceptación de múltiples experiencias ajenas, que él sabe tornar propias con un estilo personal. Percibo el ansia de inmortalidad conseguida a través de la palabra poética, que perseguía neuróticamente Juan Ramón. Siento la nostalgia por la efímera juventud perdida, que lloraron vates dispares, como Rubén Darío y Jaime Gil de Biedma. Alcanzo a ver la trasposición del yo al tú --merced al amor-- de la que tanto hablaba Salinas. Me llega la sensualidad prohibitiva de un Villena o de un Cernuda. Supongo que grandes certezas que se pueden concitar en cualquier sujeto. Evidencias que, mostradas sin atavíos, llevan a la percepción de una sinceridad que se recibe con comprensión, cariño y hasta agrado. Carlos Javier construye poesía de la experiencia, que es aquella que no necesita inventarse nada para significar.
Me parecen como mejores sus primeros versos, aparecidos en El pan más necesario (1994, Premio de Poesía Villa de Martorell) y Madrid como delirio (1996). “A mi casa pequeña” podría ser el himno de un poeta, quien solo tiene la desnudez de su palabra y, sin embargo, parejamente, aun con las manos vacías se puede dar algo si hace falta. Voluntad de entrega en una oda imprescindible. En “Maldición de la soledad” palpita esa ligazón juvenil del amor con la facultad de crear. Construyamos –hagamos algo nuevo—, porque somos amados. Y no se trata solo de fusionar un par de almas, sino de disfrutar de la carnalidad, de juntar un cuerpo con otro, pues estamos hechos de espabilada carne y atribulado espíritu.
La carnalidad es algo que resalta en la poesía de Carlos Javier. La piel está para acariciarla. Con los dedos suaves también se hidrata. “Es tuyo el territorio de mi cuerpo / y mía la extensión de tus delicias” (“Proyecto de una tarde”). “Solo te podré amar aquí, aquí mismo, / aquí donde se enredan nuestros cuerpos (…) Si te hablan de un amor espiritual, / diles que les prediquen a los ángeles: / aquí todo lo vivo hay que palparlo, / hay que tenerlo cerca y retenerlo; / morderlo si hace falta. Y hace falta. / No solo de palabras vive el hombre: / las palabras sin pan no significan” (“Ley de vida”). No cabe ser más explícito. El pan más necesario. Pan como símbolo de encuentro carnal. Pertenecemos a un cuerpo, y es él quien nos señala el lugar sin límites (“el amor solo une / territorios lejanos”). El detonante es ese Martini rojo, vívido reclamo para el acercamiento. Pues ánimo: con el amor correspondido se logra la sensación de escapar de la muerte (“Animal de lenguaje”). “Bienvenido tu cuerpo, / bienvenida tu sangre” (“El hablador”).
“Elogio de la verdad” va dedicado a Luis Antonio de Villena. Declaración de esas noches bohemias, de amor loco donde lo mejor se lleva puesto. Manrique escribió que nuestra vida es un río, y se detuvo ahí, enlazándolo en seguida con el mar, que es el morir. Ahora Carlos Javier nos habla de los efectos de ese río: cómo da fertilidad a las orillas, cómo se nutre de sus afluentes. Porque importa la demora, la suma de instantes, la sustancia de los momentos, para al final saber que ese río “todo lo pudo en su transcurso” (“El río de la vida”).
En “Razones de mi oficio” el autor confiesa: “Yo quise ser un hombre y me engañaron: / por eso soy poeta, / porque siempre he vivido del deseo / que nadie me ha saciado todavía”. Pero, el poeta, ¿no aplaca acaso, no sacia con la poesía? Otro poeta contemporáneo, Leo Zelada, cree que él no se dedica a la poesía para morirse de hambre, sino para colmar la sed del que lo lee. El poeta tiene un cometido pecuniariamente modesto, pero antiguo: aplacar la sed del alma en los banquetes y fiestas de los poderosos. Es paradójico, y a la vez fieramente humano, sentir deseo mientras se llena el vacío de otros. Me alieno de lo más profundo de mi ser para que me recibas entero por fuerza de mi voz. Rebosa tu copa con mi canto cuando –¡qué espanto! - queda mi cántaro hueco.
Cabría muy bien cerrar el libro con el poema “Curiosidad urgente”. ¿Qué hay detrás del probador? ¿Qué más nos dará la eternidad? ¿Cómo será y seremos? Y por fin el remate de un solo verso generoso y sublime para titular un nuevo poemario: “jardines sin ocaso”.
Carlos Javier Morales nos presta un rayo de sol con su antología. Su vida ilumina siempre hacia adelante; es una luz sin retorno.
© Antonio Ángel Usábel, abril de 2019.
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Sabido es que no caben todos los buenos versos en una antología. En Una luz en el tiempo, se nos priva, por ejemplo, de esa admiración –simpáticamente frívola-- hacia Diana de Gales, y, sobre todo, de ese “Vuelo Madrid-Tenerife” que dice mucho del ser de siempre de su autor. Su infinito es su reducto respetado. Me permito reproducirlo a continuación:

“Hoy me espera mi isla, mi caleta,
la casa de mi pueblo:
me llevan esperando todo el año,
como espera la roca la ola brava.

    Después de tantos años pisando tierra firme,
me cuesta ver mi vida rodeada de agua para siempre.
Me cuesta ver el tiempo que ha caído
por este precipicio de los años.

Me cuesta ver el cielo, el mar
y el límite,
lo grande y lo pequeño,
mi principio y mi fin tan de repente.

    Cuando llegue a mi isla, a mi caleta,
a mi casa de niño, no sé si aguantaré tanta distancia
de espacios y de tiempos,
tanta verdad de golpe.”
(Carlos Javier Morales)

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