Recuerdo con mucho agrado, como
uno de los grandes descubrimientos de mi adolescencia, la lectura amenísima del
clásico de Víctor Hugo Nuestra
Señora de París (1831), en la edición de Cátedra Letras Universales. El inmenso talento del novelista galo te hacía
contemplar París en la Edad Media, convertía Notre Dame en un espacio vivo, por
donde se movía el malvado Frollo y brincaba entre las campanas el feo jorobado
Quasimodo, enamorado de la delicada y grácil cíngara Esmeralda. Hubo un
capítulo que disfruté especialmente, el dedicado a La Corte de los Milagros (luego parafraseado por Valle-Inclán en su
Ruedo ibérico), donde los ciegos ven,
los sordos oyen, los cojos andan. Toda el hampa de la ciudad allí refugiada y
recogida, para decidir sobre sus próximos hurtos y sus nuevas tretas para timar
al incauto. Por supuesto, el más que emotivo final, en aquel triste osario
donde reposan los esqueletos de Quasimodo y de la gitana.
Más tarde, visioné en TVE la
adaptación a la pantalla grande de William Dieterle, Esmeralda la cíngara (1939), en blanco y negro, con la
extraordinaria y altiva Maureen O´Hara y el siempre perfeccionista y
maravilloso Charles Laughton. Y, por fin, la copia restaurada de El jorobado de Notre Dame (Wallace
Worsley, 1923), esa joya protagonizada por El hombre de las mil caras, el genio
del cine mudo Lon Chaney.
Me pregunto qué hubiera dicho
Víctor Hugo si hubiera contemplado el pavoroso incendio del lunes 15 de abril de 2019. Su inmensa y querida
catedral devastada por las llamas y con serio peligro de derrumbe general. La
aguja de su primera gran restauración decimonónica por los suelos. Toda la
techumbre hundida y el interior de las naves convertido en un improvisado brasero
enorme, castigando de calor intenso los muros y las obras de arte, incluidas los
valiosísimos rosetones y vidrieras.
Afortunadamente, la estructura del
edificio parece querer mantenerse en pie, aunque los bomberos franceses (de los
mejores del mundo) aún no están seguros de que las naves del crucero sobrevivan,
al haber perdido el apoyo de las vigas de madera. Cualquier golpe fuerte de
viento podría hacerlas caer, con lo que otras partes de la dañada y maltrecha catedral
(los arbotantes y columnas) podrían colapsar casi a la vez. Parece muy
necesaria una reparación urgentísima, con labores de apuntalamiento de esos
muros en estado crítico. Al haberse utilizado agua en las labores de extinción
del fuego, la piedra puede haber absorbido gran parte de esa humedad,
aumentando su peso. El coro, aunque castigado por los cascotes, ha resistido.
Igualmente, el prodigioso órgano, aunque no se sabe si habrá perdido sonoridad
y precisará de una restauración. El altar mayor también ha aguantado. La cadena
humana que se formó para ir extrayendo objetos a toda prisa posibilitó la
salvaguarda de muchos de ellos.
Macron, el presidente francés, promete una eficiente restauración
que será acabada en cinco años. Varias familias adineradas francesas han prometido
fuertes sumas de dinero para sufragar los gastos. Ya se llevan recaudados más
de mil millones de euros solo con lo donado por esas familias. Lo curioso del
caso es que, antes de este incendio, Notre Dame tuvo serios problemas para
conseguir ser restaurada, pues nadie quería financiar los trabajos a gran
escala. De hecho, al parecer el mayor monto del capital era de origen
norteamericano. Ahora es posible que lluevan los donativos de toda Europa y de
otros lugares del mundo.
Técnicos españoles que han
colaborado en la restauración de nuestras catedrales, como la de Burgos,
estiman que el proceso de rehabilitar Notre Dame podría muy bien llevar veinte
años. Habrá que estimar también qué tipo de materiales se van a poner para
sostener las cubiertas, si madera de roble, u otros sintéticos, como la fibra
de vidrio, o de mayor ligereza, como el aluminio. Tendrá que decidirse el
estilo de la reconstrucción, si acorde con el original y con la recreación
posterior de Viollet-le-Duc, o con inclusión de elementos modernos. El propio
Viollet-le-Duc era partidario de elegir aquellos materiales que dieran al
monumento una mayor duración y estabilidad, aunque eso conllevara sacrificar el
estilo primigenio. Una inyección muy fuerte de dinero aceleraría los trabajos,
que quizá se completarían en entre tres y cinco años, como quiere el presidente
Macron. No obstante, todo va a depender del verdadero estado y nivel de
fragilidad de los muros. Habrá que actuar con total cuidado y esmero si hay
peligro de derrumbamiento.
Circula por ahí una presunta
predicción del desastre atribuida a Nostradamus.
Es apócrifa, es decir, falsa. En las centurias del famoso adivino no hay
referencia a acontecimientos particulares; Nostradamus se centra en hechos de
carácter general, que afectan a las naciones y pueblos. Habla de reyes, de
tronos, de guerras entre países, de ataques al clero, pero no menciona sucesos
de menor escala.
© Antonio Ángel Usábel, abril
de 2019.
El «estilo» Viollet-le-Duc huye del
historicismo romántico, aunque apuesta por recuperar y plasmar el espíritu que
gestó el monumento. Después de una concienzuda documentación se impone una
actuación eficaz, con el uso de materiales que preserven lo restaurado por
largas generaciones:
«Visto en su contexto, el
mensaje de Viollet-le-Duc tiene carácter
de manifiesto metodológico permanente. Forman parte
de él conceptos tan fundamentales en la restauración monumental (tanto la de entonces como la de
hoy) como son la concepción de
la autenticidad del monumento con independencia
de la originalidad de la materia; la necesidad del
profundo conocimiento (histórico, tipológico, artístico, material, estático, simbólico, etc.) del
monumento antes de proyectar
cualquier intervención en él, y la concepción del acto restaurador no como un gesto de
recuperación nostálgica o historicista sino un acto de profundo significado arquitectónico que permita dar o devolver
al monumento su capacidad
documental, utilitaria y significativa. Es decir, como un acto de genuina
creación arquitectónica y racionalidad constructiva, que no excluye la
reconstrucción (incluso, si
fuera el caso, de aquello que no llegó a materializarse), pero que exige la
mayor fidelidad posible a la materialidad, el espíritu y el significado de la
obra restaurada, sin renunciar
a la innovación técnica cuando sea preciso. Esa es la esencia de su mensaje. Ese es, a mi
juicio, su legado.»
(Antoni González Moreno-Navarro, “Siempre
nos quedará Viollet-le-Duc”, en Papeles
del partal, nº 6, mayo de 2014).
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