“Con la edad, los ojos ven más lejos, no en la distancia, pero sí en el tiempo.” (aausábel, 2017)

“Con la edad, los ojos ven más lejos, no en la distancia, pero sí en el tiempo.” (aausábel, 2017)

En este país...

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domingo, 10 de marzo de 2013

Causas de la Guerra Civil española (1936-1939).

A mi amigo Jaime M. M.

13 de febrero de 1837. Anochece en Madrid. Tercer piso de Santa Clara 3. Un hombre elegante se contempla ante un espejo. Acerca una pistola a su sien derecha. Suena una detonación. “Aquí yace media España; murió de la otra media”. El suicidio de Larra, por amor triple –a Dolores Armijo, al pueblo llano español, y a su adinerada clase media--, es el preludio de un futuro conflicto armado. Larra es el dandy de corazón escindido: está con la gente sencilla, y quiere lo mejor para ella –educación, justicia, dignidad, progreso--, pero al mismo tiempo le da miedo apoyar una causa revolucionaria. Torrijos y sus compañeros liberales habían muerto fusilados en 1831. En 1833, desaparece el tirano Fernando VII, pero estalla en el norte la primera guerra carlista, signo de seguimiento por parte de la población del espíritu ultraconservador y católico. Entre 1834-35, los ánimos están revueltos: en la capital se asesina a varios frailes y en Barcelona arden conventos. Los sargentos se sublevan en La Granja el 13 de agosto de 1836. Exigen de la regente el restablecimiento de las garantías constitucionales de 1812. A las dos de la madrugada, María Cristina se aviene. La sargentada había sido promovida por un funcionario liberal del ministerio de Hacienda, Manuel Barrera (amigo íntimo de Juan de Dios Álvarez Mendizábal) y por un periodista del Eco del Comercio, Ángel Iznardi. Se inicia la Desamortización para dar vida a las tierras baldías. Una nueva Constitución se promulga en 1837, más moderada que la de Cádiz, pero también más precisa.
Sin embargo, el hombre que abre el periodismo crítico en este país atisba entre las sombras del pasado y las nieblas del porvenir, y opta por no esperar ningún cambio importante. Desengañado de la sociedad española, se despide de ella radicalmente. Sí, amigo Larra, “te llamas liberal y despreocupado, y el día que te apoderes del látigo azotarás como te han azotado”.  Antes de irte, dinos, ¿qué hemos de hacer los españoles por nosotros mismos? –Tal vez funcione aquello que escribí en abril de 1833: creamos que España es capaz de esfuerzos y felicidades –como recogen los norteamericanos en su Carta Magna--; “cumpla cada español con sus deberes de buen patricio, y en vez de alimentar nuestra inacción con la expresión de desaliento: ¡Cosas de España!, contribuya cada cual a las mejoras posibles”.
Ese ánimo de levantar un país no se puede materializar sin educar al pueblo. España era un país atrasado, donde la buena educación recaía en las clases pudientes. El pueblo silbaba por una llave hueca. En Alemania y Francia ya se comenzaba a construir un sólido modelo de educación nacional. Los “gimnasios” y los “liceos” aproximan la cultura a todos. Jovellanos había elegido el término “instituto” para designar al centro de estudios medios, dirigidos, no obstante, a los hijos de la burguesía. La clase media se reservaba así el acceso a la cultura, mientras permitía escuelas primarias para los pobres. La Iglesia por su parte, en un ejemplar esfuerzo que no debe ser olvidado, llevó la iniciativa de responsabilizarse de la primera educación de muchos niños que de otro modo hubieran permanecido ignorantes y analfabetos. Todo el siglo XIX español y buena parte del XX, arropó una lucha de intereses partidistas entre pedagogos conservadores y liberales. El plan del Duque de Rivas, por ejemplo, solo estuvo vigente ¡diez días! En una década hubo hasta siete planes educativos diferentes, como el propuesto por Romanones, el primero en mentalizarse de la industrialización y del progreso. Con Miguel Primo de Rivera, hubo dos bachilleratos: elemental y universitario; cada uno de tres años, más un curso común y dos específicos.
A todo esto, manga por hombro y la casa sin barrer. Porque el pueblo llano seguía siendo analfabeto en su mayor parte. Vemos a esos jóvenes y ancianos que contemplan embobados un entremés del Siglo de Oro escenificado por Lorca y sus compañeros de La Barraca. O por Casona, al frente del Teatro del Pueblo de las interesantes Misiones Pedagógicas (270 en 1934). Realmente existió un considerable esfuerzo, por parte de la II República, en llevar la cultura al pueblo, si bien podando los finales justicieros de todo matiz monárquico (como se hizo con la versión mutilada de Fuenteovejuna). Pero ya era tarde, pues la escisión entre los de arriba y los de abajo estaba garantizada por el abandono, el olvido milenario de estos últimos. El pueblo nació para servir y para estar en su sitio: que Peribáñez defienda a Casilda del Comendador, que obtenga el favor real, pero que no reclame una escuela. Lo suyo es el campo, las burras y la labranza. “Cada uno en su casa, y Dios en la de todos”. Bernarda tiene bien aprendida la consigna: “Hilo y aguja para las hembras. Látigo y mula para el varón”.
El divorcio clasista y malquerencia entre burguesía y proletariado condujo a tomar a los obreros como masa indolente y a machacarlos en la Semana Trágica de Barcelona (1909). Que fueran a Marruecos los padres y mozos de la chusma. Lo curioso es que justo tres siglos antes, en 1609, se extirpó a los moriscos por antiespañoles, ellos que eran los reyes del comercio textil y de florida agricultura. Lo cierto es que se usó la artillería contra las barricadas obreras del Paralelo y del Paseo de Colón. Cómo no, la Iglesia, que siempre está en medio, y lo mismo vale para un roto que para un descosido, volvió a pagar el pato: treinta conventos y veintiún templos quemados. Los que se salvaron, lo fueron por voluntarios carlistas, que no hay mal que por bien no venga. Un valiente maestrillo laico, Francisco Ferrer Guardia, era detenido el 1 de septiembre de 1909. El gobierno buscaba un responsable directo de la sublevación. Ferrer era carne de horca. Su fusilamiento, el 13 de octubre, causó honda conmoción en el extranjero, entre toda la izquierda europea. Maura se tuvo que ir a leer el periódico a un parque. Después veremos lo que va a pasar por armar a los catetos: hordas de ignorantes gañanes cayendo sobre Madrid, asaltando y desvalijando los mejores barrios, matando a los señoritos y violando a las niñas bien. Muchos han sufrido el azote ruin del terrateniente. Sobre todo, en Andalucía y Extremadura. Y no pueden más. Ya se huele la guerra.
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Aldeacorba de Suso. Un pequeño llamado Celipín escapa de su casa con un raquítico hatillo sobre el hombro. Se quiere ir a Madrid, a estudiar, y ser un hombre de posibles, como el doctor Teodoro Golfín (de Gold y To find, ‘hallar oro’). ¿Lo conseguirá? Mejor para España si lo logra, y miles como él, que no deseen vivir sumidos en el yugo de la ignorancia.
Don Benito Pérez Galdós, quien ya habló de esta España nuestra, veía en una educación científica moderna la única solución para los males del país. Lo recogió en esa Marianela de Celipín, en Doña Perfecta y en otras novelas de su primera época. ¡Gran lástima fatal que nadie le hiciera caso!
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14 de abril de 1931. Don Alfonso XIII se exilia para Cartagena, y luego Italia. Solo el diario ABC lo defiende. Se proclama en Madrid y en otros municipios la II República. Pero el cambio de régimen político no iba a venir acompañado, desgraciadamente, de cambios sociales relevantes. Los líderes republicanos, incluso los más radicales, jugarían con fuego a la hora de dotar de derechos y libertades a las clases bajas. No se trataba de imitar a los soviéticos, sino de hacer la revolución paulatina desde arriba, como se acometió en Francia en 1789. Nadie quería la toma del poder por los exaltados: ni Niceto Alcalá Zamora, ni Largo Caballero, ni Azaña, ni Gil Robles, ni Lerroux. Pero ahí estaban, ariete en alto, los comunistas y los anarquistas, que no eran tan señoritos como quienes se habían hospedado en la Residencia de Estudiantes o educado en la Institución Libre de Enseñanza. Entre los augustos “residentes”, Federico García Lorca, estudiante frustrado de Derecho, poeta enorme y genuino, a quien su padre pagaba gastos y los libros de poesía (que no daba ni para sopas de ajo). Federico era muy amigo de Fernando de los Ríos, ministro de Cultura, quien le abocó a La Barraca para que hiciera algo de provecho por la república. Federico era de una vivacidad increíble; era un sol todo el año; siempre estaba alegre. Así decía de él Jorge Guillén: “Hoy no hace ni frío ni calor; hoy hace Federico”. Con él iba la música popular andaluza, su cante, sus romances y su teatro del Barroco. Se hizo amigo de un pintor escuálido y algo huraño, ególatra y pretencioso a más no poder, hijo pródigo de un notario del Ampurdán: Salvador Dalí. También de un áspero aspirante a púgil, de cara recia y ojos saltones, llamado Luis Buñuel Portolés. Buñuel –alumno de corazonistas y jesuitas-- era un obseso de la religión, a la que odiaba y admiraba enfermizamente. Le gustaba vestirse de cura marista, como a Dalí, y hacer burla escatológica. Era un bruto irreverente, machista contumaz, que vendería el piano de su mujer para que esta no tocara. Luis caía en la vulgaridad más absoluta, como cuando cantaba la jota de su invención: “No me jodas en el suelo/ como si fuera una perra,/ que con esos cojonazos/ me echas en el coño tierra”. Una vez se acercó por detrás al dulce poeta y le espetó sin piedad: “—Oye, Federico, ¿es verdad que eres maricón?” Eso significó el final de la amistad entre vate y futuro cineasta, “ateo, gracias a Dios”. La puntilla la obró en París, en 1929, el cortometraje silente Un perro andaluz, en clara alusión al origen de Lorca. Buñuel había reclutado para el proyecto a Dalí, con quien Federico había tonteado más de una vez, sobre todo en Cadaqués, donde a menudo el poeta se ponía agorero y trágico y gustaba escenificar su propia muerte y entierro. Luis Buñuel, Salvador Dalí y Federico García Lorca constituían los mejores exponentes del arte de vanguardia que quería la izquierda española, frente a las opciones retrógradas y cansinas de Pedro Muñoz Seca, Ramiro de Maeztu o José Ortega y Gasset, de las derechas. Marañón y Unamuno estaban en la mitad, indecisos. Valle-Inclán, lo mismo, con sí con sa. Para mostrar el misérrimo estancamiento del campo español, Buñuel se marchó a la comarca de las Hurdes, para rodar Tierra sin pan (1932). Existía una fuerte conciencia solidaria en estos intelectuales que no era compartida a igual nivel por los teóricos conservadores, amigos de esbozar una revolución parca, controlada y cristiana. La Falange de José Antonio Primo de Rivera sería el medio para esa transformación. Una fuerza anticapitalista y anticomunista, alentadora, y a la vez redentora, del sacrificio pío obrero, bendecida por curas y dirigida por señoritas y señoritos tradicionalistas.
La República se escindía en dos mitades: derecha e izquierda. Y la izquierda era una Polinesia. Los socialistas velaban por los intereses del vulgo, a quien “es justo hablarle en necio para darle gusto” (Lope dixit). Los comunistas y anarquistas querían la locomotora a todo gas, y echaban más leña al fuego. En octubre de 1934, prendió la revolución popular minera de Asturias, sofocada por Franco con ayuda de la Legión. A nadie interesaba que los obreros tomaran el mando. Mil muertos, ejecuciones sumarias, torturas y despidos. La cuenca del Nalón era una región muy levantisca. Antaño quedó don Pelayo, las flechas reversibles y el tributo de las cien doncellas. De las regiones más bonitas de España, con sus Picos de Europa, sus pueblecitos pesqueros (Ribadesella, Cudillero, Luarca) y donde mejor se come. Qué le habría hecho la Santina a nuestro Nobel don Camilo, cuando tras las hoscas huellas de Buñuel, soltó aquel grueso improperio: “Si la Virgen de Covadonga es pequeñita y galana, que se jo**”.
A todo esto, más imágenes de santos a la hoguera. Nueva quema de iglesias en Madrid en mayo de 1931.
Tanto miedo tenían los socialistas a los partidos obreros que, cuando se forjó el Frente Popular el 15 de enero de 1936, se optó por dejarles fuera del mando. Se dice a menudo que el alzamiento militar y la Guerra (In)Civil fueron unos hechos mezquinos y sangrientos contra el gobierno republicano legítimo, pero se olvida que los verdaderamente sangrientos fueron muchos líderes de partidos y semipartidos, buitres carroñeros que engañaron y sangraron al pueblo, y condujeron al país al caos y al odio generalizado. Como acaece ahora, en nuestros días, que todos quieren mandar: centralistas, catalanistas, populares, socialistas, peneuvistas, regionalistas, etc. ¿Miran de verdad por el interés de España como nación madre? Seguramente no. Hasta alguno hay que se ríe del concepto de “patria”, como si fuera desde siempre un cuento o quimera.
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“--[Madre,] deme la navaja”. “—La navaja, la navaja… Malditas sean todas y el bribón que las inventó”. La Luna en presagio de la Mendiga, la Muerte. En muchos pueblos, familias enfrentadas por odios ancestrales. “Ha llegado otra vez la hora de la sangre. Dos bandos. Tú con el tuyo y yo con el mío”. “Esa gente mata pronto y bien”. En la España profunda y rural se mascaba el odio. Lorca lo comprendió y lo ofrece en altar dramático como ambiente de preguerra. Es el teatro el que hace ganar su primer dinero al poeta, merced a los acomodos de las actrices Margarita Xirgu y Lola Membrives. Lorca, apolítico en testimonio de su íntimo amigo Pepín Bello, declara el 15 de diciembre de 1934: “En este mundo yo siempre soy y seré partidario de los pobres. Yo siempre seré partidario de los que no tienen nada y hasta la tranquilidad de la nada se les niega”. Ahora bien, el genio granadino se situaba ante el mismo dilema que había acuciado a Larra: ¿cómo estar con los pobres sin ser uno de ellos? Dilema que recuerda al del rico en el Evangelio: “Aún te falta una cosa: vende todo lo que tienes y dalo a los pobres, y tendrás riqueza en el cielo; luego ven y sígueme” (Mc 10, 21). 

La primera víctima de una guerra es la inocencia. El general de la Benemérita Antonio Escobar Huertas, fiel a la legitimidad del gobierno republicano hasta el final, varias veces herido durante la contienda, murió en el foso de Montjuich besando un crucifijo. Como católico que era, obedeció a unos dirigentes que armaron a los anarquistas que asaltaron y quemaron los templos barceloneses. Pudo escapar a Portugal o a Francia, pero no aceptó tal solución. Ni Lorca, ni Maeztu, ni Muñoz Seca, ni tantos otros intelectuales, o simples hombres de bien, eran culpables de nada, pero se llevaron lo peor. Que no se vuelva a repetir. El pueblo español ya no vive en la ignorancia, mas debe huir del fanatismo y de la intolerancia de ideas y opiniones como de piel de lobo. Porque quien no recuerda su Historia, y no la toma como dura advertencia, está llamado a repetirla.
En el momento en que se extravía la idea de causa común (que es la que ha vuelto grandes a alemanes, franceses y anglos; que es la que salvó a Inglaterra con Churchill durante la SGM), un país camina al borde del precipicio. Lo vemos en "nuestras" repúblicas bananeras, legado de nuestro pasado histórico: cada uno tira hacia lo suyo, en vez de mirar el bien de todos. Y a los españoles nos está pasando lo mismo, con tanta corrupción, tanta “autonosuya”, y tanta mentira. A este paso, Dios nos coja confesados.
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El pelotón que fusiló a García Lorca. 
Los asesinos de F.G. Lorca y Bernarda Alba.
Bernarda Alba y la muerte de García Lorca.

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