Josep María Flotats vuelve a escena con el montaje de otra obra histórica de las que tanto es aficionado. En el país de los listos, el más tonto, relojero. Nunca tan a bien el famoso dicho, pues esta vez incorpora el personaje del dramaturgo, espía y aventurero Beaumarchais.
Pierre-Agustin Caron de Beaumarchais (París, 24-02-1732 / 18-05-1799) fue, en efecto, un muy hábil relojero en su juventud, cuando ayudaba en el taller de su padre. Sin embargo, tenía un genio indócil y unas ansias de independencia que para sí las querría cualquier cantonalista. Como haría cualquier adolescente rebelde de nuestro tiempo, con diecisiete años rompió lazos con su progenitor, quien lo expulsó de su hogar, y durante dos años debió ganarse el sustento como pudo por las calles de la capital francesa. Eso le hizo madurar a golpe de cañón, y a los diecinueve años, merced a unas buenas almas, consiguió el indulto paterno, y el retorno a una casa donde él era el único varón entre cinco hermanas.
Metido de nuevo entre mecanismos de precisión, con veintiún años ya había ideado un ingenioso sistema de “escape” que detenía el avance de las manecillas para frenar la caída de las pesas y hacerla uniforme. El chico era listo. Y su agudeza despertaba envidias y recelos, como los que anidaron en Lepaute, el relojero real, que presentó el invento como suyo. Pero Pierre-Agustin no se rindió y reclamó la autoría del descubrimiento ante la mismísima Academia de las Ciencias. La Academia, a la vista de exhaustivos informes, dio la razón al joven, aunque compartiendo la paternidad de la criatura con el especialista suizo Romilly. Estamos en 1754-55, y las puertas del palacio de Versalles se acababan de abrir para Caron, donde los Luises eran unos fanáticos de la artesanía relojera. Su maestro de relojes, Franquet, había caído gravemente enfermo, y antes de morir, vendió los derechos sucesorios del cargo a Caron, quien empezó a disfrutarlos el 9 de enero de 1756. Y no sólo recibió de Franquet su puesto en palacio, sino también a su viuda, Madeleine-Catherine Aubertin, con quien casó ese mismo noviembre del 56 (¡para qué esperar más, fuera el luto!). La ocasión la siguieron pintando calva para él, porque su esposa heredó la finca de Beaumarchais, de la cual tomaría apellido Pierre-Agustin, aunque no oficialmente hasta 1761. Su mujer murió misteriosamente en el lecho conyugal la noche del 29 de septiembre de 1757. Es poco probable la responsabilidad malévola del relojero en este deceso, pues, por un mes, se quedó sin asumir los bienes de su mujer, que tornaron a la familia de ella. Pierre abandonó la mansión y se fue a vivir a un modesto domicilio donde daba clases de arpa a jovencitas. También se había preocupado de perfeccionar ese instrumento y de conocerlo bien. Ni más ni menos que el marido banquero de la Pompadour lo recomendó como arpista y preceptor musical de las hijas de Luis XV. Pierre causaba furor entre las niñas del rey, y logró el acercamiento del monarca a la figura del mecenas y financiero Pâris-Duverney. En agradecimiento, éste lo metió en sus negocios, lo que hizo que Pierre pudiera comprar el título de Consejero-Secretario de Luis XV, que implicaba ingresar en el sufrido estamento nobiliario. Ahora sí que Caron era ya BEAUMARCHAIS.
Su influencia en el entorno de Versalles y de las Tullerías ascendió como un cohete. En la primavera de 1764, nuestro hombre descubrió Madrid y las delicias españolas, porque nos visitó para intentar concertar el matrimonio de su hermana Lisette con el naturalista José Clavijo y Fajardo. La pretendida unión fracasó estrepitosamente, porque aquí Beaumarchais se dedicó a todo menos a la diplomacia familiar. Se enredó con varias damas de la corte madrileña y se le fue el dinero en orgías, fiestas y francachelas. Cuando regresó a París, en abril de 1765, se había pulido la ayudita de su socio Pâris-Duverney, y tuvo que vender su título de Consejero-Secretario.
Se vuelca en el teatro más en serio, y en abril de 1767, estrena, en la Comédie-Française, el drama Eugenia, con ribetes semiautobiográficos de sus correrías madrileñas. Un año después, vuelve a casarse. En 1770, muere su protector, y ese mismo año, en noviembre, fallece también su segunda consorte. En enero de 1773, tras la pérdida de su retoño, el pequeño Agustin, y de una hermana, Beaumarchais termina su primera obra maestra, la comedia El barbero de Sevilla (Le barbier de Séville). La obra fue prohibida, por intrépida y escandalosa, en 1774, fecha en la que Pierre conoció al último amor de su vida, Marie-Thérèse de Willer-Mawlas, con la que vivió en pecado hasta 1786, cuando la desposó formalmente. De 1774 en adelante realizó misiones de información y espionaje para Luis XV, y para su nieto, Luis XVI. Se desplazó por varios países europeos (Holanda, Inglaterra, Austria…). Por aquel entonces, comenzó a persuadir a Versalles sobre la necesidad de invertir dinero y armas en ayuda de los colonos independentistas norteamericanos.
En 1783, estrena su segunda pieza maestra, Las bodas de Fígaro (La follé journée o Le mariage de Figaro). Contra la Comédie-Française emprende un pleito legal por reclamación de los derechos de autor. Abre una suscripción popular (1781-1790) para la edición completa de las obras de Voltaire, cuyos setenta volúmenes solo contaron con 2.500 admiradores compromisarios. Sus obras El barbero de Sevilla y Las bodas de Fígaro constituyen un éxito clamoroso, tanto en toda Francia como en otras capitales europeas. La propia reina María Antonieta asume el rol de Rosine de El barbero, en una representación particular en palacio. Pese a ello, ambas piezas son vetadas por Luis XVI en numerosas ocasiones, y su autor encarcelado varias veces.
Beaumarchais arma una flota de cuarenta navíos para llevar fusiles, pólvora y cañones a los insurgentes americanos. Será éste el episodio más glorioso de su vida. De Luis XVI recibió una ayuda de medio millón de libras, aunque nunca se resarció completamente del monto invertido en la causa independentista. Aunque coqueteó con la nobleza, era un burgués convencido, un amigo de la libertad y un defensor de que el esfuerzo y el talento personales lo hacen todo en la única construcción del mundo posible. En 1787, se muda a una lujosísima mansión que se había hecho levantar frente a la Bastilla, la odiada prisión real. Varios años antes, en el argumento de sus comedias más aclamadas y polémicas, había augurado la caída definitiva de ese bastión terrible. La sociedad necesitaba cambios demoledores; necesitaba acabar con el Antiguo Régimen, y dejar paso libre al ingenio, al espíritu emprendedor, a los negocios y a la modernidad. Como comentó el mismo Napoleón Bonaparte, “Las bodas de Fígaro es ya la Revolución en acción”. Y hasta Luis XVI presintió lo que se le avecinaba, al decir: “Habría que destruir la Bastilla para que la escenificación de esta obra no traiga peligrosos reveses”. Las bodas de Fígaro se editaron en 1785, y ese mismo año salieron doce traducciones al alemán. El emperador José II prohíbe el libreto para su Teatro Nacional, que corría de mano en mano por Viena, sobre todo entre los francmasones. Y así llega a oídos y a manos de Mozart, quien decide convertirlo en ópera bufa. En seis semanas, entre agosto y el otoño de 1785, Mozart y el judío Lorenzo da Ponte concluyen Le Nozze di Figaro. Ante la calidad de la partitura, las presiones de Da Ponte, y su simpatía hacia las logias, José II autoriza el estreno de la ópera, que se confirma el 1 de mayo de 1786 (aunque solo alcanzará las nueve representaciones, pues resulta demasiado tediosa para el selecto público vienés).
Durante la azarosa Revolución Francesa, Beaumarchais consiguió sus derechos de autor, e intervino en una oscura compra de fusiles en Holanda, que le granjeó la enemistad del Comité de Salud Pública en 1793. Puesto pies en polvorosa, con las armas en manos inglesas, Pierre-Agustin se refugió en Hamburgo, donde vivió en la más absoluta miseria. En 1795, escribe sin descanso a los patriotas norteamericanos para recuperar parte del dinero invertido en su auxilio. El 5 de julio de 1796, consigue el perdón y regresa a París. Intentó, sin éxito, embarcarse para América. Rodeado de pleitos y sin mucha fortuna, murió de un ataque de apoplejía la madrugada del 18 de mayo de 1799.
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Ahora empieza nuestro juego de matrioskas, de metateatro, o teatro dentro del teatro. El sentido del vector es Beaumarchais → Sacha Guitry → Flotats. Beaumarchais alumbra dos obras prerrevolucionarias, en la más pícara y ácida tradición de Molière. Hay que acabar con la nobleza de nacimiento (lo mismo que afirmará nuestro José Cadalso en sus Cartas marruecas, 1788-89). Hay que primar la inteligencia, el carácter despierto y la iniciativa del individuo. Hay que utilizar el humor y la parodia para ridiculizar los privilegios de clase. Esto es lo que hermana a Beaumarchais con Guitry: la voluntad de hacer caricatura desenfadada y alcanzar la brillantez en los diálogos, a la vez que sutil crítica social. Pero Guitry no busca crear escuela, no pertenece a ninguna logia inquietante, no persigue otra revolución (de hecho, tan pacífico y acomodado era que, tras la caída de los nazis, se le acusó injustamente de colaboracionista). Guitry era un ferviente enamorado de la historia moderna de Francia, y de Europa en general. En 1926 estrena un Mozart, en 1932 una Désiré, y no contento con la limitación que imponía el escenario, se pasa al cine, a montar modestas superproducciones históricas: Si Versalles pudiera hablar (1954) y Napoleón (1955), una tediosa reconstrucción de la vida sentimental de Bonaparte, que rebasa las tres horas de duración, planificada en tono de cansino vodevil. Los famélicos resultados no admiten comparación con la meritoria Austerlitz, de Abel Gance, estrenada cinco años después (1960), ni mucho menos con la aclamadísima Napoleón, del mismo Gance (1927), sin duda, la mejor adaptación al cine de la biografía completa y gloriosa del general y emperador francés.
Y es, justamente, la frivolidad, la picardía vacua la que pierde y estropea las obras de Guitry, porque las ha hecho envejecer soberanamente. La comedia ligera ya no tiene cabida en nuestra sociedad de 2010. Ni siquiera como entretenimiento o remedio escapista. Se busca ahora (o, por lo menos, yo busco) que el teatro hable, grite, reflexione, denuncie. Que demuestre la supervivencia de la inteligencia y el ingenio. Es verdad que el promedio de edad que llena nuestras salas madrileñas debe de rondar –con perdón—la sesentena. Que no son jóvenes de treinta o cuarenta años quienes más acuden al Español, o al Bellas Artes, o al María Guerrero, y sí quizás a las salas alternativas, como sucedía durante la dictadura. Que acaso siga habiendo “dos públicos” –como en la preguerra y en la posguerra—: el acomodado y acomodaticio, que aplaude ese teatro-morfina de Amar en tiempos revueltos, La ratonera, Tócala otra vez, Sam, o hasta La venganza de Don Mendo; y el rebelde, inquieto, y contestatario, que persigue otros montajes, con “mensaje”. Las revisiones históricas y didácticas de Guitry pueden gustar más a ese tipo de espectador burgués que no desea hacerse demasiadas preguntas cuando, tras la obra, lleva a la parienta a cenar o queda con unos amigos. Ha visto teatro, ha reído alguna gracia, ha aprendido algo de Beaumarchais o de Mozart, y ya está, a otra cosa, mariposa.
Flotats se ha decantado esta vez por un tipo de comedia ligera, fácil, aunque con tinglado espectacular de diaporama, treinta actores, vestuario de época, etc. Evidentemente, nadie (y menos, el Ayuntamiento de Madrid, con lo endeudado que está tras la gesta de los túneles) mete mucho dinero en un proyecto escénico que vayan a ver cuatro personas. Para arriesgar pasta se necesita una obra comercial, que contente al público amplio y poco exigente. Tras esa maestría dialéctica que supuso La cena, en el Bellas Artes, y la concesión a una minoría culta y racionalista con El encuentro de Descartes con Pascal joven, en el Español, Flotats propone una maniobra de “desengrase” con este postre helado, donde vuelve a interpretar al cínico que más le gusta, al vividor irónico y desenfadado, amigo de sus amigos, estandarte de la Felicidad, de esa dicha epicúrea y vespertina que molesta a muchos, a aquéllos que no saben cultivar el “arte de vivir”. Su Beaumarchais fue un héroe en la sombra: un especulador que, sin embargo, favoreció ampliamente el triunfo de la Revolución norteamericana. Por ende, el autor de las geniales y genuinas aventuras de Fígaro. Un hombre moderno, “hecho a sí mismo”, héroe y villano, polifacético, contradictorio; como nuestro Lope, pecador disculpable, amigo del dinero nuevo y emprendedor.
Con él, Flotats rinde homenaje, una vez más, al momento histórico en que Europa se encaminó hacia la modernidad y el progreso. Pero lo hace por medio de las bufonadas de Guitry. Una sucesión de escenas –más o menos cronológicas—enseñan la vida de este aventurero: su casa de París, la corte francesa, su embajada en Inglaterra, las prisiones… El prólogo de la representación presenta a Sacha Guitry arengando brevemente a su compañía de actores, ante lo que va a ser el esperado ensayo general. Es decir, que lo que viene después es todo ese ensayo, que se confirma como la comedia definitiva. Una labor de metateatro improductiva e innecesaria a nuestro modo de ver, porque no aporta nada al “después” de la representación. Y, bueno, FALTA FÍGARO, al que en ningún momento vemos. Guitry olvida, en su texto, la principal aportación molieresca de Beaumarchais. Ahí sí que hubiera sido necesaria y de agradecer la matrioska, el metateatro. Darnos a conocer una escena de El barbero, o de Las bodas, o que incluso el padre, Beaumarchais, interactuara con sus personajes en cómica parcela.
No falta cierto chovinismo, por parte de Guitry, al recordar a los Estados Unidos la deuda que adquirieron con Francia por la ayuda a su Independencia. “Sí, nos habéis rescatado de los nazis, estamos libres, pero, al fin y al cabo, estabais en deuda con nosotros”. Norteamérica es una gran nación, que abrió, antes que nadie, el camino hacia la llama de la Libertad, pero lo hizo con el apoyo de la inteligencia europea. Un pasaje de la obra, que examina el documento de la Declaración de Independencia americana (4 de julio de 1776), se encarga de corroborarlo. Se lee en el texto de la Declaración: “Sostenemos como evidentes estas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre éstos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”. Estos tres renglones son inspiración de ideólogos ilustrados franceses: la Igualdad universal, Montesquieu; la Libertad, Diderot; la Felicidad, Rousseau. Sobre todo, lo que más enaltece a Beaumarchais, la garantía de la FELICIDAD. El placer de ejecutar lo placentero. No en vano, resuelve Diderot: “Se increpa sin fin contra las pasiones; se les imputa todas las penas del hombre y se olvida que son también la fuente de todos sus placeres. (...) sólo las pasiones, y las grandes pasiones, son las que pueden elevar el alma a las grandes cosas. Sin ellas no hay nada sublime ni en las costumbres ni en las creaciones, (...) La contención anonada la grandeza y la energía de la naturaleza. (...) Será, pues, una felicidad (...) el estar dotado de fuertes pasiones. Sin lugar a duda sí, siempre que todas se produzcan al unísono. Estableced entre ellas una armonía adecuada y nunca podréis apreciar desórdenes. (...) Proponerse la ruina de las pasiones es el colmo de la locura. ¡Bello proyecto aquél, el de un devoto que se atormenta como un desquiciado para no desear nada, no amar nada, no sentir nada, y que finalizará convirtiéndose en un verdadero monstruo si llegase a cumplirlo!” El fanatismo religioso, con el miedo a un Dios castigador, ha hecho mucho daño al ejercicio de la libertad humana: “A propósito del retrato que se me hace del Ser Supremo –añade Diderot--, de su inclinación por la cólera, del rigor de sus venganzas, de ciertas comparaciones que expresan numéricamente la relación de aquellos a quienes permite perecer por las de aquellos a los que se digna a tender su mano, el alma más recta estaría tentada de que no existiera. Habría bastante tranquilidad en este mundo, si tuviéramos la completa seguridad de que nada había que temer en el otro: la idea de que Dios no existe no ha atemorizado jamás a nadie, pero sí la de que existe uno, tal como me lo han descrito. (...) La superstición es más injuriosa para Dios que el ateísmo.”
En estas coordenadas de sana despreocupación se mueve el Beaumarchais de Guitry. La felicidad es su obsesión. Y la propuesta de las colonias americanas, la panacea para desarrollarla sobre la tierra sin limitaciones. ¡Por fin se va a crear un gran país donde los hombres van a poder vivir a sus anchas, libres, iguales, y felices!
Y así, todo ilusionado, se reúne este Beaumarchais con el embajador de los Estados Unidos en París, nada más y nada menos que Benjamin Franklin, que ese mismo año glorioso de 1776 llega a la capital francesa. Constantino Romero –alias, Clint Eastwood—interpreta al digno ministro, quien agradece las armas aportadas con el esfuerzo del dramaturgo.
La obra de Guitry finaliza con el Tribunal de la Posteridad, presidido por ilustres académicos franceses, después todavía más olvidados que Pierre-Agustin Caron. Sin embargo, son ellos –los heraldos negros-- quienes quieren negarle el acceso a la gloria inmortal.
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Comedia reivindicativa, coral por momentos, lujosa, didáctica, a la que le sobran escenas y duración (dos horas y cuarto), que entretiene a medias (pues se vuelve tediosa y reiterativa por su superficialidad) y que queda lejos de apuestas más inteligentes ofrecidas por Flotats en otras ocasiones.
Hubo aplausos al final de la representación, con vivas y bravos al maestro de capilla, que ya lleva lustros siendo, indiscutiblemente, uno de los actores / directores más valiosos de nuestra escena.
Pero el Beaumarchais de Guitry (que nunca vio representada la obra) pasable, sin más. Eso sí, deja la inquietud en el espectador racionalista, amigo lector curioso, de lanzarse en pos de una edición de las obras de Beaumarchais, para averiguar el porqué de tanto calado en la moderna historia europea. Así que, ¡A POR FÍGARO!
* EN EL TEATRO ESPAÑOL, C/ Príncipe, 25, hasta el 23 de enero de 2011. (Tel. 91-3601484)
Entrevista con FLOTATS sobre "Beaumarchais"
"Beaumarchais"-Programa de mano.
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(Aunque España no participó con hombres, como Francia, en la causa independentista norteamericana, pues temía demasiado a Inglaterra, desvió fondos por mediación del ministro Floridablanca a través de la casa “Gardoqui e hijos” de Bilbao. Diego de Gardoqui era diplomático y naviero, y proporcionó fondos de la Corona a los emisarios Arthur Lee y John Jay. Recientemente, el jurista José Mª Lancho ha estimado estos fondos españoles –nunca compensados ni devueltos por EE.UU.—entre el medio billón y los tres billones de dólares al cambio actual de 2010, según el tipo de interés que se aplique. Ante la cuantía de la deuda asumida (3,5 millones de pesos en plata), hubo incluso estados, como Kentucky, que se plantearon desligarse de la nueva Unión y naturalizarse españoles. Para leer más de la ayuda española a EE.UU., pinchar AQUÍ)
miércoles, 8 de diciembre de 2010
¡A por Fígaro!
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domingo, 7 de noviembre de 2010
El Café de Negrín.
Con motivo de los cien años de la fundación de la Residencia de Estudiantes (1910-2010), se representa estos días en Madrid, hasta el 14 de noviembre de 2010, la comedia La colmena científica o El café de Negrín, un encargo de Isabel Navarro, asesora del CDN, a José Ramón Fernández. La obra, de apenas algo más de una hora de duración en su versión representada, conmemora el ambiente de progreso y desenfado que se respiraba en el laboratorio de Fisiología de la Residencia, dirigido, a sus 34 años, por el doctor Juan Negrín López. Es Negrín quien capta a sus filas a una jovencísima promesa, Severo Ochoa, gran admirador de Cajal. Don Santiago fue el padre intelectual del proyecto de los laboratorios de la Residencia, y el que hizo que Negrín rechazara suculentas ofertas del extranjero para quedarse en la capital y ponerse a dirigir nuevas investigaciones. Era también Don Santiago un enemigo acérrimo de mezclar la investigación científica con otros aspectos más mundanos de la vida, como el ajetreo político.
Juan Negrín era un portentoso hombre de ciencia. Se había formado y doctorado en Fisiología en Alemania, en la Universidad de Leipzig, había estudiado Economía y hablaba cinco lenguas. Así lo describe Juan Eslava Galán en su esclarecedor friso Una historia de la Guerra Civil que no va a gustar a nadie: "Negrín ganó muy joven la cátedra de Fisiología de la Universidad de Madrid. Es un hombre de mundo, culto, refinado, amante de la buena mesa y de las mujeres, con una gran capacidad en los dos campos". Dos aspectos silenciados en esta obra de José Ramón Fdez, y de los que puedo dar perfecta fe, porque mi abuelo, D. Ángel González Lloreda, estuvo sirviendo como chófer militar de Negrín durante parte de la contienda civil. Lo recogía y lo llevaba muchas noches al teatro Fontalba, siempre acompañado de bellas fulanas, y de compañeros de partido y francachelas, con quienes hablaba con desparpajo de las más recientes "liquidaciones" y purgas acometidas en Madrid contra los facciosos. Mi abuelo llegaba pálido a casa después de lo que había oído comentar en el coche.
Juan Eslava lo dibuja en su libro como un moderado que consigue terminar con la revolución anarquista, sanea la retaguardia, libera a sacerdotes encarcelados, devuelve sus tierras a muchos propietarios y normaliza la justicia. Por contra, favorece a los comunistas y acepta la injerencia soviética en la guerra. Cuando la situación se torna catastróficamente fea para la República, insiste en prolongar la lucha, acaso con la esperanza de que Hitler y Mussolini den pronto sus pasos en falso en el mapa europeo y provoquen un conflicto mundial.
En la comedia de José R. Fernández se habla de sus primeros escarceos subversivos, en tiempos de la agonizante dictadura de Primo de Rivera, cuando se corría a tiros a los émulos de los conejos por la carretera del Pardo. De su acción republicana nada se comenta expresamente. Pero tampoco se traza una apología del personaje. Celoso del acercamiento de Ochoa a Jiménez Díaz y a Pío del Río, impidió que aquel se posesionara de una cátedra de Medicina en Santiago de Compostela, a la cual le había instado a presentarse. Parece ser que las razones de la traición obedecieron a la tradicional endogamia entre colegas y al hoy por ti y mañana por mí. Severo –quien ya gozaba de sonoro prestigio-- debió de servir en aquella ocasión de papel reactivo: el candidato ganador, hijo de un colega catalán, había derrotado en buena lid a todo un Ochoa.
¿Y por qué el café de Negrín? Porque era de los mejores cafés que se podían tomar por entonces en Madrid. Se preparaba, con el concurso de José Moreno Villa, para la tertulia de amigos de la Residencia que se celebraba en un rincón del laboratorio. Federico y Buñuel, por supuesto, y también el pedagogo Ángel Llorca, el músico Jesús Bal y Gay, y hasta a veces el mismísimo D. Miguel de Unamuno. Las investigadoras Dorotea Barnés y Felisa Martín Bravo quedan en la representación sintetizadas en la figura de la maestra Justa Freire. Existe una preocupación, desmedida y evidente, por la educación de las masas y el atraso científico de España (jaleado por el unamuniano "que inventen ellos"). Si analizamos el componente estudiantil de la universidad española, y de la propia Residencia, no encontramos casos de hombres y mujeres del pueblo. España, en tiempos de la II República, rondaba un 50% de analfabetos. Accedían a los estudios superiores y a la investigación los señoritos de las clases media y alta. En cuanto a los miembros de la Residencia, todos eran hijos de burgueses adinerados de inclinación republicana. El pueblo quedaba a años luz de todo aquello. Si no era analfabeto total, se debió a la acción formativa de las escuelas católicas, que quizá promovían demasiados latines e historia imperial en detrimento de una aceptable exploración racionalista de la realidad. Se dice que, con la llegada de la II República, el Estado empezó a competir con los curas y monjas en esto de la educación del pueblo, levantándose más de 11.000 nuevas escuelas, dignificando los cuerpos docentes, modernizando los estudios universitarios, creando el Consejo Nacional de Cultura y, sobre todo, promulgando las Misiones Pedagógicas y su teatro clásico ambulante, bajo auspicio de D. Fernando de los Ríos, y bajo la batuta de Lorca y Casona.
Es así que, el 18 de julio de 1936, cuando estalla la Guerra Civil, se puede decir que España es todavía un torpe reducto de gañanes, fácilmente influenciables en pro de uno u otro signo. Las masas anarcosindicalistas y comunistas eran prácticamente iletradas, e igual sucedía con muchos seguidores de los sublevados, especialmente con los componentes del glorioso ejército de África. Quien sabía leer y escribir, y se apuntaba a un sindicato o partido político, intentaba rápidamente medrar dentro de él, dirigir su propio cotarro, manejar a una caterva indolente y agitarla contra el rival. Fuera de un mando y de un ejército disciplinado, sólo quedaba una camarilla de facciones con etiquetado variopinto, que se cargaron la composición y defensa efectiva de la causa republicana en el primer año y medio de guerra.
Esa oligarquía investigadora, culta, que habla varios idiomas, que se forma también en el extranjero, liderará, pues, por obra y gracia del cruel destino, a la masa alpargatera. Desde luego, era para echarse a temblar, lo que podía salir de aquello. La gente humilde, formada en los cuatro latines y creyente, o permanecería neutral, o militaría más con los "nacionales", que, al fin y al cabo, no estaban por quemar iglesias y conventos, ni por profanar tumbas y sacristías. El grito azañista de ¡España ha dejado de ser católica! no podía haber sentado bien a muchos, cuyos hijos e hijas habían sido acogidos y educados por la Iglesia. El Catolicismo significaba respetar la tradición histórica y sociológica del país, con sus grandes virtudes y defectos, y no empeñarse en construir sobre barro en nombre del agnosticismo, el amor libre, el divorcio, y los estatutos de autonomía.
Que en España se ha atendido poco a la ciencia y al progreso técnico es evidente. El que no era arquitecto o abogado era licenciado en Filosofía y Letras o, acaso, hasta en Teología por la Pontificia de Salamanca o Comillas. La Junta de Ampliación de Estudios se propuso formar a científicos, los nuevos cajales españoles. En términos de D. Santiago, "…La idea última de la Institución Libre de Enseñanza era cambiar España mediante la educación: conceder becas; estimular a estudiantes y a profesores para que fueran a formarse al extranjero. La Junta otorga becas para estudios fuera de España, y equipara también los estudios de las personas que viajan por su propia cuenta al extranjero". Uno de sus mayores éxitos fue, sin duda, posibilitar la maduración hacia la genialidad de Severo Ochoa.
Es una lástima que haya desaparecido de la versión ahora escenificada el personaje conciliador de la enorme Marie Curie: "Me pregunto si nos especializamos tanto en un aspecto técnico que llegaremos a ignorar todo que directamente no tenga que ver con nuestra especialización, y si eso no nos llevaría a la barbarie. Nunca ha habido a la vez más sabiduría y más ignorancia […] Es indispensable la supremacía de la razón y de la moral". El compromiso ético como basamento de una sociedad estabilizada que camine con progreso responsable hacia el porvenir.
Tampoco resultaría desdeñable una mayor presencia sobre las tablas de la figura de Unamuno, que sí cobra en la redacción íntegra del espectáculo. Unamuno es el patriarca de la duda filosófica, del pensamiento de la gnosis, y en parte también conlleva la imagen del dinosaurio cultural, catedrático y profesor de Griego que anquilosa y lastra la joven e inquieta promoción científica de la universidad española. Unamuno representa esos fantasmas del pasado: rigidez, inmovilismo, teocracia puesta en solfa pero nunca aniquilada. ¿Por qué dudaría tanto ese señor? ¿Por qué no desterró de España a Dios de una vez por todas, en beneficio de una ciencia sin prejuicios? Y, sin embargo, este D. Miguel pintado por José Ramón Fernández no duda en acoger y vitorear a la naciente juventud universitaria republicana: "No puedo decir si la República resolverá los problemas de España, pero será el medio de plantearlos".
Otro aspecto abordado por la obra es el de la formación intelectual de la mujer. En este aspecto, Justa Freire –como la Natacha de Casona-- se transforma en adalid del movimiento de acceso de las féminas a la cultura reglada: "Cada vez hay más mujeres, en los laboratorios y en todas partes. Este año habrá más de treinta mil niñas estudiando el bachillerato. Una niña por cada tres niños. Puede parecer poco, pero es que hace treinta años estudiaba una de cada mil".
El carácter rebelde de la nueva mujer republicana y atea queda patente en un comentario que contiene el texto original, suprimido de la escenificación. Lo dirige Moreno Villa a propósito de un concurso de blasfemias que se celebró en un café de La Latina y que ganó por méritos de deslenguada soez la pintora Maruja Mallo (escena 3, año 1927).
El propósito claro de la comedia de José Ramón Fernández es presentar el laboratorio de la Residencia de Estudiantes como el crisol de la futura España. Se avecinan tiempos positivos, mucho más prósperos, aun a costa de sacrificar otros factores, como soñaban Cajal, Negrín, Ochoa, Freire, Llorca, Moreno Villa, y tantos y queridos amigos y colaboradores del centenario trasatlántico:
JUSTA FREIRE.--¿Usted, don José, cree que esto es España?
MORENO VILLA.—Pienso lo que dice don Alberto Jiménez Fraud. No lo es, pero lo será. […] Hay una España que casi no ha cambiado desde hace siglos. Labradores que no tienen otra cosa que el agua de las nubes y el consuelo de la religión. Y nunca un libro.
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Los seis actores que componen el elenco interpretativo están muy correctos en sus papeles. Descuella la madurez de José L. Esteban, espléndido poeta conductor José Moreno Villa –en cuyos gratos recuerdos se basa buena parte del argumento--, pero que igualmente hubiera representado un dignísimo Severo Ochoa (mejor que Iñaki Rikarte). David Luque borda la personalidad de un aguerrido Juan Negrín. Lola Manzano da la talla como maestra progre en la piel de Justa Freire, mientras que las actuaciones de Rikarte, Pedro Ocaña y Paco Ochoa resultan mucho más discretas. La dirección es de Ernesto Caballero.
Vale la pena reproducir aquí la intencionalidad expresada por el autor, José Ramón Fernández, en el programa de mano de La colmena científica:
"España, para crecer como País, ha de fijarse el objetivo de mejorar la educación de sus ciudadanos Y la formación de sus científicos. Para ello, hay que hacer posible que crezca una nueva generación de científicos, al tiempo que hay que formar nuevas generaciones de ciudadanos desde la escuela.
Esto se Planteaban personas como Santiago Ramón y Cajal, presidente de la Junta para Ampliación de Estudios –Al carro de la civilización española le falta Ia rueda de la ciencia-, y Alberto Jiménez Fraud, director de la Residencia de Estudiantes, cuando decidieron hace un siglo poner en marcha los laboratorios que la Junta mantuvo durante veinte años (1916-1936), en lo que conocemos como el Pabellón Transatlántico de la Residencia de Estudiantes.
El director del Laboratorio de Fisiología -el lugar donde comenzó su formación como investigador el Premio Nobel Severo Ochoa- era un joven y brillante científico llamado Juan Negrín, a quien Santiago Ramón y Cajal convenció para rechazar magníficas ofertas y aceptar hacer este trabajo por su país. En el laboratorio de Negrín se reunían a tomar café algunos residentes, como el pedagogo Ángel Llorca y el pintor y poeta José Moreno Villa. De la evocación de éste desde su exilio mexicano parte la obra que aquí se presenta, que sobrevuela diez años de aquel lugar mágico. A través de la relación entre el joven Ochoa y su maestro trato de reflexionar sobre el diálogo que el científico -por extensión, todo intelectual- mantiene con el mundo que lo rodea.
Por la memoria de Moreno Villa pasarán personas relacionadas de una u otra forma con la Residencia, como Ángel Llorca, Severo Ochoa, Francisco Grande Covián, Santiago Ramón y Cajal, José Moreno Villa, Justa Freire, Juan Negrín, Miguel de Unamuno o Marie Curie. La sola evocación de esos nombres habla de un lugar, en Madrid, que hizo de la inteligencia su única bandera. Cuando digo mi patria, pienso en la Residencia de Estudiantes."
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(En cuanto a Juan Negrín Lopez, acabada la Guerra Civil presidió el gobierno republicano en el exilio hasta 1945. Se estableció en Gran Bretaña, donde ejerció la medicina con éxito hasta su fallecimiento, en 1956, el mismo año en que se apagó el novelista Pío Baroja).
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sábado, 11 de septiembre de 2010
Perversidad y perversión de la Guerra Civil.
Hasta hace poco, de Agustín de Foxá (Madrid, 1903-1959) sólo sabía yo que tenía calle en Madrid y que había sido escritor falangista. Conocía el título de su novela más emblemática, Madrid, de Corte a checa (1938), de la cual había leído comentarios elogiosos vertidos por intelectuales de diferente signo. Hacía tiempo que tenía anotada la voluntad de leer esa novela. Una gana acrecentada si cabe, últimamente, por la Ley de Memoria Histórica, la exhumación de ajusticiados sin juicio justo, y el espíritu revanchista y rencoroso que se respira hoy, tras esa Transición que a algunos les parece poco, y a los que seguramente les agradaría retrotraer las responsabilidades criminales hasta el mismo cerco de Numancia. Entre esos “algunos”, los hay que ni tan siquiera la vivieron, y por consiguiente no pueden saber demasiado bien lo que andan denostando.
Este verano pude conceder unos días a la ficción de Foxá, que ha sido reeditada por el sello El Buey Mudo (2ª ed., Madrid, noviembre de 2009). Su comienzo imita el sainete esperpéntico de Baza de espadas, o de cualquier otra página tahúr del mejor Valle-Inclán. Estamos en los postreros días de la monarquía de Alfonso XIII, condenada a muerte mediante un pacto tácito entre liberales monárquicos, como Alcalá Zamora, y presidencialistas advenedizos como Azaña, entonces todavía un desconocido. El rey había autorizado una zafia dictadura –la de Primo de Rivera—y el régimen se descomponía sin ofrecer prometedoras alternativas. La clase media exigía cambios de relieve, y el sector obrero comenzaba a movilizarse formando agrupaciones sin cuento. La falta de entendimiento llevó a la ausencia de acuerdos, y la orfandad en los pactos al extravío de responsabilidades y a que se levantara la veda de la caza del enemigo político. Pronto, sol y sangre; con cada nuevo amanecer sobre Madrid, quince manzanas de casas asaltadas, saqueadas, convertidas en albergues de los sobrinos de Pascual Duarte, recién venidos del campo con su rancio abolengo analfabeto a cuestas y su fusil o escopeta al hombro. Cadáveres abandonados en las calles o en los solares del extrarradio, donde se fusilaba a los “facciosos”. Carnets y salvoconductos que no servían para salvar la vida si no portaban los sellos de la UGT y de la CNT. Edificios emblemáticos –como el Círculo de Bellas Artes—convertidos en prisiones donde se vejaba y torturaba.
En la Puerta del Sol, un 14 de abril de 1931, apalean a un gitano por gritar ¡Viva el Rey!. “Moría por don Alfonso –apostilla irónico el narrador—aquel hombre que sólo conocía de la Monarquía la rudeza de los tricornios” (pág. 80). Se inician los asaltos a iglesias y monasterios, que representan un milenio de educación reaccionaria y de alianza con aristócratas y clases altas. Un ministro del nuevo ramo los justifica con un socorrido y lacónico “más vale la vida de un republicano que todos los conventos de España” (p. 94). Seguramente no cae en el hecho de que gracias a la Iglesia tenemos civilización occidental, arte, comedores para indigentes y escolarización para críos de muy distinta extracción. Pero es que la llegada de la República inauguró para muchos no un periodo de libertad, sino de desbocado libertinaje, como el de ese joven que pellizca con descaro a las mozas, diciendo “Pa eso estamos en la República” (p. 81).
Juventud que corre como potro sin freno. El joven universitario José Félix Carrillo, de familia aristocrática que pasa sus veranos en San Sebastián y Cercedilla, se ve tentado por las posiciones hedonistas que alienta la República: amor libre, mujeres fáciles, poesías de vanguardia y filmes rusos. El agnosticismo pervierte. Al mismo tiempo, flirtea con Pilar, una chica de su posición, a quien terminan casando sus padres con un poderoso hacendado. El desánimo por sus torpes relaciones afectivas con muchachas de vida licenciosa contribuye en gran medida a que Pedro Otaño y otros amigos que escandalizan a los reductos proletarios de Cuatro Caminos, Tetuán y La Ventilla, consigan ganárselo para la causa falangista, cuyo líder, José Antonio Primo de Rivera, es el encargado de extenderle el carnet del partido. José Antonio es un reformista cristiano, que aboga por el orden responsable de toda la vida, por la educación moral del obrero y por la recuperación del triunfalismo imperial patrio (el día en que los españoles encuentren una causa común, España volverá a ser grande). Se junta en Or Kompon –un pintoresco local de Gran Vía—con sus camaradas Dionisio Ridruejo, Rafael Sánchez Mazas, Agustín de Foxá, el marqués de Bolarque y otros, para componer un himno, el futuro “Cara al sol” (pp. 214-218). Cuando poco a poco vaya estallando la Guerra Civil, como efecto pernicioso de intereses diversos y oscuros ajustes de cuentas, veremos a José Félix mimetizándose para sobrevivir en un Madrid sacudido por camarillas radicales: socialistas, comunistas, anarquistas. Cada grupo con sus “checas” o cárceles del pueblo, sus peculiares tribunales de mozalbetes, limpiabotas, criadas y analfabetos, dictando jacobinas sentencias de muerte contra clérigos, señoritos, y demás buenos cristianos. Salir con buen pie de una checa –merced al testimonio de algún amigo camarada—no es garantía de que no se acabe conducido a otra, que la jeta no guste en aquélla –sino que desagrade—y que se dicte auto de fusilamiento inmediato contra el infortunado. Las familias burguesas se apresuran a militar figuradamente, cara a los registros, adquiriendo en la cuesta de Moyano las obras completas de Marx o de Trotsky. El aire de Madrid se torna irrespirable: se huele a incendio, a pólvora, a saqueo, a carne carbonizada. Madrid, pronto, se queda sin aire. La gente se apiña en las embajadas, buscando abrigo y protección. Proliferan por doquier los “pacos” (francotiradores de azoteas), los puestos de control y los coches y camionetas paramilitares. En muchas casas, se esconde en desvanes y hasta se empareda a los evadidos, intentando con eso librarlos de una suerte ruin. [Recuerdo que mi bisabuela Matilde contaba que tuvo escondidos en su casa de Gonzalo de Córdoba a refugiados de ambos bandos, que dormían sobre colchones en el angosto pasillo. Por su oficio de enfermera municipal, estaba llamada a salvar vidas humanas, fueran del signo que fueran].
La Dama del Alba se adueña de la ciudad y pasea del brazo de cualquiera, con entero casticismo: “Empezaba a clarear; cerca de las tapias del botánico, unas mujerzuelas tomaban churros y aguardiente, rodeando dos cadáveres. Parecían padre e hijo. Estaban con las cabezas ensangrentadas, desarticulados como espantapájaros, revueltos con los trajes oscuros. –Toma, que hoy entoavía no te has desayunao. Y aquella mujer metía un churro frío en la boca seca del muerto.” (p. 276). Unos falangistas, a quienes llevan a fusilar en un coche, gritan al paso de un control “¡Arriba España!”, para así llevarse por delante a sus sorprendidos ejecutores bajo una potente descarga (p. 293). Se fusila en el Cerro de los Ángeles al Sagrado Corazón (p. 271). “Tiraban todo un pasado. Las leyendas, los recuerdos, la nostalgia […] Y la ciudad se quedaba sin historia, como una ciudad nueva de Australia o Norteamérica.” (ibíd.) El cerco se estrecha alrededor de José Félix y ni siquiera su amistad con Alberti y su mujer, María Teresa León, parece aliviar sus penas. “Ponte de perfil, que te voy a retratar”, y caía otro "faccioso" sentenciado. Pedro Otaño se camufla de revolucionario y recorre la capital con los suyos, simulando falsos fusilamientos de gente que puede librar. Pilar ha enviudado al ser su marido víctima de los chequistas, quienes lo arrojan por una ventana a un patio interior (pp. 322-23). Por fin, un amigo, Joaquín Mora, le consigue a nuestro hombre unos salvoconductos de la CNT. En la estación están a punto de detenerlos, pero una republicana rusa, amiga de José, les firma los pasaportes y consiguen montar en el tren, hacia Valencia. Después, el expreso a Barcelona y la frontera de Port Bou. Una corta estancia en Francia, hasta que España va quedando en manos de Franco y sus militares sublevados. Entonces llegan San Sebastián, Burgos, Salamanca, Toledo… y de nuevo Madrid, que hay que contribuir a liberar de tanto rojo asesino a tiro limpio.
Madrid, de Corte a Checa –firmada en Salamanca, en septiembre de 1937, II año triunfal-- es una crudísima narración donde se masca el terror revolucionario. Las horas y los días se viven intensamente, con poderosa angustia y ganas de evasión. Se sufre por el triste destino de cada víctima y se valora la totalidad del relato como una denuncia de la barbarie humana, venga de donde venga, a pesar de que Foxá –por convicciones ideológicas bien determinantes-- la haga aflorar tan sólo de una parte del pueblo español, olvidando la violencia gratuita de quienes se alzaban para poner orden en tan confuso y fétido panorama político. Cuando uno termina la lectura de esta brillante novela, escrita con pulso y con ingenio irónico, piensa ¡Dios mío! ¡Gracias por librar a mis hijos y a mi familia de tamaña crueldad y catástrofe! Gracias por habernos evitado la terrible ruleta rusa de la Guerra Civil, y por habernos permitido vivir en un tiempo de paz y de entendimiento. Por eso, alabada sea nuestra Transición, con sus virtudes y también con sus defectos, ninguno tan grande, mezquino e irreparable como los cometidos por españoles entre el 18 de julio de 1936 y el 1 de abril de 1939.
* * *
[Agustín de Foxá, diplomático, conde de Foxá, llegó a académico de la R.A.E. en 1956. Colaboró en periódicos y revistas, como Jerarquía y Vértice, y dirigió la publicación hispano-italiana Legiones y Falanges (1940-43). Fue autor de los poemarios La niña del caracol (1933), El almendro y la espada (exaltación de la guerra; 1940) y El gallo y la muerte (1948). Como dramaturgo, destaca su obra Baile en capitanía (sobre la Segunda Guerra Carlista; 1944)]
* * *
“Nos quieren robar este prodigio de entrega y sacrificio que representó la tropa de la División Azul, pero somos muchos los que recordamos aquella gesta, honramos su heroísmo y no olvidamos la epopeya de su sacrificio”. Esta reivindicación la hace José Utrera Molina, conocido abogado, en su artículo de fondo “Ladrones de la Historia” (ABC, 4 de julio de 2010). Según él, sus miembros “lo dieron todo por la Patria”, es decir, por España. Pero, que históricamente se sepa, la Unión Soviética no estaba en guerra con la España de Franco, sino con la Alemania nacionalsocialista, y la División Azul fue una tropa de voluntarios con la que se quiso pagar, de algún modo, la ayuda prestada por Hitler a los sublevados españoles durante nuestra contienda civil. Es decir, militaron con los nazis, y a favor de sus intereses bélicos, no de los de España, que entonces era supuestamente neutral.
La desconfianza de Franco hacia Hitler en Hendaya quedó luego de sobra justificada por las atrocidades sin número cometidas por el régimen nazi en Europa. La mayor y más imperecedera de ellas, el Holocausto, la Shoa. Seis millones de judíos –hombres, mujeres y niños—enviados a campos de exterminio. En Sobibor, hubo padres que fueron obligados a cargar con los cadáveres de sus hijos. En Treblinka había un pasillo natural al aire libre, flanqueado por setos y alambradas, donde se hacía esperar a mujeres hebreas con sus hijos, antes de pasarlas a la sala donde se las cortaba el cabello y, seguidamente, a la cámara de gas de monóxido de carbono, activado por un motor de tanque. En dicho pasillo, las mujeres no podían aguantar el miedo y se orinaban y defecaban de pie. También murieron “malos españoles” en las escaleras de Mauthausen, y homosexuales, gitanos, sacerdotes, disidentes políticos alemanes, disminuidos psíquicos, prisioneros de guerra rusos, y demás personal molesto. ¿Acaso haber defendido al régimen que ejecutó este GENOCIDIO también constituye una alegría para el recuerdo de los “héroes” de la División Azul? Más sería un recuerdo vergonzoso. Les invito a ver en DVD las más de nueve horas de documental con entrevistas a testigos y supervivientes del Holocausto –incluidos, verdugos alemanes— de Shoa, de Claude Lanzmann. Espeluznante rememoración. La importancia y trascendencia histórica del Holocausto acaban de ser reconocidas por el propio Fidel Castro, antaño líder de la revolución cubana, y hogaño discutible converso: “Yo no creo que nadie haya sido más injuriado que los judíos. Diría que mucho más que los musulmanes. [Los judíos] son culpados por todo, pero nadie culpa a los musulmanes por cualquier cosa. [Los judíos] han sido sometidos a terribles persecuciones y a progromos. Uno podría haber pensado que desaparecerían, pero su cultura y religión los mantuvo juntos como nación”. Además, en toda la historia de la Humanidad, “ no hay nada que se pueda comparar con el Holocausto” (El Mundo, 9-09-2010).
Utrera Molina habla de un amigo suyo de infancia –Enrique Morante Villegas—que se enroló en la División con dieciséis años, resentido por el asesinato de su padre a manos de un grupo de milicianos marxistas, que lo tiraron por el balcón de su casa. No fue el único. También fusilaron los republicanos a Pedro Muñoz Seca, cuyo mayor éxito, La venganza de Don Mendo, reponen actualmente en Madrid dos compañías distintas, y cuya despedida del mundo –“Me temo, señores, que yo no figuro entre su círculo de amistades”—supone un verdadero guiño al desenfado. Como también pasaportaron a otro intelectual “de derechas”, Ramiro de Maeztu, o a uno de los héroes del vuelo del Plus Ultra, Ruiz de Alda. Sin duda fue la despedida violenta del padre lo que condicionó poderosamente la actitud de aquel jovencísimo Enrique Morante y le llevó a buscar celosa venganza combatiendo en las filas de Muñoz Grandes. Se iba a luchar contra los comunistas, los “rojos”, los mismos que habían jaleado el vil asesinato del padre del muchacho. Ahora se dice de Vladimir Ilich Ulianov que alcanzó a convertirse en el Lenin revolucionario porque su hermanor mayor, Alexánder, fue ahorcado como enemigo del estado por orden del zar Alejandro III, padre de Nicolás II. Vladimir Ilich tenía diecisiete años cuando se produjo esta ejecución, un 8 de mayo de 1871, en la fortaleza de Schlüsselburg. Desde ese momento, se volvió agrio, y según el historiador Philip Pomper (El hermano de Lenin, Ed. Ariel) terriblemente vengativo. La ley del talión se cumplió con el fusilamiento del zar Nicolás II y de toda su familia y asistentes personales en Ekaterimburgo (v. La Razón, 14-05-2010).
Muertes, cruentas injusticias, las hubo en los dos bandos de nuestra Guerra Civil. La noche del 8 de diciembre de 1936, por ejemplo, en el monte de La Orbada, a 24 km de Salamanca, los “nacionales” fusilaron al pastor protestante Atilano Coco, muy amigo de Miguel de Unamuno, rector de la Universidad. Lo mataron por masón y por no ser católico, como Dios manda. Con él corrieron la misma suerte el Timbalero, crítico taurino, y un metre de hotel (v. Público, 9-11-2009). Todos sabemos lo que pasó con Federico García Lorca en Granada, cuya muerte responde más posiblemente a rencillas familiares y de propiedad de unas tierras, que a motivos específicamente ideológicos.
Y gracias a Franco, sin embargo, tenemos hoy en España carreteras, embalses, hospitales, iglesias y la posibilidad de una enseñanza confesional de carácter católico. Es decir, libertad de profesar un culto que, de otro modo, quizá hubiera sido definitivamente proscrito. El mismo Franco cuyos compadres no le acertaban a valorar en su justa medida, como obró el Duce Benito Mussolini, quien en diciembre de 1937, según atestigua el diario de su amante, Claretta Petacci, afirmó “ese Franco es un idiota. Cree haber ganado la guerra con una victoria diplomática, porque algunos países le han reconocido, pero tiene al enemigo en casa. [Los españoles] son apáticos, indolentes, tienen mucho de los árabes. Hasta 1480 en España dominaron los árabes, ocho siglos de dominación musulmana. Ahí está la razón de por qué comen y duermen tanto.” (v. El País, 17-11-2009) Sin saberlo, en parte el Duce estaba coreando la principal razón histórica defendida por Américo Castro: España, crisol de culturas, cristiana, árabe y judía.
Este verano pude conceder unos días a la ficción de Foxá, que ha sido reeditada por el sello El Buey Mudo (2ª ed., Madrid, noviembre de 2009). Su comienzo imita el sainete esperpéntico de Baza de espadas, o de cualquier otra página tahúr del mejor Valle-Inclán. Estamos en los postreros días de la monarquía de Alfonso XIII, condenada a muerte mediante un pacto tácito entre liberales monárquicos, como Alcalá Zamora, y presidencialistas advenedizos como Azaña, entonces todavía un desconocido. El rey había autorizado una zafia dictadura –la de Primo de Rivera—y el régimen se descomponía sin ofrecer prometedoras alternativas. La clase media exigía cambios de relieve, y el sector obrero comenzaba a movilizarse formando agrupaciones sin cuento. La falta de entendimiento llevó a la ausencia de acuerdos, y la orfandad en los pactos al extravío de responsabilidades y a que se levantara la veda de la caza del enemigo político. Pronto, sol y sangre; con cada nuevo amanecer sobre Madrid, quince manzanas de casas asaltadas, saqueadas, convertidas en albergues de los sobrinos de Pascual Duarte, recién venidos del campo con su rancio abolengo analfabeto a cuestas y su fusil o escopeta al hombro. Cadáveres abandonados en las calles o en los solares del extrarradio, donde se fusilaba a los “facciosos”. Carnets y salvoconductos que no servían para salvar la vida si no portaban los sellos de la UGT y de la CNT. Edificios emblemáticos –como el Círculo de Bellas Artes—convertidos en prisiones donde se vejaba y torturaba.
En la Puerta del Sol, un 14 de abril de 1931, apalean a un gitano por gritar ¡Viva el Rey!. “Moría por don Alfonso –apostilla irónico el narrador—aquel hombre que sólo conocía de la Monarquía la rudeza de los tricornios” (pág. 80). Se inician los asaltos a iglesias y monasterios, que representan un milenio de educación reaccionaria y de alianza con aristócratas y clases altas. Un ministro del nuevo ramo los justifica con un socorrido y lacónico “más vale la vida de un republicano que todos los conventos de España” (p. 94). Seguramente no cae en el hecho de que gracias a la Iglesia tenemos civilización occidental, arte, comedores para indigentes y escolarización para críos de muy distinta extracción. Pero es que la llegada de la República inauguró para muchos no un periodo de libertad, sino de desbocado libertinaje, como el de ese joven que pellizca con descaro a las mozas, diciendo “Pa eso estamos en la República” (p. 81).
Juventud que corre como potro sin freno. El joven universitario José Félix Carrillo, de familia aristocrática que pasa sus veranos en San Sebastián y Cercedilla, se ve tentado por las posiciones hedonistas que alienta la República: amor libre, mujeres fáciles, poesías de vanguardia y filmes rusos. El agnosticismo pervierte. Al mismo tiempo, flirtea con Pilar, una chica de su posición, a quien terminan casando sus padres con un poderoso hacendado. El desánimo por sus torpes relaciones afectivas con muchachas de vida licenciosa contribuye en gran medida a que Pedro Otaño y otros amigos que escandalizan a los reductos proletarios de Cuatro Caminos, Tetuán y La Ventilla, consigan ganárselo para la causa falangista, cuyo líder, José Antonio Primo de Rivera, es el encargado de extenderle el carnet del partido. José Antonio es un reformista cristiano, que aboga por el orden responsable de toda la vida, por la educación moral del obrero y por la recuperación del triunfalismo imperial patrio (el día en que los españoles encuentren una causa común, España volverá a ser grande). Se junta en Or Kompon –un pintoresco local de Gran Vía—con sus camaradas Dionisio Ridruejo, Rafael Sánchez Mazas, Agustín de Foxá, el marqués de Bolarque y otros, para componer un himno, el futuro “Cara al sol” (pp. 214-218). Cuando poco a poco vaya estallando la Guerra Civil, como efecto pernicioso de intereses diversos y oscuros ajustes de cuentas, veremos a José Félix mimetizándose para sobrevivir en un Madrid sacudido por camarillas radicales: socialistas, comunistas, anarquistas. Cada grupo con sus “checas” o cárceles del pueblo, sus peculiares tribunales de mozalbetes, limpiabotas, criadas y analfabetos, dictando jacobinas sentencias de muerte contra clérigos, señoritos, y demás buenos cristianos. Salir con buen pie de una checa –merced al testimonio de algún amigo camarada—no es garantía de que no se acabe conducido a otra, que la jeta no guste en aquélla –sino que desagrade—y que se dicte auto de fusilamiento inmediato contra el infortunado. Las familias burguesas se apresuran a militar figuradamente, cara a los registros, adquiriendo en la cuesta de Moyano las obras completas de Marx o de Trotsky. El aire de Madrid se torna irrespirable: se huele a incendio, a pólvora, a saqueo, a carne carbonizada. Madrid, pronto, se queda sin aire. La gente se apiña en las embajadas, buscando abrigo y protección. Proliferan por doquier los “pacos” (francotiradores de azoteas), los puestos de control y los coches y camionetas paramilitares. En muchas casas, se esconde en desvanes y hasta se empareda a los evadidos, intentando con eso librarlos de una suerte ruin. [Recuerdo que mi bisabuela Matilde contaba que tuvo escondidos en su casa de Gonzalo de Córdoba a refugiados de ambos bandos, que dormían sobre colchones en el angosto pasillo. Por su oficio de enfermera municipal, estaba llamada a salvar vidas humanas, fueran del signo que fueran].
La Dama del Alba se adueña de la ciudad y pasea del brazo de cualquiera, con entero casticismo: “Empezaba a clarear; cerca de las tapias del botánico, unas mujerzuelas tomaban churros y aguardiente, rodeando dos cadáveres. Parecían padre e hijo. Estaban con las cabezas ensangrentadas, desarticulados como espantapájaros, revueltos con los trajes oscuros. –Toma, que hoy entoavía no te has desayunao. Y aquella mujer metía un churro frío en la boca seca del muerto.” (p. 276). Unos falangistas, a quienes llevan a fusilar en un coche, gritan al paso de un control “¡Arriba España!”, para así llevarse por delante a sus sorprendidos ejecutores bajo una potente descarga (p. 293). Se fusila en el Cerro de los Ángeles al Sagrado Corazón (p. 271). “Tiraban todo un pasado. Las leyendas, los recuerdos, la nostalgia […] Y la ciudad se quedaba sin historia, como una ciudad nueva de Australia o Norteamérica.” (ibíd.) El cerco se estrecha alrededor de José Félix y ni siquiera su amistad con Alberti y su mujer, María Teresa León, parece aliviar sus penas. “Ponte de perfil, que te voy a retratar”, y caía otro "faccioso" sentenciado. Pedro Otaño se camufla de revolucionario y recorre la capital con los suyos, simulando falsos fusilamientos de gente que puede librar. Pilar ha enviudado al ser su marido víctima de los chequistas, quienes lo arrojan por una ventana a un patio interior (pp. 322-23). Por fin, un amigo, Joaquín Mora, le consigue a nuestro hombre unos salvoconductos de la CNT. En la estación están a punto de detenerlos, pero una republicana rusa, amiga de José, les firma los pasaportes y consiguen montar en el tren, hacia Valencia. Después, el expreso a Barcelona y la frontera de Port Bou. Una corta estancia en Francia, hasta que España va quedando en manos de Franco y sus militares sublevados. Entonces llegan San Sebastián, Burgos, Salamanca, Toledo… y de nuevo Madrid, que hay que contribuir a liberar de tanto rojo asesino a tiro limpio.
Madrid, de Corte a Checa –firmada en Salamanca, en septiembre de 1937, II año triunfal-- es una crudísima narración donde se masca el terror revolucionario. Las horas y los días se viven intensamente, con poderosa angustia y ganas de evasión. Se sufre por el triste destino de cada víctima y se valora la totalidad del relato como una denuncia de la barbarie humana, venga de donde venga, a pesar de que Foxá –por convicciones ideológicas bien determinantes-- la haga aflorar tan sólo de una parte del pueblo español, olvidando la violencia gratuita de quienes se alzaban para poner orden en tan confuso y fétido panorama político. Cuando uno termina la lectura de esta brillante novela, escrita con pulso y con ingenio irónico, piensa ¡Dios mío! ¡Gracias por librar a mis hijos y a mi familia de tamaña crueldad y catástrofe! Gracias por habernos evitado la terrible ruleta rusa de la Guerra Civil, y por habernos permitido vivir en un tiempo de paz y de entendimiento. Por eso, alabada sea nuestra Transición, con sus virtudes y también con sus defectos, ninguno tan grande, mezquino e irreparable como los cometidos por españoles entre el 18 de julio de 1936 y el 1 de abril de 1939.
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[Agustín de Foxá, diplomático, conde de Foxá, llegó a académico de la R.A.E. en 1956. Colaboró en periódicos y revistas, como Jerarquía y Vértice, y dirigió la publicación hispano-italiana Legiones y Falanges (1940-43). Fue autor de los poemarios La niña del caracol (1933), El almendro y la espada (exaltación de la guerra; 1940) y El gallo y la muerte (1948). Como dramaturgo, destaca su obra Baile en capitanía (sobre la Segunda Guerra Carlista; 1944)]
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“Nos quieren robar este prodigio de entrega y sacrificio que representó la tropa de la División Azul, pero somos muchos los que recordamos aquella gesta, honramos su heroísmo y no olvidamos la epopeya de su sacrificio”. Esta reivindicación la hace José Utrera Molina, conocido abogado, en su artículo de fondo “Ladrones de la Historia” (ABC, 4 de julio de 2010). Según él, sus miembros “lo dieron todo por la Patria”, es decir, por España. Pero, que históricamente se sepa, la Unión Soviética no estaba en guerra con la España de Franco, sino con la Alemania nacionalsocialista, y la División Azul fue una tropa de voluntarios con la que se quiso pagar, de algún modo, la ayuda prestada por Hitler a los sublevados españoles durante nuestra contienda civil. Es decir, militaron con los nazis, y a favor de sus intereses bélicos, no de los de España, que entonces era supuestamente neutral.
La desconfianza de Franco hacia Hitler en Hendaya quedó luego de sobra justificada por las atrocidades sin número cometidas por el régimen nazi en Europa. La mayor y más imperecedera de ellas, el Holocausto, la Shoa. Seis millones de judíos –hombres, mujeres y niños—enviados a campos de exterminio. En Sobibor, hubo padres que fueron obligados a cargar con los cadáveres de sus hijos. En Treblinka había un pasillo natural al aire libre, flanqueado por setos y alambradas, donde se hacía esperar a mujeres hebreas con sus hijos, antes de pasarlas a la sala donde se las cortaba el cabello y, seguidamente, a la cámara de gas de monóxido de carbono, activado por un motor de tanque. En dicho pasillo, las mujeres no podían aguantar el miedo y se orinaban y defecaban de pie. También murieron “malos españoles” en las escaleras de Mauthausen, y homosexuales, gitanos, sacerdotes, disidentes políticos alemanes, disminuidos psíquicos, prisioneros de guerra rusos, y demás personal molesto. ¿Acaso haber defendido al régimen que ejecutó este GENOCIDIO también constituye una alegría para el recuerdo de los “héroes” de la División Azul? Más sería un recuerdo vergonzoso. Les invito a ver en DVD las más de nueve horas de documental con entrevistas a testigos y supervivientes del Holocausto –incluidos, verdugos alemanes— de Shoa, de Claude Lanzmann. Espeluznante rememoración. La importancia y trascendencia histórica del Holocausto acaban de ser reconocidas por el propio Fidel Castro, antaño líder de la revolución cubana, y hogaño discutible converso: “Yo no creo que nadie haya sido más injuriado que los judíos. Diría que mucho más que los musulmanes. [Los judíos] son culpados por todo, pero nadie culpa a los musulmanes por cualquier cosa. [Los judíos] han sido sometidos a terribles persecuciones y a progromos. Uno podría haber pensado que desaparecerían, pero su cultura y religión los mantuvo juntos como nación”. Además, en toda la historia de la Humanidad, “ no hay nada que se pueda comparar con el Holocausto” (El Mundo, 9-09-2010).
Utrera Molina habla de un amigo suyo de infancia –Enrique Morante Villegas—que se enroló en la División con dieciséis años, resentido por el asesinato de su padre a manos de un grupo de milicianos marxistas, que lo tiraron por el balcón de su casa. No fue el único. También fusilaron los republicanos a Pedro Muñoz Seca, cuyo mayor éxito, La venganza de Don Mendo, reponen actualmente en Madrid dos compañías distintas, y cuya despedida del mundo –“Me temo, señores, que yo no figuro entre su círculo de amistades”—supone un verdadero guiño al desenfado. Como también pasaportaron a otro intelectual “de derechas”, Ramiro de Maeztu, o a uno de los héroes del vuelo del Plus Ultra, Ruiz de Alda. Sin duda fue la despedida violenta del padre lo que condicionó poderosamente la actitud de aquel jovencísimo Enrique Morante y le llevó a buscar celosa venganza combatiendo en las filas de Muñoz Grandes. Se iba a luchar contra los comunistas, los “rojos”, los mismos que habían jaleado el vil asesinato del padre del muchacho. Ahora se dice de Vladimir Ilich Ulianov que alcanzó a convertirse en el Lenin revolucionario porque su hermanor mayor, Alexánder, fue ahorcado como enemigo del estado por orden del zar Alejandro III, padre de Nicolás II. Vladimir Ilich tenía diecisiete años cuando se produjo esta ejecución, un 8 de mayo de 1871, en la fortaleza de Schlüsselburg. Desde ese momento, se volvió agrio, y según el historiador Philip Pomper (El hermano de Lenin, Ed. Ariel) terriblemente vengativo. La ley del talión se cumplió con el fusilamiento del zar Nicolás II y de toda su familia y asistentes personales en Ekaterimburgo (v. La Razón, 14-05-2010).
Muertes, cruentas injusticias, las hubo en los dos bandos de nuestra Guerra Civil. La noche del 8 de diciembre de 1936, por ejemplo, en el monte de La Orbada, a 24 km de Salamanca, los “nacionales” fusilaron al pastor protestante Atilano Coco, muy amigo de Miguel de Unamuno, rector de la Universidad. Lo mataron por masón y por no ser católico, como Dios manda. Con él corrieron la misma suerte el Timbalero, crítico taurino, y un metre de hotel (v. Público, 9-11-2009). Todos sabemos lo que pasó con Federico García Lorca en Granada, cuya muerte responde más posiblemente a rencillas familiares y de propiedad de unas tierras, que a motivos específicamente ideológicos.
Y gracias a Franco, sin embargo, tenemos hoy en España carreteras, embalses, hospitales, iglesias y la posibilidad de una enseñanza confesional de carácter católico. Es decir, libertad de profesar un culto que, de otro modo, quizá hubiera sido definitivamente proscrito. El mismo Franco cuyos compadres no le acertaban a valorar en su justa medida, como obró el Duce Benito Mussolini, quien en diciembre de 1937, según atestigua el diario de su amante, Claretta Petacci, afirmó “ese Franco es un idiota. Cree haber ganado la guerra con una victoria diplomática, porque algunos países le han reconocido, pero tiene al enemigo en casa. [Los españoles] son apáticos, indolentes, tienen mucho de los árabes. Hasta 1480 en España dominaron los árabes, ocho siglos de dominación musulmana. Ahí está la razón de por qué comen y duermen tanto.” (v. El País, 17-11-2009) Sin saberlo, en parte el Duce estaba coreando la principal razón histórica defendida por Américo Castro: España, crisol de culturas, cristiana, árabe y judía.
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