“Con la edad, los ojos ven más lejos, no en la distancia, pero sí en el tiempo.” (aausábel, 2017)

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En este país...

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sábado, 14 de septiembre de 2024

"Futuro incierto", pesadilla orwelliana.

Vamos a hablar de Ordeland, el tétrico y áspero escenario donde se desarrolla Futuro incierto, la primera novela de Ángel Redruello Alcalde. Un libro, de momento, realmente difícil de poder encontrar, ya que la iniciativa de publicarlo ha partido del propio autor, y el ejemplar carece de datos editoriales. 

Futuro incierto es una distopía que, en su ambientación, sigue 1984, de George Orwell: una sociedad sometida por un partido único, que controla a sus ciudadanos desde grandes edificios aislados, estructuras gigantes que rememoran las de las dictaduras europeas de la década de 1930. El protagonista se llama Robert Krebs, y es un funcionario del represor Ministerio de Seguridad. Es un hombre soltero y solitario, que trabaja con ordenadores que filtran información sobre personas. Su vida se limita a ir de casa al Ministerio, y del Ministerio a casa. Las conversaciones que mantiene con sus congéneres resultan inexistentes o anodinas. Se vive para el instrumento de control, una gran computadora llamada “Madre” (un elocuente guiño al Alien original de 1979). Nadie puede confiar en nadie, so pena de ser delatado como “conspirador” y ser eliminado. Cada trabajador parece ser un simple engranaje de un sistema inmenso donde todo encaja a la perfección.

Un día, Robert conoce a una bella mujer, Magda, cuyo marido, Axel Roth, ha sido acusado de traición por el Partido. Le pide ayuda, y este decide que intervenga un amigo suyo abogado. El juicio que se celebra es una gran pantomima, y los protagonistas deben buscar alternativas para salvarle el cuello al infortunado Axel. A partir de ese momento, la acción despega como un Concorde; se vuelve trepidante, con unos giros y localizaciones que rememoran el cine negro de la década de 1940, como La dama de Shanghái (1947). Hay buen pulso narrativo y la historia está bien contada. Se ve que su autor es un enamorado de Hemingway, a quien dedica un rendido homenaje en ciertos momentos del relato.

Por la trama (situada en el año 2050) se deslizan referencias a acontecimientos recientes de alcance mundial, lo que actualiza y aproxima la historia al momento de los lectores. El uso programable de las cadenas de ADN estaría entre ellos. El clima de amenaza parpadea en secuencias milimétricas de animación sugerente, como cuando Robert, “absorto en sus pensamientos, casi no notó los ojos luminosos del convoy que amenazaban con engullirlo de un momento a otro” (pág. 21). Hay reflexiones trascendentes, signo del mal de toda civilización depauperada, como comparar el protagonista a los animales del zoo con las personas, en cierto modo muchas igualmente “desactivadas” en cuanto a su potencial, alienadas y reducidas a una pírrica apariencia (v. pág. 158).

La novela de Ángel Redruello es un buen ejercicio inicial de destreza narrativa, quizá menos argumental, por su deuda expresa con ciertos antecedentes fílmicos y literarios. Recuerda, también, a las añejas novelas de las colecciones populares de quiosco, que hicieron las delicias de muchos lectores en las décadas de 1960 y 1970, especialmente. Una narrativa no mala, sino muy digna en cuanto a imaginación y entretenimiento se refiere. Sin duda, esta novela de Futuro incierto hubiera encontrado una merecidísima acogida en sus abultados catálogos efímeros. Es un tipo de literatura que hoy se echa de menos, desplazada por los grandes negocios editoriales, y el cambio de rumbo en los intereses del público.   

A pesar de presentar algunos errores de puntuación (siempre enmendables), esta novela debería llamar la atención de, al menos, alguna editorial mediana y servir de rampa de despegue a un autor que puede ofrecernos, en el futuro incierto de nuestra especie humana, estimables y dignas sorpresas ficcionales.

© Antonio Ángel Usábel, septiembre de 2024.

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Ángel Redruello Alcalde es licenciado en Ciencias Químicas por la Universidad Autónoma de Madrid, en la especialidad de Bioquímica y Biología Molecular. Funcionario de Carrera, imparte la enseñanza de Tecnología a alumnos de Educación Secundaria. 

Computación según estructura de ADN. 

martes, 10 de septiembre de 2024

Lanza en astillero.

El pasado 9 de agosto de este 2024, la agencia EFE daba la noticia de que un archivero sevillano, D. José Cabello Núñez, había atribuido un nuevo significado a la expresión cervantina “lanza en astillero”, usada en el primer capítulo del Quijote de 1605.


Recordemos aquí el célebre inicio:

«En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor».

Según se lee en el artículo del periodista Alfredo Valenzuela, «la traducción definitiva es “lanza en ristre”, ya que la idea de que “astillero” significaba almacén, armario o panoplia era justo la opuesta al significado real de esa expresión en época de Cervantes, según pudo demostrar el archivero con documentos históricos».

Esto es descontextualizar la expresión, tal y como la emplea Cervantes en el arranque de su obra. Porque, aunque en otros documentos, “en astillero” quisiera decir ‘algo preparado, dispuesto’, sin embargo, tal significado no es aplicable a lo que expresa el insigne novelista. Con todos nuestros respetos a la labor de D. José Cabello, Covarrubias, quien fue contemporáneo de Cervantes, y que publicó su Tesoro de la lengua castellana en 1611, explica que "astillero" es sinónimo de "lancera", el estante donde un hidalgo guarda sus lanzas, y que suele estar en el soportal del patio de la casa, para que los visitantes lo vean.

Nada más claro y lógico, si tenemos en cuenta que no se conoce actividad guerrera a Don Alonso Quijano, llamado el Bueno. Es decir, era un hombre retirado en la placidez y tranquilidad de su aldea manchega, dedicado a la lectura de sus libros de caballerías.

Este significado de ‘lancera’, o percha en la que se ponían las lanzas para que resultaran de orgullosa contemplación, es el que le otorga también el Profesor Martín de Riquer en su edición del Quijote. Y añade que tanto la lancera como el escudo o adarga, indican la hidalguía veterana del personaje protagonista, quien “conservaba las armas de sus antepasados” (v. ed. en Booket, 2004, p. 33). La adarga era un escudo pequeño, recubierto de ante, que protegía el lado izquierdo del pecho, mientras se esgrimía la lanza en el brazo derecho.

En el capítulo V de la Primera Parte, el ama de Don Alonso grita espantada, porque ha comprobado que no están ni la lanza, ni las armas ni la adarga. ¿Dónde miraría la señora? Obviamente, donde se guardaban: en la lancera o astillero.

Luego carece de sentido querer interpretar "lanza en astillero" como 'arma preparada, o dispuesta'. La edad del hidalgo -unos cincuenta años- era la propia de un hombre retirado, entregado a la ociosidad de sus lecturas. Todo lo lejos de un batallador.

Andrés Trapiello, en su “traducción” del Quijote al castellano actual, vierte la expresión como “lanza ya a la espera”, es decir, en desuso y convertida en objeto decorativo (v., ed. Austral, marzo 2019). Las versiones escolares de la novela no suelen quebrarse mucho la cabeza, y prefieren, o bien omitir la expresión entera (como hace José Luis Giménez-Frontín, Penguin Random House, 2018), o bien adaptarla como “un hidalgo que tenía una lanza” (v. ed. de Nieves Sánchez Mendieta, Alfaguara, 2005).

En cualquier caso, no nos parece discutible, ni dudosa, la interpretación que siempre se ha dado.

© Antonio Ángel Usábel, septiembre de 2024.

Acceso a la noticia de la agencia EFE. 

jueves, 29 de agosto de 2024

Jesús, el Mesías.

Una buena parte de la Cristología moderna considera que debe vincularse el Jesús histórico con los movimientos mesiánicos libertadores en que pensaban los judíos del siglo I. Jesús era galileo, y aun cuando vivía en una región muy helenizada, predicaba para los judíos y su religión era la hebrea. Así pues, el Jesús de la fe debe de ser un personaje trastocado por sus discípulos y divinizado a conveniencia de ellos.

"¿Eres tú el que había de venir, o esperamos a otro?”
 (Lc 7, 19). Este interrogante de los seguidores de Juan el Bautista testimonia en quién estaban confiando los hombres de aquella sociedad. En el Mesías que acabe con todos los problemas de este mundo. El propio Cristo se presta a una ambigüedad cuando asegura “que algunos de los aquí presentes no morirán sin haber visto antes que el reino de Dios ha llegado ya con fuerza” (Mc 9, 1). ¿Qué reino, el del Cielo o el de la Tierra? ¿Una esperanza farisaica, o una zelota? Algunos no morirán sin haber visto la Nueva Jerusalén, el Paraíso definitivo, pero mundano, aventurado por las profecías de la Biblia.

"Mesías” procede del arameo “Mesihá”, que quiere decir ‘Ungido’. Es decir, el Santo de Dios, como designan a Jesús los espíritus inmundos a los que él incomoda (Mc 1, 24). Hasta el siglo II a. C., el calificativo lo recibían los sumos sacerdotes, pero ya en el siglo I a. C. se cargó de connotaciones políticas, y pasó a aludir a un deseado Redentor del pueblo de Yahvé. Así es como se le concibe en el segundo libro de Samuel, cuando, en el capítulo 7, Yahvé establece un pacto con el rey David y su descendencia, de la cual saldrá el que reine por siempre. “Yo le seré a él padre, y él será a mí hijo”. Los evangelios nos muestran a un Jesús que se inquieta ante esta interpretación. No le gusta ese título. Prefiere Hijo de Dios o Hijo del Hombre (cuyo significado no llegamos a comprender, aunque parece asimilarse al de la visión del libro de Daniel, un favorito de Dios, el Anciano de muchos días, que recibirá de este “el señorío, la gloria y el imperio”). El Jesús mostrado por quienes dieron testimonio no parecía pensarse caudillo de una rebelión, al más puro sentido zelote, sino en una vía para llegar a Dios, o sea, a la vida eterna. Sin embargo, los apóstoles no entendieron nunca esto de buenas a primeras. En el testimonio más antiguo, el de Marcos, Simón Pedro cree reconocer en Jesús al Mesías (Mc 8, 29). En Mt 16, 16, el mismo Pedro añade “el Hijo de Dios vivo”. Después, Lucas le hace decir “el Mesías de Dios” (que vale tanto como decir el Ungido o el Elegido de Dios). Juan (6, 69) lo tilda de “Santo de Dios”, también, pues, el Elegido. Más explícitos, y menos vacilantes, se muestran los demonios que expulsa, para quienes Jesús es, a menudo, no solo Santo, sino mismísimo Hijo de Dios (Mc 3, 11; 5, 7).

Por tanto, existía una probable confusión entre un líder espiritual y un libertador político.

Vamos a irnos, ahora, a un testimonio ajeno al de las Escrituras, al famoso Testimonium flavianum de las Antigüedades judías. En él se lee:

“Vivió por esta época Jesús, un hombre sabio, si es que se le puede llamar hombre. Porque fue hacedor de hechos portentosos, maestro de hombres que aceptan con gusto la verdad. Atrajo a muchos judíos y a muchos de origen griego. Era el Mesías. Cuando Pilato, tras escuchar la acusación que contra él formularon los principales de entre nosotros lo condenó a ser crucificado, aquellos que lo habían amado al principio no dejaron de hacerlo. Porque al tercer día se les manifestó vivo de nuevo, habiendo profetizado los divinos profetas estas y otras maravillas acerca de él. Y hasta el día de hoy no ha desaparecido la tribu de los cristianos”.

Los enunciados subrayados se dan por interpolaciones posteriores, debidas a copistas cristianos. Sin embargo, ahí la palabra “Mesías” estaría explicando el motivo principal de la condena por Pilato: se le castigó como sedicioso, no solo como Ungido o Elegido de Dios. Es decir, tendría un matiz político, y no tanto espiritual. Era un revolucionario, un revoltoso enemigo del César, y además alguien que estaba sembrando la discordia entre las facciones de su propio pueblo. Un indeseable.

Del pasaje favliano se deducen varios factores, de considerarlo todo él, o en su mayor parte auténtico. Primero, que Jesús obraba prodigios, obraba el bien, y se le tenía por una persona sincera. Él iba con la verdad por delante, y eso atrajo a muchos. Segundo, que era el Mesías, o sea, el Libertador de su nación. Probablemente, la versión original del texto diría algo parecido a “Se pensaba de él que era el Mesías”, como atribución a sus seguidores y nunca con la rotundidad de un no cristiano. Pensemos, como detalle importante, que Jesús envió a los suyos a sanar y predicar “in medias res” --en mitad del asunto--, con él aún vivo, presente, activo (v. Mc 6, 7-13). Como activos quería que fueran sus discípulos. O sea, la idea era llevar el Reino de Dios a las gentes en ese preciso momento. Y a Jesús tampoco le importaba que extraños se sumaran a la causa, esos de quienes sus discípulos se quejaban ante él porque sanaban en su nombre. “No se lo impidáis” –les dijo--, porque no veía nada malo en ello (v. Mc 9, 38-41). Aunque él era consciente de que estaba jugando con fuego ante las autoridades saduceas y romanas. Cualquier liberación espiritual podría ser entendida como causa de afrenta política, contra unos y contra otros. Juan el Bautista, heraldo de Cristo y su precursor misional, precisamente, también se llevó lo suyo, al desatar la ira de Herodes Antipas. Da fe de ello el mismo Flavio Josefo, quien culpa de su muerte al temor de Herodes hacia él; no menciona para nada las caderas y los ojos de la bella Salomé. “Herodes, temeroso de que su gran autoridad indujera a los súbditos a rebelarse, pues el pueblo parecía estar dispuesto a seguir sus consejos, consideró más seguro, antes de que surgiera alguna novedad, quitarlo de en medio” (Antigüedades judías, XVIII) . Juan llegó a resultar igualmente de provocador y de peligroso como después Jesús. A ambos se les liquidó para que el poder establecido permaneciera inmóvil.


Los estudiosos que solo ven en Cristo una pieza del puzzle político, olvidan un concepto fundamental de su mensaje: el Amor. Jesús predicaba el Amor hasta a los enemigos: ama siempre a tu prójimo, sin distinciones ni excusas, como a ti mismo. Era una revolución, sí, pero en los corazones, en el modo de ser con los demás, en la conducta, que habría de ser solidaria y no hostil. Esto en un país ocupado por una potencia extranjera (Roma) y desgajado en múltiples facciones que no se entendían las unas con las otras.

A menudo se asegura que tenemos un mito inventado por los evangelistas, un ser que, en realidad, no fue como nos lo muestran. Si Jesús no era alguien muy especial, ¿por qué consiguió tras su muerte convencer a tantos, merced a la predicación de unos pocos discípulos testigos? Gibbon cifra el número de los mártires cristianos en unos cuatro mil, bajo el signo de los emperadores romanos. Fueran los que fueren, no irían al martirio si no estuvieran convencidos de la divinidad de Cristo y de la seguridad de la vida eterna por creer en él y en su mensaje de Salvación. Que el cristianismo se impusiera, costó sangre. Como su misma supervivencia hoy día en determinadas latitudes también está costando sangre inocente derramada. La fe cristiana sigue contando con muchos enemigos. Como en los tiempos de los césares o más. La intolerancia, la incomprensión, persiguen a los fieles y a las iglesias cristianas como antes ejercieron ellas mismas, en determinados momentos, la coacción y la fuerza. El hombre no acierta a convivir en paz. Siempre a la gresca. Siempre movido por la imposición de creencias y conceptos, ya sean parecidos, ya distintos a los otros.


San Pablo, el primer gran predicador, el Mecenas del cristianismo, no tuvo ninguna necesidad de contarnos, en sus cartas, aspectos de la vida de Jesús. ¿Por qué? Porque existiría una tradición oral, muy fuerte y presente, coetánea al tiempo en que él ejercía su apostolado, donde ya se atestiguaba quién fue Jesús, cómo era espiritualmente hablando, y cuáles eran sus hechos y palabras. Si eso no lo hubiesen tenido claro esas primeras comunidades clandestinas, Pablo se habría visto obligado a recordar, sobre el personaje de Jesús, esto y aquello. Y sus epístolas estarían trufadas de detalles biográficos acerca de Jesús. Pero no lo vio necesario porque las comunidades conocían, por esas fuentes orales, la historia del Salvador. Incluso nos hubiese llegado, probablemente, un “Evangelio canónico de San Pablo”, bien escrito, o bien, cuando menos, aprobado por este. Y no ha sido así. Pablo, que escribe el primero sobre Jesús, da por sentado el Cristo de la Resurrección y de la vida eterna. Y no le hace falta entrar en detalles, puesto que todos conocían y daban por buena y real la historia que asentó los cimientos de la fe. Por consiguiente, el mito presunto de Cristo Jesús no se construyó ochenta o cien años después de su muerte, sino en los tres o cuatro decenios inmediatamente posteriores, es decir, en un espacio de tiempo en el que ni siquiera una leyenda medianamente coherente se podría forjar. Con testigos directos aún vivos. Con gentes que vieron y trataron al Mesías Hijo del Hombre. No, ni Jesús era una leyenda, ni mucho menos un mito, ni San Pablo era un mentiroso. Aquellos hombres creían en lo que predicaban, y vivían una esperanza, no solo puesta en la mejora de este mundo, sino depositada en un universo trascendente. Así es como se puede explicar el éxito del cristianismo y su posterior triunfo.

¿En qué circunstancias de la vida de Jesús creía Pablo? Que todo se realizó en él según las profecías del pueblo judío (“Escrituras” las llama). Que murió por nuestras faltas, que resucitó al tercer día de entre los muertos, que se apareció a Pedro y a muchos otros discípulos, algunos todavía vivos entonces. Y que se le apareció a él mismo (v. 1 Cor 15, 3-11). Nada más. Con eso es suficiente para creer en el Mensaje del Hijo del Hombre.

En ese mismo capítulo 15 de 1 Corintios, Pablo ofrece su profesión de fe: ”Ahora bien, si se anuncia que Cristo ha resucitado de entre los muertos, ¿por qué algunos de vosotros andan diciendo que no hay resurrección de los muertos? Si no hay resurrección de los muertos, tampoco Cristo ha resucitado; y si Cristo no ha resucitado, tanto mi anuncio como vuestra fe carecen de sentido. Resulta incluso que somos falsos testigos de Dios, porque damos testimonio contra él al afirmar que ha resucitado a Jesucristo, siendo así que no lo ha resucitado, si en verdad los muertos no resucitan. Porque si los muertos no resucitan, tampoco Cristo ha resucitado. Y si Cristo no ha resucitado, vuestra fe carece de sentido y seguís aún hundidos en vuestros pecados. Y por supuesto también habremos que dar por perdidos a los que han muerto en Cristo. Si nuestra esperanza en Cristo no va más allá de esta vida, somos los más miserables de todos los hombres.


Pero no, Cristo ha resucitado de entre los muertos, como anticipo de quienes duermen el sueño de la muerte. Porque lo mismo que por un hombre vino la muerte, también por un hombre ha venido la resurrección de los muertos. Y como por su unión con Adán todos los hombres mueren, así también por su unión con Cristo, todos retornarán a la vida”.   

Podríamos hacer algo de crítica de este pasaje siguiendo la reflexión del P. Díez-Alegría, quien veía un exceso de celo en subrayar el carácter expiatorio de la culpa del género humano, y un olvido del mensaje sobre el Reino de Dios y su misericordia (o Amor). Sin embargo, no podemos refrendar su opinión cuando decía “Dios no necesita satisfacer su necesidad de venganza matando al inocente en vez del culpable porque de lo contrario no podría perdonar”. No se trata de matar al Hijo inocente por un deseo sádico ni mucho menos “vengativo”, sino de Perdonar una Injusticia, ambas con mayúsculas. Dios mismo se ofrece en sacrificio, como prueba suprema de Amor al género humano, como Prueba excelsa de que el Amor existe, triunfa, es una realidad objetivada, y no una quimera. Si se predica un Reino de Amor, hay que probar ese Amor, hay que hacerlo palpable a los ojos de todos. La cruz es el ahí me tenéis, ante vuestra mirada. Antes ofrecíais sacrificios en altares a los dioses, incluso a mí en el Templo. Pero Yo soy distinto a cualquier expresión de dios: soy el Eterno, el que nunca muere, y el que siempre escucha y perdona.

Realmente, fue el Amor el soporte sustancial a las primeras  comunidades cristianas, formadas por hermanos y hermanas. Acierta Díez-Alegría al notar que aquella fe provenía “de un amor personal a Jesús”; pero, cuando Jesús muere en la cruz, y sus seguidores sufren un golpe impactante, puede más el amor por el personaje y “es entonces cuando acontecen aquellas experiencias en las que se les hizo presente el Cristo, el Jesús viviente, el Resucitado. Entonces vuelve la fe”. La ley del amor hace permanecer, y expandirse, al cristianismo. No como filosofía (pues los neoplatónicos hasta consideraban el amor como una debilidad, y más en un dios), sino como Mensaje trascendente, es decir, como religión. En la primera carta de Juan, se lee: “A Dios nadie lo ha visto nunca, pero, si nos amamos unos a otros, Dios está con nosotros, y su amor ha llegado en nosotros a su perfección” (4, 12).

Díez-Alegría planteaba la resurrección de los muertos como “una revancha de Dios a favor de los pobres e inocentes injustamente oprimidos”. Esto quiere decir que, si en el mundo hay injusticia,  en el Paraíso hay verdadera Justicia. Una Compensación suprema. La famosa revelación privada de la Virgen de Lourdes a Santa Bernadette en la gruta: “No puedo hacerte feliz en este mundo, pero en el otro…”

El Mensaje que Jesús planteó, ¿fue revolucionario? En verdad, lo fue profundamente. Pero no se trató de una revolución por la fuerza de la espada, a sangre y fuego, como plantean los analistas críticos, sino un cambio por el ímpetu del corazón, difícil de concretar, no obstante, en este espacio vital. Así, no podemos compartir con facilidad el criterio del historiador y divulgador Juan Eslava Galán, cuando anota: “La realidad se adaptó a una improvisada teología. Se arrumbaron las perspectivas mesiánicas, las de instauración de un rey fuerte tras derrotar a los ocupantes romanos. El Reino de Dios se reconvirtió en un Reino espiritual. Jesús evolucionó de libertador político a profeta enviado de Dios para predicar la llegada del reino de la paz y el amor. Con ese reino llegaría un Mesías para juzgar a todas las naciones y colocar a Israel en lugar preeminente. (Todavía no presentaban a Jesús como el Mesías ni el Hijo de Dios encarnado, eso se aceptaría años después con la reelaboración dogmática de san Pablo)” [El catolicismo explicado a las ovejas, capítulo 23).

No es tan simple. Creer que el Mensaje de Jesús fue una invención de San Pablo es como admitir la proyección, en la realidad, de un personaje literario, de una entera ficción. Había testigos vivos, y seguidores fieles vivos, y estos no se movilizaron, y se unieron, para dar soporte a una invención, a una pura falsedad. La magnificación sería tal, que solo podríamos pensar en unos alucinados, en unos enajenados mentales que se hubiesen creído a pies juntillas sus propios embustes.

Eslava Galán continúa, desde una perspectiva cien por cien racionalista: “El dilema que en conciencia se nos presenta a los teólogos es muy simple: sigues el camino tortuoso y sembrado de simas y peligros que te marcan la ciencia positivista, el método histórico, la crítica textual, o sigues la luminosa autopista de la fe, la que te conduce a Dios. O lo uno o lo otro, amigo mío. No se puede servir a dos señores (Lc 16, 1-13). Estamos de acuerdo en que los Evangelios son un puro embuste, relatos legendarios producto del saqueo de todas las mitologías y ritos mistéricos que estaban de moda en el Mediterráneo cuando el cristianismo inició su rodaje” (ibíd., capítulo 21).

Es cierto que el cristianismo tomó muchos elementos aspectuales y rituales de ciertas religiones mistéricas, como el mitraísmo, donde la sangre derramada tenía una simbología, pero para superarlos, para no quedarse ahí. Por analogía, cuando Cervantes escribe el Quijote toma de modelo los libros de caballerías, pero para superarlos, y hasta ridiculizarlos. El cristianismo fue la única creencia que apostó universalmente por el Amor; es más por un Dios hecho Amor. Oigamos, de nuevo, la voz del P. Díez-Alegría; no tiene desperdicio: “Yo soy un creyente cristiano, creyente en Jesús de Nazaret, muerto por ser el gran profeta de un Reino de Dios que era Buena Noticia para los pobres y que era denuncia del egoísmo y del afán de riquezas. Creo que por eso lo mataron, a medias entre las legítimas autoridades religiosas judías y el Imperio romano, considerado como un imperio civilizador. Creo junto con todos los cristianos que Dios lo resucitó, que él tiene razón, que, de alguna manera –y esto es un misterio--, él volverá. Y esta es mi fe, la encarnada en Jesús de Nazaret, el de las bienaventuranzas, el que por eso lo matan”.

Jesús era la Esperanza de los oprimidos, de los que vivían abocados a no albergar ninguna redención, ninguna mejora en sus vidas. No solo para esta realidad material, sino para el otro mundo, ultraterreno. Es decir, cumplía con las dos posibilidades: salvación aquí (si la sociedad se mejoraba, porque tomaba conciencia) y salvación eterna, en una vida imperecedera e incorruptible. Ninguna otra religión monoteísta, ni aun la judía, podía ofrecer tanto: cuidar de mejorar este mundo para todos, alejándolo del egoísmo, y asegurar la inmortalidad del alma del ser humano.

Nuestras consideraciones atañen al cristianismo como hay que vivirlo: en sus orígenes. La teología católica, con ciertos dogmas que se impusieron después, poco a poco, a partir del siglo III, con la llegada de la “profesionalización” de los ministros del Señor, es otra cosa. Se dice que es el Espíritu Santo quien inspira los decretos en la fe a los Papas, pero, si es así de verdad, el Espíritu anda un poco revuelto y confuso. San Juan Pablo II determinó, en su audiencia del miércoles 28 de julio de 1999, que el Infierno no era ningún espacio de tormento con gases, lavas y llamas, y los demonios azuzando a los perversos condenados, sino un estado moral de conciencia, en el que se percibe la Nada, el alejamiento total y para siempre del Amor de Dios Padre. Coincide con esta apreciación teológica, o la secunda, la posición ante el tema del P. Díez-Alegría: “Pienso que la creencia en el <infierno eterno> no pertenece a la sustancia de la fe cristiana”. Añade que las imágenes de los fuegos eternos, que se pueden remontar al mismo Jesús, son expresiones apocalípticas, propias de la imaginería simbólica de entonces, y solo aluden a una ruina y desastre total. Sin embargo, posteriormente, el P. Ratzinger, como Benedicto XVI, pareció querer restaurar prudentemente las calderas de Pedro Botero, y contratar de nuevo a los diablillos fogoneros del inframundo. ¿Duda momentánea del Santo Espíritu en el papado de San Juan Pablo II? ¿Hubo un Columbi Lapsus?

Por otro lado, ¿dónde acaban los justos que mueren sin ser seguidores de Cristo, porque sean confesos de otras religiones o filosofías, o todavía no hayan oído hablar de Jesús y su Mensaje ni por televisión? ¿Y los justos fallecidos antes de la era cristiana? ¿Qué se hizo de ellos? ¿Duermen tranquilamente en el inframundo? ¿No van a ser nunca redimidos? La Iglesia católica parece no saber ni contestar a esta cuestión meritoria. El P. Díez-Alegría pensaba en la Universalidad del Amor y de la Misericordia de Dios, Padre de todos lo creado, y que toda persona justa, sea o no creyente, pertenezca o no a la Iglesia católica o a otra iglesia o confesión, se salva, está destinada a sentir la Bondad del Hacedor y a contemplar su rostro, luz y mirada. No puede haber resurrección para un castigo: para vivir un tormento por el solo hecho de profesar otra creencia o ninguna. No se puede actuar contra la limpieza de corazón. Sería algo contradictorio con el Amor. No se castiga ni se destruye lo bueno desde la Nobleza absoluta. Dios Padre no se olvida de la buena gente. El buen ladrón recibió el perdón sin conocer la Palabra, solo por reconocer su culpa, junto con la Bondad de aquel ser llamado Jesús.

© Antonio Ángel Usábel, agosto de 2024.

Todas las citas del P. José María Díez-Alegría (Gijón, 1911-Alcalá de Henares, 2010) proceden de su libro Fiarse de Dios, reírse de uno mismo (Madrid, Editorial PPC, 2004). Es un volumen ameno, de recomendable lectura.


El sector crítico con la Teología cristiana, y positivista, viene bien representado por el mencionado compendio de Cristología del historiador y divulgador Juan Eslava Galán, El catolicismo explicado a las ovejas (Booket, 2010). También se puede uno empapar del libro de Óscar Fábrega, Eso no estaba en mi libro del Nuevo Testamento (Almuzara Editorial, 2023). De él hemos obtenido el fragmento del Testimonium Flavianum.