Por
tanto, existía una probable confusión entre un líder espiritual y un libertador
político.
Vamos
a irnos, ahora, a un testimonio ajeno al de las Escrituras, al famoso Testimonium
flavianum de las Antigüedades judías. En él se lee:
“Vivió
por esta época Jesús, un hombre sabio, si es que se le puede llamar hombre.
Porque fue hacedor de hechos portentosos, maestro de hombres que aceptan con
gusto la verdad. Atrajo a muchos judíos y a muchos de origen griego. Era el
Mesías. Cuando Pilato, tras escuchar la acusación que contra él formularon
los principales de entre nosotros lo condenó a ser crucificado, aquellos que lo
habían amado al principio no dejaron de hacerlo. Porque al tercer día se les
manifestó vivo de nuevo, habiendo profetizado los divinos profetas estas y
otras maravillas acerca de él. Y hasta el día de hoy no ha desaparecido la
tribu de los cristianos”.
Los
enunciados subrayados se dan por interpolaciones posteriores, debidas a
copistas cristianos. Sin embargo, ahí la palabra “Mesías” estaría explicando el
motivo principal de la condena por Pilato: se le castigó como sedicioso, no
solo como Ungido o Elegido de Dios. Es decir, tendría un matiz político, y no
tanto espiritual. Era un revolucionario, un revoltoso enemigo del César, y
además alguien que estaba sembrando la discordia entre las facciones de su
propio pueblo. Un indeseable.
Del
pasaje favliano se deducen varios factores, de considerarlo todo él, o en su
mayor parte auténtico. Primero, que Jesús obraba prodigios, obraba el bien, y
se le tenía por una persona sincera. Él iba con la verdad por delante, y eso
atrajo a muchos. Segundo, que era el Mesías, o sea, el Libertador de su nación.
Probablemente, la versión original del texto diría algo parecido a “Se pensaba de
él que era el Mesías”, como atribución a sus seguidores y nunca con la rotundidad
de un no cristiano. Pensemos, como detalle importante, que Jesús envió a los
suyos a sanar y predicar “in medias res” --en mitad del asunto--, con él aún
vivo, presente, activo (v. Mc 6, 7-13). Como activos quería que fueran sus
discípulos. O sea, la idea era llevar el Reino de Dios a las gentes en ese
preciso momento. Y a Jesús tampoco le importaba que extraños se sumaran a la
causa, esos de quienes sus discípulos se quejaban ante él porque sanaban en su
nombre. “No se lo impidáis” –les dijo--, porque no veía nada malo en ello (v.
Mc 9, 38-41). Aunque él era consciente de que estaba jugando con fuego ante las
autoridades saduceas y romanas. Cualquier liberación espiritual podría ser
entendida como causa de afrenta política, contra unos y contra otros. Juan el
Bautista, heraldo de Cristo y su precursor misional, precisamente, también se
llevó lo suyo, al desatar la ira de Herodes Antipas. Da fe de ello el mismo
Flavio Josefo, quien culpa de su muerte al temor de Herodes hacia él; no
menciona para nada las caderas y los ojos de la bella Salomé. “Herodes,
temeroso de que su gran autoridad indujera a los súbditos a rebelarse, pues el
pueblo parecía estar dispuesto a seguir sus consejos, consideró más seguro,
antes de que surgiera alguna novedad, quitarlo de en medio” (Antigüedades
judías, XVIII) . Juan llegó a resultar igualmente de provocador y de
peligroso como después Jesús. A ambos se les liquidó para que el poder
establecido permaneciera inmóvil.
A
menudo se asegura que tenemos un mito inventado por los evangelistas, un ser
que, en realidad, no fue como nos lo muestran. Si Jesús no era alguien muy
especial, ¿por qué consiguió tras su muerte convencer a tantos, merced a la
predicación de unos pocos discípulos testigos? Gibbon cifra el número de los
mártires cristianos en unos cuatro mil, bajo el signo de los emperadores
romanos. Fueran los que fueren, no irían al martirio si no estuvieran
convencidos de la divinidad de Cristo y de la seguridad de la vida eterna por
creer en él y en su mensaje de Salvación. Que el cristianismo se impusiera,
costó sangre. Como su misma supervivencia hoy día en determinadas latitudes
también está costando sangre inocente derramada. La fe cristiana sigue contando
con muchos enemigos. Como en los tiempos de los césares o más. La intolerancia,
la incomprensión, persiguen a los fieles y a las iglesias cristianas como antes
ejercieron ellas mismas, en determinados momentos, la coacción y la fuerza. El
hombre no acierta a convivir en paz. Siempre a la gresca. Siempre movido por la
imposición de creencias y conceptos, ya sean parecidos, ya distintos a los
otros.
¿En
qué circunstancias de la vida de Jesús creía Pablo? Que todo se realizó en él
según las profecías del pueblo judío (“Escrituras” las llama). Que murió por
nuestras faltas, que resucitó al tercer día de entre los muertos, que se
apareció a Pedro y a muchos otros discípulos, algunos todavía vivos entonces. Y
que se le apareció a él mismo (v. 1 Cor 15, 3-11). Nada más. Con eso es
suficiente para creer en el Mensaje del Hijo del Hombre.
En
ese mismo capítulo 15 de 1 Corintios, Pablo ofrece su profesión de fe: ”Ahora
bien, si se anuncia que Cristo ha resucitado de entre los muertos, ¿por qué
algunos de vosotros andan diciendo que no hay resurrección de los muertos? Si
no hay resurrección de los muertos, tampoco Cristo ha resucitado; y si Cristo
no ha resucitado, tanto mi anuncio como vuestra fe carecen de sentido. Resulta
incluso que somos falsos testigos de Dios, porque damos testimonio contra él al
afirmar que ha resucitado a Jesucristo, siendo así que no lo ha resucitado, si
en verdad los muertos no resucitan. Porque si los muertos no resucitan, tampoco
Cristo ha resucitado. Y si Cristo no ha resucitado, vuestra fe carece de
sentido y seguís aún hundidos en vuestros pecados. Y por supuesto también habremos
que dar por perdidos a los que han muerto en Cristo. Si nuestra esperanza en
Cristo no va más allá de esta vida, somos los más miserables de todos los
hombres.
Podríamos
hacer algo de crítica de este pasaje siguiendo la reflexión del P. Díez-Alegría,
quien veía un exceso de celo en subrayar el carácter expiatorio de la culpa del
género humano, y un olvido del mensaje sobre el Reino de Dios y su misericordia
(o Amor). Sin embargo, no podemos refrendar su opinión cuando decía “Dios no
necesita satisfacer su necesidad de venganza matando al inocente en vez del
culpable porque de lo contrario no podría perdonar”. No se trata de matar
al Hijo inocente por un deseo sádico ni mucho menos “vengativo”, sino de
Perdonar una Injusticia, ambas con mayúsculas. Dios mismo se ofrece en
sacrificio, como prueba suprema de Amor al género humano, como Prueba excelsa
de que el Amor existe, triunfa, es una realidad objetivada, y no una quimera. Si
se predica un Reino de Amor, hay que probar ese Amor, hay que hacerlo palpable
a los ojos de todos. La cruz es el ahí me tenéis, ante vuestra mirada. Antes
ofrecíais sacrificios en altares a los dioses, incluso a mí en el Templo. Pero
Yo soy distinto a cualquier expresión de dios: soy el Eterno, el que nunca
muere, y el que siempre escucha y perdona.
Realmente,
fue el Amor el soporte sustancial a las primeras comunidades cristianas, formadas por hermanos
y hermanas. Acierta Díez-Alegría al notar que aquella fe provenía “de un
amor personal a Jesús”; pero, cuando Jesús muere en la cruz, y sus
seguidores sufren un golpe impactante, puede más el amor por el personaje y “es
entonces cuando acontecen aquellas experiencias en las que se les hizo presente
el Cristo, el Jesús viviente, el Resucitado. Entonces vuelve la fe”. La ley
del amor hace permanecer, y expandirse, al cristianismo. No como filosofía (pues
los neoplatónicos hasta consideraban el amor como una debilidad, y más en un
dios), sino como Mensaje trascendente, es decir, como religión. En la primera
carta de Juan, se lee: “A Dios nadie lo ha visto nunca, pero, si nos amamos
unos a otros, Dios está con nosotros, y su amor ha llegado en nosotros a su
perfección” (4, 12).
Díez-Alegría
planteaba la resurrección de los muertos como “una revancha de Dios a favor
de los pobres e inocentes injustamente oprimidos”. Esto quiere decir que,
si en el mundo hay injusticia, en el
Paraíso hay verdadera Justicia. Una Compensación suprema. La famosa revelación
privada de la Virgen de Lourdes a Santa Bernadette en la gruta: “No puedo
hacerte feliz en este mundo, pero en el otro…”
El
Mensaje que Jesús planteó, ¿fue revolucionario? En verdad, lo fue
profundamente. Pero no se trató de una revolución por la fuerza de la espada, a
sangre y fuego, como plantean los analistas críticos, sino un cambio por el
ímpetu del corazón, difícil de concretar, no obstante, en este espacio vital.
Así, no podemos compartir con facilidad el criterio del historiador y
divulgador Juan Eslava Galán, cuando anota: “La realidad se adaptó a
una improvisada teología. Se arrumbaron las perspectivas mesiánicas, las de
instauración de un rey fuerte tras derrotar a los ocupantes romanos. El Reino
de Dios se reconvirtió en un Reino espiritual. Jesús evolucionó de libertador
político a profeta enviado de Dios para predicar la llegada del reino de la paz
y el amor. Con ese reino llegaría un Mesías para juzgar a todas las naciones y
colocar a Israel en lugar preeminente. (Todavía no presentaban a Jesús como el
Mesías ni el Hijo de Dios encarnado, eso se aceptaría años después con la
reelaboración dogmática de san Pablo)” [El catolicismo explicado a las
ovejas, capítulo 23).
No
es tan simple. Creer que el Mensaje de Jesús fue una invención de San Pablo es
como admitir la proyección, en la realidad, de un personaje literario, de una
entera ficción. Había testigos vivos, y seguidores fieles vivos, y estos no se
movilizaron, y se unieron, para dar soporte a una invención, a una pura
falsedad. La magnificación sería tal, que solo podríamos pensar en unos
alucinados, en unos enajenados mentales que se hubiesen creído a pies juntillas
sus propios embustes.
Eslava
Galán continúa, desde una perspectiva cien por cien racionalista: “El dilema
que en conciencia se nos presenta a los teólogos es muy simple: sigues el
camino tortuoso y sembrado de simas y peligros que te marcan la ciencia positivista,
el método histórico, la crítica textual, o sigues la luminosa autopista de la
fe, la que te conduce a Dios. O lo uno o lo otro, amigo mío. No se puede servir
a dos señores (Lc 16, 1-13). Estamos de acuerdo en que los Evangelios son un
puro embuste, relatos legendarios producto del saqueo de todas las mitologías y
ritos mistéricos que estaban de moda en el Mediterráneo cuando el cristianismo
inició su rodaje” (ibíd., capítulo 21).
Es
cierto que el cristianismo tomó muchos elementos aspectuales y rituales de
ciertas religiones mistéricas, como el mitraísmo, donde la sangre derramada
tenía una simbología, pero para superarlos, para no quedarse ahí. Por analogía,
cuando Cervantes escribe el Quijote toma de modelo los libros de caballerías,
pero para superarlos, y hasta ridiculizarlos. El cristianismo fue la única
creencia que apostó universalmente por el Amor; es más por un Dios hecho Amor.
Oigamos, de nuevo, la voz del P. Díez-Alegría; no tiene desperdicio: “Yo soy
un creyente cristiano, creyente en Jesús de Nazaret, muerto por ser el gran
profeta de un Reino de Dios que era Buena Noticia para los pobres y que era
denuncia del egoísmo y del afán de riquezas. Creo que por eso lo mataron, a
medias entre las legítimas autoridades religiosas judías y el Imperio romano,
considerado como un imperio civilizador. Creo junto con todos los cristianos
que Dios lo resucitó, que él tiene razón, que, de alguna manera –y esto es un
misterio--, él volverá. Y esta es mi fe, la encarnada en Jesús de Nazaret, el
de las bienaventuranzas, el que por eso lo matan”.
Jesús
era la Esperanza de los oprimidos, de los que vivían abocados a no albergar
ninguna redención, ninguna mejora en sus vidas. No solo para esta realidad
material, sino para el otro mundo, ultraterreno. Es decir, cumplía con las dos
posibilidades: salvación aquí (si la sociedad se mejoraba, porque tomaba
conciencia) y salvación eterna, en una vida imperecedera e incorruptible. Ninguna
otra religión monoteísta, ni aun la judía, podía ofrecer tanto: cuidar de
mejorar este mundo para todos, alejándolo del egoísmo, y asegurar la
inmortalidad del alma del ser humano.
Nuestras
consideraciones atañen al cristianismo como hay que vivirlo: en sus orígenes. La
teología católica, con ciertos dogmas que se impusieron después, poco a poco, a
partir del siglo III, con la llegada de la “profesionalización” de los
ministros del Señor, es otra cosa. Se dice que es el Espíritu Santo quien
inspira los decretos en la fe a los Papas, pero, si es así de verdad, el
Espíritu anda un poco revuelto y confuso. San Juan Pablo II determinó, en su
audiencia del miércoles 28 de julio de 1999, que el Infierno no era ningún
espacio de tormento con gases, lavas y llamas, y los demonios azuzando a los
perversos condenados, sino un estado moral de conciencia, en el que se percibe
la Nada, el alejamiento total y para siempre del Amor de Dios Padre. Coincide
con esta apreciación teológica, o la secunda, la posición ante el tema del P.
Díez-Alegría: “Pienso que la creencia en el <infierno eterno> no
pertenece a la sustancia de la fe cristiana”. Añade que las imágenes de los
fuegos eternos, que se pueden remontar al mismo Jesús, son expresiones
apocalípticas, propias de la imaginería simbólica de entonces, y solo aluden a
una ruina y desastre total. Sin embargo, posteriormente, el P. Ratzinger, como
Benedicto XVI, pareció querer restaurar prudentemente las calderas de Pedro
Botero, y contratar de nuevo a los diablillos fogoneros del inframundo. ¿Duda
momentánea del Santo Espíritu en el papado de San Juan Pablo II? ¿Hubo un Columbi
Lapsus?
Por
otro lado, ¿dónde acaban los justos que mueren sin ser seguidores de Cristo,
porque sean confesos de otras religiones o filosofías, o todavía no hayan oído
hablar de Jesús y su Mensaje ni por televisión? ¿Y los justos fallecidos antes
de la era cristiana? ¿Qué se hizo de ellos? ¿Duermen tranquilamente en el
inframundo? ¿No van a ser nunca redimidos? La Iglesia católica parece no saber
ni contestar a esta cuestión meritoria. El P. Díez-Alegría pensaba en la
Universalidad del Amor y de la Misericordia de Dios, Padre de todos lo creado, y
que toda persona justa, sea o no creyente, pertenezca o no a la Iglesia
católica o a otra iglesia o confesión, se salva, está destinada a sentir la
Bondad del Hacedor y a contemplar su rostro, luz y mirada. No puede haber
resurrección para un castigo: para vivir un tormento por el solo hecho de
profesar otra creencia o ninguna. No se puede actuar contra la limpieza de
corazón. Sería algo contradictorio con el Amor. No se castiga ni se destruye lo
bueno desde la Nobleza absoluta. Dios Padre no se olvida de la buena gente. El
buen ladrón recibió el perdón sin conocer la Palabra, solo por reconocer su
culpa, junto con la Bondad de aquel ser llamado Jesús.
©
Antonio Ángel Usábel, agosto de 2024.
Todas las citas del P. José María Díez-Alegría
(Gijón, 1911-Alcalá de Henares, 2010) proceden de su libro Fiarse de Dios,
reírse de uno mismo (Madrid, Editorial PPC, 2004). Es un volumen ameno, de
recomendable lectura.
El sector crítico con la Teología cristiana, y positivista, viene bien representado por el mencionado compendio de Cristología del historiador y divulgador Juan Eslava Galán, El catolicismo explicado a las ovejas (Booket, 2010). También se puede uno empapar del libro de Óscar Fábrega, Eso no estaba en mi libro del Nuevo Testamento (Almuzara Editorial, 2023). De él hemos obtenido el fragmento del Testimonium Flavianum.
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