Tengo en mis manos el diario de
un viaje por la vida, y como tal las paradas del alma cuando tiene sed. Toda
antología merece un enorme respeto, porque encierra lo mejor de uno mismo
ofrecido a los demás, el pan compartido con los hermanos. Por eso, no debemos
nunca enjuiciarla; la disfrutaremos más o menos, pero salvaguardando
prudentemente nuestra opinión y tratando de acercar la vivencia de cada poema
escogido a nosotros.
Carlos Javier Morales es una persona sencilla, una buena persona a
quien conozco desde hace mucho tiempo. Estudiamos juntos en la Universidad
Complutense, pero luego nos hemos tratado poco. Ahora él reside en su querida
isla de Tenerife, su patria, donde también trabaja como docente. En abril de
2017, publicó en la Editorial Renacimiento de Sevilla su compendio de poesía Una luz en el tiempo, uno
de cuyos ejemplares tuvo la bondad de dedicarme. (Cuando un autor te dedica un
ejemplar, te vienen más ganas de saborear la lectura del libro.)
Noto en Carlos Javier la aceptación
de múltiples experiencias ajenas, que él sabe tornar propias con un estilo
personal. Percibo el ansia de inmortalidad conseguida a través de la palabra
poética, que perseguía neuróticamente Juan Ramón. Siento la nostalgia por la
efímera juventud perdida, que lloraron vates dispares, como Rubén Darío y Jaime
Gil de Biedma. Alcanzo a ver la trasposición del yo al tú --merced al amor-- de
la que tanto hablaba Salinas. Me llega la sensualidad prohibitiva de un Villena
o de un Cernuda. Supongo que grandes certezas que se pueden concitar en
cualquier sujeto. Evidencias que, mostradas sin atavíos, llevan a la percepción
de una sinceridad que se recibe con comprensión, cariño y hasta agrado. Carlos
Javier construye poesía de la experiencia, que es aquella que no necesita
inventarse nada para significar.
Me parecen como mejores sus
primeros versos, aparecidos en El pan más necesario (1994, Premio de
Poesía Villa de Martorell) y Madrid como delirio (1996). “A mi casa
pequeña” podría ser el himno de un poeta, quien solo tiene la desnudez de su
palabra y, sin embargo, parejamente, aun con las manos vacías se puede dar algo
si hace falta. Voluntad de entrega en una oda imprescindible. En “Maldición de
la soledad” palpita esa ligazón juvenil del amor con la facultad de crear. Construyamos
–hagamos algo nuevo—, porque somos amados. Y no se trata solo de fusionar un
par de almas, sino de disfrutar de la carnalidad, de juntar un cuerpo con otro,
pues estamos hechos de espabilada carne y atribulado espíritu.
La carnalidad es algo que resalta en la poesía de Carlos Javier. La
piel está para acariciarla. Con los dedos suaves también se hidrata. “Es tuyo
el territorio de mi cuerpo / y mía la extensión de tus delicias” (“Proyecto de
una tarde”). “Solo te podré amar aquí, aquí mismo, / aquí donde se enredan
nuestros cuerpos (…) Si te hablan de un amor espiritual, / diles que les
prediquen a los ángeles: / aquí todo lo vivo hay que palparlo, / hay que
tenerlo cerca y retenerlo; / morderlo si hace falta. Y hace falta. / No solo de
palabras vive el hombre: / las palabras sin pan no significan” (“Ley de vida”).
No cabe ser más explícito. El pan más necesario. Pan como símbolo de encuentro
carnal. Pertenecemos a un cuerpo, y es él quien nos señala el lugar sin límites
(“el amor solo une / territorios lejanos”). El detonante es ese Martini rojo,
vívido reclamo para el acercamiento. Pues ánimo: con el amor correspondido se
logra la sensación de escapar de la muerte (“Animal de lenguaje”). “Bienvenido
tu cuerpo, / bienvenida tu sangre” (“El hablador”).
“Elogio de la verdad” va dedicado
a Luis Antonio de Villena. Declaración de esas noches bohemias, de amor loco
donde lo mejor se lleva puesto. Manrique escribió que nuestra vida es un río, y
se detuvo ahí, enlazándolo en seguida con el mar, que es el morir. Ahora Carlos
Javier nos habla de los efectos de ese río: cómo da fertilidad a las orillas,
cómo se nutre de sus afluentes. Porque importa la demora, la suma de instantes,
la sustancia de los momentos, para al final saber que ese río “todo lo pudo en
su transcurso” (“El río de la vida”).
En “Razones de mi oficio” el
autor confiesa: “Yo quise ser un hombre y me engañaron: / por eso soy poeta, /
porque siempre he vivido del deseo / que nadie me ha saciado todavía”. Pero, el
poeta, ¿no aplaca acaso, no sacia con la poesía? Otro poeta contemporáneo, Leo
Zelada, cree que él no se dedica a la poesía para morirse de hambre, sino para
colmar la sed del que lo lee. El poeta tiene un cometido pecuniariamente
modesto, pero antiguo: aplacar la sed del alma en los banquetes y fiestas de
los poderosos. Es paradójico, y a la vez fieramente humano, sentir deseo mientras
se llena el vacío de otros. Me alieno de lo más profundo de mi ser para que me
recibas entero por fuerza de mi voz. Rebosa tu copa con mi canto cuando –¡qué
espanto! - queda mi cántaro hueco.
Cabría muy bien cerrar el libro
con el poema “Curiosidad urgente”. ¿Qué hay detrás del probador? ¿Qué más nos
dará la eternidad? ¿Cómo será y seremos? Y por fin el remate de un solo verso
generoso y sublime para titular un nuevo poemario: “jardines sin ocaso”.
Carlos Javier Morales nos presta
un rayo de sol con su antología. Su vida ilumina siempre hacia adelante; es una
luz sin retorno.
© Antonio Ángel Usábel, abril
de 2019.
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Sabido es que no caben todos los
buenos versos en una antología. En Una luz en el tiempo, se nos priva,
por ejemplo, de esa admiración –simpáticamente frívola-- hacia Diana de Gales,
y, sobre todo, de ese “Vuelo Madrid-Tenerife” que dice mucho del ser de siempre
de su autor. Su infinito es su reducto respetado. Me permito reproducirlo a
continuación:
“Hoy me espera mi isla, mi
caleta,
la casa de mi pueblo:
me llevan esperando todo el año,
como espera la roca la ola brava.
Después de tantos años pisando tierra
firme,
me cuesta ver mi vida rodeada de
agua para siempre.
Me cuesta ver el tiempo que ha
caído
por este precipicio de los años.
Me cuesta ver el cielo, el mar
y el límite,
lo grande y lo pequeño,
mi principio y mi fin tan de
repente.
Cuando llegue a mi isla, a mi caleta,
a mi casa de niño, no sé si
aguantaré tanta distancia
de espacios y de tiempos,
tanta verdad de golpe.”
(Carlos Javier Morales)