«La
política maneja realidades que el político no elige. Maneja hombres, pasiones,
que no se recortan a su capricho. Conducir hombres es muy distinto de escribir
comedias.» (Manuel Azaña)
José Luis Gómez vuelve a poner voz y rostro a Miguel Azaña Díaz (1880-1940), histórico baluarte de nuestra II República,
jurista e intelectual metido a político. En la misma línea de nuestros
ilustrados y de Larra, romántico que retomó el testigo de la defensa del bien
común, Azaña soñaba con un Estado republicano que contentara los intereses de
todos –burgueses liberales y proletarios—y que sirviera para educar a las
masas, para alejar al pueblo español de su atraso y su ignorancia. Fernando de
los Ríos –a la sazón, padrino de Federico García Lorca—escuchó sus deseos y
puso en marcha las Misiones Pedagógicas y La Barraca, teatro universitario
ambulante.
“La República será democrática, o
no será”. La República vino a sustituir el poder desgastado de una monarquía
que había confiado al brazo castrense los destinos del país. Y eso que el PSOE
llegó a mostrar sus simpatías por ciertas decisiones de Miguel Primo de Rivera,
el dictador que había desterrado a Unamuno a Fuerteventura. El principal
escollo contra el que chocaba la bravura democrática del toro opositor fue la
casi nula tradición republicana de España. La tradición regia, y además
católica, pesaba mucho. El catolicismo dominaba la enseñanza y cuadraba las
mentes a su medida. El personaje de Lázaro, de la excepcional San Manuel
Bueno, mártir (1931), no puede enviar a su hermana Ángela a estudiar a una
buena escuela laica porque no las hay; ha de conformarse con costearle una
formación en un colegio de monjas, para que se pueda distinguir del aire
embrutecido de la aldea. Cuando los laicistas toman el poder el 14 de abril de
1931, intentan favorecer un sistema nuevo de enseñanza, al socaire de Francisco
Giner de los Ríos y de Alberto Jiménez Fraud. Paralelamente se hicieron fallas
de algunos conventos e iglesias, y se persiguió a algunos curas que se querían
entrometer en el diseño de la escuela pública nacional, como acaeció con el
Padre Poveda, tristemente fusilado ante las tapias del cementerio del Este en julio
de 1936.
Levantar una nueva España,
tolerante, abierta, soberana de sí misma, no era tarea fácil. Más teniendo en
cuenta que las izquierdas querían proscribir cualquier signo de tradicionalismo
–cuartel, orden y crucifijo—y las derechas –no dispuestas a ceder ni un
palmo—iban a poner desde un principio la zancadilla al proyecto de II República
española. Los enfrentamientos dialécticos en el Congreso entre Azaña y Lerroux
fueron evidente testimonio de este divorcio perenne entre “las dos Españas”
machadianas. Varios grupos irreconciliables cuya cerrazón e intolerancia
llevarían al país a una sangrienta e inútil Guerra Civil, como inútiles son
todas las guerras, una vez valoradas desde la paz.
Discurso de las tres pes (voz original de Manuel Azaña)
A Azaña y a los ideólogos de la
II República el proyecto se les fue de las manos. Había demasiados intereses
enfrentados, incluso en el seno de las propias filas de los partidos en el
poder. Esto se constató sobremanera en el primer año de Guerra Civil, cuando al
gobierno de Azaña le costó Dios y ayuda sembrar disciplina entre las milicias
populares. La desunión, el constante enfrentamiento interno, fue hábilmente
aprovechado por el ejército profesional insurrecto, que rápidamente ganó
terreno y se comenzó a imponer en la contienda. De hecho, las principales
maniobras del ejército republicano resultaron meramente defensivas o de
distracción. Discurso de las tres pes (voz original de Manuel Azaña)
Cuando tocó armar a pueblerinos,
lo primero que estos hicieron al llegar a Madrid fue asaltar las casas del
barrio de Salamanca, saqueando y violando a placer. Lo atestigua Agustín de
Foxá en su valleinclanesca narración Madrid, de Corte a checa (1938). La
prodigalidad revanchista de los tildados como “facciosos” azotaría España hasta
varios años después de acabada la guerra: cárceles, juicios sumarísimos,
ejecuciones, depuraciones, imposiciones y deposiciones. Excelentes iniciativas
en el campo de la enseñanza laica, en los derechos y libertades civiles, en la
incorporación de la mujer al mundo laboral, en el progreso de la Ciencia, en el
desarrollo vanguardista y experimental de las artes y de la Cultura, fueron
purgados con aceite de ricino y hasta indignamente extirpados de la sociedad
española.
Personalmente, no me cabe
concebir ninguna España que prescinda de la otra media, puesto que los mejores
vinos se logran a partir del cruce de diversos sarmientos. La II República
nació enfrentada, agriamente dividida, apartada de la forja de una empresa
común. Escribe José Luis Gómez en su presentación del monólogo que «Patria, etimológicamente, es el lugar
donde uno nace y nacieron los padres; al concepto de nación, que María Moliner
define como la comunidad de personas que viven en un territorio, regido por el
mismo Gobierno y unidos por lazos étnicos o de historia, habría quizás que
añadir “compartiendo un mismo proyecto colectivo”; y la lealtad a ese proyecto
colectivo, que se dota de un orden jurídico democráticamente acordado, está muy
cerca del patriotismo constitucional del que habla Jürgen Habermas: tras el
“espíritu republicano” de Azaña late, quizás, ese “patriotismo constitucional”
que tanto nos puede ayudar en el tiempo presente.» La
paradoja es que, en 1931 y años sucesivos, había varia gente que hablaba de que
había que hacer cundir en España una empresa colectiva. Pero a costa de que
siempre unos represaliaran a los otros y de que se recurriera a la dialéctica
de los puños y de las pistolas.
En cierta manera, Azaña fue un
ideólogo ingenuo, un soñador para un pueblo con su identidad escabrosamente
disociada de la tradición y, por ello, en entredicho. Cuando el 13 de octubre
de 1931, desde su cargo de Ministro de la Guerra, arremete en las Cortes contra
las órdenes religiosas, lo hace pensando que el catolicismo no es ya la
impronta de pensamiento que cunde en esos momentos en Europa. No aboga por
suprimir esas órdenes, sí por limitar su grado de influencia, sobre todo en el
ámbito de la Enseñanza, porque veía que España necesitaba otras formas de
pensar, una educación más volcada en los aspectos técnicos y científicos que
conllevaba la modernidad. Hay una enorme nobleza y una gran conveniencia en la
determinación de Azaña. El problema es que la España más reaccionaria nunca
podría entender, ni menos tolerar, esa propuesta. En los países latinos
mediterráneos (Grecia, Italia, España, Portugal) el peso de las creencias tradicionales
era tan denso que volvía imposible cualquier cambio que se considerara “alienante”.
Por ese motivo, Azaña estaba “desenfocado”, estaba planteando algo que muy
difícilmente podría brotar en el seno materno de la sociedad española.
José Luis Gómez vuelve a mostrar toda
su entereza y su profesionalidad como actor al recrear a Azaña, un personaje
histórico “de enormes posibilidades
teatrales”. Lo hace con un montaje austero, minimalista, cuatro sillas
giratorias de madera junto a sus correspondientes ceniceros (era Azaña un
fumador compulsivo), con el recurso quizá ya demasiado utilizado en el presente
de los papeles leídos que se van desparramando por el suelo. No faltan guiños a
la actualidad política de España, al traer a colación el problema del
independentismo catalán, que tanto amargó a Azaña también. La experiencia
alemana del actor se plasma en algún momento aislado con efecto de
distanciamiento, a lo Brecht (“recuerdo al público que yo soy un actor que
presto mi voz al personaje de Azaña”).
En verdad, un monólogo necesario para
recordarnos la figura emblemática de Manuel Azaña Díaz, y sugerirnos su
lectura.
© Antonio Ángel Usábel, marzo de 2018.
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Azaña, una pasión española, por José
Luis Gómez, según selección de textos y adaptación de José María Marco, en
Teatro La Abadía (C/ Fernández de los Ríos, 42, Madrid). Hasta el 25 de marzo
(2018).
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