Entramos en los días en que
Jesucristo abraza su destino: el de morir primero para vencer a la muerte y al
mal del mundo, y con ello liberar a todos los hombres. No fue nada fácil para
Él, aun viniendo del Padre, aceptar su vejación, su apaleamiento y su crucifixión.
Por eso sudó sangre por la noche en el huerto de Getsemaní. Su parte humana se
enfrentaba al dolor de la destrucción violenta del cuerpo. Pero comprendía que
no había otro camino de mostrar la infinita misericordia y el perdón infinito
de Dios hacia el género humano. Con la esperanza de la vida eterna, de que a la
muerte se la puede vencer, porque no es el final, Jesús dio un sentido a
nuestras vidas. La razón de una fe. Él es el camino, la verdad y la vida. Él es
la fuente de agua que no se agota nunca y da la inmortalidad a quien bebe de
ella. Jesús es la Luz del mundo, la luz que ilumina nuestros corazones, la que
permite que la joven abandone de noche, y a oscuras, por la secreta escala, la
casa de sus padres, para ir en pos del Amado, encontrarlo, unirse a Él, y así
rebautizar su alma, vaciada del egoísmo, y por fin pletórica del Amor divino.
“Si Cristo no ha resucitado,
nuestra fe es vana” –apuntala San Pablo, el que fue otrora gran perseguidor de
los cristianos. Él no conoció personalmente a Cristo, pero llegó el día en que
lo sintió dentro. En que Dios Jesús lo llamó hacia sí e inundó de la fuerza del
Espíritu Santo su corazón. Desde entonces, Pablo resucitó, porque fue otro
hombre. Resucitan a diario cuantos fijan su esperanza en la voz del Evangelio y
deciden seguir los pasos del Señor. La Resurrección es un misterio constante.
Ocurre cada vez que alguien acepta en su vida la Palabra, y con ella la Luz, la
fuente de vida eterna. Cada uno de nosotros resucita cuando piensa en Jesús,
cuando se acuerda de los hermanos que lo rodean y hace un gesto positivo por
ellos. Cuando demuestra que los ama, no solo por medio de mensajes cariñosos,
sino también por hechos afectivos. Amar al prójimo como a uno mismo. Ver en ti
a quien tienes delante. El amor nos hace sentirnos menos solos, nos hace
creernos más acompañados. El hombre es un ser social, pero la sociedad de por
sí no es la solución. La sociedad es un entramado de relaciones, a veces crudas
e inhumanas. A la sociedad hay que dotarla de sentido, de civilidad, pero las
personas que la componen necesitan entre ellas un ligamento esencial con el que
brote la felicidad de sentirse vivos. Tal ligamento es el amor. Jesucristo, con
su vida de predicación y, sobre todo, con su muerte vino a traernos el amor
imperecedero, el amor que nunca falla.
No hay Amor más grande que el que
da la vida por sus semejantes. Hace pocos días, un gendarme de la policía
francesa, Arnaud Beltrame, de cuarenta y cuatro años, se intercambiaba por unos
rehenes retenidos en un supermercado. Lo hacía voluntariamente y con plena
aceptación de las posibles trágicas consecuencias para él. Estaba casado y sin
hijos. Al final, resultó herido de muerte en el tiroteo del atacante con la
policía, y falleció poco después. Hay quien puede pensar que hizo un gesto
demasiado comprometido. Él era policía y lo creyó su deber. Le costó esta vida
material que todos disfrutamos en mayor o menor medida. Y ojalá que haya ganado
no la vida de la fama –como consideraba Jorge Manrique--, sino la vida verdadera,
la vida junto a Dios Padre.
Voy a traer ahora a colación a
William Shakespeare. El famoso monólogo del Príncipe Hamlet, siempre con tanto
sentido. Morir, dormir… tal vez soñar. Temer los sueños que nos surjan tras la
muerte, en la tiniebla y el silencio del sepulcro. El miedo a esas pesadillas
es lo que detiene el puñal de la venganza. Preferimos aguantar en el mundo --ya
que lo conocemos-- lo que sea, y no adentrarnos precipitadamente en ese país
desconocido del cual todo se ignora. Más vale lo malo por conocido –se dice—que
lo bueno por conocer. Nadie ha regresado del reino de los muertos. Quizá porque
no haya por qué retornar. Si somos cristianos, tenemos que ser más cautos que
aquellos griegos del ágora que increparon a Pablo cuando les comenzó a hablar
del Dios desconocido y de la resurrección de nuestra entidad tras la muerte.
Tenemos que abandonar el sendero de la venganza –que es por donde iba el
Príncipe danés, cegado por dudosos susurros fantasmales—y abrazar el cariño, el
perdón y la reconciliación. Es tarea difícil, mas solo con el amor se puede
volver más justos a los seres humanos. El amor derrota al odio y a la
violencia. Es lo único que construye, que forja y edifica de verdad.
No hemos de temer a la muerte,
que Cristo nos espera al otro lado. El sueño del Dr. King también fue de
esperanza: estuve en la cima de la montaña, y pude ver el otro lado. Y sin
embargo, la hora final es dura hasta para el mayor de los creyentes. He visto a
personas muy creyentes aferrarse a la vida física hasta el último resquicio de
sus fuerzas quebrantadas por la falta de salud. Como si se dudara de que
hubiera luego otra cosa. Es un hecho circunstancial natural que ya hemos
observado que el mismo Jesús padeció: la dureza de dejar lo que se puede
percibir por los sentidos corporales. A todos nos llega la hora, y hemos de
traspasar el umbral de otra realidad en soledad, sin acompañamiento. “A donde
yo voy, vosotros no podéis venir conmigo” –les advierte Jesús a sus apóstoles.
Es un trance –como el del nacimiento-- para uno solo. Un trance que, una vez
adquirido con el uso de razón el conocimiento de este mundo, requiere de una
gran esperanza, de una tremenda fe. Y hay que rogar a Dios que nos dé esa fe,
no solo para el instante de nuestro final, sino para que nuestra vida nunca
pierda su sentido.
Jesucristo ha venido a salvarnos.
Creamos cada día en su Salvación.
© Antonio Ángel Usábel, Semana
Santa de 2018.
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