Los estudios que intentan
reconstruir la vida del Jesús histórico, desligándolo del Cristo de la fe,
suelen presentarlo o bien como un mesías libertador del pueblo judío, o bien
como otro profeta más, que anuncia un reino de Dios en la tierra de carácter
inminente. Pero estas lecturas han de tomarse con extrema cautela, por la
sencilla razón de que carecemos de las fuentes documentales necesarias; de Jesús
solo nos ha llegado la semblanza contenida en el Nuevo Testamento. Solo esa
semblanza, que es puramente teológica, si exceptuamos –claro está—los muy
escuetos apuntes profanos de Tácito y de Flavio Josefo sobre su huella.
Así pues, el Jesús que ha venido hasta nosotros es, presuntamente, y a todos los efectos, el Hijo de Dios hecho hombre, que viene a redimir al género humano, en especial a los hombres y mujeres que se condenan, porque no se encuentran a sí mismos ni saben cómo descubrir el Reino de Dios en sus corazones. Esta es la única imagen que validan, desde un principio, los textos sagrados. Y esta es la razón fundamental de que Jesús sea conocido hoy, es decir, que haya hecho Historia con mayúscula. Si Jesús ha creado escuela, si ha fundado varias confesiones cristianas y ha creado una comunidad mundial que, en su momento, cambió la faz del mundo, es por la calidez humana y sobrehumana de su mensaje: misericordia extrema, caridad absoluta sin condiciones, y no sacrificios vacuos, junto a un Padre cercano, amigo y comprensivo. La ley del amor a todo prójimo, comparable al buen amor de Dios, es la que transformó todo un imperio –el romano—y la que labró la construcción de Europa y del orbe evangelizado.
No es posible separar, pues, el Jesús histórico del Cristo de la fe, ya
que, por los testimonios que tenemos, Jesús hizo de la fe (de la creencia en Él
y en el Padre que lo envió), su única misión histórica. El sentido de su
vida. Desde su infancia, cuando se extravía de sus padres, y se marcha a
dialogar con los doctores de la Ley. Jesús ama a su familia, pero rompe con
ella porque ha de obedecer altos designios. Por eso en un momento de su
predicación dice que su verdadera madre y hermanos son quienes lo siguen a Él.
Señal de que –como muy bien anota el Profesor D. Antonio Piñero—era incomprendido
por su familia carnal. Ni su núcleo familiar lo entendía, ni tampoco lo tomaban
en consideración en Galilea. Nazaret era una aldea insignificante en el siglo
I, que ni siquiera aparecía en las rutas ni en los mapas. Para hacerse
entender, Jesús hubo de dirigirse al corazón de Judea, a Jerusalén, donde allí
sí que iba a hacer tambalearse las columnas del templo, con más ímpetu que
Sansón. Su agitación social (y la que le conduciría finalmente a la muerte)
vino de subvertir algunas convenciones religiosas. Por el “hasta hoy se os ha
dicho…, pero yo ahora os digo…” Jesús puso un punto y aparte al Judaísmo. Lo
matizó, y esas matizaciones se tornaron fuertemente incómodas para el orden
político establecido –más para el confesional hebreo que para el aconfesional
romano--.
“¿Qué es la verdad?” es la
réplica cortante que le da Pilatos a Jesús, al creerse este en la sola posesión
de la verdad. La verdad de Pilatos es el ara vacía que encuentra Pablo en
Atenas, levantada a cualquier verdad, a cualquier dios… a un dios desconocido.
Si vemos en Jesús solo a un
profeta, despojado de la púrpura celestial, podemos sentirlo como alguien que
se sacrifica inútilmente, que ofrece su vida por nada. Un profeta fracasado.
Pero leemos, en el Evangelio de Marcos –el más antiguo de los
canónicos--, el ejemplo de alguien que exige una fe trascendente: al joven
rico, por ejemplo, para ganarse un tesoro en el cielo (Mc 10 y ss.); a todos
sus discípulos, les asegura persecuciones en el mundo a cambio de la vida
eterna (Mc 10, 29-30). Es decir, el autor de este Evangelio, al calor
seguramente de las predicaciones de Pablo y de Pedro, no presenta un Jesús
judío defensor de sus tradiciones, sino a un hombre, Hijo de Dios, o Hijo del
Bendito (como se le inquiere delante del Sanedrín), que pide confiar en un
destino y en una razón fuera de esta vida carnal. Su “sedición” es contra las
riquezas y ambiciones, contra la altanería y la falta de piedad y misericordia.
Su revolución, la de los corazones, con la sana intención, sí, en efecto, de
cambiar la realidad, para mejorarla, y de que así el sentir cristiano se vaya
afianzando y extendiendo en la sociedad. En esto coincide con la lectura del
apócrifo Evangelio de Tomás:
“113. Sus discípulos le dicen: ¿Cuándo vendrá el Reino? Jesús
dice: No vendrá por expectativa. No dirán, "¡Mirad aquí!"
o "¡Mirad allá!". Sino que el
Reino del Padre se extiende sobre la tierra y los humanos no lo ven.”
Como hombre, Jesús temió a la
muerte, sufrió la llegada de sus últimos momentos. Pero fue la absoluta
confianza en un Ser superior la que le llevó a asumir como inevitable su
destino mesiánico.
San Pablo predica pronto el Jesús de la fe. Su máxima favorita es “Si
Cristo no ha resucitado, nuestra creencia es vana” (1 Co 15, 14). Pero difunde
su testimonio antes de la destrucción del Templo de Jerusalén por Tito en el
año 70. Es decir, antes de la derrota de los nacionalistas zelotes, quienes
confiaban en liberar Israel de los romanos. ¿Por qué, entonces, predicar para
la trascendencia, apostar por un Reino fuera de este mundo, cuando quedaba esa
esperanza de liberación por las armas? ¿Por qué el cristianismo de Pablo
comenzó a ofrecer una buena nueva, si todo el mundo en Judea estaba empeñado en
un compromiso político nacional? No tiene mucho sentido comenzar a alentar lo
contrario, aun cuando Pablo se esté dirigiendo, especialmente, a los no judíos
(Evangelio de Tomás: “31. Jesús ha
dicho: Ningún oráculo se acepta en su propia aldea, ningún médico cura a
aquellos que le conocen.”) La
destrucción del Templo, la muerte de la empresa nacionalista, favoreció,
obviamente, la aceptación y extensión del cristianismo paulino, en la medida en
que este predicaba la fe en otro Reino, y otro Templo: el cuerpo de Cristo,
sacrificado, muerto y resucitado (Tomás: “51. […]Lo que buscáis ya ha llegado, pero no lo conocéis.”) La concreción
de Juan –“mi Reino no es de este mundo”—fue
la rúbrica definitiva. De nuevo, en Tomás: “42.
Jesús ha dicho: Haceos transeúntes”. Romeros en camino para otra vida.
Existe, pues, un ánimo de
conversión: de aceptación del hombre nuevo. El ejemplo que da Pablo es Cristo.
Y esa necesidad de conversión personal alcanza a los tiempos venideros: “El Reino de Dios está adentro de vosotros
y está fuera de vosotros. Quienes llegan a conocerse a sí mismos
lo hallarán y cuando lleguéis a conoceros a vosotros mismos, sabréis
que
sois los Hijos del Padre viviente. Pero si no os conocéis a vosotros mismos, sois empobrecidos y sois la pobreza.” (Evangelio de Tomás, 3)
sois los Hijos del Padre viviente. Pero si no os conocéis a vosotros mismos, sois empobrecidos y sois la pobreza.” (Evangelio de Tomás, 3)
La verdadera sabiduría se
identifica con el “conócete a ti mismo” socrático, es decir, advierte que
llevas lo mejor de ti dentro. El Cristo gnoseológico había dicho: “Pues mi
madre me parió, mas mi Madre verdadera me dio la vida.” (Evangelio de Tomás, 101). Es decir, su “Madre” la Sabiduría. Es curioso, pero este comentario parece ser malévolamente parodiado en el Lazarillo, cuando en la posada de la villa de Escalona, dice el ciego a su criado niño: “A lo menos, Lázaro, eres en más cargo al vino que a tu padre, porque él una vez te engendró, mas el vino mil te ha dado la vida.” (En referencia a las veces en que el ciego ha curado con vino las heridas de Lázaro)
madre me parió, mas mi Madre verdadera me dio la vida.” (Evangelio de Tomás, 101). Es decir, su “Madre” la Sabiduría. Es curioso, pero este comentario parece ser malévolamente parodiado en el Lazarillo, cuando en la posada de la villa de Escalona, dice el ciego a su criado niño: “A lo menos, Lázaro, eres en más cargo al vino que a tu padre, porque él una vez te engendró, mas el vino mil te ha dado la vida.” (En referencia a las veces en que el ciego ha curado con vino las heridas de Lázaro)
El mismo proceso de reversión
hacia el interior será el exigido por todos los anacoretas, los místicos alemanes
del siglo XIII, y los erasmistas y quietistas del XVI y del XVII. Ser como
trapo en la boca de un perro. Dejarse zarandear por los destellos de verdad que
afloran en un corazón desprovisto de “ego” y abandonado a Dios.
Nos permitimos observar, por
consiguiente, una linealidad en todo el mensaje cristiano, desde la predicación
de Pablo en adelante. Jesús no fue un simple profeta, ni sacrificó su
existencia por nada más que por una rotunda conversión de los corazones. Con
sus momentos de alegría (como en las bodas de Caná) y sus instantes de cólera
(como en la expulsión de los mercaderes del Templo). Mas siempre se consideró
llave, la piedra angular, para alcanzar el Reino de Dios, que empieza a
conquistarse con la actitud de cada uno en su vida. Es decir, es el Reino una
realidad inmaterial, pero el lento proceso que acerca a él comienza en la vida
corriente. Hemingway diría que como un encierro de los sanfermines: los buenos
corredores confluyen en la plaza.
© Antonio Ángel Usábel, abril
de 2017.
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Utilizo el Evangelio de Tomás
como fuente documental porque recoge 114 dichos atribuidos a Jesús, algunos de
los cuales aparecen también en los Evangelios sinópticos canónicos. Para
algunos investigadores norteamericanos, este primer compendio de las afirmaciones
de Jesús debió de escribirse tempranamente, quizá en el año 50. Esto es,
resultaría así anterior a cualquiera de los Evangelios autorizados.
Es, además, muy posible que
coincida en bastantes puntos con la perdida Fuente
Q, el texto que debieron de tener a la vista los redactores de Mateo y de
Lucas (no así el de Marcos).
El Evangelio de Tomás se
conserva en un manuscrito copto de la primera mitad del siglo IV, que
traduciría un original griego, quizá compuesto en Siria.