España
2012: un país de oligarcas. La oligarquía, supuestamente, es el gobierno de los
mejores, de los aristócratas del mando. Ellos deberían velar por el interés de
todos. Pero aquí solo se lo llevan. Entre pillos anda el juego. En realidad,
nada separa esta España de la del siglo XIX, con el turno pacífico de partidos
y una política de apaños.
"Oligarquía", en la primera acepción del DRAE (22ª ed., 2001), es el "gobierno de pocos", y en su tercera acepción, es, ciertamente, "conjunto de algunos poderosos negociantes que se aúnan para que todos los negocios dependan de su arbitrio".
Agua clara.
UPyD
acaba de proponer en el Ayuntamiento de Madrid la bajada de un módico 10% (¡no
vayamos a pasarnos!) en el sueldo de los señores concejales (93.828 eurillos
anuales, 15.643 por encima del Presidente del Gobierno). Naturalmente, a
palabras necias, oídos sordos.
Por
otra parte, para arreglar el panorama, 97.091 millones de euros de inversores
extranjeros se van para la Barranquilla. Solo en el primer trimestre de este
año. Y eso que tenemos un gobierno neoliberal.
Pero
esto no es todo, amigos; aún hay más: los nacionales con posibles están
cambiando euros por dólares todos los meses, en pequeñas cantidades que no
superen los dos mil o tres mil euros, con la excusa de un viaje a EE.UU., para
llevárselos a casa en previsión de una vuelta a la peseta. Otros acaudalados se
van a Perpiñán, no para gozar de Emmanuelle
precisamente, sino para evadir capital abriendo una cuenta en Francia o en
Suiza.
Si
viviera Galdós, vería con sus
ojillos ciegos qué poco ha cambiado este país. Cierra su quinta serie de Episodios nacionales con Cánovas, y en su postrer capítulo
escribe este vaticinio triste sobre nuestro eterno presente:
“Los
políticos se constituirán en casta, dividiéndose hipócritas en dos bandos
igualmente dinásticos e igualmente estériles, sin otro móvil que tejer y
destejer la jerga de sus provechos particulares en el telar burocrático. No
harán nada fecundo; no crearán una Nación; no remediarán la esterilidad de las
estepas castellanas y extremeñas; no suavizarán el malestar de las clases
proletarias. Fomentarán la artillería antes que las escuelas, las pompas regias
antes que las vías comerciales y los menesteres de la grande y pequeña
industria. Y por último, hijo mío, verás si vives que acabarán por poner la
enseñanza, la riqueza, el poder civil, y hasta la independencia nacional, en
manos de lo que llamáis vuestra Santa Madre Iglesia.
»Alarmante
es la palabra Revolución. Pero si no inventáis otra menos aterradora, no
tendréis más remedio que usarla los que no queráis morir de la honda caquexia
que invade el cansado cuerpo de tu Nación. Declaraos revolucionarios, díscolos
si os parece mejor esta palabra, contumaces en la rebeldía. En la situación a
que llegaréis andando los años, el ideal revolucionario, la actitud indómita si
queréis, constituirán el único síntoma de vida. Siga el lenguaje de los bobos
llamando paz a lo que en realidad es consunción y acabamiento... Sed constantes
en la protesta, sed viriles, románticos, y mientras no venzáis a la muerte, no
os ocupéis de Mariclío... Yo, que ya me siento demasiado clásica, me aburro...
me duermo...”.
Galdós,
sin lugar a dudas nuestro novelista más fecundo y lúcido. Cualquier página suya
es un ejemplo de excelente literatura. Un cirujano certero e implacable.
Galdós
llama al espíritu rebelde, revolucionario. A la revolución de izquierdas contra
los “neos”. Y sin embargo, por lo que hemos sabido y vivido después, cuánto
cuesta dar ese paso de dolor e incertidumbre. “La revolución –decía aquel
burgués de La Marsellesa (1938), de Jean Renoir—es el alzamiento de la
chusma contra la gente de calidad”. Considérese esa “gente de calidad” como la
oligarquía llamada a ostentar el mando. Si nos alzamos revolucionariamente, y
derribamos a los políticos que nos engañan, ¿qué nos queda, cuál sería la
alternativa, por quiénes los sustituimos?
Hay
un drama de Antonio Buero Vallejo
que retrata muy bien las dudas del teórico revolucionario para dar el paso a la
acción violenta y destructiva. Se trata de La
detonación (1977), sobre los últimos momentos de la vida de Larra. Larra comprende y apoya las reivindicaciones del
pueblo –las cuales incluso alienta--, pero no se decide a secundarlas, porque
sería traicionar a su propia clase: la burguesía acomodada. De la pugna entre
la razón y el corazón, nacerá la necesidad del suicidio, como fórmula de
escape.
Las
mejores revoluciones históricas no han sido una completa panacea, que se diga.
Ideólogos de izquierdas han escrito amargamente contra la dictadura del
proletariado. Así, Alejo Carpentier,
en El siglo de las luces (1962),
desencantado con la Revolución Francesa y sus efectos contradictorios en el
Caribe: navega un barco negrero que se llama “El Contrato Social”; el verdugo
del comité, experto en el manejo de la guillotina, reparte afable caramelos
entre los niños… Así Giuseppe Tomasi di Lampedusa,
en El Gatopardo (1958), con la
promesa de Garibaldi, cuando lo mejor es la carne a la Marsala:
“Ustedes tienen ahora precisamente necesidad de jóvenes,
de jóvenes despejados con la mente abierta (…) que sean hábiles en
enmascarar, quiero decir en acomodar sus concretos intereses particulares a las
vagas idealidades públicas (…) Todo esto no tendría que durar,
pero durará siempre. El siempre de los hombres, naturalmente, un siglo, dos
siglos… Y luego será distinto, pero peor. Nosotros fuimos los Gatopardos, los
Leones. Quienes nos sustituyan serán chacalitos y hienas, y todos, gatopardos,
chacales y ovejas, continuaremos creyéndonos la sal de la tierra.”
Así
también George Orwell en Rebelión en la granja (1945), donde la
oligarquía de los cerdos sustituye a la dictadura de los humanos, en clara
referencia al Politburó soviético. Los cerdos son los que mejor comen, porque
son los que mandan y necesitan alimentarse mejor. Así Arthur Koestler, en El cero y
el infinito (Darkness at noon,
1941), o Boris Pasternak en Doctor Zhivago (1957). Así nuestro Jorge Semprún, en varias de sus novelas
y guiones cinematográficos (como el de La
guerra ha terminado, 1966).
En
efecto, “Alarmante es la palabra revolución”, porque la violencia repele, mas ¿hay
lugar para el bautismo del corazón humano? ¿Hay esperanza de un mundo justo?
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