“Con la edad, los ojos ven más lejos, no en la distancia, pero sí en el tiempo.” (aausábel, 2017)

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En este país...

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sábado, 2 de junio de 2012

Alarmante es la palabra revolución.


España 2012: un país de oligarcas. La oligarquía, supuestamente, es el gobierno de los mejores, de los aristócratas del mando. Ellos deberían velar por el interés de todos. Pero aquí solo se lo llevan. Entre pillos anda el juego. En realidad, nada separa esta España de la del siglo XIX, con el turno pacífico de partidos y una política de apaños.
"Oligarquía", en la primera acepción del DRAE (22ª ed., 2001), es el "gobierno de pocos", y en su tercera acepción, es, ciertamente, "conjunto de algunos poderosos negociantes que se aúnan para que todos los negocios dependan de su arbitrio".
Agua clara.
UPyD acaba de proponer en el Ayuntamiento de Madrid la bajada de un módico 10% (¡no vayamos a pasarnos!) en el sueldo de los señores concejales (93.828 eurillos anuales, 15.643 por encima del Presidente del Gobierno). Naturalmente, a palabras necias, oídos sordos.
Por otra parte, para arreglar el panorama, 97.091 millones de euros de inversores extranjeros se van para la Barranquilla. Solo en el primer trimestre de este año. Y eso que tenemos un gobierno neoliberal.
Pero esto no es todo, amigos; aún hay más: los nacionales con posibles están cambiando euros por dólares todos los meses, en pequeñas cantidades que no superen los dos mil o tres mil euros, con la excusa de un viaje a EE.UU., para llevárselos a casa en previsión de una vuelta a la peseta. Otros acaudalados se van a Perpiñán, no para gozar de Emmanuelle precisamente, sino para evadir capital abriendo una cuenta en Francia o en Suiza.

Si viviera Galdós, vería con sus ojillos ciegos qué poco ha cambiado este país. Cierra su quinta serie de Episodios nacionales con Cánovas, y en su postrer capítulo escribe este vaticinio triste sobre nuestro eterno presente:
“Los políticos se constituirán en casta, dividiéndose hipócritas en dos bandos igualmente dinásticos e igualmente estériles, sin otro móvil que tejer y destejer la jerga de sus provechos particulares en el telar burocrático. No harán nada fecundo; no crearán una Nación; no remediarán la esterilidad de las estepas castellanas y extremeñas; no suavizarán el malestar de las clases proletarias. Fomentarán la artillería antes que las escuelas, las pompas regias antes que las vías comerciales y los menesteres de la grande y pequeña industria. Y por último, hijo mío, verás si vives que acabarán por poner la enseñanza, la riqueza, el poder civil, y hasta la independencia nacional, en manos de lo que llamáis vuestra Santa Madre Iglesia.

»Alarmante es la palabra Revolución. Pero si no inventáis otra menos aterradora, no tendréis más remedio que usarla los que no queráis morir de la honda caquexia que invade el cansado cuerpo de tu Nación. Declaraos revolucionarios, díscolos si os parece mejor esta palabra, contumaces en la rebeldía. En la situación a que llegaréis andando los años, el ideal revolucionario, la actitud indómita si queréis, constituirán el único síntoma de vida. Siga el lenguaje de los bobos llamando paz a lo que en realidad es consunción y acabamiento... Sed constantes en la protesta, sed viriles, románticos, y mientras no venzáis a la muerte, no os ocupéis de Mariclío... Yo, que ya me siento demasiado clásica, me aburro... me duermo...”.

Galdós, sin lugar a dudas nuestro novelista más fecundo y lúcido. Cualquier página suya es un ejemplo de excelente literatura. Un cirujano certero e implacable.

Galdós llama al espíritu rebelde, revolucionario. A la revolución de izquierdas contra los “neos”. Y sin embargo, por lo que hemos sabido y vivido después, cuánto cuesta dar ese paso de dolor e incertidumbre. “La revolución –decía aquel burgués de La Marsellesa (1938), de Jean Renoir—es el alzamiento de la chusma contra la gente de calidad”. Considérese esa “gente de calidad” como la oligarquía llamada a ostentar el mando. Si nos alzamos revolucionariamente, y derribamos a los políticos que nos engañan, ¿qué nos queda, cuál sería la alternativa, por quiénes los sustituimos?

Hay un drama de Antonio Buero Vallejo que retrata muy bien las dudas del teórico revolucionario para dar el paso a la acción violenta y destructiva. Se trata de La detonación (1977), sobre los últimos momentos de la vida de Larra. Larra  comprende y apoya las reivindicaciones del pueblo –las cuales incluso alienta--, pero no se decide a secundarlas, porque sería traicionar a su propia clase: la burguesía acomodada. De la pugna entre la razón y el corazón, nacerá la necesidad del suicidio, como fórmula de escape.

Las mejores revoluciones históricas no han sido una completa panacea, que se diga. Ideólogos de izquierdas han escrito amargamente contra la dictadura del proletariado. Así, Alejo Carpentier, en El siglo de las luces (1962), desencantado con la Revolución Francesa y sus efectos contradictorios en el Caribe: navega un barco negrero que se llama “El Contrato Social”; el verdugo del comité, experto en el manejo de la guillotina, reparte afable caramelos entre los niños… Así Giuseppe Tomasi di Lampedusa, en El Gatopardo (1958), con la promesa de Garibaldi, cuando lo mejor es la carne a la Marsala:

“Ustedes tienen ahora precisamente necesidad de jóvenes, de jóvenes despejados con la mente abierta (…) que sean hábiles en enmascarar, quiero decir en acomodar sus concretos intereses particulares a las vagas idealidades públicas (…) Todo esto no tendría que durar, pero durará siempre. El siempre de los hombres, naturalmente, un siglo, dos siglos… Y luego será distinto, pero peor. Nosotros fuimos los Gatopardos, los Leones. Quienes nos sustituyan serán chacalitos y hienas, y todos, gatopardos, chacales y ovejas, continuaremos creyéndonos la sal de la tierra.”

Así también George Orwell en Rebelión en la granja (1945), donde la oligarquía de los cerdos sustituye a la dictadura de los humanos, en clara referencia al Politburó soviético. Los cerdos son los que mejor comen, porque son los que mandan y necesitan alimentarse mejor. Así Arthur Koestler, en El cero y el infinito (Darkness at noon, 1941), o Boris Pasternak en Doctor Zhivago (1957). Así nuestro Jorge Semprún, en varias de sus novelas y guiones cinematográficos (como el de La guerra ha terminado, 1966).

En efecto, “Alarmante es la palabra revolución”, porque la violencia repele, mas ¿hay lugar para el bautismo del corazón humano? ¿Hay esperanza de un mundo justo?

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