A mis amigos/-as de Exiles.
Hay pocas mujeres con historia. En la Antigüedad, algunas consiguieron puestos importantes por designio de nacimiento, como Cleopatra (que pagó cara su osadía de seducir a la vez a César y Marco Antonio), o la reina de Saba, quien, pese a las imprecisiones sobre ella en la Biblia, dejó su huella en la tradición cultural hebrea. En la Edad Moderna, alguna soberana más, como Cristina de Suecia o María Teresa de Austria.
La
mujer estuvo ritualmente satanizada: Eva fue la perdición de Adán, como Dalila
de Sansón, Judit de Holofernes, Betsabé del hitita Urías, Salomé del profeta
San Juan, y así sucesivamente. La capacidad intelectual de la fémina, descreída por naturaleza (de fe + minus
< ‘carente de fe’) fue también rápidamente puesta en duda por la sociedad
patriarcal. Tal es así que, salvo la santa Hildegarda
de Bingen, monja, las mujeres entendidas en medicina y remedios curativos
eran acusadas con frecuencia de brujería. El personaje literario de la judía Rebeca,
en Ivanhoe, de Walter Scott, sufre
este estigma. En el mundo clásico, sin embargo, a las pitonisas y sibilas se
confiaban las artes adivinatorias, y las vestales eran reverenciadas en Roma, a
condición de que conservaran su virginidad. Isis fue la encargada de recuperar
los restos desmembrados de su hermano y marido Osiris y de devolverlo a la vida
mediante la magia.
En
la Edad Media europea, en el siglo XV, el papa Inocencio VIII alentó la
persecución de las brujas en una bula de 1484. La tarea de aleccionar a los
clérigos sobre las tácticas de hechicería y de demonología quedó al cuidado de
dos dominicos fanáticos y misóginos, Heinrich Kramer y Jakob Sprenger. Kramer
se había recorrido con harta paciencia el Tirol, fustigando a las brujas y
posesos, y de allí fue echado casi a patadas por la inquina que demostró.
Sprenger era decano de la Universidad de Colonia. Ambos editaron en 1486 el
mayor compendio de brujería y celo inquisitorial de la historia de Occidente,
el Malleus maleficarum o Martillo de las brujas. Este libro, reeditado
hasta la saciedad hasta fines del s. XVII, define tres tipos de mujeres
hechiceras: las que enferman a alguien y después pueden curarlo; las que
únicamente llevan la enfermedad; y las que solo sanan. Para descubrir a la
bruja es lícito observar las señales que porten en su cuerpo, tales como
manchas de nacimiento, pecas y lunares, su comercio carnal con hombres y
bestias, su influjo de distinto signo, etc. Para hacerle confesar su error, hay
que recurrir a diversos métodos de tortura y a la “reserva mental”, es decir,
hacer falsas promesas a la hembra durante el interrogatorio, que luego no serán
cumplidas.
Durante
el Renacimiento surgieron algunas oposiciones al fanatismo del Malleus, como la obra de J. Weyer De praestigiis daemonum (1563), o las manifestadas
por los escépticos Gian Francesco Ponzinibio, Samuel de Cassinis y Ulrico
Molitor. Sin embargo, el jurista Juan Bodino se encarga de alimentar la fiebre
supersticiosa en su texto Demonomanía de
los brujos (1580). Contrariamente a lo supuesto, las mayores persecuciones
tuvieron lugar en territorio protestante: en Alemania, cerca de 25.000
ejecutados entre 1400 y 1700. En España hubo juicios contra mujeres, pero
también racionales defensores de estas, como el inquisidor burgalés Alonso de
Salazar o el humanista extremeño Pedro de Valencia. Salazar era abogado e hijo
de jurista. En 1609 cubrió una vacante de inquisidor en Logroño, y le tocaron
los casos de la cueva de Zugarramurdi, en Navarra. Salazar interrogó a los
testigos, observó contradicciones entre ellos, experimentó “venenos” inocuos en
animales y así consiguió aminorar el celo contra los acusados.
En una corte aparentemente retrógrada
como la de los Reyes Católicos, se dejó prosperar el ingenio de una de las
mayores humanistas de la época, Beatriz
Galindo, conocida como La Latina
(Salamanca, 1475-Madrid, 1535). Beatriz iba para monja, pero pudo estudiar a
tiempo Gramática en una institución de la Universidad salmantina. Con quince
años dominaba a la perfección el Latín, y llegaba a pensar en esa lengua. Su
habilidad se hizo proverbial. El cronista Gonzalo Fernández de Oviedo describe
que Beatriz era "muy grande gramática y honesta y virtuosa doncella
hijadalgo; y la Reina Católica, informada d'esto y deseando aprender la lengua
latina, envió por ella y enseñó a la Reina latín, y fue ella tal persona que
ninguna mujer le fue tan acepta de cuantas Su Alteza tuvo para sí".
Hacia 1492, era profesora de latín de las damas de la corte. Su hermano, Gaspar
de Gricio, fue secretario de la reina Isabel. En 1506, Beatriz Galindo fundó un
hospital en Madrid para muchachas huérfanas. Más tarde creó el monasterio de
Concepción Jerónima, al cual acabó donando su biblioteca. En 1510 comenzó a
residir en el barrio madrileño que hoy lleva su apodo, La Latina. En 1526, fue
nombrada alcaldesa de la fortaleza de El Pardo por Carlos I. En ella creó una
biblioteca para los soldados. Escribió unos comentarios a Aristóteles y unas
poesías sueltas en latín. Lope de Vega, monstruo
de Naturaleza, le dedicó la silva V de su Laurel de Apolo:
que apenas nuestra vista determina
si fue mujer o inteligencia pura,
docta con hermosura
y santa en lo difícil de la corte;
mas, ¿qué no hará quien tiene a Dios
por norte?"
Algo similar ocurrió con las pintoras
del s. XVI, aunque la pintura se estimaba como una dedicación más tolerable
para una mujer. Sofonisba Anguissola,
nacida en Cremona hacia 1532, fue apadrinada por Miguel Ángel, quien la dejaba
copiar sus apuntes y estudios. En 1559, la tenemos en España, en la corte de
Felipe II, de quien realizó varios retratos. Como mujer, nunca fue autorizada,
sin embargo, a estudiar la anatomía humana a través de las disecciones (como sí
obró Leonardo); de ahí que su conocimiento del cuerpo no alcanzara la
perfección adecuada; igual le pasó a la boloñesa Elisabetta Sirani (1638-1665).
La vida de Sofonisba ha sido novelada por Carmen Boullosa (La virgen y el violín) y por Lorenzo de’ Medici (El secreto de Sofonisba).
Nuestros Siglos de Oro alguna
buena escritora vieron. La mejor, Santa
Teresa de Jesús, excepcional prosista en castellano. Aún hoy es una gozada
saborear la sencilla espontaneidad de su verbo en el Libro de la vida. De su estilo sentenció Fray Luis de León: "en
la forma del decir, y en la pureza y facilidad del estilo, y en la gracia y
buena compostura de las palabras, y en una elegancia desafeitada, que deleita
en extremo, dudo yo que haya en nuestra lengua escritura que con ellos se
iguale".
En nuestro Barroco, María de Zayas y Sotomayor (Madrid,
1590-1660?), autora de novelas cortas de tono erótico o picaresco (Novelas amorosas y ejemplares, 1637).
Allende los mares, el caso verdaderamente mayúsculo de Sor Juana Inés de la Cruz (1651-1695), monja mexicana, autora de
este bellísimo y desgarrador soneto:
“Esta
tarde, mi bien, cuando te hablaba,
como
en tu rostro y tus acciones veía
que
con palabras no te persuadía,
que
el corazón me vieses deseaba.
Y
amor, que mis intentos ayudaba,
venció
en lo que imposible parecía;
pues
entre el llanto que el dolor vertía,
el
corazón deshecho destilaba.
Baste
ya de rigores, mi bien, baste;
no
te atormenten más celos tiranos,
ni
el vil recelo tu inquietud contraste
con
sombras necias, con indicios vanos;
pues
ya en líquido humor viste y tocaste
mi
corazón deshecho entre tus manos.”
Magnífica, ampulosa e inigualable coda
en hipérbole, quizá deudora de la muerte de su amado, que la condujo a tomar el
hábito en 1668. Sor Juana aprendió a leer a hurtadillas con tan solo tres años.
Con ocho, escribía poesía. Compuso también piezas de música y teatro. Y tan
alto subió su saber que ella misma, avergonzada por ello, quemó toda su
biblioteca. Reprendió a los hombres en esta letrilla que principia: “Hombres necios que acusáis/ a la mujer sin
razón,/ sin ver que sois la ocasión/ de lo mismo que culpáis…”
Eran los venturosos días del Fénix, que le fue infiel a sus dos
esposas, Isabel de Urbina y Juana Guardo. Lope era mucho Lope para dar un solo
sí. Todo genio esconde un huracán de emociones. Si no, que lo diga también Anna
Planner, primera y abnegada mujer de Richard Wagner, que era cornuda a más no
poder.
Por aquellos tiempos del s. XVII, siendo
España un centro contrarreformista, bebió de las fuentes nazaríes al reservar
un espacio privado para las mujeres del hogar, el estrado, una tarima
alfombrada donde cosían y hablaban de sus cosas.
Habrá que esperar, no obstante, al Romanticismo (1ª mitad s. XIX) para
comenzar a ver la emancipación intelectual de la mujer. Adalid de un incipiente
feminismo fue la novelista Mary
Wollstonecraft (Hoxton, Londres, 1759-1797), amiga de William Blake, Thomas
Paine y Henry Fuseli. Fue famosa por publicar, en 1792, la Vindicación de los derechos de la mujer, eso sí, seguida, un año después,
de la Vindicación de los derechos del
hombre. A pesar de su feminismo, Mary era una mujer apasionada. Cuando su
amante, el comerciante y escritor americano Gilbert Imlay, la abandonó, ella
intentó ahogarse en el Támesis. Fue madre de Mary Shelley, autora de Frankenstein, por cuyo mal parto
abandonó este mundo.
En Francia, en París, en 1804, vino al
mundo su escritora más prolífica, Amandine Lucie Aurore Dupin, conocida en el
siglo por su sobrenombre varonil de George
Sand. Era hija de un aristócrata y de una campesina. Fue educada en su
refugio de Nohant por su abuela, quien la dejó leer y montar a caballo con
pantalones. Se casó con un barón a los dieciocho años, tuvo dos hijos con él,
pero la fidelidad le duró poco. Amiga de un joven Balzac, sostuvo amores con
poetas como Musset y compositores como Chopin. Su ideología era, en principio,
un azote socialista, hasta que con la Revolución de 1848 se cansó de las
barricadas y se encerró en sí misma. Iba de Nohant a Mallorca, con Chopin, con
quien estuvo once años. Frecuentaba tertulias y presentaciones, a menudo vestida de hombre, al abrigo de
Flaubert, Dumas padre, Goncourt y Gautier. Murió con 71 años a causa de un
cáncer de estómago. Escribió 143 volúmenes de novelas y cuentos –de desigual
calidad—y 24 comedias. En España, se la ridiculizaba llamándola Jorge Sandio, como se califica a Ana
Ozores, joven alma rebelde, lectora de novelas pasionales, en La Regenta (1884), de Clarín.
Francia dio al mundo el talento
científico y osado de la polaca Mary Curie
(1867-1934), doble Premio Nobel (Física, 1903; Química, 1911), descubridora de
la radiactividad natural.
Inglaterra tuvo a Jane Austen (1775-1817) y a las Brontë. En 1846 las tres hermanas publicaron un libro de poesía,
valiéndose de seudónimos masculinos: Currer, Ellis y Acton Bell. Charlotte, la
mayor, dio vida al mito de Jane Eyre, y Emily, que era la mejor poetisa de la
casa, ideó un lugar indómito llamado Cumbres
borrascosas.
Norteamérica y su ambiente puritano
acogieron al delicado fantasma blanco de Emily
Dickinson, recluida por voluntad propia en su habitación, donde al calor de
la Biblia y de los místicos compuso más de 1.750 poemas, inéditos la mayoría
hasta su muerte (1886). Se dice que las sirenas del sótano subían para verla, y
que tal vez cautivada por el “Vivo sin
vivir en mí…” de la carmelita descalza, escribió que “Morir, sin morir,/ y vivir, sin la vida,/ es el más arduo milagro/
propuesto por la fe”.
Hispanoamérica nos ha sorprendido con
poetisas como Juana de Ibarbourou
(1895-1979), Delmira Agustini
(1890-1914) y Alfonsina Storni (1892-1938),
además de con cantautoras como Violeta
Parra (1917-1967) y Chabuca Granda (1920-1983),
que pusieron música a lo que en verdad era buena poesía. Alfonsina se perdió en
el mar, musitando aquello de “Al pie del
blanco Cristo que está sangrando reza:/ --Señor: el hijo mío, ¡que no nazca
mujer!”. Capítulo aparte merece la poetisa costarricense Eunice Odio (1922-1974), nacionalizada primero
guatemalteca tras la mala acogida en su país de los ocho poemas eróticos de Los elementos terrestres (1948), con
reminiscencias bíblicas del Cantar de los
Cantares, donde se muerde el amor. Eunice se aclimata al desarraigo, al
destino viajero, al dolor del desengaño, al desacierto. Territorio del alba ve la luz en 1953; Tránsito de fuego, en 1957. Como Juan Ramón Jiménez, Eunice intentó
apoderarse del mundo real a través de la palabra escrita. Exploró una
Naturaleza mítica, paraíso de búsqueda y soledad para el encuentro. No hay paso
a los bostezos de ciudad, a la ultratumba del barrio. Todo es cuerpo y río,
árbol y montaña. “Este niño es una
pradera llena de aguas ocultas…/ Un día crecerá con dolor como todos crecemos”.
Eunice, nacionalizada mexicana desde 1955, murió trágicamente, reñida con sus
amigos, con su crepúsculo enredado entre la lengua, alcoholizada, en una
bañera. Fue encontrada diez días después de fallecer.
El siglo XX español ha dado ciertas
narradoras de fortuna. María de la O
Lejárraga (1874-1974), riojana, fue utilizada por su marido, Gregorio
Martínez Sierra, para alumbrar algunas comedias rosas, como Canción de cuna (1911). Es autora de Merlín y Viviana, o la gata egoísta y el
perro atontado, que al parecer está en el germen de La dama y el vagabundo, de Walt Disney. Igualmente tenemos a Mercè Rodoreda (La plaza del Diamante, 1962), Carmen
Laforet (Nada, 1944), María Teresa León (Memoria de la melancolía, 1970), Josefina Aldecoa (Historia de
una maestra, 1990), Rosa Chacel
(La sinrazón, 1961), Carmen Martín Gaite (Usos amorosos de la posguerra española,
1987; Caperucita en Manhattan, 1991),
Ana María Matute (Olvidado rey Gudú, 2000), Mercedes Salisachs (Carretera intermedia, 1955), Rosa Montero (La hija del Caníbal, 1997), Almudena
Grandes (Te llamaré Viernes,
1991), Laura Espido Freire, etc.
Les ha costado a las mujeres abrirse
vía intelectual, pero, afortunadamente, el sol también sale ya para ellas.
Juan Carlos Arce imagina, en Melibea no quiere ser mujer (1991), que
es una fémina la que sugiere a Rojas La
Celestina.
No soy quien para juzgar si las
mujeres superan en Literatura a los hombres o no. Su calidad y eternidad deben
ser evaluadas por las propias mujeres. Yo me abstengo.
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