“Con la edad, los ojos ven más lejos, no en la distancia, pero sí en el tiempo.” (aausábel, 2017)

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En este país...

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martes, 22 de mayo de 2012

Donde las mujeres.

A mis amigos/-as de Exiles.

Hay pocas mujeres con historia. En la Antigüedad, algunas consiguieron puestos importantes por designio de nacimiento, como Cleopatra (que pagó cara su osadía de seducir a la vez a César y Marco Antonio), o la reina de Saba, quien, pese a las imprecisiones sobre ella en la Biblia, dejó su huella en la tradición cultural hebrea. En la Edad Moderna, alguna soberana más, como Cristina de Suecia o María Teresa de Austria.

La mujer estuvo ritualmente satanizada: Eva fue la perdición de Adán, como Dalila de Sansón, Judit de Holofernes, Betsabé del hitita Urías, Salomé del profeta San Juan, y así sucesivamente. La capacidad intelectual de la fémina, descreída por naturaleza (de fe + minus < ‘carente de fe’) fue también rápidamente puesta en duda por la sociedad patriarcal. Tal es así que, salvo la santa Hildegarda de Bingen, monja, las mujeres entendidas en medicina y remedios curativos eran acusadas con frecuencia de brujería. El personaje literario de la judía Rebeca, en Ivanhoe, de Walter Scott, sufre este estigma. En el mundo clásico, sin embargo, a las pitonisas y sibilas se confiaban las artes adivinatorias, y las vestales eran reverenciadas en Roma, a condición de que conservaran su virginidad. Isis fue la encargada de recuperar los restos desmembrados de su hermano y marido Osiris y de devolverlo a la vida mediante la magia.

En la Edad Media europea, en el siglo XV, el papa Inocencio VIII alentó la persecución de las brujas en una bula de 1484. La tarea de aleccionar a los clérigos sobre las tácticas de hechicería y de demonología quedó al cuidado de dos dominicos fanáticos y misóginos, Heinrich Kramer y Jakob Sprenger. Kramer se había recorrido con harta paciencia el Tirol, fustigando a las brujas y posesos, y de allí fue echado casi a patadas por la inquina que demostró. Sprenger era decano de la Universidad de Colonia. Ambos editaron en 1486 el mayor compendio de brujería y celo inquisitorial de la historia de Occidente, el Malleus maleficarum o Martillo de las brujas. Este libro, reeditado hasta la saciedad hasta fines del s. XVII, define tres tipos de mujeres hechiceras: las que enferman a alguien y después pueden curarlo; las que únicamente llevan la enfermedad; y las que solo sanan. Para descubrir a la bruja es lícito observar las señales que porten en su cuerpo, tales como manchas de nacimiento, pecas y lunares, su comercio carnal con hombres y bestias, su influjo de distinto signo, etc. Para hacerle confesar su error, hay que recurrir a diversos métodos de tortura y a la “reserva mental”, es decir, hacer falsas promesas a la hembra durante el interrogatorio, que luego no serán cumplidas.

Durante el Renacimiento surgieron algunas oposiciones al fanatismo del Malleus, como la obra de J. Weyer De praestigiis daemonum (1563), o las manifestadas por los escépticos Gian Francesco Ponzinibio, Samuel de Cassinis y Ulrico Molitor. Sin embargo, el jurista Juan Bodino se encarga de alimentar la fiebre supersticiosa en su texto Demonomanía de los brujos (1580). Contrariamente a lo supuesto, las mayores persecuciones tuvieron lugar en territorio protestante: en Alemania, cerca de 25.000 ejecutados entre 1400 y 1700. En España hubo juicios contra mujeres, pero también racionales defensores de estas, como el inquisidor burgalés Alonso de Salazar o el humanista extremeño Pedro de Valencia. Salazar era abogado e hijo de jurista. En 1609 cubrió una vacante de inquisidor en Logroño, y le tocaron los casos de la cueva de Zugarramurdi, en Navarra. Salazar interrogó a los testigos, observó contradicciones entre ellos, experimentó “venenos” inocuos en animales y así consiguió aminorar el celo contra los acusados.

En una corte aparentemente retrógrada como la de los Reyes Católicos, se dejó prosperar el ingenio de una de las mayores humanistas de la época, Beatriz Galindo, conocida como La Latina (Salamanca, 1475-Madrid, 1535). Beatriz iba para monja, pero pudo estudiar a tiempo Gramática en una institución de la Universidad salmantina. Con quince años dominaba a la perfección el Latín, y llegaba a pensar en esa lengua. Su habilidad se hizo proverbial. El cronista Gonzalo Fernández de Oviedo describe que Beatriz era "muy grande gramática y honesta y virtuosa doncella hijadalgo; y la Reina Católica, informada d'esto y deseando aprender la lengua latina, envió por ella y enseñó a la Reina latín, y fue ella tal persona que ninguna mujer le fue tan acepta de cuantas Su Alteza tuvo para sí". Hacia 1492, era profesora de latín de las damas de la corte. Su hermano, Gaspar de Gricio, fue secretario de la reina Isabel. En 1506, Beatriz Galindo fundó un hospital en Madrid para muchachas huérfanas. Más tarde creó el monasterio de Concepción Jerónima, al cual acabó donando su biblioteca. En 1510 comenzó a residir en el barrio madrileño que hoy lleva su apodo, La Latina. En 1526, fue nombrada alcaldesa de la fortaleza de El Pardo por Carlos I. En ella creó una biblioteca para los soldados. Escribió unos comentarios a Aristóteles y unas poesías sueltas en latín. Lope de Vega, monstruo de Naturaleza, le dedicó la silva V de su Laurel de Apolo:

 “Como aquella Latina

que apenas nuestra vista determina

si fue mujer o inteligencia pura,

docta con hermosura

y santa en lo difícil de la corte;

mas, ¿qué no hará quien tiene a Dios por norte?"

 Aun así, hay que reconocer que las mujeres han sido sistemáticamente postergadas al silencio intelectual, privándonos, seguramente, de muchos y agradables descubrimientos. De la misma Safo de Lesbos (ss. VII-VI a. C.) apenas se conservan doscientos fragmentos sueltos de cerca de doce mil poemas que compuso, la mayoría a ensalzar la belleza y los dones de sus pupilas, jóvenes muchachas a quienes enseñaba en su escuela. Así como de poetas masculinos, como Homero, Virgilio, Horacio, Ovidio y Catulo hay composiciones íntegras, los copistas medievales decidieron prescindir de los arrebatos de esta mujer, acaso por considerarlos impropios e irreverentes, acaso por venir firmados por una poetisa de dudosa reputación y sensualidad. Safo definió magistralmente el amor como “agridulce alimaña invencible”.

Algo similar ocurrió con las pintoras del s. XVI, aunque la pintura se estimaba como una dedicación más tolerable para una mujer. Sofonisba Anguissola, nacida en Cremona hacia 1532, fue apadrinada por Miguel Ángel, quien la dejaba copiar sus apuntes y estudios. En 1559, la tenemos en España, en la corte de Felipe II, de quien realizó varios retratos. Como mujer, nunca fue autorizada, sin embargo, a estudiar la anatomía humana a través de las disecciones (como sí obró Leonardo); de ahí que su conocimiento del cuerpo no alcanzara la perfección adecuada; igual le pasó a la boloñesa Elisabetta Sirani (1638-1665). La vida de Sofonisba ha sido novelada por Carmen Boullosa (La virgen y el violín) y por Lorenzo de’ Medici (El secreto de Sofonisba). 

Nuestros Siglos de Oro alguna buena escritora vieron. La mejor, Santa Teresa de Jesús, excepcional prosista en castellano. Aún hoy es una gozada saborear la sencilla espontaneidad de su verbo en el Libro de la vida. De su estilo sentenció Fray Luis de León: "en la forma del decir, y en la pureza y facilidad del estilo, y en la gracia y buena compostura de las palabras, y en una elegancia desafeitada, que deleita en extremo, dudo yo que haya en nuestra lengua escritura que con ellos se iguale". 

En nuestro Barroco, María de Zayas y Sotomayor (Madrid, 1590-1660?), autora de novelas cortas de tono erótico o picaresco (Novelas amorosas y ejemplares, 1637). Allende los mares, el caso verdaderamente mayúsculo de Sor Juana Inés de la Cruz (1651-1695), monja mexicana, autora de este bellísimo y desgarrador soneto:


“Esta tarde, mi bien, cuando te hablaba,

como en tu rostro y tus acciones veía

que con palabras no te persuadía,

que el corazón me vieses deseaba.


Y amor, que mis intentos ayudaba,

venció en lo que imposible parecía;

pues entre el llanto que el dolor vertía,

el corazón deshecho destilaba.


Baste ya de rigores, mi bien, baste;

no te atormenten más celos tiranos,

ni el vil recelo tu inquietud contraste


con sombras necias, con indicios vanos;

pues ya en líquido humor viste y tocaste

mi corazón deshecho entre tus manos.”


Magnífica, ampulosa e inigualable coda en hipérbole, quizá deudora de la muerte de su amado, que la condujo a tomar el hábito en 1668. Sor Juana aprendió a leer a hurtadillas con tan solo tres años. Con ocho, escribía poesía. Compuso también piezas de música y teatro. Y tan alto subió su saber que ella misma, avergonzada por ello, quemó toda su biblioteca. Reprendió a los hombres en esta letrilla que principia: “Hombres necios que acusáis/ a la mujer sin razón,/ sin ver que sois la ocasión/ de lo mismo que culpáis…” 

Eran los venturosos días del Fénix, que le fue infiel a sus dos esposas, Isabel de Urbina y Juana Guardo. Lope era mucho Lope para dar un solo sí. Todo genio esconde un huracán de emociones. Si no, que lo diga también Anna Planner, primera y abnegada mujer de Richard Wagner, que era cornuda a más no poder. 

Por aquellos tiempos del s. XVII, siendo España un centro contrarreformista, bebió de las fuentes nazaríes al reservar un espacio privado para las mujeres del hogar, el estrado, una tarima alfombrada donde cosían y hablaban de sus cosas. 

Habrá que esperar, no obstante, al Romanticismo (1ª mitad s. XIX) para comenzar a ver la emancipación intelectual de la mujer. Adalid de un incipiente feminismo fue la novelista Mary Wollstonecraft (Hoxton, Londres, 1759-1797), amiga de William Blake, Thomas Paine y Henry Fuseli. Fue famosa por publicar, en 1792, la Vindicación de los derechos de la mujer, eso sí, seguida, un año después, de la Vindicación de los derechos del hombre. A pesar de su feminismo, Mary era una mujer apasionada. Cuando su amante, el comerciante y escritor americano Gilbert Imlay, la abandonó, ella intentó ahogarse en el Támesis. Fue madre de Mary Shelley, autora de Frankenstein, por cuyo mal parto abandonó este mundo. 

En Francia, en París, en 1804, vino al mundo su escritora más prolífica, Amandine Lucie Aurore Dupin, conocida en el siglo por su sobrenombre varonil de George Sand. Era hija de un aristócrata y de una campesina. Fue educada en su refugio de Nohant por su abuela, quien la dejó leer y montar a caballo con pantalones. Se casó con un barón a los dieciocho años, tuvo dos hijos con él, pero la fidelidad le duró poco. Amiga de un joven Balzac, sostuvo amores con poetas como Musset y compositores como Chopin. Su ideología era, en principio, un azote socialista, hasta que con la Revolución de 1848 se cansó de las barricadas y se encerró en sí misma. Iba de Nohant a Mallorca, con Chopin, con quien estuvo once años. Frecuentaba tertulias y presentaciones,  a menudo vestida de hombre, al abrigo de Flaubert, Dumas padre, Goncourt y Gautier. Murió con 71 años a causa de un cáncer de estómago. Escribió 143 volúmenes de novelas y cuentos –de desigual calidad—y 24 comedias. En España, se la ridiculizaba llamándola Jorge Sandio, como se califica a Ana Ozores, joven alma rebelde, lectora de novelas pasionales, en La Regenta (1884), de Clarín.



Francia dio al mundo el talento científico y osado de la polaca Mary Curie (1867-1934), doble Premio Nobel (Física, 1903; Química, 1911), descubridora de la radiactividad natural. 

Inglaterra tuvo a Jane Austen (1775-1817) y a las Brontë. En 1846 las tres hermanas publicaron un libro de poesía, valiéndose de seudónimos masculinos: Currer, Ellis y Acton Bell. Charlotte, la mayor, dio vida al mito de Jane Eyre, y Emily, que era la mejor poetisa de la casa, ideó un lugar indómito llamado Cumbres borrascosas. 

Norteamérica y su ambiente puritano acogieron al delicado fantasma blanco de Emily Dickinson, recluida por voluntad propia en su habitación, donde al calor de la Biblia y de los místicos compuso más de 1.750 poemas, inéditos la mayoría hasta su muerte (1886). Se dice que las sirenas del sótano subían para verla, y que tal vez cautivada por el “Vivo sin vivir en mí…” de la carmelita descalza, escribió que “Morir, sin morir,/ y vivir, sin la vida,/ es el más arduo milagro/ propuesto por la fe”. 

Hispanoamérica nos ha sorprendido con poetisas como Juana de Ibarbourou (1895-1979), Delmira Agustini (1890-1914) y Alfonsina Storni (1892-1938), además de con cantautoras como Violeta Parra (1917-1967) y Chabuca Granda (1920-1983), que pusieron música a lo que en verdad era buena poesía. Alfonsina se perdió en el mar, musitando aquello de “Al pie del blanco Cristo que está sangrando reza:/ --Señor: el hijo mío, ¡que no nazca mujer!”. Capítulo aparte merece la poetisa costarricense Eunice Odio (1922-1974), nacionalizada primero guatemalteca tras la mala acogida en su país de los ocho poemas eróticos de Los elementos terrestres (1948), con reminiscencias bíblicas del Cantar de los Cantares, donde se muerde el amor. Eunice se aclimata al desarraigo, al destino viajero, al dolor del desengaño, al desacierto. Territorio del alba ve la luz en 1953; Tránsito de fuego, en 1957. Como Juan Ramón Jiménez, Eunice intentó apoderarse del mundo real a través de la palabra escrita. Exploró una Naturaleza mítica, paraíso de búsqueda y soledad para el encuentro. No hay paso a los bostezos de ciudad, a la ultratumba del barrio. Todo es cuerpo y río, árbol y montaña. “Este niño es una pradera llena de aguas ocultas…/ Un día crecerá con dolor como todos crecemos”. Eunice, nacionalizada mexicana desde 1955, murió trágicamente, reñida con sus amigos, con su crepúsculo enredado entre la lengua, alcoholizada, en una bañera. Fue encontrada diez días después de fallecer. 

El siglo XX español ha dado ciertas narradoras de fortuna. María de la O Lejárraga (1874-1974), riojana, fue utilizada por su marido, Gregorio Martínez Sierra, para alumbrar algunas comedias rosas, como Canción de cuna (1911). Es autora de Merlín y Viviana, o la gata egoísta y el perro atontado, que al parecer está en el germen de La dama y el vagabundo, de Walt Disney. Igualmente tenemos a Mercè Rodoreda (La plaza del Diamante, 1962), Carmen Laforet (Nada, 1944), María Teresa León (Memoria de la melancolía, 1970), Josefina Aldecoa (Historia de una maestra, 1990), Rosa Chacel (La sinrazón, 1961), Carmen Martín Gaite (Usos amorosos de la posguerra española, 1987; Caperucita en Manhattan, 1991), Ana María Matute (Olvidado rey Gudú, 2000), Mercedes Salisachs (Carretera intermedia, 1955), Rosa Montero (La hija del Caníbal, 1997), Almudena Grandes (Te llamaré Viernes, 1991), Laura Espido Freire, etc. 

Les ha costado a las mujeres abrirse vía intelectual, pero, afortunadamente, el sol también sale ya para ellas. 

Juan Carlos Arce imagina, en Melibea no quiere ser mujer (1991), que es una fémina la que sugiere a Rojas La Celestina 

No soy quien para juzgar si las mujeres superan en Literatura a los hombres o no. Su calidad y eternidad deben ser evaluadas por las propias mujeres. Yo me abstengo.

* Si deseas leer a María de Zayas, pulsa AQUÍ.

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