“Con la edad, los ojos ven más lejos, no en la distancia, pero sí en el tiempo.” (aausábel, 2017)

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En este país...

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lunes, 1 de julio de 2024

Don Benito Pérez Galdós y los del 98.

 

El Diccionario Oxford de Literatura española e hispanoamericana (1984) afirma que a Galdós “le dolió que la generación del 98 no le considerara su mentor” (p. 635). Efectivamente, los escritores de ese grupo de la crisis de fin de siglo, vieron a Galdós con simpatía, como a un autor al que había que respetar y agradecer su existencia, pero no lo tomaron como modelo ni como guía. Ellos se fijaron en Larra, a quien homenajearon, y a quien consideraron auténticamente volcado en el reformismo y regeneración de la sociedad española. Para José Martínez Ruiz, “Azorín”, el hombre del siglo XIX que mejor encarnaba el espíritu castellano.

D. Benito Pérez Galdós (1843-1920).
Sin embargo, estimaron de Galdós su obra narrativa ingente, prolífica. Para entender esta postura contamos con un referente sustancial en “Azorín”, quien llegó a visitar al escritor canario en su residencia santanderina de San Quintín, y a escribir (1905) una pequeña crónica sobre ello. Las visitas a San Quintín siempre solían terminar con el lanzamiento de un globo aerostático desde el jardín de la casa. En Lecturas españolas (1938), el de Monóvar realiza el siguiente exordio de D. Benito: “Ha contribuido a crear una conciencia nacional; ha hecho vivir España con sus ciudades, sus pueblos, sus monumentos, sus paisajes. Cuando pasen los años, cuando transcurra el tiempo, se verá lo que España debe a tres de sus escritores de esta época: a Menéndez y Pelayo, a Joaquín Costa y a Pérez Galdós. El trabajo de aglutinación espiritual, de formación de una unidad ideal española, es idéntico, convergente en estos tres grandes cerebros”.

José Martínez Ruiz, "Azorín", junto a su esposa, en 1914.

Sigue apuntando “Azorín” la valía de los libros de viajes de Galdós, “viajando en tercera, platicando con labriegos y artesanos”, y dibujando pueblos “como Madrigal de las Altas Torres –la patria de Isabel la Católica” y vetustas y veneradas ciudades, como el Toledo de “callejuelas enrevesadas”, iglesias y conventos del segundo volumen de Ángel Guerra. Pero, ¿era Galdós partidario de fundir paisaje y espíritu, rincones y alma inveterada? Recordemos que, para la gente del 98, toda la arquitectura, las artes y la literatura producidas en España eran expresión de un modo de sentir la vida, la Historia y la patria. Como recalcó Unamuno, “recorriendo estos viejos pueblos castellanos, tan abiertos, tan espaciosos, tan llenos de un cielo lleno de luz, sobre esta tierra serena y reposada (…) es como el espíritu se siente atraído por sus raíces a lo eterno de la casta” (“Hacia El Escorial”, Salamanca, abril de 1912). En su visita a la colegiata de Castañeda, Unamuno habla de su altar, con “el viejo Cristo español, el nuestro, el Cristo berberisco, el que protesta silenciosamente contra toda europeización de escepticismo” (“Excursión”, Bilbao, agosto de 1909). Esta interpretación casticista del ayer está ausente de Galdós, quien, cuando describe un lugar y su pasado, no lo emparenta con un espíritu que planeara volátil sobre todos sus pobladores, y que diera cabida a un trazado único y homogéneo, o a un modo de pensar y de creer igual. Antes nos hemos referido al elogio de “Azorín” a un Galdós comprometido con el ser del suelo patrio. No obstante, he aquí lo que aclara nuestro escritor canario en una página elocuente de su Toledo. Su Historia y su leyenda: “El siglo XVII, que marca una atroz decadencia, así en política como en artes, crea en Toledo, como en toda España, una multitud de bárbaros e insustanciales conventos, fundados por un fanatismo craso y una devoción muy poco ilustrada. Ya no se ponen al servicio del culto aquellas artes tan bellas, tan ingeniosas y ricas, que fueron principal gala del siglo anterior. Se derriban palacios mozárabes y del Renacimiento para erigir esos desapacibles conventos de ladrillos, y esas casas de jesuitas, de que España está llena”. Es decir, Galdós se posiciona y no deja hacer a la religión cualquier desmán. Básicamente porque, como hombre de progreso, abierto y proclive a cambios sustanciosos, abominaba de una tradición granítica: “No hay tradiciones tan arraigadas que puedan tomar impunemente el calificativo de necesarias, porque expuestas están a ser condenadas por una sentencia que no se inspira en la Historia, ni sigue el criterio estrecho de la costumbre, sino que condena o absuelve, inspirada por la razón y justificada por el derecho” (“Reuniones políticas. Esto matará a aquello…”, 1 de diciembre de 1865).

"Vista de Toledo", por Ricardo Arredondo y Calmache (h. 1900-1905)

¿Era pues el de “Azorín” un Galdós “soñado”, y acercado artificialmente a las tesis casticistas del 98? Seguramente, así resulta, en gran medida. Mas, que Galdós no creyera en el purismo de la raza, no quiere decir que fuera un antipatriota. Sí estimaba, en efecto, a Isabel la Católica, “una doncellita que pronto dio a conocer sus altas dotes mentales concibiendo el pensamiento de unir con vínculos de amor los reinos de Aragón y Castilla” (“Visita a una catedral”). Cuando habla de los cadetes de la Academia de Infantería de Toledo, Galdós señala: “Ahí va la esperanza de la patria. Hoy son traviesos y enamoradizos, mañana serán valientes y darán su sangre por el honor de la bandera” (ibid.) Una Academia militar –por cierto-- que tenía su sede en el Alcázar, edificio con una escalinata admirada por Carlos I, y que nuestro escritor se atrevió a sugerir que fuera convertido en hotel.

Vista de la Basílica de El Pilar de Zaragoza, por B. Pérez Galdós.

 

La forma de describir y de entender la arquitectura y el paisaje que tenía Galdós, no coincidía, pues, con la interpretación apasionada, ritualizada y mayestática del grupo noventayochista. Galdós ironiza muchas veces acerca de mitos y leyendas. No se los cree, ni mucho menos los santifica. Cuando describe la garganta de La Hermida, en la Liébana cántabra, donde hay inmensos pedruscos desprendidos de la cumbre, a los que llaman los lebaniegos las “Lágrimas de Don Pelayo”, Galdós escribe que le da lástima todo natural de un pueblo como Lebeña, por los rigores del invierno, a pesar de que se le debe suponer “bajo el amparo de San Pelayo, que lloraba montañas” (Cuarenta leguas por Cantabria, septiembre de 1879). Del mismo modo, anota divertido nuestro autor que “el que no ha oído retumbar un trueno dentro de las angosturas de La Hermida no conoce el tono en que habla Jehová por boca de Isaías” (ibid.). Nada reverencial. Nada que ver con la solemne confesión de Unamuno, el cual “viendo ceñir los relámpagos a los picachos de Gredos se me reveló el Dios de mi Patria, el Dios de España, como Jehová se les reveló a los israelitas tronando y relampagueando en las cimas del Sinaí. La revelación de Dios baja de las montañas” (“Excursión”).

* * *

 

Para no extendernos mucho, aludiremos de pasada a que la relación de un Pío Baroja con Galdós se reducía a dar paseos con él por Pintor Rosales y a charlar del precio del papel (pues, en ese momento, hasta los mejores escritores se costeaban la edición de sus obras). Don Pío no guardaba mucha simpatía a Don Benito. Cuando Galdós comenzó a ir a mítines republicanos, Baroja se hizo eco de un chascarrillo que insinuaba que, quien asistía a esos eventos, era un sastre de la calle Toledo muy parecido a él (v. Pedro Ortiz-Armengol, Vida de Galdós, p. 692). También, criticó el donostiarra la fama de incansable mujeriego del novelista canario: tanto lo mal que se había portado con la judía Concha “Ruth” Morell, como que, hacia 1901, se entendía con la esposa de su secretario, una rubia que había sido corista (ibid. pp. 586-587). Respecto del ruidoso estreno de Electra, en el Teatro Español de Madrid, testimonió Baroja que Galdós estaba asustado de la repercusión pública que el drama había levantado, no comulgando con las algazaras callejeras de signo aprobatorio y anticlerical, y hasta afirmando que se escaparía al extranjero, puesto que no sentía que él tuviera nada que ver con esos tumultos incendiarios. A lo que apostilló el vasco que “cada hombre debe responder de sus acciones y de sus ideas” (ibid., p. 583).

Como conclusión, refiramos la muy cómica y sorprendente anécdota de un joven Ramón María del Valle-Inclán, pidiendo una recomendación a Galdós para ser actor, en septiembre de 1898, y poder debutar en el Teatro de la Comedia (ibid., pp. 558-559). El pontevedrés lo consiguió, en una obra de Benavente.

©Antonio Ángel Usábel,

Madrid, 11 de mayo de 2024.

Vídeo completo del Homenaje a Galdós 2024. 

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