No
es un desatino pensar que el extremista de hoy será el conservador de mañana.
La edad suele atemperar el criterio de pedir reformas radicales, y el juicio, suavizado
por la experiencia, prefiere lo que la realidad posible aconseja y permite
hacer.
Las
tendencias moderadas suelen ser las garantes de la paz social, tan necesaria
para un país. El diálogo entre las partes, el entendimiento, se alcanza si la
adversidad no es beligerante y existen puntos coincidentes sobre los cuales
construir.
Los
países que tienen un sistema parlamentario basado en el bipartidismo (Reino
Unido, Estados Unidos) se benefician de cierta e importante calma, de una
estabilidad que contrasta con los de otras naciones, en principio más plurales,
pero donde confluyen y litigan grupúsculos confusos, de matiz y raíz
extremista. En España estamos viendo que se ha pasado de un bipartidismo no
declarado (PP / PSOE) a un contubernio de grupos políticos que se alejan del
liberalismo y de la socialdemocracia para agitar la bandera radical, ya sea
esta de izquierda o derecha. Las consecuencias comenzamos a pagarlas:
nacionalismo separatista; feminismo misándrico; cuestionamiento de los géneros
naturales; xenofobia; racismo… El problema de estas tendencias es que cada una
cree tener la razón y que no hay otras maneras de pensar. Por lo tanto, “su
razón “ se transforma en ley, en autoridad legítima. Si un extremo alcanza el
poder, desoye, deja de gobernar de acuerdo con principios consensuados, e
impone lo que no se ha convenido en común. En ese caso, una sociedad lleva una
derrota peligrosa. Sobre todo, porque pierde de vista las señas de identidad de
un pueblo, su tradición. Y extraviar la identidad nacional es algo, de veras, desaconsejable.
Me
permito utilizar el ejemplo de don Benito Pérez Galdós, ya que puede
aconsejarnos el camino que, en su actual situación, España debería seguir.
Galdós fue un liberal progresista en su juventud, firme partidario de la revolución
de 1868 que destronó a Isabel II, admirador del general Prim, amigo de Pablo
Iglesias, y republicano declarado en su madurez. El sistema bipartidista que él
vivió (y sufrió) durante la Restauración de Alfonso XII, la Regencia, y la
mayoría de edad de Alfonso XIII, no guardaba ninguna similitud con el
bipartidismo moderno, puesto que aquel no era electoral, sino pactado, y se
apoyaba en el caciquismo regional para sustentarse. La Iglesia católica se
resistía a apartarse del poder político, así como a ceder un espacio en la
Educación. En Europa se abrían paso, cada vez más, los movimientos obreros, canalizados
por socialistas, anarquistas y comunistas, y reprobados por el Vaticano por su
raíz no confesional. Los pronunciamientos militares (de uno u otro signo)
habían estado a la orden del día durante todo el siglo XIX. A comienzos del
siglo XX, el turno pacífico de partidos (conservador y liberal) hacía aguas por
todas sus grietas, y no ofrecía ni alternativas ni tampoco un futuro
esperanzador. Es por ello que todo el mundo hablaba de regeneracionismo:
Joaquín Costa, Ángel Ganivet, los noventayochistas, los intelectuales del
krausismo y de la Institución Libre de Enseñanza, los novecentistas. Para
bastantes, el sistema monárquico estaba quemado y nada prometedor podría
ofrecer. Era necesaria una gran alianza republicana, que englobara a líderes y
grupos políticos de diferentes tendencias. Por ese gran pacto nacional apostó
fuerte Pérez Galdós, en la absoluta convicción de que el republicanismo soslayaría
distancias ideológicas y permitiría sentar las bases de un nuevo y sólido Estado.
En la etapa que va de 1900 a 1920 (el final de su vida), el escritor canario
participa en mítines de la coalición republicana, o bien envía misivas y
discursos para que sean leídos. Pero nada más lejos de hablar en ellos solo
para unos, olvidando a los otros, o menospreciándolos. Galdós quería una
alianza nacional y un frente común que pusiera en marcha las reformas que el
país necesitaba: enseñanza laica, científica y abierta al progreso, verdadero
parlamentarismo democrático (y no solo fingido), separación de la Iglesia
católica de los organismos de poder, libertad de conciencia y de cultos,
libertad de expresión y de movimientos, Cultura al alcance de todos, igualdad
entre hombres y mujeres y acceso de estas al trabajo y a la Educación superior.
En resumen, la modernización del país y su nivelación con Europa en lo que a
progreso se refiere. Un viejo sueño que se inició con los ilustrados, que
siguió con Mariano José de Larra, y que alcanza al Grupo del 98 y la crisis de
fin de siglo. Pero todo ello conseguido por consenso, nunca bajo imposición,
porque la tal no echa raíces y mata el suelo cultivable.
“Ser
liberal –escribió Gregorio Marañón – es, precisamente, estas dos cosas: estar
dispuesto a entenderse con el que piensa de otro modo; y no admitir jamás que
el fin justifica los medios, sino que, por el contrario, son los medios los que
justifican el fin”. Saber escuchar siempre, y obrar respetando al otro,
aunque sea rival.
En
carta a D. Alfredo Vicenti, director de El Liberal, Galdós justifica su
acción política del siguiente modo: “Abandono los caminos llanos y me lanzo
a la cuesta penosa, movido de un sentimiento que en nuestra edad miserable y
femenil es considerado como ridícula antigualla: el patriotismo. Hemos
llegado a unos tiempos en que al hablar de patriotismo parece que sacamos de
los museos o de los archivos históricos un arma vieja y enmohecida. No es así: ese
sentimiento soberano lo encontramos a todas las horas en el corazón del pueblo,
donde para bien nuestro existe y existirá siempre en toda su pujanza. Despreciemos
las vanas modas que quieren mantenernos en una indolencia fatalista; restablezcamos
los sublimes conceptos de Fe nacional, Amor patrio y Conciencia pública, y sean
nuevamente bandera de los seres viriles frente a los anémicos y
encanijados” (6 de abril de 1907).
En
un mitin en Sevilla, de enero de 1911, y en otro en Baracaldo, el 5 de mayo de
1912, se leyeron unos textos de Galdós donde decía, entre otras cosas: “Republicanos
de la derecha y de la izquierda, que así habré de llamaros por no emplear
otros apelativos (…) Formamos una hermandad que tiene por fundamental
objetivo el cambio de instituciones (…) Mil veces hemos dicho, y ya lo
sabéis todos, que para coadyuvar a los fines de la Conjunción no se ha de
mirar al abolengo de los partidos que la constituyen, ni hemos de requerirlos a
que dobleguen sus respectivos ideales. Basta que coincidan todos en el programa
elemental, reducido a la sencilla y rotunda fórmula de implantar la
República lo más pronto posible (…) La experiencia y el patriotismo nos
obligarán seguramente a proseguir apiñados hasta que la República se consolide
y sea notoriamente inexpugnable”.
Allí
también hablaba D. Benito de “Santa Fraternidad”. Poco sospechaba el autor
canario que se caminaría, con el tiempo, hacia un proyecto común de República,
pero levantado por dos facciones irreconciliables que llevarían al país a una
Guerra Civil. La pena de Galdós --de haber vivido el desastre de 1936-- hubiera
sido inmensa, una estocada de muerte. La monarquía –aun cuando imperfecta y
corrupta—había garantizado una unidad a España; la República no trajo más que
odios, enfrentamientos y desunión (aparte de una probable división del
territorio nacional, por la escisión de Cataluña).
Continuemos
leyendo el sueño de Galdós: “Me lanzo a esta temeraria invocación esperando
que a ella respondan todos los españoles de juicio sereno y gallarda voluntad, sin
distinción de partidos, sin distinción de doctrinas y afectos, siempre que
entre estos resplandezca el amor de la patria (…) lo mismo (…) los
que sirven a la nación en esferas civiles y militares, o en los extensísimos
campos del arte y de las letras, de la ciencia, del comercio y de la industria.
Revístanse de la invulnerable personalidad de ciudadanos españoles,
proclamen su derecho al sentir político, al opinar y al pedir imperiosamente
las reparaciones del derecho, la paz honrosa, el despejo de las horrendas nubes
que cierran el camino a nuestras ansias de buen gobierno, de bienestar y de
cultura” (El Cantábrico, 8 de octubre de 1909).
Galdós
no concebía –ni por asomo—una España dividida, fragmentada en territorios que desconocieran
un empuje patriótico unidireccional y común. Por eso habla, solo, de
“ciudadanos españoles”, no de catalanes, vascos, gallegos, madrileños, o
andaluces, porque españoles son todos, y no debe haber distinción.
La
impresión que causó Galdós entre sus coetáneos era de defensor –dentro de su
acendrado republicanismo progresista—de la unidad patria. Así lo manifiestan
los Álvarez Quintero, Serafín y Joaquín, en Fuenterrabía, en septiembre
de 1931, proclamada ya la II República y más que desaparecido el escritor
canario: “Galdós es en España una gloria de todos. Creador de un mundo
nacional, bien puede enlazarse en la admiración de los hombres con Cervantes y
Lope de Vega, los dos más grandes creadores españoles. Aspira hoy España, la
nación española –por lo menos aspiran a lograrlo muchos compatriotas nuestros--,
a subdividirse, a fragmentarse, a partir el mapa en pedazos. La obra de Galdós,
profunda y altamente española, los abarca a todos, los une, los aprieta y funde
en íntima y gloriosa armonía”.
D.
Benito Pérez Galdós fue un liberal progresista, proclive a la causa obrera, religiosamente
agnóstico, decididamente anticlerical, fascinado por el socialismo e
indiferente hacia el comunismo (su ejemplar de El Capital, de Carlos Marx,
traducido por T. Álvarez, lo tenía sin abrir). Sus mejores amigos santanderinos,
además del albaceteño José Estrañi, fundador de El Cantábrico, fueron
los muy católicos y conservadores José María de Pereda y Marcelino Menéndez
Pelayo. Porque Galdós anteponía el valor de la amistad a las diferencias
ideológicas o religiosas. Sabía que muchas de sus novelas no podían gustar –no
en la forma, sino en el fondo—a aquellos intelectuales montañeses, pues les
resultaban “tendenciosas”, como las consideraba Menéndez Pelayo. Doña
Perfecta, Gloria, La familia de León Roch… eran novelas que
defendían una postura ideológica clara, o si se quiere, para sintetizarla,
antidogmática. Galdós era librepensador y no se ataba a nadie, a ninguna
tendencia o grupo que fijara unos postulados inamovibles y autoritarios. Iba
por libre, dentro de sus ideas. Pero, desde luego, era un patriota, sentía la
patria. No concebía, por ejemplo, sus Islas Canarias fuera de España, arrebatadas
por alguna potencia extranjera. Las Canarias eran España, y lo iban a seguir
siendo, por espíritu, por cultura, por raíces históricas: “No creamos ni aun
en la posibilidad de que pueda haber una mano extranjera con poder bastante
para cortarnos o desgajarnos y hacer de nuestro archipiélago una lanza que
no sea española” (El Cantábrico, 12 de diciembre de 1900). Fue
una desgracia que muchos españoles de su momento no vieran que él amaba a
España tanto o más como demostraba hacerlo Marcelino Menéndez Pelayo, y que
reiteradas veces pidieran para el eminente polígrafo el Premio Nobel de
Literatura, y no para Galdós, porque este –en su equivocado juicio-- no los
representaba. Al final, el galardón sueco se lo llevó Jacinto Benavente, autor
pírrico en comparación con el arte de aquellos dos colosos amigos.
¿Qué
nos hubiera pedido hoy Galdós? Que huyéramos de los extremismos, y que no nos
apartáramos de una posición liberal, o liberal progresista, esto es, de esa
socialdemocracia que muchos, dentro del PSOE, parecen haber desdeñado por
ineficiente, pusilánime, corta y perecedera. Creo que, hoy, Galdós --como en su
tiempo-- no habría solicitado más. Sobre todo, de haber asistido a julio de
1936, a abril de 1939, y a los cuarenta años de Estado totalitario que vinieron
después.
© Antonio Ángel Usábel,
julio de 2023.
Fuente documental: Benito Madariaga, Pérez
Galdós. Biografía santanderina, Institución Cultural de Cantabria, 1979.