“Con la edad, los ojos ven más lejos, no en la distancia, pero sí en el tiempo.” (aausábel, 2017)

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En este país...

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sábado, 23 de abril de 2016

Pensionista del vicio.


El Teatro de la Comedia, en colaboración con el Teatro de la Abadía, presenta ahora el montaje Celestina, adaptación de José Luis Gómez y Brenda Escobedo. La dirección es responsabilidad del propio primer actor, José Luis Gómez, quien se reserva el papel principal de la tragicomedia, esto es, el de la vieja alcahueta. No es la primera vez (ni será, probablemente, la última) que un actor hace de mujer. Recordemos el extraordinario trabajo dramático de José Luis López Vázquez en Mi querida señorita (1971), de Jaime de Armiñán. Adela Castro no era una señora normal, porque sufría su conflicto de identidad: siempre había creído –salvo por el afeitado y ciertas inclinaciones varoniles—que era una mujer, nacida para ser casta y soltera en la vida. No obstante, el trabajo del actor al interpretar este peculiar ente se veía solventado mediante la impostura de la voz por el doblaje. Era Irene Guerrero de Luna (1911-1996) quien doblaba a López Vázquez cuando este era Adela. La misma actriz también puso voz a Norma Bates, la madre muerta de Norman, en el nuevo doblaje de Psicosis (Alfred Hitchcock, 1960), que encargó realizar TVE en 1979.
Pero en el teatro no valen los trucos de doblaje. Ni tampoco son convenientes, ni adecuados, los micrófonos para subir la voz. José Luis Gómez, entero profesional, descarta ambas estrategias en este buen montaje suyo de la imperecedera obra del bachiller Rojas. Una obra que tiene al individualismo, el egoísmo y el hedonismo como epicentro. En verdad, el triunfo absoluto de La Celestina (1499) sobre el tiempo se debe a que se centra en lo animal necesario: el sexo. El sexo, las pasiones, los instintos, dominan la vida de los hombres, para quienes no existen leyes más poderosas que las del gozo. “¿Cómo no gocé más del gozo?”, se lamenta Melibea. Es decir, me quedé corta. Tan remisa ella a disfrutar al principio, y tan volcada a la debilidad del cuerpo al final, una vez Calisto muerto. Y junto al sexo simple de pareja, y por si supiera a poco, todas las parafilias del mundo: bestialismo, voyeurismo, lesbianismo… “Lo de tu abuela con el simio, ¿hablilla fue? Testigo es el cuchillo de tu abuelo” Fernando de Rojas se adelanta, en más de trescientos ochenta años, a las anotaciones de Krafft-Ebing. La naturaleza humana puesta al descubierto, sin tapujos, circunstancia que llevó a comentar a Cervantes: “Libro a mi entender divino, si encubriera más lo humano”. Humano demasiado humano: la abuela de Calisto se consolaba con un simio; la vieja Celestina tenía una extraña amistad con Claudina, bruja como ella, y madre de Pármeno; Celestina achucha y palpa las lozanas carnes de Areúsa cuando se la ofrece a Pármeno; la aguda maestra del deleite se queda a mirar mientras la parejita retoza; lo mismo hace Lucrecia, la criada de Melibea, cuando su amita se junta con su amado en el huerto (“¡Que me esté yo deshaciendo de dentera y ella esquivándose porque la rueguen!”) A Calisto no le importa; es más, lo celebra (“Bien me huelgo que estén semejantes testigos de mi gloria.”) En cierto momento, incluso Lucrecia intenta sumarse al festín: “Lucrecia, ¿qué sientes, amiga? ¿Te vuelves loca de placer? Déjale,  no me le despedaces, no le trabajes sus miembros con tus pesados abrazos. Déjame gozar lo que es mío, no me ocupes mi placer.”
Así pues, y como decreta el propio adaptador y director en el programa, “apología de una única fe: el goce del día y su gasto, sin miras al paraíso.”
La versión que nos presenta José Luis Gómez huye de la solemnidad y potencia lo lúdico y jocoso. Vemos a Celestina y a sus acólitos reír y celebrar la vida y el placer de lo lindo. Celestina es la gran maestra del placer: a cada uno da lo que más necesita o desea. Como el genio de la lámpara. A los hombres, muchachas vírgenes, o con su pulcritud remendada, pues no hay mayor satisfacción, consuelo y lujo que ir de estreno. A las mozas, sus novios. A los bravos, parejas a docenas (“Quien estas os supo acarrear, os dará otras diez ahora”). A las madres, blanco hilado. A las solteras, lejías para dorar el cabello y colutorios para aclarar el aliento. Celestina está siempre ahí, intuyendo lo que cada uno pretende, busca o anhela. Es una pensionista del vicio. Así se gana voluntades y las tuerce a su favor. Como hace con Pármeno, loquillo reticente, al procurarle a Areúsa. Pármeno, en esta versión, se parece a uno de esos “graciosos” que luego crearían Lope o Tirso. Un ser frágil y cómico, corporeizado excelentemente por Miguel Cubero (quien, por momentos, nos trae a la memoria al gran José Luis Ozores).
José Luis Gómez construye una alcahueta muy humana y convincente. Su astucia mana con calculada y perfecta sencillez. No parece ponerse, ni estar esta vez Celestina, muy por encima de los demás personajes. Le gusta ver, palpar, sentarse a la mesa. Su voz es suavemente neutra: ni masculina, ni totalmente femenina. Tiene un acento dialectal charro o extremeño, aspirando las jotas y las haches. Congruente con el área de Salamanca, donde se supone que nació la acción de la obra. El resto del reparto cumple con mucha dignidad, especialmente, Diana Bernedo (Lucrecia), José Luis Torrijo (Sempronio), Inma Nieto (Elicia), Marta Belmonte (Melibea) y Raúl Prieto (Calisto). Los caracteres más flojos son los de los padres de Melibea, Pleberio (Chete Lera) y Alisa (Palmira Ferrer). Areúsa necesitaría una presencia más notoria y menos furtiva, aquí apenas esbozada por Nerea Moreno. Y hay una parte de su parlamento que ha sido torpemente omitida, en cuanto a reafirmación de sí misma: “Que jamás me precié de llamarme de otrie; sino mía”. Areúsa no es ni de hombre ni de mujer (obsérvese el ambiguo “otrie”, ni “otro” ni “otra”), pero quizá, si de alguien se considerara –aparte de ella--, bien pudiera catar de ambas ambrosías.
La escenografía se reduce al mínimo, casi un espacio vacío, con una escalera metálica y pasarelas a diferentes niveles del suelo, por donde trasiega la compañía de actores en cuadros de aleluyas para ñaque o gangarilla.
Naturalmente, la trama ha sido acortada, para que la representación no exceda de dos horas y media, que es lo que dura. El lenguaje, modernizado en lo posible, para no traicionar la pieza original. El goce de Calisto y Melibea se reduce a una sola noche, la noche del pecado, durante la cual se oyen ruido y voces ruanas y se provoca la fuga y la caída fatal del apasionado caballero de la escala. Acto seguido, Melibea medita su desgracia, la pérdida de su amo y señor, así como la deshonra de su casa, y se suicida. Un velo sutil y purísimo cae desde lo alto del escenario. Melibea ha muerto también. Solo queda el lamento de Pleberio.
Calisto se desnuca (producto del azar, no de una venganza) antes de ver castigados a sus sirvientes, que van luego a casa de Celestina y la matan a cintarazos (y no a estocadas, como en el original). No están ni Tristán, ni Sosia, ni Centurio. Hay adversa Fortuna, y toque de campanas mortuorias. No interviene la justicia. Alisa cae como desplomada al conocer que su hija ha dejado de existir.
En definitiva, una recreación hasta un punto eficaz de la obra de Rojas, consabida pero siempre actual y presente. Una suculenta oportunidad, por supuesto, de ver al último de los grandes del teatro español en un rol enorme y único.
© Antonio Ángel Usábel, abril de 2016.
"Celestina", CDN_2016_Valoraciones de la crítica.

1 comentario:

  1. En el libro de literatura que yo estudié en mi paso por el llamado, y extinto hace mucho tiempo, bachillerato superior, se decía que la Celestina, del bachiller Fernando de Rojas, es tal vez la producción más importante de nuestras letras, después del Quijote.

    Años más tarde vi que la Celestina figuraba también en una clasificación que pretendía dar a conocer las diez más grandes obras de la literatura a nivel mundial:

    La Ilíada, la Eneida, la Divina comedia, la Celestina, Os Lusiadas, Hamlet, Don Quijote, el Paraíso perdido, Fausto y Crimen y castigo.

    En todas estas clasificaciones relativas a la literatura juegan mucho la subjetividad y las querencias personales.

    En la quizás más neutral, equilibrada y segura clasificación hecha al respecto, no figura nuestra ilustre alcahueta entre las cien mejores obras de la literatura universal.

    En esta clasificación, organizada y dada a conocer por el Instituto Nobel de Noruega en mayo del año 2002, a partir de las valoraciones de cien grandes autores literarios del momento, sólo trascendieron de forma oficial los nombres de las cien obras, y la certificación y nominación única de Don Quijote de la Mancha como la mejor y más grande obra de la literatura universal de todos los tiempos, eclipsando las obras de Homero, Dante, Shakespeare, Goethe o Dostoiewski.

    Lo cierto es que la Tragicomedia de Calisto y Melibea, es considerada por algunos nacionales, como una de las tres más importantes aportaciones de nuestra literatura, junto con el Quijote y el Libro de buen amor.

    Para mí, siguiendo con la palmaria subjetividad que ello implica, de lo que conozco, mis tres obras preferidas de la literatura española son el Quijote de Cervantes, el drama filosófico La vida es sueño, de Calderón, y la novela filosófica de Baltasar Gracián, El Criticón.

    Al margen de los gustos personales es evidente que la Celestina es una obra maestra, que ha creado uno de los tres grandes mitos universales de nuestra literatura, tal como desarrolló magistralmente Ramiro de Maeztu en su conocido ensayo titulado Don Quijote, Don Juan y la Celestina.

    La calidad, la importancia y la influencia de la obra del bachiller Rojas, se refleja en las múltiples continuaciones de la misma a que dio lugar por parte de diferentes autores.

    Hace poco tiempo compré la probablemente mejor y más famosa de dichas continuaciones, la llamada Segunda Celestina, del mirobriguense Feliciano de Silva, fecundo y célebre autor en la primera mitad del siglo XVI de libros de caballerías del ciclo y saga de los amadises: Lisuarte de Grecia, Amadís de Grecia y Florisel de Niquea.

    Es la Segunda Celestina un muy nutrido y nutriente libro de quinientas páginas que sólo he mirado por encima, y que como todos libros comprados con gusto, cuando están cerrados son un amigo que espera.

    Yo leí la Celestina de Fernando de Rojas hace casi treinta años, y su lectura le asegura a uno encontrarse ante una obra maestra.

    Recuerdo, y no he olvidado en ningún momento, la exclamación tan sencilla, y al mismo tiempo tan profunda y significativa, de Pleberio, el padre de Melibea, al final de la obra: “¡Oh mundo, mundo!”

    Mi sangre cien por cien salmantina me hace pasar muchas veces por Salamanca.

    Hace unos meses entré precisamente en la tienda de regalos de la estación de autobuses intentando comprar las figuras de Calisto y Melibea. Desgraciadamente no las encontré.

    El capitán de la compañía en la que yo cumplí como soldado de España, que era salmantino del pueblo de Villoria, decía que Salamanca es arte, saber y toros, y de todo ello estaban muy bien surtidos en la tienda, pero faltaban las figuras de los dos grandes enamorados.

    Esperemos que el deseo que expresé a la encargada de la tienda, permita en una próxima ocasión hacer mías las anheladas figuras de Calisto, Melibea y la universal Celestina.











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